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La Noche Del Desconocido
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Libro electrónico435 páginas6 horas

La Noche Del Desconocido

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La historia del doctor Neubauer puede definirse como la bsqueda de lo inalcanzable, como la leyenda de un hombre que nace en una de las etapas histricas ms cruentas de la humanidad y se refugia en el amor para dar sentido a sus das, sin embargo, su sed de cambio nunca supera el peso de su pasado, el cual le sigue en todo momento como su propia sombra. La ltima parte de la historia de este desconocido est plagada de acontecimientos que ponen su destino cabeza abajo. El doctor Neubauer nos hace ver que nadie est exento del mal y que incluso los valores humanos ms sublimes pueden llegar a trastocarse por la suerte. Es poco probable entender la personalidad del protagonista de esta novela, ya que en muchos de sus aspectos, se parece a la de cualquier otra persona que ama, suea, odia y espera.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento17 ene 2013
ISBN9781463345013
La Noche Del Desconocido
Autor

Claudio Tejeda Varillas

Claudio Tejeda Varillas nace en septiembre de 1993 y es el hijo único de un talentoso arquitecto y de una dedicada profesora. Su educación ha tenido lugar en el Estado de Puebla, en cuya capital estudia actualmente el segundo año de arquitectura. El deporte ha sido parte de su forma de vida, en especial la carrera de medio fondo. Todo esto lo realiza a la par con la escritura, actividad en la que se inició a través de ensayos y relatos pequeños que tarde o temprano, le motivarían a escribir su primera novela: La noche del desconocido.

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    La Noche Del Desconocido - Claudio Tejeda Varillas

    Copyright © 2013 por Claudio Tejeda Varillas.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Fecha de revisión: 06/05/2013

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    435859

    Indice

    Agradecimientos

    Nota Del Autor

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    SEGUNDA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    TERCERA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    CUARTA Y

    ÚLTIMA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Epílogo

    Bibliografía

    Para L.M.

    Agradecimientos

    18125.jpg

    Si bien es cierto que esta obra es producto puro del trabajo que he desempeñado individualmente desde hace un par de años, cabe reconocer el mérito al que son acreedores mis padres y mi familia, pues fueron ellos los que siempre estuvieron a mi lado, acompañándome en los momentos más difíciles, especialmente en aquellos en los que la corta experiencia comienza a mermar la voluntad, tan necesaria cuando se quiere alcanzar un sueño.

    Nota Del Autor

    18123.jpg

    El presente libro simboliza mi primera obra terminada, cuya escritura llevé a cabo desde principios del año 2008 hasta mediados del 2012. Lapso de tiempo en el que tuve que compartir mi vida con los personajes que estando aún dentro de mi mente, reclamaban su lugar en la realidad inmediata.

    El nombre La noche del desconocido, se deriva de la atmósfera que impera en cada página de la novela.

    Hay ocasiones en las que ni yo mismo sé cuál es el sentido de la existencia de muchos de los personajes que son, en apariencia, tan desdichados entre la blancura del papel. Ni siquiera sé si son un fragmento distorsionado de lo que sueño y siento cotidianamente, mucho menos puedo afirmar que el más importante de ellos no es en realidad una persona tangible que tomé prestada durante cuatro años y que después, la puse de nuevo en libertad para que siguiera viajando con el viento. De cualquier manera, la intensidad creativa que experimenté me llevó a encontrar en mí una nueva oportunidad para sentir que puedo hacer realidad muchos de mis anhelos. No obstante, esto no significa que la novela se encuentre —de principio a fin— impregnada de un subjetivismo asfixiante, todo lo contrario, pues antes que nada, la historia requirió de una extenuante labor investigativa, de la cual pude desprender los aspectos históricos más relevantes que se encuentran a lo largo de la narración.

    La noche del desconocido no intenta ser un eslabón más en la cadena de creaciones literarias que ha tenido lugar a través de la historia. Espera, en cambio, marcar el inicio de una nueva forma de fabricar cultura.

