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Todos a Borges
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Libro electrónico486 páginas6 horas

Todos a Borges

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Abril de 1981. El asesinato de un funcionario subalterno de la misin militar del Uruguay en los Estados Unidos amenaza con la desnudez de un enmaraado trfico de drogas, armas y torturas. Tanto en Washington como en Montevideo, se agitan delaciones, influencias y presiones que giran en torno al joven detective hispano encargado de una investigacin que interesa profundamente al Departamento de Estado, la CIA, la NSA, la FBI y hasta a un influyente coronel con oficina en la Casa Blanca. La verosimilitud tie cada pgina de este relato de dos periodistas uruguayos que en esa poca trabajaban en la capital estadounidense.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento24 sept 2013
ISBN9781463362423
Todos a Borges
Autor

Carlos Bañales y Jorge A. Bañales

Carlos Bañales (Montevideo, 1940), periodista y traductor, es también autor de las novelas Cerros y aceras (1993) y La sonrisa del golero (1997). Reside una parte del año en Montevideo y el resto en North Potomac, Maryland. Jorge A. Bañales (Montevideo, 1950), periodista, dibujante e instructor de TaiChi, es también autor de Crónicas de la victoria (1995), una recopilación de sus artículos sobre la actualidad estadounidense para un semanario uruguayo. Reside en Woodbridge, Virginia.

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    Todos a Borges - Carlos Bañales y Jorge A. Bañales

    Copyright © 2013 por Carlos Bañales y Jorge A. Bañales.

    Diseño y realización de portada: Jorge E. Bañales

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2013915766

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de los autores o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas o acontecimientos reales es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 17/09/2013

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    470625

    ÍNDICE

    Lunes 13 de abril

    Martes 14 de abril

    Miércoles 15 de abril

    Jueves 16 de abril

    Viernes 17 de abril

    Domingo 19 de abril

    Lunes 13 de abril

    01:00, Bethesda, Maryland

    Borges comprendió enseguida lo que ocurriría cuando constató que los tres captores no se preocupaban por ocultar sus rostros iluminados por los faroles en el estacionamiento detrás del edificio de apartamentos donde vivía, en Bethesda. Cualquiera del oficio sabía que a continuación vendría el pañuelo hecho una pelota y metido en la boca, la bolsa de lona sobre la cabeza, la atadura de las manos y quizá unos puñetazos, más para acobardar al cliente que para noquearlo.

    —Si creés en esas cosas, más vale que empecés a rezar —dijo uno de los tipos, confirmando sus sospechas. Borges recordó el derrumbe moral de un guapo diagnosticado en un verso de tango ya no me falta pa´ completar / más que ir a misa e hincarme a rezar, aunque en el tango la culpa del quebranto la tenía una mujer y aquí no había una por medio. ¿O quizá sí? Pensó en Viviana y en qué sería de ella.

    La pared de ladrillos y un contenedor de basura marcaban la cancha en la que se jugaba su último apriete, sólo que esta noche él era el apretado. Le habían cerrado el paso cuando salía de la rampa desde el garaje subterráneo hacia la parte descubierta del estacionamiento en procura de su auto. Estaba ya a dos pasos de la rampa, demasiado tarde para volverse atrás.

    Bien armadito todo, pensó Borges, con desapego profesional. Los desconocidos vestían pantalones y camperas, sólo una de ellas de cuero, y zapatos deportivos gastados y sucios. Latinos y civiles. Pichis y no son muchachitos. El jefe debe ser el que habló, el que viene al frente. Dale a ése. Los otros se rajan. Con la sensación de que el tiempo transcurría lento, y casi por reflejo, movió la mano hacia la cartuchera bajo el sobaco derecho. Habitualmente Borges no andaba armado por Washington y sus alrededores, pero esa noche tenía una cita de negocios y había creído conveniente que lo acompañara su Smith & Wesson .38 corto de doble acción, herramienta fiel desde cuando era él quien apelotonaba pañuelos y encapuchaba a otros.

