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La Venganza del saguaro: Viajes únicos por el suroeste de Estados Unidos
La Venganza del saguaro: Viajes únicos por el suroeste de Estados Unidos
La Venganza del saguaro: Viajes únicos por el suroeste de Estados Unidos
Libro electrónico321 páginas3 horas

La Venganza del saguaro: Viajes únicos por el suroeste de Estados Unidos

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Tom Miller da vida a la región fronteriza del suroeste de los Estados Unidos a su manera única. Nos ayuda a ver más allá de las antiguas ficciones amarillistas y apreciar la cotidianidad de la vida de ese rincón.

Miller puede deambular por el desolador paraje de tierra volcánica de El Pinacate, en México, y encontrarse con mexicanos hambrientos ca
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2021
ISBN9786078460939
La Venganza del saguaro: Viajes únicos por el suroeste de Estados Unidos
Autor

Tom Miller

Tom Miller (Washington, D.C., 1947) es un autor y periodista estadounidense conocido principalmente por su literatura de viajes. Ha escrito artículos para The New York Times, The Washington Post, The New Yorker, Rolling Stone, Life, Crawdaddy. La vida en la frontera sur de los Estados Unidos inspiró su primer libro de viajes, En la frontera: retratos de la frontera suroeste de Estados Unidos. Es autor del aclamado libro Trading with the Enemy: A Yankee Travels through Castro’s Cuba. Su libro Jack Ruby’s Kitchen Sink: Offbeat Portraits of America’s Southwest, ganó el Premio Lowell Thomas 2000 al Mejor libro de viajes del año, otorgado por la Society of American Travel Writers Foundation (el libro fue posteriormente titulado La venganza del saguaro). En 1987, visitó Cuba por primera vez, sus experiencias allí se convirtieron en el libro Trading With the Enemy: A Yankee Travels Through Castro’s Cuba. Tom Miller es cofundador y codirector de Writers of the Americas (2000-2002).

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    La Venganza del saguaro - Tom Miller

    M.

    Prólogo

    A principios de 1870, Patrick Henry McCarty era sólo un rebelde más del distrito de Five Points en Nueva York, hasta que el Suroeste de Estados Unidos empezó a llamarlo con su canto de sirena. Five Points debía ser el más deplorable de los barrios bajos de Estados Unidos, sumido como estaba en el alcohol, la pobreza, las drogas y los asesinatos. Así que una buena mañana de su adolescencia, McCarty decidió partir hacia tierras salvajes (igualito que Huckleberry Finn, aunque en otro contexto). Se abrió paso hacia Nuevo México, se puso el nombre de William Bonney, consiguió trabajo como ganadero en un rancho y terminó como pistolero en la famosa Guerra del Condado de Lincoln. Cuando le pusieron el apodo de Billy the Kid, ya presumía haber matado a 21 hombres a los 21 años. Nunca llegó a los 22. El sheriff Pat Garrett lo mató a tiros un día de julio de 1881, el mismo año en que Henry James publicó la novela Retrato de una dama. Desde cierto punto de vista, la muerte temprana de McCarty no fue tan grave. Como Billy the Kid, del Suroeste de Estados Unidos, Patrick Henry McCarty alcanzó la inmortalidad.

    Billy the Kid no fue el primer hombre del Este en salir a buscar libertad y oportunidades en el Oeste. Aunque lo más seguro es que el famoso Horace Greely no le hablara a él cuando decía aquella frase Ve al oeste, Alphonse Capone, el sombrío rufián de Brooklyn, hizo lo propio 40 años después de la muerte de McCarty. Pero el buen Capone decidió bajarse del tren en Chicago y privó al Oeste de otro personaje legendario. Si Capone hubiera visto venir los avances que habría en los aparatos de aire acondicionado, el crecimiento del sistema de autopistas federales y el incremento de las aerolíneas de pasajeros, seguramente le habría ganado a Bugsy Siegel la increíble idea de inventar Las Vegas como la conocemos. A veces todo en la vida se reduce a estar, o no, en el lugar exacto en el momento justo.

