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Caras vemos, corazones no conocemos
Caras vemos, corazones no conocemos
Caras vemos, corazones no conocemos
Libro electrónico273 páginas4 horas

Caras vemos, corazones no conocemos

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Información de este libro electrónico

¿Por qué mataron a Miguel?, si era tan buena persona.

Caras vemos, corazones no conocemos representa una crítica a ciertas prioridades del ser humano. Narra la historia de cuatro jóvenes y sus vidas entrelazadas, todo transcurre entre las poblaciones de Bruga y Orihueca. Expresa cómo estas sociedades y sus familias amoldaron los pensamientos y actitudes en cada personaje, generando conductas particulares. Además, expone cómo las decisiones que se toman pensando en el beneficio individual pueden causar daño a particulares y personas del propio entorno. Algunas creencias terminan permeando con apariencia, envidia, vicios, egoísmo, llegando hasta la tragedia. El texto da un recorrido por todas las prevenciones, los sentimientos, la responsabilidad y todo en lo que se incurre en medio del idilio al darle paso a una relación amorosa.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418152948
Caras vemos, corazones no conocemos
Autor

José Gregorio Maestre

José Gregorio Maestre nació en Villanueva, departamento de La Guajira (Colombia). Estudió Administración de Negocios en Cartagena de Indias, se especializó en finanzas en Barranquilla. Amante de la lectura y el campo. Desde el año 2017, sumido en la pasión agrícola y viajes constantes entre Colombia y Venezuela, escribió Caras vemos, corazones no conocemos, publicada en 2019. El objetivo de esta obra es ahondar en lo oscuro del alma humana, intentando dar un camino alterno tanto para individuos como para la comunidad. «La fe en Dios, el amor a la familia, el trabajo y la búsqueda de la salud espiritual son sus pilares».

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    Caras vemos, corazones no conocemos - José Gregorio Maestre

    El día de la quema

    El lunes 20 de septiembre de 1976, a causa de una gran quema de marihuana, amanecieron drogadas todas las personas en la ciudad de Bruga, como si se tratara de otro mundo donde las cosas pasaban de forma igualitaria. 

    A las siete de la mañana, las personas que eran conscientes de lo que estaba pasando, porque ocasionalmente acudían a una fumarada de esta para sentir la sensación posterior que los liberaba temporalmente de todo estrés, estaban impresionadas, pues lo que hacían a escondidas y pagando lo habían conseguido esta vez sin mucho esfuerzo porque ella tocaba la puerta de sus casas de forma silenciosa.

    También lo percibían las personas que en algún momento de su vida la habían fumado, pero que ya no lo hacían por sus hijos, y por alejarse de ese trompo tóxico que giraba sobre ellos y sus familias. 

    Los niños y adultos, que no sabían lo que experimentaban sus cuerpos, porque hasta ese día nunca habían buscado tal sensación de forma consciente y autónoma, ni tenían referencia de tal situación; a estos últimos pertenecía la gran mayoría de la ciudad. Esto causó gran indignación y revuelo, pues esa estela de humo que se cernía de forma natural, desde la calle 1 hasta la calle 34 y en todas sus carreras, cubría la ciudad totalmente con un manto aromático, como si se tratara de una visita muy importante que todos debían conocer. 

    Posteriormente, por medio de una transmisión radial, el burgomaestre explicó que los agentes de policía decomisaron el día anterior novecientos kilogramos de flores prensadas de una planta medicinal que llamaban comúnmente marihuana. Estaban conformados por novecientos bloques en forma de ladrillo, de un kilogramo cada uno, protegidos con plástico de color negro para evitar la humedad; cada unidad tenía un ángel dorado impreso en el centro, como si se tratara de un mensaje encriptado. Los paquetes no conservaban la autorización correspondiente para su comercialización. La combustión de este material para eliminarlo produjo la humarada que causó el sopor y mareo colectivos de los habitantes de la ciudad porque ocasionaba efectos secundarios, los cuales pasarían paulatinamente, sin consecuencia para la salud. 

    —Esas fueron las palabras de nuestro querido alcalde —dijo el locutor después del comunicado, con un tono de voz que dejaba percibir lo jocoso de su expresión, aunado a risas que se alcanzaron a escuchar antes de anunciar los mensajes publicitarios. 

    La incautación del material

    Fue de gran interés y suspicacia para las autoridades que en el auto, tipo camioneta, de color azul en el cual se transportaba la mercancía no hallaran a sus propietarios. Como por arte de magia, se esfumaron del lugar, dejándola abandonada como si no tuviera ningún valor y sin preocupación alguna. 