    Pero antes de que pudiera desenfundar los tipos lo sujetaron y Borges no oyó el disparo de la bala que le entró detrás de la oreja derecha. Los que le sostenían lo soltaron y se desplomó como una marioneta con los hilos desprendidos, primero de rodillas, luego sentado por un instante sobre sus talones y finalmente con el rostro ya máscara sin vida sobre el piso áspero de hormigón.

    Un momento de vacilación, y los tres hombres se separaron a inspeccionar apresuradamente los alrededores. A un lado se extendía el estacionamiento, repleto de vehículos bajo la luz anaranjada de los faroles de sodio, pero sin personas a la vista. A pocos pasos del contenedor empezaba un bosque oscurecido con la vegetación de mediados de abril. De un furgón blanco estacionado junto al Ford Fairmont verde de Borges bajó un individuo abrigado con un gabán liviano, que se acercó rápidamente al cuerpo caído y llamó en voz baja a los otros tres.

    —Lo cargan en la camioneta y lo llevamos al taller. Ustedes dos se vienen conmigo, vos andá en el auto de él. Poné una bolsa de plástico en el asiento y otra en el piso. A mover el culo de una buena vez. Y no se les ocurra sacarse los guantes ni por un momento, ¿estamos?

    Los tres subalternos recogieron el cuerpo, lo acostaron boca arriba en el furgón, con la cabeza hacia la cabina. El interior del vehículo estaba recubierto con hojas de plástico turbio, manchadas de pintura, con las cuales envolvieron el cadáver. El matón con la campera de cuero revisó los bolsillos del saco de Borges y retiró el aro de metal del cual pendían varias llaves de puertas y la del automóvil, y un medallón con un escudo tricolor.

    El furgón salió a la calle seguido por el auto de Borges, llegó hasta la Avenida Wisconsin y tomó hacia el norte. A la una de la mañana de un lunes el tránsito era escaso y al cabo de unos veinte minutos llegaron a Rockville, donde se internaron en un barrio de talleres mecánicos y carpinterías por el que anduvieron hasta detenerse ante un galpón similar a cualquiera de los vecinos. Uno de los que viajaban en el furgón bajó para abrir el portón metálico sin aberturas y el vehículo entró al recinto seguido por el Fairmont.

    En el plan original se habían asignado tres horas para hablar con el hombre, o hacerlo hablar, y si la conversación hubiese progresado en forma positiva, quizá hubieran telefoneado al capitán por teléfono para completar los detalles. Ahora había que cumplir el resto del plan que estipulaba que esperaran hasta las cuatro y media de la mañana y la gente que se ha acostumbrado a cumplir con los planes y las órdenes, cumple. Allí se quedaron el hombre con gabán, zapatos de cuero y cabello cortado con esmero, y los tres contratados para la changa, hablando poco, fumando y tomando mate.

    A la hora designada, el jefe de la operación y dos de los otros se ubicaron en el furgón, y el cuarto se hizo cargo del Fairmont. Todos partieron rumbo al centro de Washington, por caminos diferentes y cuando aún no había comenzado el tránsito intenso. El cielo clareaba y de las calles se levantaba en vapor la lluvia de la noche anterior. Debían llegar entre las cinco y las cinco y media de la mañana a un estacionamiento techado de la calle 19 casi en la esquina con la calle K. La barrera del estacionamiento estaba levantada. Los dos vehículos entraron con pocos minutos de diferencia y se dirigieron hasta el último subsuelo donde el Fairmont se detuvo unos metros detrás del furgón. El conductor del automóvil retiró la tarjeta de estacionamiento mensual del Ford y la colocó detrás del parabrisas del furgón.

    El jefe abrió la puerta del furgón. El rostro moreno, el cuello grueso y los hombros anchos de Borges mostraban el avance del rigor mortis. Levantaron el cuerpo forcejeando, lo sacaron del furgón y lo llevaron hasta el Fairmont donde quedó casi acostado, boca abajo, sobre el asiento trasero.

    El jefe tomó con mano enguantada el revólver de Borges, lo colocó en la mano derecha del cadáver, le sujetó el índice en el gatillo, apoyó el caño en la sien y disparó.