    "Es evidente que, así como nuestro caminar no es más que el constante evitar una caída, del mismo modo la vida de nuestro cuerpo no es más que el constante evitar de la muerte, una muerte siempre postergada…"

    Schopenhauer (1788-1860)

    Prólogo

    18119.jpg

    Puedo percibir la frialdad en las miradas de la gente que invade constantemente el espacio que deseo abandonar para siempre. Puedo contemplar sus rostros fatigados, algunos llenos de cansancio, otros repletos de tristeza, mas ninguno denota tanta pesadumbre como el de aquella mujer que espera la hora de su partida.

    No es que sea un entrometido, mucho menos un adicto a las historias dramáticas, sencillamente, soy un hombre más que se detiene a meditar estando ya al borde del final de su historia, una historia que ha escrito a base de mentiras y ultrajes, pero, ¿qué son estos dos conceptos dentro de la mente de alguien como yo?, tal vez esa misma mujer pueda responder esta pregunta, pues entre todo el dolor que le he traído, pienso, debe haber alguna idea, por lo menos vana, de lo que representa mi vida dentro de la suya.

    Los segundos siguen su marcha y en la estación Victoria no cesan las despedidas entre los que permanecen y los que se van. Ahora lo recuerdo todo; es el final del otoño de 1950 y estoy aquí para formar parte de éste último grupo. Tarea bastante simple que no habría presentado dificultad alguna para mí de no haber sido por la inesperada aparición de la mujer que ha despertado en mí ese monstruo del que todos huimos y al que la mayoría llama remordimiento. Es este sentimiento el que me quita el aliento a tal grado de buscar desesperadamente en mi interior al menos una razón para no seguirle y encontrar su mirada una vez más, pero no, yo no soy así, hace mucho que dejé de lado la cordura para convertirme en una sombra errante que rehúye de la diáfana esencia humana.

    De cualquier manera, tiempo es lo último que tengo y no pretendo seguir divagando en asuntos concernientes a mi ser, el cual, si no mal recuerdo, ya no importa demasiado, no ahora que ella se marcha y yo también.

    Tal vez sea mi tren el próximo en llegar, así que me apresuraré a contar la historia que constituye el porqué de mi presencia en la estación Victoria de Londres, así como la explicación referente a mi casi insana atención sobre ella… Melanie Oswald, cuyos ojos misteriosos, aún sin mirarme, saben bien que estoy aquí, a la espera del aliento previo a la primera y última de nuestras despedidas.

    PRIMERA PARTE

    Capítulo I

    18127.jpg

    Karl Ehrlich observaba con vehemencia un amanecer más desde la torre principal que se erigía imponente entre todo el campo de concentración de Dachau. Era una mañana fría de 1935 y el viento soplaba afuera con furia, golpeando las congeladas fachadas de los edificios del campo, reservados para los oficiales y, con menos misericordia las maltrechas paredes de madera apolillada de las barracas, donde el frío penetraba hasta los huesos de los prisioneros que habitaban en ellas.

    Esa mañana, Karl había despertado muy temprano a causa de las pesadillas que formaban parte de su parcial sueño cotidiano. No duermo como los virtuosos, se decía a menudo cuando su semblante fatigado llamaba la atención de sus subordinados. No obstante, a pesar del cansancio que le dominaba, su mente estaba lúcida y dispuesta a presenciar una salida más del sol invernal, la cual se venía desarrollando lenta y apaciblemente, y sus heraldos eran un par de médicos que se paseaban sobre del patio principal, llevando puestos sus impecables abrigos que contrastaban rotundamente con los harapos que portaban algunos prisioneros que caminaban escoltados por una decena de guardias.

    Judíos, polacos, masones, gitanos, comunistas y homosexuales, todos pagan por sus pecados de perversión y ultraje ante el supremo tribunal de Dachau, pensó Karl no muy seguro, al tiempo que se llevaba una taza llena de café a la boca y absorbía un poco de ese líquido negro, tan oscuro como sus propios ojos que se enfocaban, a través de la ventana, en una presencia poco usual. Se trataba de la aparición del doctor Oskar Neubauer en el patio principal. Ese hombre topo que a menudo le comparaban con el mismo Martin Bormann¹ nunca salía del laboratorio y cuando lo hacía, era para encerrarse en la alcoba asfixiante que poseía como doctor de la SS. Pero ahora, sorprendentemente se encontraba fumando un cigarrillo y exhalando con toda tranquilidad el humo que oscurecía sus facciones junto con el vaho expulsado a través de su boca a causa de las bajas temperaturas que para esa hora de la mañana, reinaban en la intemperie.