    Los policías estuvieron media hora a la espera de algún responsable del vehículo. Después de echar un vistazo, se percataron de que la caja trasera de este estaba forrada con un cuero en la parte superior, asegurado por hebillas a los lados. Abrieron la puerta del platón preventivamente. Al principio había unos sacos llenos de tubérculos, los cuales sacaron; después, con cuidado y sigilo, observaron unos paquetes sospechosos, tomaron uno y lo rompieron para revisar su contenido. Siguieron verificando el automotor, escudriñando todo; abrieron una de las puertas delanteras. Luego constataron que este no tenía documentos de propiedad en su interior; la mercancía no contaba con el permiso de movilización que emitían las entidades pertinentes en materia médica.

    El contenido de las envolturas en forma de bloques estaba conformado por flores de una planta utilizada en la zona para macerar sus foliolos, mezclarlos con sus capullos y con alcohol en una botella. Con el fin de evitar los dolores en las articulaciones y dolencias musculares en alguna persona, el líquido producido era untado por medio de sobos ancestrales para curarlos. Por esta razón, lo primero que supusieron tras este acontecimiento era la posible llegada de una epidemia de reumatismo en toda la zona, ya que era mucha la cantidad del producto de su flor seca y los dueños tenían información anticipada, trayendo la cura para tener asegurada la venta. 

    Esto era lo único que aducían los responsables bisoños del hallazgo, pertenecientes al cuerpo policial de la nueva, pequeña y floreciente ciudad, sin avizorar las sombras que se escondían en el material. 

    Llegó la voz del pueblo representada por un señor que casualmente pasaba por el lugar en una yegua blanca bien presentada con su montura. Hizo una parada, observó, saludó y, con la seguridad de quien tiene el poder sobre los demás, preguntó: 

    —¿Qué sucede? —Se bajó del animal, se situó en frente de los tres encargados esperando respuesta sin más ni más. Los agentes estudiaron al señor misterioso, sus canas rellenaban el paisaje de su cabeza, posando una sonrisa cordial y respetuosa. Cedieron sintiendo que poseía un poder sobre ellos. Relataron lo ocurrido, ya que en ese momento de la historia se utilizaban menos formalismos y procedimientos entre la ley y los civiles; luego contaron su hipótesis de lo que allí ocurría. 

    —¿Me permiten examinar todo? —preguntó el señor, con mucha ansiedad. 

    —Sí, señor. Puede verlo. Estamos esperando a que aparezcan los dueños; está sin permiso de movilización —contestaron los encargados.

    Examinó el vehículo, y luego vio el contenido del empaque abierto. Extrajo un poco del material, se lo echó en una mano y lo apretó con fuerza en varias ocasiones, dejándose escuchar el crujir débil de lo seco mientras se hacía añicos en el puño. Se lo acercó a la nariz y absorbió profundamente el olor, luego mostró una cara de conocimiento milenario mientras comentaba que no era para tratamiento médico, sino que se utilizaba como alucinógeno en las ciudades vecinas. Se estaba convirtiendo en salida ficticia a los problemas de mentes pobres, débiles, pero podía arrasar asociándose con la diversión de la sociedad, aferrándose paulatinamente como vicio. Había ocurrido en otros lugares. 

    Después de reflexionar, el señor dejó atrás su sonrisa, puso el pie izquierdo en el estribo de la silla, agarró el fuste y, con agilidad juvenil, montó en su animal, soltó el contenido de la marihuana de a poco, como se hace con las cenizas humanas en el mar, y partió sin despedirse. Se alejó y, como si se hubiera tratado de un fantasma premonitorio, desapareció en el camino. Los comisarios permanecieron inmóviles viendo el sendero del camino hasta que se perdió de vista, sin hacerle preguntas o retenerlo. Se acercaron al vehículo con más detenimiento y lo examinaron minuciosamente. Este estaba completamente cubierto de barro, lo que hacía entender que venía de territorios difíciles donde reinaba la humedad; el coche estaba preparado para esto debido a que tenía llantas especiales para terrenos fangosos. 

    El teniente Meriño se encargaba de la seguridad del área; tenía a su mando seis policías en la ciudad. Los subalternos miraron para atenderlo mientras mataban los mosquitos que les acechaban sin descanso las manos y cuellos. El descubrimiento de los estupefacientes se efectuó de forma no planeada debido a que solo estaban esperando el paso probable de un jerarca de la Iglesia para brindarles seguridad.