    Uno de los hombres hizo retroceder el furgón estacionándolo entre dos vehículos. Otro condujo el Fairmont hasta un sitio de estacionamiento reservado, dos niveles más arriba, retiró las bolsas de plástico del asiento y del piso y se fue caminando por una de las franjas del piso de hormigón alisadas por el tránsito diario de los neumáticos, para no dejar huellas en el polvillo. Más abajo, los otros recogieron en una bolsa para basura los plásticos con sangre que forraban el interior del furgón, y se fueron por las escaleras pintadas con gris naval, en tramos de siete escalones entre descansos bordeados de colillas de cigarrillos. Todavía no había llegado la cuadrilla de limpiadores que mantenía, durante el resto de la semana, el estacionamiento y sus accesos al gusto pulcro de los clientes. El que llevaba la bolsa caminó hasta un callejón a media cuadra y la arrojó en el contenedor de basura detrás de un restaurante. Era lunes y pronto el personal de limpieza empezaría a sacar de las cocinas los desechos acumulados durante el fin de semana sepultando en bandejas de cartón, platos con aceite, verduras en descomposición, y envolturas de plástico negro las trazas de la violencia en la madrugada.

    09:00, Washington, D.C.

    Mala forma de empezar la semana y triste sitio para terminar la vida. Un estacionamiento, entre olor de motores y manchas de aceite en el piso áspero, rodeado de paredes brillantes con un látex que fuera blanco en la década anterior, decoradas con hollín en los bordes altos y las protuberancias pequeñas de los bloques de hormigón. Roig contempló lo que era, literalmente, un escenario: los peritos ya habían montado las luces y tomaban fotografías del automóvil, del suelo, de las paredes, y del cuerpo extendido sobre el tapizado de vinílico barato.

    Los policías del Segundo Distrito que respondieron a la primera llamada telefónica —urgente, con más matices de temor que de pena— habían tendido rápidamente las cintas amarillas impidiendo el tránsito de más vehículos y personas que hubiese borrado posibles pistas, y mantenían a buena distancia a los curiosos y al encargado del estacionamiento, muy nervioso por la pérdida de negocios. También habían demorado amablemente a los primeros testigos.

    —Detective Pablo Roig, división de homicidios —se presentó, con una brevísima muestra de su credencial, a la agente uniformada que se había hecho cargo de la situación. La estafeta plástica con el apellido Morris, sujeta con velcro sobre la tapa del bolsillo en la camisa azul claro encima de un busto nada desdeñable indicaba el progreso femenino en la contratación de la Policía Metropolitana. —Mi colega, aquí, detective Raymond Jones.

    —Buenos días, detective. El occiso es un hombre hispano. La llamada al 911 se recibió a la hora cero ocho quince. Mi unidad llegó aquí a la hora cero ocho treinta. Los primeros testigos son dos compañeros de trabajo. Dicen que les extrañó que este hombre no estuviera en la oficina, porque siempre era muy puntual y ellos habían visto que su automóvil estaba aquí estacionado. Vinieron a ver y lo encontraron tendido en el asiento trasero. Presenta una aparente herida de bala en la cabeza, y tenía en la mano un revólver que, según dicen los testigos, pertenecía al occiso.

    —¿Quién se acercó al automóvil?

    —Dos de esos hombres, ahí —señaló la agente Morris hacia la derecha del ascensor, donde un policía uniformado custodiaba a dos hombres jóvenes a los que había separado para que no hablasen entre ellos. A la izquierda del ascensor otros tres hombres, con trajes oscuros estaban parados muy juntos conversando cerca de tres mujeres cuyo vestuario, maquillaje y zapatos de tacones gruesos proclamaban su puesto en el universo: secretarias. Uno de los hombres hablaba con gesto autoritario, otro respondía de vez en cuando, y el tercero sólo escuchaba. Las tres mujeres, en cambio, estaban muy nerviosas, pero a ellas no las consultaban.

    Militares, pensó Pablo. El corte de pelo, los hombros echados atrás. La jerarquía, y las mujeres que no existen en la conversación.

    —¿Qué sabemos de esta gente?

    —Son todos funcionarios de la agregaduría militar del Uruguay. La oficina queda enfrente, al otro lado de la calle. El occiso es, era, sargento del ejército. Su nombre, Víctor Borges. Chofer y supongo que guardaespaldas, de la agregaduría, no un oficial de enlace con el Pentágono. No tiene familiares aquí y vivía solo en un apartamento en Bethesda.