    Por un prolongado lapso de tiempo Karl mantuvo su mirada fija en la figura del doctor Neubauer, imaginando qué estaría pensando esa bestia sin escrúpulos, cuya personalidad era al menos equiparable con la suya, ya que ambos tenían que compartir los informes de las pruebas con seres humanos y discutir sobre ellas en forma natural y espontánea, como si se tratase de una simple charla que tienen dos amigos durante una partida de naipes.

    De repente, rompiendo el campo de visión de Karl, una ventisca empezó a caer haciendo difuso y finalmente, completamente invisible, el cuerpo del doctor Neubauer que parecía haber quedado sepultado bajo la nieve como una estatua que espera paciente la llegada del invierno. Al ver esto, Karl decidió dar media vuelta y concentrarse en sus propios asuntos, mismos que giraban en torno a un telegrama proveniente de Berlín que había llegado a Dachau la tarde del día anterior y en el que se informaba de una visita de inspección que tendría lugar al día siguiente. Personalidades importantes del III Reich acudirían, entre ellos Heinrich Himmler². Karl recordaba con cierto rubor cómo al escuchar este nombre había dado un salto de su cómoda silla y ordenado a sus subalternos la iniciación de los preparativos necesarios para que la estancia de tan distinguida personalidad fuera del todo agradable.

    A pesar de que Heydrich³, "el carnicero", como le apodaban, estaba a cargo de Dachau desde 1933, para Karl el amo y señor de esas tierras seguía siendo Himmler. Fuera tal vez por esto que en cuantiosas ocasiones, cuando las decisiones tenían que ser radicales, se le sorprendía mirando hipnotizado el cuadro donde se encontraba el retrato del líder de la GESTAPO⁴, siempre con la falsa ilusión de tener un poco de lucidez consultando con esos matices en blanco y negro las posibles soluciones a las dificultades que se presentaban durante el exterminio de miles de seres humanos.

    El melodioso silencio fue interrumpido abruptamente por el sonido producido por el golpeteo constante contra la madera. Alguien estaba llamando a la puerta de su oficina.

    Herein —exclamó Karl abrumado.

    Al instante, la puerta se abrió y entró caminando a paso lento el doctor Neubauer. Estaba cubierto con un poco de nieve y su bata blanca se ocultaba bajo un grueso abrigo negro.

    Guten Morgen —saludó cerrando la puerta.

    Guten Morgen. Wie geht es Ihnen? —respondió por su parte Karl mientras que con un ademán tosco, indicaba a Neubauer un asiento que se encontraba justo enfrente de él.

    —Como puede ver Herr Ehrlich… sobreviviendo —contestó dejando caer su pesado cuerpo sobre la silla maltratada.

    —Ya lo veo ¿Cuál es su asunto?

    — ¿Se enteró del plebiscito del Sarre? Una mayoría devastadora del noventa por ciento a favor de Alemania.

    —Sí, lo supe apenas ayer, pero ¿Es ese asunto de política exterior el que le trae a tocar la puerta de mi oficina a las siete de la mañana? —preguntó inquisitivamente Karl reclinándose sobre su silla, haciendo crujir el cuero con que estaba cubierta.

    Neubauer permaneció inmutable, sintiendo el latir de su corazón agitado y a punto de explotar, sin embargo, el miedo no afloró lo suficiente para que su interlocutor sospechara que éste se había apoderado de él.

