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¡Vamos, Joe!
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¡Vamos, Joe!
Libro electrónico194 páginas2 horas

¡Vamos, Joe!

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oe Brandon es un pandillero afroamericano que vive en un peligroso suburbio de Detroit, la ciudad declarada en bancarrota que sufrió una terrible debacle social tras la descomposición de la industria del automóvil. El intrépido muchacho es finalmente detenido y recluido en el Centro Penitenciario de Elmira, una prisión de máxima seguridad que tampoco es capaz de aplacar sus anhelos de libertad. El solitario joven, el cual solía pintar flores de color magenta, todavía conserva la ilusión de estudiar en la Universidad de las Artes de Filadelfia, por lo que, tras la fuga, se acerca a esta maravillosa urbe cosmopolita repleta de vitalidad donde se convierte en el protagonista de una increíble historia, puesto que no solo se ve involucrado en una serie de asesinatos inducidos por unos cuadros malditos, sino que termina venciendo al eterno enemigo del hombre, consagrando posteriormente su alma al amor infinito de los desamparados gracias a la ayuda de Dios Padre.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 mar 2024
ISBN9798224389476
¡Vamos, Joe!
Autor

Carlos Herrero Carcedo

Autor de dos Libros con tapa: Manual Básico de Farmacología y 200 Ideas para Mejorar la Rentabilidad de tu Farmacia, una publicación en la revista Alimentación, Equipos y Tecnología: La histamina en las distintas etapas de fabricación de conservas de atún y seis Ebooks: Disruptores Endocrinos, La Salud no es un Negocio, Obesidad Infantil. Rista. Respuesta Insuficientemente Adecuada, Vivir sin Cáncer, Ser Mayor sin Edad y Predisposición a Ser Homosexual.Posee tres licenciaturas (Farmacia, Ciencias Químicas, Ciencia y Tecnología de los Alimentos) y experiencia en los departamentos de Calidad, Producción y Ventas.

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    ¡Vamos, Joe! - Carlos Herrero Carcedo

    1. Detroit.

    De no ser por la enfadosa persecución llevada a cabo a través de una nave semiderruida por dos enfurecidos integrantes de una banda rival que trataban de recuperar la cocaína de su propiedad, a bote pronto no existía una razón de peso para que Joe Brandon estuviese huyendo despavorido. Aunque motivos para escapar siempre los tuvo, de un tiempo a esta parte, el joven pandillero parecía haber conseguido salir indemne de la mala racha que lo asediaba, al contrario de la empresa en ruinas que hoy servía de refugio, la cual, en los años sesenta, fue la flor y nata de las factorías de parachoques cromados de la floreciente industria del automóvil de Detroit, la ciudad más grande del estado de Michigan, declarada en bancarrota en 2013, cruel pesadilla del sueño americano y fiel testigo del hundimiento del Titanic automovilístico de los Estados Unidos de América.

    En su intento de atrapar el resquicio que le permitiese borrar de un plumazo el penoso embrollo en el que se encontraba metido, el afroamericano se acordó de su madre fallecida por sobredosis cuando él era un crío y de sus abuelos maternos, las únicas personas que le prodigaron amor durante su niñez, puesto que su padre todavía seguía cumpliendo condena por el homicidio fortuito del narcotraficante que le limpió una remesa.

    De vuelta a la realidad, el chico decidió resguardarse al cobijo de un ceniciento pilar de la olvidada fábrica y meterse en la cabeza de sus dos perseguidores, gracias a lo cual discurrió un sencillo plan consistente en promover el conflicto entre sus enojados rivales y aprovechar la disputa para largarse del edificio repleto de escombros como alma que lleva el diablo.

    —Os ofrezco un trato —gritó Joe a sus adversarios.

    —Cierra el maldito pico si no quieres acabar como un colador —replicó Michael, uno de los atacantes.

    —¡Eh, eh!, que quien tiene la droga soy yo. ¿Qué os parece si la repartimos? —tanteó el joven Brandon.

    —¡Una mierda! El alijo vale una pasta gansa y no te lo vas a quedar así por las buenas —respondió iracundo Michael.

    —Está bien, ahí tenéis el paquete —dijo Joe lanzando la coca sobre una montaña de cascotes.

    —Venga, tira el arma —indicó Tiger, el otro contrincante.

    —¿Qué pasa? ¿Tenéis miedo? —preguntó el joven Brandon.