    —Ray, las jurisdicciones no han cambiado, ¿verdad? —Pablo, de familia cubana con raíces catalanas pero criado en Washington, llevaba casi cuatro años en la Policía Metropolitana de la capital, a la cual se había incorporado un poco por casualidad, cuando tras cuatro años en la Infantería de Marina y cuatro de universidad, sin inclinación clara por alguna ocupación determinada, vio el aviso de vacante. Para entonces, la capital empezaba a sentir el arribo de cientos de miles de inmigrantes centroamericanos y tres años después la jefatura de la PM, que contaba con apenas un par de bilingües entre sus casi dos mil ochocientos agentes, entendió de que necesitaba al menos un detective que pudiera entender a los recién llegados. Y así fue como, en el verano de 1980, Pablo Roig se convirtió en el primer detective hispano en los ciento veinte años de historia de la ilustre y honorable Policía Metropolitana del Distrito de Columbia. El ascenso a sargento no le había acarreado mucha emoción: la mayor parte del tiempo a Pablo le asignaban la investigación de peleas de borrachos en Adams Morgan, algunos robos de automóviles y el que parecía ser delito preferido entre los inmigrantes centroamericanos: las palizas a sus mujeres. Pero la buena suerte le había asignado la compañía del detective Raymond Jones, negro, tres años mayor que Pablo y conocedor de los vericuetos de la capital y su gente.

    —No, Pablo, sigue siendo el entrevero habitual.

    En la capital de los Estados Unidos abundaban los cuerpos policiales: la Policía de Parques, la Policía del Capitolio, el Servicio de Protección del Ejecutivo —el contingente uniformado del Servicio Secreto que tenía entre sus funciones la protección de las embajadas— el Servicio Secreto propiamente dicho que custodiaba al presidente, el Servicio de Protección Federal que vigilaba los edificios del gobierno federal, la recién creada Policía del Metro en los trenes subterráneos, y la PM.

    —La punta le corresponde a la PM —dijo Ray. Hay que avisar al Servicio Secreto. Como se trata de una embajada quizá hasta la CIA quiera recibir un informe, y seguramente habrá que pedirle ayuda técnica a la FBI. Para revisar el apartamento en Bethesda tenemos que avisarle a Maryland. Pero en todo delito que se cometa en el Distrito de Columbia, la punta la lleva la PM. Es decir, nosotros. Es decir, tú y yo.

    —Y la agente Morris —añadió Pablo, con una sonrisa que le quitó adustez al rostro de la uniformada. Lo aprendido de su padre: toda mujer es una promesa. Al menos más prometedora que la llamada al Servicio Secreto a dos semanas de que un loco de amor buscara impresionar a una actriz de cine disparándole unos balazos al presidente Ronald Reagan, ahí nomás, a pocas cuadras del estacionamiento donde ahora yacía muerto un sargento uruguayo.

    —Ray, mientras estos terminan con las fotos, averigua cómo funciona el estacionamiento, quién entra, quién tiene permisos mensuales o de largo plazo, cómo cobran. Todo. Quién puede haber entrado y cuándo. Desde cuándo puede haber estado ese automóvil aquí.

    —Primero le echamos un vistazo al cuerpo, ¿sí?

    —¡Claro! Es la parte divertida de este trabajo.

    Los fotógrafos apagaron los reflectores mientras los peritos levantaban las últimas muestras de huellas dactilares sobre las puertas, el volante, la palanca de cambios, las perillas de la radio y el pasa casetes, y los botones de luces, aire acondicionado y calefacción del Fairmont. A la luz fría de los tubos fluorescentes en el techo del estacionamiento y la que, desde la mañana primaveral, se filtraba por una abertura triangular bajo una escalera, el cadáver yacía decúbito prono, sin eso, lo que sea, desconocido, impalpable e indefinido que hace que un cuerpo palpite, sude y se mueva.