    —No, realmente mi asunto es otro —empezó a decir Neubauer sin más preámbulo que un repentino suspiro suyo—. He estado realizando estos últimos días mi reporte acerca de los experimentos que involucran a nuestra cámara de descompresión y revisando detalladamente las cifras encontré que un alto porcentaje de las muestras, es decir, de prisioneros sometidos a experimentación, hacía referencia a mujeres jóvenes, así como varones que apenas han dejado la adolescencia y…

    —Es natural —interrumpió Karl casi divertido —. Se necesita de individuos completamente sanos para ese tipo de experimentos, según me han dicho sus colegas, para estudiar más a fondo los límites de la resistencia del ser humano a alturas que están muy por encima de nuestra imaginación —agregó en un tono de voz despótico.

    —Eso lo sé perfectamente, pero Herr Ehrlich, creo que podríamos ser con los prisioneros jóvenes, así como con las mujeres, un poco más justos…

    — ¡Ahora me habla de justicia como si fuese un americano! ¿Qué pasa con usted?

    Neubauer agachó la mirada y decidió continuar con sus argumentos, aunque estos no estuviesen hechos para los oídos de su interlocutor.

    —He llegado a pensar que deberíamos tener un poco de más respeto por la vida y si no podemos evitar la muerte de los prisioneros por lo menos abstengámonos de torturarlos.

    Karl frunció el ceño y colocó las manos detrás de su cabeza. Ahora lucía como un dios teutón encolerizado.

    —Me pregunto si sus convicciones ideológicas están completamente ligadas a su labor en este campo— dijo Karl disgustado.

    — ¡Oh! mis convicciones…

    —Exacto, tal vez pueda explicar con más libertad sus inconformidades cuando Herr Himmler visite Dachau el día de mañana.

    — ¿Himmler vendrá aquí?

    —Por supuesto, y estará encantado de conocer sus puntos de vista acerca de las practicas que él mismo ha aprobado.

    Neubauer estaba completamente pálido y sin poder articular palabra alguna, lo cual originó un prolongado silencio, acompañado por la sonrisa burlona de Karl que se asomaba con sus amarillentos dientes cada vez que miraba el rostro de la impotencia caracterizado en el semblante de Neubauer.

    —Puede retirarse doctor Neubauer. Descanse, mañana tendrá un día agitado.

    A pesar de estar aterrorizado, Oskar dio una excepcional muestra de valor y retó a Karl diciendo con firmeza:

    —Eso espero.

    Neubauer se puso de pie, esta vez sin molestarse siquiera en dirigir la mirada a su superior, dio media vuelta apoyando sobre sus talones todo su peso, haciendo que estos rechinaran al contacto con el piso de madera. De esta manera, se encaminó hacia la puerta y justo cuando se deponía a abrirla, fue detenido por Karl, quien ahora se encontraba a sus espaldas con los ojos desmesuradamente abiertos.

    —Espere, debo hacerle una pregunta importante —le dijo—. ¿Tiene todavía en su poder los planos de la máquina de descompresión?

    Neubauer, completamente desconcertado respondió inflexiblemente:

    —Así es. Han estado en mi poder todo este tiempo.

    Karl bosquejó una expresión de profunda desconfianza, como si la sospecha fuera lo único que quedara entre él y el doctor.

    —Cuídelos, porque mañana serán devueltos a los oficiales de alto rango.

    —Descuide, conmigo están seguros. Ahora, si no le importa, me retiro— dijo Neubauer abriendo la puerta y dejando relativamente solo a Karl, pues en el fondo se quedaba con sus pensamientos e intrigas que no hacían otra cosa sino enfermarle.

    El resto del día en Dachau representó otro lapso de tiempo más en el limbo para los prisioneros, cuyas almas parecían correr huidizas en todo momento desde los distintos puntos del campo, con el afán de buscar una salida, aunque fuera el olvido mismo, del mundo que sus verdugos habían construido sólo para ellos.

    Entre el trabajo forzado y el genocidio, todos los deseos naturales eran ahogados dentro del profundo mar de añoranzas, para entonces lleno e indescriptiblemente oscuro y asediado.