    El auto azul había pasado un puesto de policías tres kilómetros atrás, compuesto por tres uniformados ubicados allí de forma temporal debido a que ese sitio tenía terreno arcilloso y carretera angosta. Para esto estaban dispuestos los agentes en el lugar, indicando la forma correcta de pasar por el paraje. 

    Al encontrar nuevamente a la policía, pensaron que era una emboscada hecha para ellos por la droga que llevaban. Ya se había declarado ilegal en el territorio nacional su mercancía, aunque en esa parte todavía no se hacían redadas y era poco conocida. Las mentes intranquilas pensaron en su captura, en la cárcel, en sus familias, en la pérdida de sus goces fastuosos y el negocio. Se detuvieron a cien metros en línea recta desde donde alcanzaron a ver a los tres nuevos agentes; el conductor apagó el vehículo. Intranquilos, se bajaron rápidamente por la puerta derecha, dejándola abierta; sus cuerpos secretaron adrenalina; en la silla dejaron algo olvidado por la rapidez de la salida. Iniciaron la huida a pie, a las seis y diez de la tarde, e ingresaron a un cultivo de banano que estaba a la orilla de la carretera, sin pensar en lo que se dejaba atrás, solo mirando expectantes por el desespero una posible luz a la situación, como quien tiene la certeza de que el enemigo le respira en la nuca.  

    Así iban en la fuga: sin pensar en vigilantes, perros, culebras, cercas, peligros propios del monte; solo buscando la salida momentánea para luego caer nuevamente en el pozo. Sin ser buscados, se escondieron, se perdieron en el verdor de la plantación, tomándola como encubridora natural, sin dejar rastro alguno, tal como si se hubieran convertido en bananos. Los uniformados vieron el carro inmóvil en el sitio, esperaron diez minutos y decidieron acercarse para verificar. Nadie estaba en su interior. 

    El informe y la orden

    Al enterarse de lo grave del hallazgo, el teniente Meriño decidió buscar la forma de informarle a su superior en el menor tiempo posible, ya que se encontraba en otra ciudad. 

    —Recojamos a los patrulleros y vayamos a Bruga —pronunció el teniente continuando con un tono alto, mirada altanera, erguido como un mástil, haciendo gala de su mando jerárquico, sin dejar espacios a segundas opiniones. 

    Salieron de la variante que pasaba cerca de la ciudad y entraron por el ramal que conducía a Bruga. Al llegar, bajaron todos los ladrillos de marihuana en la estación de policía, luego salieron a verificar si el único puesto de teléfonos estaba abierto para intentar comunicarse con el mayor. El negocio telefónico brindaba el servicio desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche, en medio de colas que duraban mucho tiempo por ser la única oferta, novedad que había reemplazado al telegrama en un gran porcentaje, no importando la incomodidad que generaba que las conversaciones fueran escuchadas por quien estuviera cerca en la cola, o por otros, si el tono de voz no era prudente. Muchos hablaban en clave o en idiomas casi inventados, otros no los entendían ni las personas con títulos engalanados de chismosos, pero tampoco con quienes se comunicaban.

    Eran las siete y cuarto de la noche. Encontraron el sitio cerrado. El teniente se bajó a verificar; al ser negativa esta opción, prosiguió dando una orden en su posición acostumbrada e indomable:

    —¡Cabo Pinzón! —Lo dijo, con las manos detrás de la espalda, como si en las casas vecinas también debieran recibir lo dictado. El receptor del mensaje caminó enérgicamente y se paró firme. 

    —¡Dígame, mi teniente! —Su respuesta presentaba completa disposición. 

    —Prepárese para salir de inmediato al batallón e informar al mayor Buendía. Debe mostrar el vehículo, explicarle lo que hemos incautado y lo que nos explicó el señor: de llevarle una muestra, recibir órdenes al respecto y regresar de inmediato —ordenó convencido de que era posible. El cabo pensó doblegado: «¿Por qué seré yo el único que sabe manejar? ¡Qué viajecito el que me toca, de noche, seguramente solo! ¡Qué carajo!».

    —Sí, señor —contestó de inmediato, con un tono que envolvió al teniente en una nube de poder y de tener la certeza de que el subordinado estaba conforme con la orden. En el mismo vehículo que transportaba la droga unos minutos antes, salió el enviado hacia la ciudad en busca de órdenes firmadas directamente por el puño del superior. 

    El sargento Angarita, que todavía tenía las botas puestas, sucias de barro por fuera y llenas de cansancio en su interior por las largas caminatas diarias, pensaba: «Qué bien que Pinzón sabe manejar, quiero salir a orearme a otro sitio, aunque sea por un rato. ¿Cuándo comprarán vehículos para movilizarnos?». 