    La cabeza estaba más cerca de la portezuela del costado derecho. Ray y Pablo se pusieron galochas de nylon negro, overoles y gorras de nylon blanco y guantes de goma, se cubrieron la boca y la nariz con mascarillas para no inhalar la nihidrina usada en la búsqueda de huellas dactilares, y abrieron la puerta. Encima de la oreja derecha del muerto podía verse una herida grande, con quemadura de la piel, y un aparente orificio de salida por frontal del mismo lado. Detrás de la oreja derecha se veía otra herida, pero la sangre seca no permitía ver con detalle.

    Pablo tomaba notas: poca sangre sobre el asiento y el piso del automóvil, un orificio en el tapizado, marcado con tiza amarilla por uno de los peritos: habría que buscar la bala atrás del respaldo del asiento. El cadáver tenía ropas sobrias, no caras. Sobre el asiento estaba el revólver que los técnicos habían quitado de la mano para tomar las huellas dactilares y detectar si esa mano había disparado un arma menos de seis horas antes. El detective pasó una lapicera por dentro del guardamonte, levantó el arma y la observó. Había un casquillo vacío en la parte alta, a la derecha, del tambor.

    Un Smith & Wesson 60, de caño corto y miras fijas, gatillo serrado, típico de policías y guardaespaldas, pero que no era el favorito de Pablo aunque era el arma de reglamento de la PM, tanto para los uniformados como para los detectives. Ése debía ser de los más viejos, de los que salieron allá por 1965, porque todavía tenía la culata de nogal liso lo cual hacía más difícil sujetarlo después de un disparo y aprovechar la doble acción. Los colegas de Pablo que usaban el 60 le compraban, en armerías privadas, cachas de goma o plástico, pero quizá este sargento uruguayo no había tenido dinero para ese detalle. Pablo colocó el arma en una bolsa de plástico que entregó a uno de los técnicos.

    El detective caminó hasta el otro lado del automóvil donde los técnicos ya habían abierto la puerta y enfocó la linterna en los zapatos. Típicos de un soldado, charol, suela de goma gruesa. Con la linterna empujó uno de los tacos, girando el tobillo con un poco de dificultad: todavía el rigor no había llegado a los pies. A la luz de la linterna se notaba, en el costado exterior del zapato izquierdo una raya larga, no un corte, sino más bien una hendidura. Iluminó los pantalones, manchados por la orina tras el aflojamiento de esfínteres, y el faldón del saco sucio con polvo. En la muñeca derecha se veía un reloj con malla metálica, dorada, aunque no parecía de oro. Pablo inspeccionó el asiento del conductor, el bulto sobre la viga de transmisión entre los dos asientos, el tablero y su parte superior detrás del parabrisas. En el asiento delantero del pasajero, encima de un sobre amarillo estaban las llaves sueltas y el anillo de un llavero que los técnicos habían cortado con tenazas. Las llaves estaban cubiertas con el polvillo que revelaría las huellas dactilares, y junto a ellas estaba una insignia o escudo con tres colores.

    —¿Qué dicen los compañeros de trabajo? —le preguntó Pablo a la agente Morris.

    —Suicidio. Ellos dicen que debe ser un suicidio. Que no saben que este hombre anduviera en problemas y que, como aparentemente no robaron nada del auto y esto pasó aquí adentro, donde este hombre estacionaba su automóvil, bueno, que debe ser suicidio.

    —Los Redskins —dijo Pablo, dirigiéndose a la agente Morris.

    —¿Qué?

    —Que si le gustan los Redskins.

    —Sí, señor —contestó Morris.

    —Le apuesto una entrada al primer juego de los Redskins en el RFK contra una cena que esto no es suicidio.

    Ray se aproximaba acompañado con el encargado del estacionamiento.

    —¿Ya decidiste que no es suicidio? —le preguntó a Pablo. —Morris, no es justa la apuesta. A nosotros nos mandan las entradas por cortesía, y si usted pierde tendrá que pagar la cena.

    —A entrada regalada no se le mira el crimen —respondió la agente.

    —El señor Arzhaskahan aquí, encargado del estacionamiento, dice que el Fairmont tiene que haber entrado anoche muy tarde o esta mañana antes de las seis. Un empleado estuvo aquí hasta las 10 de la noche, ayer, y otro abrió esta mañana a las seis. Ayer no estaba el auto adentro del estacionamiento.

