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Sin más... princesa
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Libro electrónico100 páginas1 hora

Sin más... princesa

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Aferrada a una rutina de situaciones de la cual no pudo salir ilesa, cuenta una historia repleta de pesimismo que le hizo aprender a soñar e intentar arrancar de cada lágrima derramada un cierto optimismo por lo aprendido y lo vivido. Ilusionada con toparse de frente con esa parte de buena suerte que no le sorprendió en su día. Pensando que la vida a veces le sonreía, aunque doliese, ella tuvo la sensación de que sus sonrisas tenían un precio a pagar un tanto excesivo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2018
ISBN9788417608552
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    Sin más... princesa - Rebeca Velázquez Sánchez

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Rebeca Velázquez Sánchez

    Edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.

    Diseño de portada: Antonio F. López.

    ISBN: 978-84-17608-55-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    1

    Comencé una historia de princesa en el palacio equivocado, en el cual no dejé de sentirme una huésped. Fui fruto de una complicada aventura de amor que hablaba de mis padres. No llegué a saber toda la verdad sobre ella, pero sobreviví creyendo que se querían mucho, y aun no pudiendo estar juntos, cuando yo tenía solo dos añitos, decretaron que sería apropiado separarse. Cinco años más tarde mi padre falleció. A raíz de eso, mi madre decidió reconstruir su corazón juntándose con José Fernando. Me hizo crecer pensando que a mi disciplina le hacía falta un padre, así pues, me brindó un padrastro.

    Al principio, mi relación con él era buena. Para mí era un familiar más, un conocido. Alguien que pretendía, de un modo u otro, pasar parte de su tiempo a mi lado. Pero fui creciendo y reaccionando de forma diferente con él después de ir conociéndolo más.

    Con quince años, a mi alrededor solo había simulaciones de la vida perfecta que cierta mujer se esforzaba en crear, cuando la magia ya había desaparecido bajo esas paredes que pertenecían a su pareja de entonces, a quien le encantaba presumir de quererme como a una hija, o al menos eso decía él.

    Vivíamos a una hora del pueblo donde estaban prácticamente todos mis familiares. Había nacido en una familia amplia, pero unida. Fuerte, pero débil a la distancia. Única, mía. A pesar de seguir teniendo contacto con ellos, separarme, aunque siguiésemos moderadamente cerca, me fue muy duro.

    Mi madre estaba muy entregada a nuestro rey, y pretendía que yo me entregara tanto como ella, o más, lo cual me era complicado debido al seco comportamiento que me brindaba el señor del castillo, que tenía en sus manos mi tiempo, mi destino. Tenía establecido un horario: unas horas fijadas a los estudios y otras a ayudar a la mujer que me había dado esa vida en las tareas del hogar. Cualquier cosa referida a algo que no figurase escrito, como salir a tomar un refresco con alguna amiga o dar una vuelta, cualquier cosa, debía preguntársela a él, y así decidir, sin consultar con mi madre, ni con nadie, según su humor o sus antojos, si podía o no ampliar mis tareas y ser recompensada más tarde con un tiempo de ocio limitado.

    Los sábados por la mañana, las mujeres de la casa los dedicábamos a limpiar los aposentos reales. Su majestad tenía el gesto de irse a almorzar a la taberna para no molestarnos con su presencia. Y aunque él decía que me quería como a una hija, nunca dedicó uno de sus sábados a estar conmigo. Observé demasiadas veces por el cristal de las puertas que guardaban el grandísimo comedor, cómo nuestro soberano perdía los papeles conversando con su sirvienta tras comprobar si habíamos limpiado correctamente las habitaciones. Cuando volvía de disfrutar de una buena velada, pasaba su mano por encima de cada mueble acreditando si habíamos estado aprovechando el tiempo al máximo. Aunque dijese que era nuestra obligación, puesto que figurábamos como doncellas en su hogar, la humillación era innecesaria. Se aferraba a exponer unas normas con obligaciones recaídas solo sobre nosotras, y mientras tanto él hacía de su tiempo un privilegio. Exigía tener el plato de comida encima de la mesa a las horas de comer, como si se hubiese pasado el día trabajando él en lugar de mi madre, quien tenía que trabajar y, además de mantenerme a mí, pasarle una pensión mensual al usurero por el privilegio de vivir y limpiar en su castillo. Por si acaso las exigencias fuesen pocas, a pesar de prácticamente trabajar para él, los gastos de su casa, la cual limpiábamos sin cobrar, corrían a cuenta de ambos. Es decir, el rey y la sirvienta.