    Sin embargo, la falta de sincronía no fue un obstáculo para la reputación de Capone quien, igual que Billy the Kid, pavimentó de asesinatos su camino hacia la inmortalidad. Ambos perviven en varios libros y películas, acogidos por ese inagotable segmento de la población estadounidense al que le fascinan los tiroteos y la muerte súbita, pero no sabe ni quién es Henry James.

    Tom Miller también viene del Este. Salió de Washington d. c. con dirección al Oeste ya entrada la década de los sesenta, esa época en que la rebelión y la necesidad de empezar de nuevo se respiraban en el aire de Estados Unidos, alentadas por un coro de música de protesta. Los jóvenes de todo el país pronunciaban un No colectivo contra la guerra en Vietnam. Rechazaban las creencias de sus padres, el convencionalismo de los suburbios y los prejuicios del racismo.

    Pero ese inmenso No también implicaba un enorme . Todos estos jóvenes, y Miller entre ellos, estaban poniendo el mundo de cabeza para construir algo nuevo. Trataban de establecer nuevos valores y códigos sociales: más abiertos, más libres, más humanos. Proponían nuevos estilos de vida. Empezaron a vivir en comunas. Discutían acerca de los derechos sobre la tierra. Algunas de sus aspiraciones eran ingenuas y algunas de sus ideas un tanto adolescentes, pero gran parte de lo que decían era conmovedor y era verdad.

    Ese siguió su propio camino en el Oeste. Mientras tanto, el Este llegó a simbolizar la decadencia: el deterioro físico, el colapso de la industria y de las ciudades, el fin del mito que por tantas décadas había acarreado a los migrantes a Estados Unidos. La migración a los espacios abiertos del país se volvió la forma más común de desplazamiento nacional, y millones de estadounidenses abandonaban su versión del país para mudarse a la otra. Tom Miller ofrendó su pluma a las zonas fronterizas del Suroeste como si supiera que el componente esencial de su escritura se ocultaba dentro de laberintos subterráneos de esa hermosa región deshabitada, que alguna vez perteneció a México.

    Empezó a escribir para periódicos alternativos, los tantos y tantos semanarios que surgieron en esa época en homenaje (o imitación) al periódico neoyorquino Village Voice. Cada uno de esos periódicos se distinguía por tener un tono y una actitud distintos al de los periódicos tradicionales. No aspiraban a un ideal imposible y pretencioso de objetividad; además no era tiempo de ser objetivos, había llegado la hora de tomar partido. Ellos sí lidiaban de frente con aquellos temas a los que la prensa dominante daba una cobertura escasa, torpe o confusa. Hablaban del movimiento en contra de la guerra, de las drogas, del racismo, del feminismo y de la gente que vivía en los márgenes del llamado sueño americano.

    Miller era más o menos único; adoptaba el tema en cuestión sin entregarse a la furia. Como reportero era demasiado bueno y como hombre demasiado justo como para caer en la trampa de despotricar por una ideología simplista y compensar con retórica la falta de perspectiva. Amaba el Suroeste por lo que era y no por lo que no. Pero tampoco era un propagandista salido de la Cámara de Comercio. Amaba los pueblos fronterizos, que realmente nunca habían dejado de ser México, y celebraba sus peligros, sus alborotos, sus majaderías. Amaba también los placeres simples de la vida en el desierto. Le gustaba ir a lugares como Bisbee, que fue el escenario de tantas noches descorazonadoras durante la lucha por crear sindicatos para los mineros explotados. Y escribió sobre esos lugares con afecto tanto por su gente como por su visión compartida.

    Más adelante, cuando muchos de los jóvenes de su época crecieron y tuvieron hijos y siguieron adelante, Tom Miller se quedó en Arizona. Nunca acusó a los que abandonaron sus ideales juveniles de ser unos vendidos (el más terrible de los pecados sesenteros). Muchos de sus colegas, influidos por el poder enajenante de la televisión, aprendían de los lugares a los que iban justo lo suficiente para poder irse. Miller no se quedaba contento con tan poco. Le gustaba dar vueltas (que es justo como Murray Kempton define al periodismo) y aprender cosas nuevas para luego escribirlo todo. Este libro recoge algunos de sus hallazgos.