    —Pero tienen una barrera con boletas. ¿Cómo funciona?

    —Cobramos por el estacionamiento, pero no hay un empleado que vigile la entrada las veinticuatro horas —explicó Arzhaskahan, asomado detrás de un bigote enorme y a través del acento construido por los inmigrantes iraníes que huyeron del ayatolá Jomeini y patinaron desde la buena vida en los tiempos del Sha a cuidadores de estacionamiento y choferes de taxímetro en las ciudades estadounidenses. —Las barreras en la entrada y la salida están levantadas desde las diez de la noche a las seis de la mañana. Durante el resto del día hay empleados que trabajan en dos turnos de ocho horas. Hay algunos clientes que pagan un permiso de estacionamiento mensual, y tienen una tarjeta que se coloca detrás del parabrisas. A veces, cuando algún cliente se va de viaje o necesita dejar su auto aquí por unas noches, compra un permiso especial y esos autos se estacionan, en general, en la parte más baja, el tercer subsuelo. Durante la noche viene un camión de remolque y se lleva los automóviles que no tienen permisos de varios días o por el mes.

    —¿A qué hora viene el remolque?

    —Ah, eso no es siempre igual. Depende del trabajo que tengan en otros estacionamientos. Pero es siempre después de las diez de la noche y nunca después de las cinco de la mañana. A las seis llega el empleado, baja la barrera y desde entonces hay que tomar una boleta en la entrada y se paga al salir.

    —¿Qué pasa si yo traigo mi auto antes de las seis y salgo al mediodía?

    —Le cobramos desde las seis de la mañana hasta el mediodía.

    —¿El Fairmont tenía permiso para quedarse?

    —Bueno, sí, pero también lo que pasa es que algunos clientes tienen espacios reservados. No son muchos en este estacionamiento. Por ejemplo, esa oficina, la del Uruguay, tiene cuatro espacios reservados. Aunque no siempre sea el mismo automóvil, si los dejan ahí, no tienen problemas. Ellos pagan por mes. Pero si van a usar más de cuatro espacios, sí necesitan el permiso mensual, y por eso se les da la tarjeta.

    —Está bien, gracias. Si necesitamos más información lo vemos más tarde. Y, por favor, necesitaré su oficina por unos minutos para hablar con los testigos.

    La agente Morris acompañó a Arzhaskahan hasta el ascensor. El hombre estaba preocupado por cuánto tiempo más permanecería clausurado el estacionamiento y qué pensarían los clientes acerca del lugar.

    —No pudo dispararse en el lado derecho de la cabeza —dijo Pablo. —¿Qué me apuestas tú?

    —Para mí, lo de siempre. Una cerveza negra. ¿Por qué, esta vez?

    —Era zurdo. Verás que era zurdo.

    —Es una posibilidad. Entre el 17 y el 22 por ciento de la población es zurdo. ¿Por qué dices que éste hombre era zurdo?

    —Tiene el reloj en la muñeca derecha. Son muy pocas las personas que usan el reloj en la muñeca de la mano dominante. Y te apuesto algo más: no murió aquí. Casi no hay sangre en el automóvil. Me debes dos negras.

    09:30, Annandale, Virginia

    El timbre del teléfono rondó por los lindes de su conciencia hasta que irrumpió despertándolo con un sobresalto que le trajo dos contrariedades: un dolor de cabeza ancho y pesado, y en la primera arcada el sabor químico de lo fumado y bebido en dos días. O, por lo menos, eso es lo que creía, que habían sido dos días. Quizá tres. Desde el viernes y dependiendo de qué día fuera éste cuando el teléfono le hacía ecos en el cráneo. Buscó el reloj, pero en el revoltijo de ropa, mantas y toallas que ocupaba la mayor parte de su dormitorio no encontró el reloj ni el teléfono abusador que seguía atacándolo.

    Por los costados de la cortina la luz del sol le indicaba que, probablemente, su madre ya se había ido a trabajar. Una breve caricia en la mejilla le avisó que llevaba varios días sin afeitarse, y el comienzo de mareo al pararse le recordó que no había comido desde no sabía cuándo. Caminó lentamente hasta la cocina y cuando llegó allí el teléfono había dejado de sonar. El reloj en la pared le informó que era la hora nueve y media, en la mañana sin duda, pero, ¿de qué día?