    El destino estaba a doscientos treinta kilómetros. El ambiente silencioso de la carretera oscura acompañaba al desgano del conductor cansado; solo se escuchaba el sonido de las piedras de la carretera destapada y estrecha movidas por las llantas a treinta y cinco kilómetros por hora, las luces altas hacían la línea de la dirección donde debía de estar la atención y por las ventanas veía la vegetación en la noche. A unos cincuenta kilómetros delante de la salida, encontró la anhelada carretera pavimentada; era la primera vez que Pinzón probaba sus placeres. Pronto notó cómo la velocidad de treinta y cinco kilómetros por hora se sentía lenta en la nueva ruta, se emocionó como un niño con juguete nuevo: cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta y cinco, ochenta kilómetros por hora.

    «Solo he manejado los carros en el patio del taller de mi tío, y a baja velocidad en los pueblos. Si voy concentrado, nada pasará; la carretera está sola», recordó. Parecía un zombi pegado al timón de la Toyota FJ 4; la desidia del viaje fue cubierta repentinamente por olas de adrenalina que corrían por todo su cuerpo. Al obnubilarse en la conducción, solo sentía el placer momentáneo aumentado con la brisa que entraba por el vidrio que estaba abierto en su puerta; esta copaba parte de su atención al sentirla y escucharla. Entró en una curva con dirección hacia la izquierda, pegado a la orilla, sintió nuevamente piedras y tierra. En un segundo, el joven de veintiséis años estaba perdiendo el control del vehículo, casi saliéndose de la vía. Atemorizado, en una reacción instintiva, viró la dirección con más intención a la izquierda, las llantas sacaron piedras del lado derecho donde ya no había pavimento y entró frenando en seco por la carretera, chillando y desgastando llantas por su maniobra. Pasó la doble línea y quedó parqueado en medio del carril opuesto en plena curva, con el freno y el cloche hundidos hasta el fondo. Seguía pegado al timón, pero solo temblaba y resoplaba como un caballo agitado en medio de la tranquilidad de la noche. 

    —¡Me salvé! ¡No joda! —dijo en un tono suave que se dejaba tapar por su respiración y su mirada ausente, rompiendo el silencio solitario. Luego se dejó caer en la silla, apagó el vehículo un instante mirando al frente la oscuridad vecina. 

    Encendió el carro y arrancó, pensando en el teniente: «¿Cómo me hubiera castigado?». Qué cosa, si ni si quiera hubiera recibido castigo, estaría muerto, jodido del dolor o malherido. Estuvo preocupado, asustado los primeros kilómetros, hasta que la brisa suave de los cincuenta y cinco kilómetros por hora le hizo pensar: «A esta velocidad voy bien, para qué tanto afán». A partir de ese momento se dedicó a ver los detalles del paisaje nocturno y a pensar con tranquilidad en ellos.

    Llegó a la ciudad indicada, la conocía. Se dirigió al batallón de policía por una de las avenidas principales. Con mucho entusiasmo veía la nueva expresión artística de calle en medio de la luz de los faroles: algunos dibujos muy bien detallados, agradables a la vista y al espacio que ocupaban; otros le parecían algo grotescos y con falta de gracia para adornar una pared. A unos treinta metros observó un gran espacio de fondo blanco pintado con letras azul turquí y con gran estilo. Se detuvo un instante para leerlo con entusiasmo: 

    Camino por tus calles, busco el rumor de tu ritmo; encuentro orquestas, bandas, me siento y soy tuyo, siendo a la vez de otro sitio. La fortaleza de las olas al salir de la inmensidad me recuerda mi sentir por ti. El paseo tranquilo de las aguas en la playa, como sabiendo que han encontrado lo deseado, me trasladan a cuando estoy en ti. 

    Con el baile de tus aguas, entre las que desembocan por el río y las que reciben en el mar, me incitas a danzar la cumbia en carnaval. 

    Arenosa casa donde habito, en la costa firme estás, tu calor típico incita las caderas, las flores, el amor, la espontaneidad, el trabajo y la amistad. Extraño en otras partes, natural en nuestro lugar, esas son nuestras costumbres que atraen con singularidad. 

    Agradecido por mi fe, el camino que me dio, disfrutando del ambiente, donde hoy inmerso estoy. 