    A primera vista, estos no tratan de lo que James Joyce llama esas grandes palabras que nos hacen tan infelices. Más bien hablan de los orígenes de La Bamba o la creación de la chimichanga. Miller siempre es capaz de averiguar algo que valga la pena saber sobre las primeras pinturas en terciopelo negro o sobre la invención de la corbata vaquera. Admite su admiración por el difunto Edward Abbey y comparte su cólera y a veces hasta sus ganas de aislarse del mundo en la soledad del desierto. Pero no cae en los mismos errores de Abbey, que podía ser un sermoneador insufrible.

    Miller puede deambular por el desolador paraje de tierra volcánica de El Pinacate, en México, y encontrarse con mexicanos hambrientos camino al otro lado y narcotraficantes tratando de hacerla en grande. Pero también puede ponernos a rezar para que nadie más se meta con el desierto (aunque él sí lo haya hecho en su trayecto como reportero) y dejen esas tierras en paz. También puede platicarnos cómo una tragedia, un asesinato perpetrado en una ciudad al norte de la frontera, sigue oprimiendo los corazones de los estadounidenses generación tras generación. Hay sentido del humor en los textos de Miller, y también tristeza, y algún triunfo ocasional. Todas esas cualidades nos las encontramos en la historia de un cactus saguaro de 125 años de edad y 1360 kilos de peso que se erguía en el desierto, al norte de Phoenix, hasta que fue derribado por un estadounidense borracho, bueno-para-nada, que practicaba tiro al blanco. El patán ese mata a la grandiosa planta, pero en una vuelta de tuerca digna de las mejores películas del Viejo Oeste, la planta obtiene su merecida revancha.

    En toda su obra, tanto en este libro como en el resto de su trabajo, Miller muestra otra cualidad admirable: no le interesa estar a la moda. No se pone a lanzar sermones sobre la globalización, ni anda por ahí recogiendo cuarzos para apuntarlos hacia una montaña energética mientras un grupo de señoras blancas, ya entradas en años, cantan mantras New Age. El mundo es demasiado divertido como para caer en esas ridiculeces. Además, nadie con sentido de la ironía puede adoptar la cultura New Age. Las ironías de Miller son bastante razonables, para nada agresivas. La rabia por el deterioro de la tierra subyace en gran parte de su trabajo (todo estadounidense que ame la belleza debería compartir esa cólera), pero siempre deja claro que el tema en cuestión no es su rabia. El lugar de la belleza.

    Yo hice mi propio recorrido de un año por el Suroeste de Estados Unidos y entendí algo que a Billy the Kid no le alcanzó la vida para aprender: yo había sido formado en y por las ciudades, por el ruido y el tráfico y las miles de pequeñas colisiones diarias, y es en estas ciudades donde debía quedarme, en mi ciudad nativa de Nueva York, mi lugar de origen. De hecho, vivo a siete cuadras de la región que alguna vez fue conocida como Five Points (que ahora está plagada de juzgados y edificios estatales), desde donde Patrick Henry McCarty inició su viaje hacia la mitología estadounidense. Pero el Suroeste también vive dentro de mí, insuflado por las películas y las fotografías y las pinturas y los largos paseos en carro bajo la luna desnuda. Y soy tan posesivo con el Suroeste como cualquiera de sus habitantes. Quiero saber que existe de verdad, que en una parte de mi país los hombres hablan con los coyotes y pintan en terciopelo negro y que, si siento la necesidad de hacerlo, puedo ir para allá como voy al Museo Metropolitano.

    La idea de ese lugar distante no es propiedad exclusiva de aquellos que viven allí. Me pertenece a mí también; pertenece a todos los estadounidenses, incluso a todos aquellos que quizás nunca pongan un pie en la austeridad asombrosa de aquellas tierras. En su obra, Tom Miller da vida a la región a su manera única, sin ponerse el disfraz de rezongón que solía caracterizar a los escritores regionales. No se pone defensivo; es celebratorio. Nos ayuda a todos a ver más allá de las antiguas ficciones amarillistas y a apreciar la cotidianidad de la vida de ese rincón de Estados Unidos y, al hacerlo, la vuelve tanto más real cuanto más mágica (y viceversa). Deberíamos ir a darle las gracias.