    El teléfono. Otra vez.

    —Hola, ¿quién habla?

    —Pana ¡lo hiciste!

    —¿Pedro?

    —Sí, pana, sí. Te habla Pedro. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

    —Como la mierda. ¿Qué día es?

    —Cónchale, pana, usted sí que se hace el gracioso. ¿No sabes qué día es, eh? Pero se la diste bien dada. Es lunes.

    —Pará, pará. No sé de qué me hablás.

    —Bueno, claro, tienes razón. Estas cosas mejor se hablan personalmente. De todos modos compañero, desde ya, el reconocimiento de la brigada por la misión cumplida.

    —La misión…

    —Te vienes esta nochecita, sin falta, a la reunión.

    —La misión…

    —Nos vemos.

    El clic que cerró la comunicación sonó como un estampido en la cabeza de Adolfo nublada por el sopor. Y a la luz de esta mañana que Pedro había dicho que era lunes y mientras tomaba el café recalentado que había dejado listo su madre antes de irse a trabajar, Adolfo recuperó algunas escenas sueltas. Recordó que el viernes había cenado en el restaurante mexicano de Adams Morgan y la calle 18. Y que luego fue… ¿adónde? Al apartamento de otro distribuidor a quien le pagó por un sobrecito de reina blanca, y después pasó por la licorería A&Z donde el dinero le alcanzó para una petaca de Watt 52. ¿Cómo había regresado a su casa? ¿Cuándo?

    Adolfo había llegado a Washington tres años antes, cuando tenía quince, con su madre, una profesora uruguaya de inglés en la Alianza Cultural Uruguay-Estados Unidos, de Montevideo. Una vez establecida en una casa pequeña pero confortable en la zona de Annandale, en Virginia, la madre se había mantenido tan alejada como era posible de los embrollos, grupos, amistades y actividades de latinoamericanos.

    Pero ése había sido el plan de la madre, no lo que Adolfo encontró atractivo cuando bullía en Washington el enjambre de exiliados uruguayos, chilenos, argentinos, peruanos, bolivianos, brasileños. Combatientes de palabra no faltaban entonces en el avispero militante de Adams Morgan. Algunos frecuentadores de esta colonia continuaban el desaliño de hippies trasnochados, pero en su mayoría los que iniciaban la velada con vivaces discusiones de política, arte, filosofía y sociología en torno a las cenas compartidas en el Food for Thought de Dupont Circle, obtenían sus atuendos en la Mazza Gallery o White Flint si es que los recursos no les daban para las incursiones por Macy’s, que requerían un viaje a Nueva York.

    —El revolucionario y la revolucionaria son, hoy, quienes se despojan de sus prejuicios burgueses al mismo tiempo que de sus ropas— solía decir Pedro Valdivieso, el emigrado venezolano que, con sus 36 años, estaba por encima del promedio de edad de los aspirantes a revolucionarios y de las revolucionarias de carnes tiernas que concurrían a los encuentros en GALA, un heroico intento de teatro latinoamericano, en casa de amigos o en las de padres demasiado modernos como para no ser complacientes.

    Pedro, alto, flaco, con mejillas hundidas y ojos penetrantes, se movía con facilidad en este ambiente. Sus seguidores variaban en número, desde un grupo más fiel de una docena de hijos de funcionarios internacionales y profesionales acomodados, hasta medio centenar de allegados que participaban en cuanta manifestación de protesta el venezolano largara a las calles de Washington. No es que Pedro fuera siempre fiel a las normas que él dictaba. En misiones que él explicaba como necesarias para conocer al enemigo, Pedro podía lucir su buen gusto en el vestir en algunas veladas de artistas latinoamericanos, o en recepciones de misiones diplomáticas de los países amigos y democráticos, como Cuba y México. Y Pedro era, también, el principal proveedor de marihuana, alguna que otra dosis de LSD y los sobrecitos de la reina blanca.