    Mirando al horizonte pienso: «Muchas cosas desconocidas hay, no pretendo ser Dios y el futuro vislumbrar. Mi querer como humano si se sienta, en mi vida aquí llevar. Con defectos y virtudes, aquí plantado estoy. Con ojos taciturnos, arenosa me recibes, de la misma manera que me entrego yo». 

    Pensando en lo leído, prosiguió su paso y llegó rápidamente a su objetivo: dos garitas separadas por cuatro metros, de las cuales salían las extensas paredes de tres metros de altura que protegían el lugar. Las dos casetas estaban unidas por una soga gruesa que debía caer primero para poder pasar. Los que estaban custodiando la entrada se pusieron firmes al ver el vehículo que venía en su dirección.

    —¡Pilas! —avisaron a los que estaban adormitados; solo el general tenía un carro igual. Al estacionarse en la entrada, identificaron por los símbolos que llevaba en el hombro a un cabo segundo conduciendo; se relajaron. «Este, ¿quién es?», pensaron despectivamente, dejándose llevar por la programación de su paradigma social, en el cual cada ficha debía tener una posición, condición y atención. El respeto externo siguió por tener un rango mayor que los rasos. 

    —Buenas noches, mi cabo —dijo uno de los centinelas; el otro se puso vigilante. 

    —Buenas noches, busco al mayor Buendía. Vengo desde Bruga. Soy el cabo Pinzón. —La expresión facial aunada a sus palabras, que mantuvieron un tono bajo, mostró el cansancio a causa del trajín del día. 

    —Llamen al cabo —dijo fuerte el policía raso que tenía el control momentáneo. Un tercer policía salió corriendo; el sonido de sus botas se detuvo. Dos minutos después, llegó el cabo al mando del grupo, con la sábana pintada en su cara blanca y los ojos rojos.

    —Buenas noches, cabo. Por favor, bájese para revisar el vehículo mientras hablamos. Usted sabe, protocolo —dijo como bienvenida, y se alejaron un poco del coche. Pinzón le informó de la situación.

    —Eso está tomando fuerza. Aquí es un problema un poco más fuerte. Está declarado ilegal el transporte de cualquier cantidad, pero está aumentando la demanda y el precio. Debemos encarcelar a quienes sean capturados. Ya le aviso al mayor, espéreme aquí —explicó el colega. 

    —Cabo Pinzón, venga —gritaron a unos diez metros. Caminó tras esa voz, entró al cuarto del mayor: una habitación pequeña pintada de blanco, con un catre para dormir y una mesa con un asiento. «Es cierto, vive como nosotros», pensó Pinzón al recordar las leyendas del mayor, que tenía familia en las fuerzas militares desde los tiempos de la independencia. Este se puso de pie, con una franela de tipo esqueleto blanca, pantalón verde y chancletas.

    —Mi mayor —dijo con cara de cansancio Pinzón, y se puso firme.

    —Descanse —contestó el mayor, y lo saludó con una apretada de manos—. Siéntese. Es una cantidad importante. Dígale al teniente que esta gente está armada, que tengan cuidado. ¿Usted se siente con capacidad para regresar de inmediato? —dijo mientras escribía una carta y la metía en el sobre con membrete policial.

    —Sí, señor. Como usted diga. Parto al instante —contestó tratando de impresionar al mismísimo mayor que había dado miles de órdenes de igual magnitud o más difíciles, y que había escuchado órdenes impartidas por su papá, su abuelo y su bisabuelo, pero que ahora solo hacía una pregunta.

    —Listo. Buen camino, cabo —dijo animándolo el mayor, de cuarenta y cinco años.

    —Sí, señor. Buenas noches —contestó Pinzón.

    «Traté con el mayor que tiene al mando más de mil hombres. Esto no me lo van a creer mis compañeros, ni el mismo sargento Angarita», pensó el cabo al cruzar la puerta. 

    Era la una y cinco minutos de la madrugada cuando Pinzón, con la confianza de quien ya había recorrido el camino una vez, salió de la ciudad. Dos horas después, la brisa que antes le daba adrenalina ahora le echaba una almohada en su agotamiento; se daba cachetadas fuertes para que las veintitrés horas seguidas despierto no lo fundieran; paraba y hacía flexiones de pecho o corría. Luego, a las tres y diez minutos de la mañana, encontró a un señor que iba lentamente en un burro; alcanzó a divisar un termo amarrado en el sillón. Al llegar cerca, bajó la velocidad, paró, se saludaron y le pidió al anciano un poco de café. De inmediato, desenroscó la tapa del termo; se pudo ver la temperatura por el vapor que salía de él. Recibió el café en una taza de

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