    Todo sentimiento humano era percibido por Neubauer como una voz distante en el horizonte, mas demasiado audible para pasar desapercibida alguna suplica o lamento de sus víctimas, sin embargo, el doctor no podía hacer otra cosa que no fuera inyectar, presionar botones, mover palancas y finalmente, tomar notas. Era por este hecho nada decoroso que empezaba a dudar ahora de las mismas convicciones que le habían llevado a ser uno de los doctores más temidos por los prisioneros, los cuales a menudo murmuraban comparándolo con colegas suyos, pero de otros campos, como Adolf Eichmann⁵.

    Neubauer había decidido retirarse temprano de sus labores en el laboratorio y para entonces, ya entrada la tarde, se encontraba dentro de esa oscura habitación, que, en comparación con los demás lugares para pernoctar en Dachau, constituía un palacio de inigualable fastuosidad, pero para el doctor representaba poco menos que un refugio consagrado a la reflexión y a la conversación con su corroída conciencia.

    Su habitación era la única que no poseía la esvástica en su interior, a menudo pensaba en resignarse y colgarla en el lugar que estaba reservado para ello, sin embargo, justo cuando tenía aquel símbolo grabado en fino terciopelo entre sus manos, recordaba que el ideal que representaba le había apartado de quien más quería en el mundo, No siempre tendré que cargar con el peso de ser el doctor Oskar Neubauer, pensó mientras a su mente llegaban recuerdos distantes de su pasado, cuando sus días transcurrían luminosos y llenos de alegría en la ciudad de Frankfurt am Main. Antes de que la desgracia tocara las puertas de su destino y entrara negligente en su vida como ráfagas de aire helado de una tormenta despiadada. Desde entonces las despedidas dolorosas y las mentiras encubiertas se habían enraizado profundamente en él, a tal grado que su nombre no le inspiraba nada más grande que una volátil noción de la existencia.

    Podía seguir reflexionando y esperar a que el sol anunciara un nuevo día, pero era hora de sobrevivir. De esta manera, Neubauer cogió un pequeña y vieja maleta de piel dentro de la cual introdujo sus pertenencias, mismas que se reducían a un pequeño bulto de ropa, algunas fotografías maltratadas por el tiempo y los papeles más importantes, entre estos se encontraban los planos de la máquina de descompresión, los cuales guardó con sumo cuidado entre el forro de la maleta por temor a que fueran descubiertos si le interceptaban en el camino, Impediré que sigan exterminando humanos de esa forma, se dijo con cierta dosis de ingenuidad.

    La noche al fin había caído y el frío invernal anunciaba su bravura bajando rápidamente a manera de ventiscas desde las escarpadas colinas, la mayoría de éstas, rebosantes de pinos congelados. A pesar de que el temporal no era precisamente propicio para hacer una caminata a la luz de la luna, cualquier cosa sería mejor que quedarse a esperar un fusilamiento seguro, incluso enfrentar la gélida oscuridad parecía una opción más tentadora. El tiempo se agotaba y lo último que Neubauer quería era encontrarse cara a cara con Himmler. Con este único deseo, el doctor estaba dispuesto a huir entre alambradas, muros y guardias implacables con sus respetivos perros, cuyas diferencias en cuanto a instintos se refiere eran casi imperceptibles; las dos especies gritaban a su manera y cuando ameritaba la situación, herían sin piedad. Pocos conocían la estructura de Dachau como Oskar Neubauer, así que el escape no sería, a la larga, una acción del todo suicida.

    Neubauer se marchaba con un preciado tesoro de papel y con la conciencia marchita por haber terminado con cientos de vidas en Dachau…

    — ¡Señor! ¡Tenemos un serio problema! —exclamó un guardia entrando arbitrariamente en la alcoba de Karl.

    — ¿Qué sucede? Son las dos de la mañana —dijo Karl pegando un gran salto desde la cama mientras perplejo, veía su despertador—. ¿Cómo se atreve a irrumpir en mi dormitorio?

    —No hay tiempo para dar explicaciones absurdas, sólo vístase y salga conmigo— el militar hizo una pausa mientras le extendía con rapidez unos pantalones que instintivamente, había encontrado sobre una silla cercana al escritorio—. El doctor Neubauer ha escapado. Parece increíble que no haya despertado con todo este ensordecedor escándalo que hay en todo el campo —añadió disgustado.