    Solíamos vestir bien porque nuestro casero gozaba de dinero, y aunque no lo compartía, debíamos aparentar cuando lo acompañábamos para no desentonar con su entorno de vida. Antes de salir de su casa, dedicábamos unos minutos a la «inspección», la cual consistía en revisar las prendas que habíamos escogido y él tenía que darnos su visto bueno, si no, nos mandaba a cambiar sin ningún tipo de reparo.

    Laboralmente no supe cuál era su remuneración, ni de dónde vendría, pero por muy rey que fuese, no quería que figurase su perfil en ninguna moneda. Él se mostraba más amigo de los billetes, de los cheques en blanco y tarjetas que mostraban su nombre en letras doradas.

    Debido a su carácter inquisidor, y el mío de insistir en encontrarle a todo una explicación en lugar de acatar una imposición sin más, chocábamos demasiado. No estábamos de acuerdo en nada, y para mí, él se representaba en mi mente como el hombre que estaba destrozándonos moralmente. A la mujer ilusa que disfrazaba a cierto ser, la ridiculizaba hasta en público si era necesario. Soltaba comentarios desagradables e inciertos hacia su aspecto físico. Sin ella replantearse que fuesen ciertos, comenzó a adelgazar debido a los calificativos o comentarios de su figura en sí. Cada vez se estropeaba más. Solía definirle sus caderas, la silueta de sus curvas pronunciadas. Procuraba ir a la moda. Deseaba una melena rubia e insistía en tenerla. Le quedaba muy bien. No era muy alta, por eso llevaba tacones, porque quería aparentar más altura al lado de José, quien por el contrario era muy alto y grande: con la cara estirada y unos ojos que hacían tenerle respeto sin ninguna razón aparente, solo porque mostraba estar tan seguro de sí mismo, que hacía pensar que no existía otra verdad más que la suya propia. Sus ojos eran oscuros y hundidos, separados por una nariz pronunciada y unos dientes enormes que eran manchados con el color de sus malas palabras, quitando resplandor a su sonrisa. Podría medir como unos dos metros, quedándole mi madre por apenas debajo de los hombros. Por alguna razón, se veían bien juntos, y ante la sociedad real, podíamos demostrarnos falso cariño, normalidad… Éramos pues una familia.

    La ultrajada se esmeraba en adelgazar porque se sentía incapaz de contradecir las palabras de tal difamador que se acostumbró a manipularla sin piedad alguna. Su miedo al compromiso, al verse atado, lo llevaba a los brazos de otras mujeres mientras hacía pensar, a quien guardaba su cama, que por su aspecto no podía responder ante situaciones más íntimas. Escondía su cansancio tras atender a señoras de su agrado, con palabras malsonantes. Palabras que mostraban un intento insistente en rebajar a su sirvienta. El libertino amañaba las historias con aroma a adulterio, procurando llegar ileso al final de la conversación, sin ser acusado, saliendo impune de sus acusaciones de infidelidad. Se excusaba del daño que nos estaba haciendo, manifestando que nosotras lo dañábamos a él también; pero sin alegar argumentos que deliberasen nuestros actos como dañinos, pues carecía de ellos.

    El acusado ya había tenido antecedentes. Anteriormente a la relación que tenía, nuestro absolutista había estado casado y, al parecer, le había venido igual de grande el papel como cuando había intentado ser un marido postizo con mi madre. La ruptura de su primer matrimonio había sido causa de la aparición de una tercera persona en la relación.

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