    La victoria sandinista en Nicaragua había marcado un hito en la línea política y las propuestas de acción de Pedro. Con los más allegados formó un grupo que empezó a funcionar con criterios de clandestinidad, y de delirio también, que en clandestinidad es más. La táctica era despistar, así que se dieron el nombre de los Ventrílocuos —una referencia a la frase sobre el vientre de la bestia con la cual José Martí describió a los Estados Unidos durante su exilio.

    —La revolución sandinista y la lucha armada en El Salvador y Guatemala marcan el comienzo de un nuevo período revolucionario en toda América —sostenía Pedro. —Las dictaduras militares que han dominado el mapa, entran ahora en su ocaso y antes de que los burgueses negocien democracias tuteladas, impunidades y componendas, nos toca a los revolucionarios elevar esta lucha a una nueva fase: la revolución continental, la que quisieron Bolívar, Sandino y el Che. Los revolucionarios tenemos un papel muy importante en esta etapa: hacer que en el vientre de la bestia se escuche la voz de los pueblos oprimidos e indignados.

    Durante más de un año y medio la voz de los Ventrílocuos se escuchó apenas, pero por muchas partes y con diferentes nombres. Los aniversarios de golpes militares en diferentes países se marcaron con volantes distribuidos cerca de las embajadas respectivas y firmados siempre por los grupos guerrilleros de esos países. Así hubo en Washington volantes de los Tupamaros uruguayos, de Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo de la Argentina, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile y el homónimo de Bolivia, del Ejército de Liberación Nacional del Perú y el ELN de Colombia, del Partido Comunista Revolucionario del Brasil, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador, de los Macheteros puertorriqueños, y muchos más. Cada volanteada forzó a que la Oficina Federal de Investigaciones emprendiera averiguaciones a pedido de embajadas atemorizadas por la supuesta presencia de los terroristas cerca de sus puertas.

    —Golpeamos y desaparecemos. Ésa es la táctica. El grupo que ayer firmó un volante, ya no estará mañana. Será otro grupo— explicaba Pedro, hasta que él mismo se aburrió. Y entonces pasó a la fase superior de la guerra revolucionaria desde los sótanos con aroma de marihuana y pachulí: era necesaria una acción que anunciara a los represores que no estaban seguros en Washington. El núcleo más militante, fogueado en la distribución a las corridas de los volantes impresos en fotocopiadoras de universidades y, de noche y con la complicidad de uno o dos empleados, de organismos internacionales, estaba listo para la acción.

    —Tenemos que hacer que los represores, los torturadores, los responsables de las desapariciones tiemblen en Washington —propuso Pedro. —Uno solo basta, alcanza con que le demos una lección a uno solo de ellos. Los otros entenderán enseguida que esta ciudad ya no es un santuario para ellos.

    Por varios meses la discusión se aproximó a un plan y se dispersó en la prueba de nuevos surtidos de marihuana y los ensayos con crack. Durante el invierno se habló de posibles objetivos, y algunos muchachos y pocas muchachas se tomaron el asunto en serio lo suficiente como para practicar tiro con armas de fuego en polígonos de Virginia, o en las casas de campo donde recalaba la pandilla durante las vacaciones de los padres de algunos de sus miembros. En febrero a Pedro le entró urgencia por hacer algo, el gesto mayor, y propuso al grupo que se ejecutara a un militar latinoamericano.

    —No importa cuál, son todos iguales. No importa si está o no acusado directamente por violaciones de los derechos humanos: como miembros de las fuerzas armadas son todos responsables. ¿Voluntarios?

    Sin mayor alharaca y sin que el grupo mayor se enterara se ofrecieron como voluntarios el argentino Adolfo, la peruana Rosa y el boliviano Javier.

    El seguimiento de posibles objetivos se hizo de manera acorde con el eclecticismo ideológico y la variedad de situaciones personales de estos revolucionarios, muchos de los cuales eran hijos e hijas de empleados de embajadas y organismos internacionales. Se compilaron listas de nombres, algunos horarios, domicilios y recorridos. Pedro armó un calendario en el que marcó fechas de significado político específico en diferentes países, como el 24 de marzo, aniversario del golpe militar en Argentina, o el 11 de septiembre,

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