    Karl apenas escuchó las palabras del guardia, ya que se encontraba ocupado vistiéndose sin importarle la presencia del mismo. En un lapso muy corto de tiempo le miró de reojo y constató que se encontraba impecablemente vestido, lo cual delataba que aquel suceso, apenas creíble, no le había tomado por sorpresa en la cama.

    Salieron juntos hacia el pasillo abarrotado de uniformados que hacían el saludo fascista levantando el brazo derecho en la medida que sus superiores avanzaban.

    Al llegar al edificio donde se ubicaban las habitaciones de los doctores, todos éstos estaban sentados en las escaleras, sumamente alarmados y nerviosos ante las constantes preguntas que les hacían los guardias de la SS⁶, no obstante, al ver que Karl se acercaba al inmueble, los llevaron al patio principal, para después, conducirlos a un lugar desconocido…

    Karl y el militar subieron a la segunda planta del edificio donde estaba la habitación de Neubauer. Dentro de ella, había cinco guardias más, inspeccionando cada rincón del lugar, moviendo los viejos y pesados muebles de madera en busca de alguna pista que pudiera delatar el paradero del doctor.

    —Pueden retirarse— ordenó el militar—. Vayan afuera y manténganme informado— añadió en tono apelativo para después dirigirse a Karl rudamente—. Se especula que el doctor Neubauer escapó poco después de la media noche. Se llevó todo consigo a excepción de algunas batas y otras prendas de menor importancia— hizo una pausa y su rostro se tornó sombrío—. Mis hombres le han estado buscando, militares han partido hacia el bosque, pero tal parece que Neubauer conoce a la perfección esta zona y no dudará en emplear esos conocimientos para burlar nuestra autoridad. He informado a Berlín de nuestra situación y la respuesta fue inmediata— detuvo su discurso otra vez para luego, dar la espalda a Karl—. El Führer ha ordenado que las investigaciones continúen, sin embargo, desea que los demás conspiradores sean eliminados.

    El militar se volvió repentinamente hacia Karl, fue así cómo pudo percatarse de que éste estaba completamente pálido.

    — ¿Qué le sucede?

    — Neubauer poseía los planos de la máquina de descompresión. Dígame que los encontraron…

    El militar negó con la cabeza y acercándose demasiado a su interlocutor dijo las siguientes palabras:

    — Entonces usted está en serios problemas.

    Karl casi cae desmayado al ver de cerca las facciones de ese hombre. Era el mismo Reinhard Heydrich, el jefe de la SS. Ahora se explicaba la ligereza con lo que había sido tratado toda la noche, ya que en comparación con Reinhard, él era tan sólo un eslabón casi invisible en la cadena de mando de Dachau.

    Herr Himmler estará aquí en cualquier momento. Puede empezar a hacer preparativos— Heydrich hizo una pausa mirando a Karl cuidadosamente en una especie de evaluación instantánea—. Será relevado de su cargo por tiempo indefinido…

    Las palabras del jefe de la SS fueron interrumpidas por el sonido sordo de múltiples disparos provenientes de la zona sur del campo.

    — ¿Qué fue eso? —preguntó Karl todavía consternado por el contenido del último mensaje emitido por su interlocutor.

    —Lo que escuchó fue el juicio de los conspiradores— respondió fríamente Reinhard.

    — ¿Conspiradores? ¿Mandó fusilar a todos los doctores del campo por una simple sospecha?

    —Todos eran colegas del doctor Neubauer ¿No es así?

    Karl apenas creía que diecisiete hombres hubieran muerto por cargar con la culpa de uno solo. El corazón le latía con fuerza y algunas venas de su frente se hacían muy notorias al contacto con la tenue iluminación de la habitación.

    —Prepárese. Mañana partirá a Berlín para que nuestros superiores le asignen un nuevo cargo, más apropiado para sus capacidades de mando— dijo Heydrich saliendo de la alcoba acompañado por sus respectivos guardias, quienes le habían estado esperando todo ese tiempo en el pasillo.