    Pete Hamill,

    septiembre del 2000

    Introducción

    Han sido tres elementos los que le han dado al Suroeste de Estado Unidos la forma que tiene hoy en día: la película de vaqueros, la casa rodante y el enfriador de aire. Las películas, desatinadas y falsas como son, por atraer a la gente del Este; la casa rodante por hacer el viaje más práctico y costeable; y el enfriador por reconfortar a los recién llegados. Ya desde que salió la primera película del Viejo Oeste, Cripple Creek Ballroom, de Thomas Edison, los fuereños han estado fascinados con una serie de actitudes y actos (típicos del Suroeste) que, la verdad, no existieron nunca. Luego la casa rodante hizo posible realizar el plan más impráctico del mundo al permitir que familias enteras, y todas sus pertenencias, se aventuraran hacia las tierras desconocidas de los indios y los vaqueros, el polen y el pavimento. Por su parte, el enfriador de aire (un invento tan simple como prodigioso que succiona el aire caliente y seco y lo enfría con fibras mojadas) ha hecho que el clima único del desierto del Suroeste de Estados Unidos, con su aire pesado y caliente, sea más o menos tolerable durante los cuatro meses que dura su verano insufrible.

    Nunca me canso de las tierras del Suroeste. No puedo evitar desconfiar de los esfuerzos del hombre por utilizarlas o aprovecharlas mejor y siempre estoy listo para explorar y explotar la tensión que provocan esos intentos. Para el norestense, el hombre del Suroeste es exótico, es el otro. El desequilibro entre estos polos atrae a nuevos habitantes, agravando aún más la falta de balance. Yo contribuí al desbalance cuando me mudé al Gran Suroeste Americano a finales de los sesenta, sin saber nada ni del territorio ni de su gente. Yo vivía en el Este, y soñaba despierto, recargado en esa ventana que se abre cuando apenas empiezas a ser adulto y ya no tienes que ir a la escuela, pero todavía no estás atado a una familia ni encadenado a ningún empleo. Hasta entonces, lo más que había hecho por conocer el Oeste era viajar en línea recta del Sur de Chicago hasta Dallas y de regreso. Me moría por irme tan lejos como pudiera de la Costa Este (pero sin llegar a la Costa Oeste). Al final, sí salté por la ventana y caí en Tucson. Todo lo que mis amigos y yo sabíamos de Arizona era que el político conservador Barry Goldwater y la mariguana venían de ahí. Y me intrigaba saber qué clase de lugar era este en que las dos cosas cabían tan bien.

    En ese entonces me dedicaba a escribir para periódicos alternativos y revistas de rock y me dio gusto encontrarme con un movimiento activo contra la guerra y una contracultura que, aunque tenía un bajo perfil, estaba bastante bien plantada. Como un escritor al que le gustaba involucrarse en los eventos que cubría, disfruté mucho tener una movilidad de 360 grados en el interior de esos y otros mundos. Poco después de llegar al Suroeste, tuve la oportunidad de poner mis ideas en práctica y organicé que la banda de rock country The Dusty Chaps (que cantaba canciones propias, pero también tocaba sus versiones de baladas de Merle Haggard y Faron Young) se presentara en el Instituto Correccional Federal de Safford. Safford era una cárcel de mínima seguridad para criminales de cuello blanco, jóvenes que se negaban a ir a la guerra tras ser reclutados y mexicanos que habían intentado cruzar a Estados Unidos ilegalmente más veces de las que la patrulla fronteriza podía ignorar. Era nuestra propia versión de enviar apoyo a las tropas, como uno de esos espectáculos que montaba la uso para los soldados, pero para las personas concientizadas contra la guerra en Vietnam.

    Poco tiempo después de que escribí sobre el concierto en Safford, me habló por teléfono un editor de una revista de dos años de edad en ese entonces, con sede en San Francisco, Rolling Stone, y me preguntó: ¿Puedes manejar hasta Taos hoy en la tarde? Los jipis del Este de Nueva York van a ir para allá este verano y necesitamos un artículo sobre lo que les espera cuando lleguen al norte de Nuevo México. Resultó ser una misión realizable después de que le expliqué al editor que Taos estaba a unos 1050 km y que no iba a poder llegar esa misma tarde. Unos años después, ya que escribía para una gama más amplia de publicaciones, un editor de Esquire se puso en contacto conmigo. Quería que cubriera un evento en Texas para ellos y me preguntó si podía… creo que estas fueron sus palabras exactas: ¿Puedes darte una pasadita hacia Houston y pasar allá el día?. Le informé que, si los dos empezábamos a dar pasaditas en dirección a Houston al mismo tiempo, lo más probable es que él llegara primero.