    —Suelta la pistola y sal muy despacio —ordenó Michael.

    —¡Ni hablar! No pienso moverme de aquí.

    —Michael, ve a por la mercancía. Yo te cubro —dijo Tiger.

    —¡Anda ya! ¿Pero no ves que es una trampa?

    —No digas chorradas y pilla la droga o te juro que...

    —¡Maldita sea! Siempre me toca a mí cargar con el mochuelo.

    Astutamente, Joe aprovechó el tira y afloja de sus enemigos para abandonar el escondite, pero en cuanto los dos afroamericanos se percataron del engaño, empezaron a disparar sin lograr acertar en el blanco. Una vez desaparecida la presa, los jóvenes se incorporaron, recogieron lo que les pertenecía y regresaron satisfechos a su barrio.

    Por aquella época, a raíz de la declaración de bancarrota de Detroit, los distritos más humildes de la ciudad vieron reducidos los principales servicios municipales como el alumbrado, la recogida de basuras, el transporte regular y las escuelas públicas. De igual forma, la escasez de efectivos policiales permitió que alrededor de nueve de cada diez crímenes cometidos en la decadente y populosa metrópoli quedaran impunes, por lo que los delincuentes de los suburbios más peligrosos acamparon a sus anchas y la cifra de asesinatos llegó a ser once veces superior a la de Nueva York.

    El joven Brandon nació en West Chicago-Livernois Avenue, un gueto mayoritariamente afroamericano de cincuenta manzanas con la mitad de las casas destartaladas, donde uno de cada diez habitantes, o bien era víctima de un robo, o bien recibía una paliza, o bien sufría una violación, o bien fallecía asesinado.

    El fatídico día de la agresión, William, James, Matthew y Joe decidieron sustraer la cocaína a sus eternos rivales tras el soplo de un chaval a sueldo que les había avisado de la salida un tanto precipitada del automóvil de sus adversarios en dirección sur por la vía Livernois Avenue. Como no podía ser de otra manera, los dos grupos delictivos mantenían la inquebrantable norma de defender y desarrollar, aun a costa de la vida, el negocio del menudeo de droga en sus respectivas áreas situadas a uno y otro lado de la carretera 196, encargándose la cuadrilla de Joe del trapicheo de la zona sudoeste, mientras que la del clan contrario del de la parte noreste, por lo que el robo en cuestión resultó ser una hazaña mucho más arriesgada de lo esperado.

    Apostados a la salida del suburbio en su tuneado Ford Focus, los cuatro colegas vieron pasar el objetivo y se dispusieron a seguirlo, ya que querían averiguar qué narices estaba tramando la competencia. Finalmente, el vehículo delantero paró en Mackenzie Street a la altura de la doble glorieta y el perseguidor lo hizo detrás a cierta distancia.

    Tiger y Michael se apearon del coche y se aproximaron a un Chrysler 300C de color rojo estacionado en la rotonda, donde un corpulento hombre de tez oscura observaba atento por el retrovisor. Los pandilleros entregaron al desconocido la bolsa de papel, cuyo interior fue inspeccionado de inmediato por el sujeto, recibiendo a cambio el ansiado paquete. Finalizado el trueque, el Chrysler 300C se esfumó como una exhalación y los dos afroamericanos regresaron al automóvil con la mercancía bajo el brazo. De improviso, Joe Brandon y sus amigos se acercaron a su encuentro empuñando las pistolas, se adueñaron de la droga sin resistencia alguna y se largaron del lugar quemando rueda, tras lo cual los adolescentes recién desvalijados se lanzaron a tumba abierta a la caza de los ladrones.

    Minutos más tarde, el Ford Focus terminó saliéndose de la carretera en una zona industrial cercana al río Rouge River y fue a estrellarse contra una oxidada verja metálica de una solitaria empresa en ruinas, aunque los ocupantes del vehículo siniestrado resultaron ilesos y pudieron alejarse cada uno por su lado. Antes de que Joe desapareciese raudo con la coca en el recinto fabril abandonado, los pillastres burlados se dieron cuenta de este hecho y corrieron como venados en estampida tras él.

    Saltando entre los escombros de la destartalada nave, los tres chicos desembocaron en la parte posterior de un gigantesco almacén. El joven Brandon no tuvo más remedio que trepar por una alambrada muy alta y adentrarse en el recinto que un día albergó el corazón de la fábrica de parachoques. Allí, los atacantes realizaron varios disparos cuyos proyectiles horadaron las sucias paredes de hormigón pintadas de grafitis. Cuando las fuerzas empezaron a flaquear, Joe se refugió detrás de una columna en su intento de recobrar el aliento y hallar una salida airosa a la complicada situación que tenía.