    Karl no podía levantar la mirada, todos los años de trabajo y méritos se esfumaban para él en una sola noche. Cada peldaño que había escalado en la cadena de mando era derribado sin misericordia alguna segundo a segundo.

    Durante dos años, Dachau había sido su hogar, sin embargo, al igual que Neubauer, tendría que empacar lo que más apreciaba y marcharse del lugar, la diferencia radicaba en que Neubauer era un traidor y él había sido fiel al III Reich hasta el final..

    Dentro de Karl, los demonios que posee todo hombre habían despertado furiosos y maldecían constantemente el nombre de Oskar Neubauer…proclamando venganza.

    Capítulo II

    18130.jpg

    Era cerca de media noche y el banquete había llegado a su fin. Las mesas de caoba estaban completamente sucias, las elegantes sillas dispersas por todo el salón parecían llorar de soledad y reclamar al silencio las voces, cantos y carcajadas imperantes horas antes. La luz apagada, proveniente de los inmensos candiles que colgaban del techo en forma de bóveda se hacía completamente imperceptible al chocar con el vacío del corredor que rodeaba toda la circunferencia del salón y que se ubicaba en una también solitaria planta alta, misma que culminaba en una escalera demasiado amplia que descendía hasta la explanada de baile localizada en el corazón de todo el recinto, adornado con tapices y hermosos frescos del siglo XVIII, que para aquel entonces, perdían todo encanto y atractivo, ya que nadie los admiraba. Habrían recuperado un poco de su belleza con la sola aparición de algún murmullo o lamento de un bohemio, sin embargo, la espectral y difusa figura de un hombre sumergido en la penumbra del salón era poco menos que eso. Su voz le había abandonado y su espíritu bohemio se limitaba a los imperceptibles efectos que produce la ingestión de dos copas de vino tinto.

    Cada elemento material del recinto se mostraba solidario ante el estado melancólico de ese hombre, generando un contexto apacible y algunas veces armónico cuando el calor provocado por el vino llegaba a su fin entre cada copa. Este silencioso e inusual contexto había durado ya más de una hora y los últimos meseros se estaban impacientando ante la presencia prolongada del último invitado.

    —Señor Hoffman ¿Se encuentra bien? —preguntó un joven mesero acercándose inseguro—. Pasan de las doce y como ya se habrá dado cuenta, la fiesta terminó —hizo una pausa para tragar un poco de saliva— ¿Quiere que le pida un taxi?

    El hombre se volvió ligeramente hacia él e intentó reconocerle, sin embargo, estaba demasiado oscuro, así que decidió responder como si estuviese hablando con un fantasma.

    —No hace falta. Quiero caminar.

    El mesero carraspeó un poco la garganta y argumentó:

    —Hace demasiado frío para caminar ¿Por qué no mejor toma un transporte? Además puede ser peligroso adentrarse en la noche completamente solo.

    Hoffman le miró algo divertido y sorbió lo último que quedaba de su copa.

    —Hijo, he enfrentado mayores peligros en mi vida. —le dijo levantándose, al tiempo en que cogía su saco y lentamente empezaba a seguir al joven mesero, quien desistiendo de sus recomendaciones, había empezado a caminar siguiendo un pasillo adyacente a la explanada de baile. De esta manera, ambos se pusieron en marcha recorriendo silenciosos corredores que no gozaban de tantos ornamentos como el ataviado espacio que dejaban a sus espaldas. El mesero le condujo a una salida no muy concurrida que culminaba en un callejón sucio y lleno de ratas. Seguramente es aquí donde expulsan a los comensales ebrios, pensó Raymond mientras observaba cómo el joven asentía en señal de que era ése el lugar indicado para su inoportuna despedida. Raymond bajó sin mucha prisa los escalones que descendían hasta la húmeda superficie del callejón y, al percatarse de que el mesero seguía detrás de él, se animó a preguntarle en forma casual y algo torpe:

    — ¿Podría recordarme quiénes se casaron esta noche?

    El joven le miró desconcertado, mas de inmediato un gesto compasivo se apoderó de su semblante, suponiendo erróneamente que el vino tinto estaba empezando a surtir efecto en el embotado cerebro del comensal.