    Al principio me molestaban la ignorancia y las falsas conjeturas de la gente acerca del Suroeste, pero pronto descubrí el germen y las raíces debajo de tantas presuposiciones equívocas. Mentir acerca del Oeste en general y del Suroeste en particular, dice el escritor Charles Bowden, ha sido una muy lucrativa industria casera de Estados Unidos, desde hace más de un siglo. Y, según descubrí, también de Europa Central. Karl May, un novelista alemán, escribió varias historias sobre el Viejo Oeste Americano en las que aparecían personajes de indios admirables y valerosos. Winnetou, la más famosa de sus novelas en serie, se situaba alrededor de 1870 y era tan imprecisa como popular.

    Los tres libros sobre el apache explorador cautivaron la imaginación del público lector alemán a tal grado que todavía celebran festivales de Karl May, rituales indios y excursiones al Oeste y al Suroeste de Estados Unidos basadas en las rutas trazadas por el autor. Además, siguen teniendo una devoción bastante ingenua pero totalmente genuina por los nativos americanos y todo lo que simbolizan. Las aventuras de Winnetou, y de otros personajes escritos por May, han sido publicadas en decenas de idiomas y están entre las ficciones mejor vendidas de todos los tiempos. Herman Hesse, Albert Einstein y Albert Schweitzer eran grandes admiradores de su obra. May instauró la imagen típica del Oeste de Estados Unidos en la imaginación de los europeos: una tierra de tipis y vaqueros en la frontera inabarcable.

    No creo que a sus millones de fans les importe, pero Karl May no visitó el Viejo Oeste hasta mucho después de que terminó sus novelas. Y aunque, curiosamente, sus obras nunca han sido acogidas en Estados Unidos, su romanticismo pastoral, de finales del siglo xix, del buen salvaje, tiñó la noción popular del Viejo Oeste de colores que muchos estadounidenses todavía consideran suyos. Claro que, si existiera un Winnetou de carne y hueso el día de hoy, seguramente trabajaría de cadenero en un casino indio.

    El Suroeste de todos modos existe y se yergue sobre realidades, apuntó el reconocido escritor Paul Horgan en 1933, no sobre símbolos de realidades. El día de hoy son los mitos que perduran sobre el Suroeste los que vale la pena diseccionar, deconstruir y, si hace falta, desmantelar. Reemplazarlos es más difícil, y escribir sobre ellos puede ser todo un reto, pero es esta mitología la que con frecuencia me jala hacia las profundidades de la región e inspira mi escritura. Me motiva a explorar los desenlaces inesperados y las emociones salvajes que provocan, tanto como sustentan, las imperecederas leyendas del Suroeste. La investigadora Barbara Tuchman decía que no hay nada como estudiar un hecho histórico en el lugar preciso donde ocurrió, ya que esa es la única forma de sentir la geografía, las distancias y el territorio involucrados. La diferencia entre el viaje radical y el viaje convencional tan sólo reside en qué tanto te atreves a absorber en el camino.

    A todos nos toca sufrir dificultades en el Suroeste. Pueden ser grandes o pequeñas. No importa si nos mudamos aquí de alguna otra parte o si no conocemos otra cosa. A pesar de las cordiales aseveraciones de que esto no sucede, un nativo de Chicago nunca estará contento con las pizzas que sirven aquí; lo mismo les pasa a los neoyorquinos con los baguels. La poeta Luci Tapahonso, perteneciente a la Nación Navajo, se queja de que, fuera de la reserva, es imposible encontrar un buen plato de cordero de aquí hasta Albuquerque. Las fronteras culinarias pueden ser tan reales como cualesquiera otras y, como a las otras, hay que aceptarlas mientras buscamos la manera de sortearlas. Una de nuestras fronteras señala el fin del territorio nacional; la otra encierra al resto de la nación de la que nos separa. Ambas encuadran el Suroeste, y puede que nuestra abrumadora misión sea sólo entenderlas a las dos. Haber entendido un lugar, dice Eudora Welty, nos hará capaces de entender mejor otros.