    Gracias a Dios, Joe Brandon consiguió alejarse del peligro, pero no así del destino incierto que, cual espada de Damocles, lo amenazaba con arruinar para siempre su existencia, puesto que sin apenas advertirlo se había convertido en un auténtico kamikaze contra la sociedad y sí mismo.

    Tiempo atrás, harto de la pobreza, la corrupción y las obscenas desigualdades, el joven afroamericano había resuelto unirse al clan líder de la zona sudoeste del suburbio, lo cual únicamente le supuso dos condenas, una de ellas en un centro correccional. Sin embargo, la dura etapa que pasó en la cárcel para menores no fue capaz de variar un ápice su comportamiento, por lo que, indefectiblemente, volvió a delinquir.

    Joe Brandon fue una víctima más de la descomposición de la industria del automóvil de Detroit, una debacle sin precedentes que aumentó los desoladores e implacables problemas comunitarios que, al igual que el nombre de la ciudad, comenzaban con la letra inicial de la palabra que suele designar al pérfido Satanás: delincuencia, drogas, desempleo, depredación, deuda municipal, desintegración de las instituciones, deterioro de los servicios públicos, desahucios, desequilibrio social, decadencia y desencanto.

    2. La entrada en prisión.

    El joven Brandon regresó muy tarde a su casa con el cuerpo hecho jirones. Después de librarse de sus perseguidores, el chico se había acercado a la 7 Mile, un comprometido barrio ubicado a unas siete millas del Campus Martius Park, la intersección central de la ciudad de Detroit, donde pasó la noche entera bebiendo con un colega de juerga que pertenecía a otra respetada banda de afroamericanos con la que su pandilla se arreglaba para intercambiar pequeños alijos.

    Joe vivía solo en el número 9298 de la calle Stoepel Street, esquina con Westfield Avenue. Su hogar era humilde, al menos en cuanto a su aspecto exterior, y no destacaba del resto de viviendas, puesto que el dinero que manejaba lo malgastaba en francachelas, vicios caros y armas modernas, aunque también solía entregar cierta asignación a su padre preso. Hacía poco que se había comprado la casa, la cual no era más que un simple bungaló de madera con un destartalado porche elevado del césped cuya techumbre cobijaba una mugrienta hamaca columpio frente a una mesa redonda pegada a la barbacoa, y la finca únicamente contaba con un descuidado jardín cercado por un herrumbroso cierre perimetral que alternaba verjas metálicas y listones verticales de pino y, en su parte frontal izquierda, con dos puertas batientes que daban acceso al garaje, donde yacían repletos de suciedad un flamante Ford Mustang negro último modelo y un Chevrolet picop todoterreno de cuarta mano.

    El valiente muchacho, que se había acostado dos horas antes, se despertó aturdido al sentir los golpes y alaridos de sus tres amigos vestidos de raperos esperando frente al portón, los mismos con los que, el día anterior, y de manera un tanto temeraria, había intentado adueñarse de la cocaína de sus eternos rivales.

    —¡Artista! Abre la puerta o la tiramos abajo. ¡Deja de dormir! Tenemos un lío de tres pares de narices —vociferó William.

    —¡Ya voy mamones! —respondió el joven elevando la voz.

    —¿Pero dónde te metiste ayer? Te estuvimos buscando por todas partes —exclamó James una vez que su amigo abrió la puerta.

    —Soplando con un chorbo de la 7 Mile.

    —¡Serás capullo! Te creíamos muerto y, en lugar de avisarnos, te pusiste de alcohol hasta las trancas —dijo enfadado Matthew.

    —¡A ver, un momento! ¿Venís a verme a mí o a la droga?

    —A la coca, tío. ¡Eh! No me digas que la tuviste que soltar para salir zumbando. ¡Menuda noticia! —aseveró William haciendo aspavientos y dándose la vuelta.

    —Si no lo hubiese hecho, ahora sería un fiambre —indicó Joe.

    —¡Madre mía! Venga, vístete. El jefe se huele la movida y quiere que nos presentemos en su mansión —dijo James a su colega.

    —Nos va a poner a caldo, chaval —anunció Matthew.