    —Elizabeth Lion y Stuart Ramsey.

    —Gracias.

    —No es nada señor. Buenas noches.

    —Igualmente.

    Hoffman comenzó a caminar sin prisa alguna sobre la acera cubierta por una tenue capa de neblina helada que contrastaba con la agradable tibieza que había experimentado dentro del edificio que recién abandonaba. Las luces de las construcciones más cercanas eran reflejadas por el agua cristalina del Támesis y las que permanecían distantes se perdían en el horizonte al combinarse con el resplandor de las estrellas pálidas, tan oriundas del cielo otoñal.

    En la mente de Raymond Hoffman estaban impresos todos los acontecimientos que habían acaecido esa misma noche. La sonrisa de Elizabeth, su vestido blanco, el champagne, los besos dados a su marido, todo estaba grabado en el muro de sus recuerdos como marcas hechas por artistas rudos y sin escrúpulos.

    Por un breve instante, Raymond se sintió profundamente solo, así que ordenó a sus cansados y desmañados pies dirigirse a un lugar que no había visitado desde su último desengaño amoroso: La taberna de Bruno.

    Elizabeth estaba exhausta, recostada sobre uno de los sofás color marrón que formaba parte de la pequeña sala de su nuevo hogar. Se trataba de una modesta residencia típica de la clase media londinense. Un inmueble más en el gigantesco corazón de Londres, con detalles usuales y nada extravagantes, como el sonido interminable de los motores de automóviles, las voces de los transeúntes y sobre todo, el constante crepitar de la campana Big Ben⁷, que para entonces, anunciaba la una de la mañana.

    Elizabeth tenía los ojos entreabiertos a causa del sueño que amenazaba con hacerla caer rendida en cualquier momento, sin embargo, su esposo había insistido, sin consideración alguna, brindaran por última vez. Por esta razón, aquel hombre se encontraba en la cocina, luchando contra su inestable pulso para poder servir dos copas del mejor coñac antes de provocar un desastre culinario. Stuart entró tambaleante en la sala, el nudo de su moño estaba desecho y su camisa se encontraba descuidadamente fuera del pantalón.

    —Se acabo el champagne, pero el coñac esta igual de bueno— dijo Stuart extendiendo una copa a su esposa —. Cariño, fue una noche asombrosa; la bebida, las luces, la fiesta, la bebida… ¿Ya lo dije? ¡Qué importa! Todo salió de maravilla y ahora te ves más hermosa que nunca —añadió recostándose junto a Elizabeth mientras hipaba descaradamente.

    —Stuart…

    —Sí, mi amor.

    —Me temo que estás desastrosamente ebrio —repuso ella sin expresar tanto enojo como en realidad hubiera querido.

    — ¿Te molesta eso?

    —No en absoluto, pero es nuestra noche de bodas y tienes que estar en tus cinco sentidos para… —intentó explicar Elizabeth, pero su esposo ya no la escuchaba, ya que dormía apaciblemente acurrucado en su regazo y respirando con fuerza sobre el escote de su vestido.

    Al menos no hablará mas, pensó ella esbozando una sonrisa tenue, al tiempo en que miraba su anillo de bodas nada ostentoso pero llamativamente adornado con un diminuto diamante que brillaba esporádicamente al contacto con la luz mortecina proveniente de las lámparas de la sala.

    Elizabeth recordó por un momento el día en que había conocido a Stuart y cayó en la cuenta de que lo último que había pensado en aquel entonces fue en terminar casada con él. Con ese hombre poco o nada maduro que trabajaba medio tiempo en un bufete de abogados al noroeste de la ciudad, dentro de los límites del distrito de administración de justicia. Stuart no salía de Londres por temor al inicio de otra guerra y no volaba imaginando que aviones de la antes tan temida Luftwaffe⁸ surcarían los cielos terminando con su modesta vida.

    Elizabeth maldijo su destino sin creer todavía que después de haber viajado por todo el mundo terminara soportando una vida aburrida, encerrada en la jaula a la que la gente perteneciente a su reducido grupo social, llamaba hogar.

    Meditó un momento

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