    El Suroeste, ahora resumido en la más comercial rúbrica de La Franja del Sol, ha sido arrebatado de gran parte de su identidad por la publicidad y sofocado por la explosión urbana. El crecimiento de la llamada Franja del Sol ha alterado nuestra percepción de nuestro propio paisaje, observa el escritor Rudolfo Anaya. Las antiguas comunidades, las tribus del Suroeste, se han dispersado y han perdido gran parte de su poder. Este proceso empezó a mediados del siglo xix, cuando los despojos de la guerra entre México y Estados Unidos hicieron que el territorio nacional se desbordara, ahora que le pertenecían dos tercios del de México. Esto alentó a los colonizadores angloamericanos (que sabían mover dinero y pronto aprenderían a mover el ganado) a viajar a los nuevos territorios que ahora también eran suyos.

    Es fecha que la dinámica que esto desató no ha encontrado un nuevo equilibrio. Afortunadamente, el Suroeste aún conserva varias de las cualidades románticas y serenas que lo caracterizan. Es a través de este equilibrio cambiante que los invito a viajar por el Suroeste de Estados Unidos y a sumergirse en el vecino México conmigo.

    Tom Miller,

    verano del 2000

    Un desierto inmenso y hediondo

    El tiempo pasa y nunca pasa nada en la Sierra de El Pinacate. Esta región de más de 1500 kilómetros cuadrados de volcanes extintos, campos de lava y dunas de arena, ubicada justo tras la frontera de Arizona, en Sonora, México, alberga un mínimo de seres vivos y todavía menos industria. A través de la historia, cazadores, contrabandistas y misioneros han recorrido los suelos de El Pinacate, mientras que escritores, artistas y adivinos han cantado sus alabanzas. Se han encontrado vestigios de vida indígena del primer milenio justo debajo de su superficie. Se han usado sus cráteres para poner a entrenar astronautas a punto de viajar a la Luna. Seguro toda La Tierra se veía como El Pinacate, antes de que el hombre evolucionara, y me imagino que volverá a verse igual que este paisaje inquietante, y aparentemente infinito, cuando no quede nadie para verlo.

    La Sierra de El Pinacate encarna algunos de los temas contemporáneos más llamativos del imaginario de Estados Unidos: la exploración de tierras indómitas, los viajes espaciales, el medio ambiente, el contrabando, el delicado equilibrio de la naturaleza, la inmigración, la soledad... En el transcurso de mis vagabundeos ocasionales, a pie y en mi camioneta, me he encontrado deslumbrantes ejemplos de cada uno de ellos.

    La primera vez que fui a El Pinacate, a mediados de la década de los ochenta, su jurisdicción estaba en manos de una burocracia mexicana que al parecer era demasiado tacaña como para esforzarse por mantener intacta la pureza de la tierra. Era un escenario de moda para el contrabando ilegal y una zona de despegue idónea para el tráfico aéreo (cosa que tampoco es que haya cambiado tanto). Los adictos de cajón a El Pinacate (una bola de científicos trasnochados, artistas aventureros y campistas extremos, casi todos muy simpáticos, aunque malgeniosos) temen que, si llegan más visitantes, dañen irreversiblemente el delicado paisaje y arruinen para siempre su territorio magnífico y escalofriante. La región toma su nombre del escarabajo pinacate, o Eleodes armata que, cuando se siente amenazado, se para de cabeza y expide un hedor espantoso. La actitud del escarabajo sirve como una alegoría perfecta de la tierra hostil en la que habita. El escritor naturalista militante Edward Abbey, un hombre acostumbrado a las tierras desérticas e inhóspitas, describió el terreno de El Pinacate como el desierto más desolado, caluroso, áspero, sombrío, lúgubre, deprimente, feo, inútil y absurdo del mundo.

    Fernando Lizárraga Tostado, quien fue el guardabosques, conserje, policía, anfitrión y naturalista, todo-en-uno, de El Pinacate durante la mayor parte de los ochenta, parecía entender bien la caprichosa relación que el hombre ha tenido con esta tierra. Trabajaba para una secretaría mexicana que asignaba menos dinero para mantener la Sierra de El Pinacate de lo que el Servicio de Parques

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