    —¿Tú crees? Igual lo que pretende es darnos un premio por el atrevimiento —replicó el joven Brandon en plan gracioso.

    Sin siquiera pretenderlo, y siendo exactamente lo contrario, Joe acertó de pleno con las intenciones de Demetrius Buckley, el líder del narcotráfico en West Chicago-Livernois Avenue, ya que su jefe quiso aprovechar el infortunio de los afroamericanos para ofrecerles como triste recompensa y cruel castigo una arriesgada operación de contrabando lejos de Michigan en un estado de la costa este.

    El capo en cuestión residía en un palacete de la 9 Mile Road, justo por encima de la 8 Mile Road, la clara línea que divide Detroit y separa a las dos poblaciones racial y económicamente tan diferentes y complementarias: la afroamericana pobre del sur y la blanca rica del norte. Tras casi dos décadas ejerciendo el oficio de narcotraficante, Demetrius Buckley infundía gran respeto debido a su participación en tantas y tantas trifulcas donde su pistola automática había segado infinidad de vidas humanas, muy en particular las de los latinos, los cuales conocían perfectamente el brutal mensaje que los pandilleros afroamericanos de la populosa urbe tenían solo para ellos: matadlos a todos.

    —Hola, chicos. Pasad, pasad. No tengáis miedo. Sentaos, por favor —ordenó Demetrius a sus pupilos sin levantarse del butacón.

    —¿Necesita algo más el señor? —indagó el mayordomo.

    —No, que vigilen por si les han seguido —respondió el capo.

    Mientras sus amigos se revolvían inquietos en el asiento con ganas de fumar, el joven Brandon, bien atento a las palabras del jefe, se estuvo fijando en su manera autoritaria de repartir órdenes.

    —¿Cómo rayos habéis dejado que se os escape la coca de las manos? —preguntó Demetrius de sopetón.

    —Ha sido el soplagaitas de Joe —contestó William.

    —No tuve otra salida. Nos echaron fuera de la carretera y me persiguieron a balazos. O se la daba o no la contaba.

    —Entiendo. Bueno, el alijo era de ellos. Ya tendréis tiempo de recuperarlo —replicó el capo con malicia.

    —¡Caray! ¿No está enfadado con nosotros? —inquirió James.

    —En absoluto. Es más, tenéis un trabajo. Mañana por la noche os acercaréis al aparcamiento seis del aeropuerto de Newark. Allí os estará esperando mi contacto en el interior de un Cadillac rojo. Le decís mi nombre y él os hará entrega de un paquete. Lo pilláis, venís aquí y se lo confiáis a mi guardaespaldas. ¿Alguna cuestión?

    —¿Qué hacemos si viene la pasma? —consultó Matthew.

    —Disparad a los neumáticos, largaos del lugar y deshaceos del vehículo. Está bien, nada más. ¡Ah, sí! No quiero ver a nadie por ahí de fiesta hasta que la cocaína se halle en mi poder. ¿Estamos? Mantened los ojos bien abiertos y buena suerte.

    Aunque en Detroit se desenvolvían como pez en el agua, por desgracia, los cuatro pandilleros no conocían Newark, la ciudad de los ladrillos, la metrópoli más poblada del estado de Nueva Jersey cuyo puerto es la principal entrada de contenedores de Nueva York.

    Después de ser despedidos con viento fresco, William, James, Matthew y Joe montaron en el Ford Focus tuneado y se dirigieron al cuartel general, una casa abandonada situada cerca de sus domicilios a la que habían llevado algunos enseres y no pocas viandas.

    —¿Cuándo vas a quitarte esa gorra, tío? Si pareces un payaso —dijo William a uno de sus amigos.

    —Cuando te subas los pantalones y dejes de enseñar el culo —respondió ofendido James.

    —Mejor sería que os ducharais los dos —instó Matthew.

    —¡Qué paciencia, Dios mío! Con el marrón que tenemos y no paráis de decir tonterías —exclamó preocupado Joe.

    —¿Qué pasa? ¿Estás acojonado o qué? —replicó William.

    —No es eso, lo que veo es que Demetrius quiere darnos un escarmiento —expuso el joven Brandon.

    —¡Ni de coña!, el jefe no haría eso —aseveró James.

    —¿Y si lo que busca es apartarnos del negocio? —dijo Joe.

    —¡Anda ya!, no le des más vueltas y cumplamos el encargo. Veremos más adelante quién tiene razón —indicó Matthew.

    Al día siguiente,

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