Estrellas Y Epidurales, Otras Cosas De La Vida
Por Amaya Morera
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Este libro habla de amor; del amor de pareja y del que se profesan padres e hijos.
Este libro habla de amistad; del especial vnculo que puede unir a gente muy dispar.
Este libro, en definitiva, habla de estrellas y epidurales
Amaya Morera
Amaya Morera es Licenciada en Derecho y Doctora en Historia Moderna. Hoy en día vive en Madrid donde compatibiliza sus investigaciones sobre mobiliario español con la escritura. La pasión que siente por la Historia del Mueble sólo se asemeja a la fascinación que le produce la vida que, según ella, “siempre me sorprende”. Troncosaurios y Por Qués completa la trilogía de “cosas de la vida”.
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Estrellas Y Epidurales, Otras Cosas De La Vida - Amaya Morera
ESTRELLAS Y EPIDURALES,
OTRAS COSAS DE LA VIDA
AMAYA MORERA
Copyright © 2012 por Amaya Morera.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2012916606
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-3763-6
Tapa Blanda 978-1-4633-3764-3
Libro Electrónico 978-1-4633-3826-8
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
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426350
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
EPÍLOGO
A mis estrellas…
La vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes.
(John Lennon)
AGRADECIMIENTOS
Comentar conmigo misma las cosas de la vida que me asombran o entristecen, no dejaría de ser otra más de mis múltiples rarezas si no hubiera sido porque mis estrellas me tocaron un día con su varita impulsándome a plasmar mis ocurrencias por escrito. A ellas, mis padres, debo todo lo que soy.
Mis Palomas, Eduardo, Marta y Sonia son además de amig@s, mis mejores crític@s y en numerosas ocasiones, fuente inagotable de inspiración. Por ser como son, ¡Gracias!
Pero fundamentalmente, quiero agradecerle a mi hermana Matoya y a su familia que a diario me recuerden, dónde residen las cosas que realmente importan.
I
Ya sé lo que me pasa. Hasta hace poco pertenecía al género humano y ahora soy un marsupial. Personalmente, la teoría de la evolución de Darwin siempre me ha parecido una chorrada de las gordas. Yo no desciendo del mono; tal vez otros sí. La verdad es que se me ocurren muchas personas que podrían tener ancestros de la especie de los simios, pero yo siempre me he negado a aceptar semejante estupidez. Ahora bien, si no desciendo de los primates, desde luego me he convertido en una especie de morsa gigantesca que apenas puede andar, y no sé si es peor la evolución que proclaman los científicos o mi particular involución. Estoy embarazada de ocho meses y mi cuerpo está adquiriendo proporciones gigantescas. Me cuesta moverme y de dormir, ni hablamos. Con gran torpeza salgo de la cama. Los pies están más hinchados que nunca. ¿Iré a estallar? A duras penas me sostengo hasta llegar al baño y ponerme encima de la báscula. ¡Horror! No veo lo que marca. Mi inmensa tripa impide la visión de lo que hay por debajo de mi cintura. Me asomo desde la derecha. Lo intento desde la izquierda, pero no alcanzo a ver nada desde ningún ángulo. Me está bien merecido por presumir de delgada toda la vida.
-Fernando, ven -urjo a mi marido que todavía se despereza en la cama. ¿Cómo puede mantenerse ajeno a mi desgracia? Recibo un mero gruñido por repuesta.
-¡Se ha desplomado la Bolsa de Nueva York! -exclamo. Como se dedica a temas bursátiles, sólo noticias de este calibre pueden motivarle a abandonar las sábanas y cumplir con una tarea mucho más importante que el índice Dow Jones; decirme lo que marca el peso. Y como siempre, a esta llamada sí acude. Aquí viene, adormilado, con su vieja camiseta, sus calzoncillos de cuadros, su incipiente barba y pelo revuelto, pero viene. Es curioso que éste sea el hombre que yo misma describiera antaño como ni alto ni bajo y ni guapo ni feo
porque aún con su altura y tamaño intermedios y, a pesar de su actual aspecto, mi marido es un hombre sumamente atractivo de cuerpo atlético y facciones regulares que, sobre todo, transmite bondad a raudales. ¿De cuántos puede decirse lo mismo nada más despertarse y de semejante guisa?
-¿Dónde? ¿Dónde lo estás oyendo? -pregunta al tiempo que me besa y gira su cabeza buscando la radio que haya proclamado semejante desastre. No deja de acariciar mi tripa. ¿Pensará que soy un animal de compañía? Me acaricia de la misma manera que hace con Isoldita, nuestra bull dog francesa.
-Mira a ver, qué marca el peso, -es la respuesta que recibe. Sigue adormilado, pero responde a mi ruego.
-60.
-¿Seguro que marca 60? ¿No te habrás equivocado? ¿Y tus gafas? -exclamo presa del pánico.
Hoy tengo que ir al ginecólogo y me va a echar una bronca como sea cierto lo de los 60 kilos. Se supone que sólo puedo engordar uno al mes y ya llevo diez. En total me habré calzado como poco once kilos cuando nazca la niña. ¡Hoy se me cae el pelo! Peor todavía. Me alimentará a base de zanahorias durante el resto del embarazo. Estoy harta de esos tallos de color naranja que me obliga a roer cual si fuera conejo por la supuesta ingesta de favorables vitaminas que nos proporcionan al bebé y a su nave nodriza, o sea a mí.
-Sí, seguro. Marca 60. Estás preciosa, -contesta ufano Fernando. Se acaba de despertar. Ni se acuerda del desplome de la Bolsa porque toda su atención se centra en mi inmensa tripa con la que, ajeno a mi tragedia, empieza a mantener un monólogo. El ginecólogo nos ha sugerido que hablemos con el bebé, que le pongamos música clásica y como mi marido tiene la cabeza organizada de forma matemática, se lo ha tomado a rajatabla, sin darse cuenta que a veces ignora a la incubadora de la criatura, que soy yo.
-Hola preciosa -le dice a mi ombligo-. Soy papá. Buenos días. -Parece que la niña reconoce su voz porque empieza a dar patadas. Mi globo empieza a desfigurarse por los golpes internos que recibe desde el interior mientras intento mantenerme sobre la báscula. No me atrevo a moverme, vaya que con tanta patada y mi sobrepeso pierda el equilibrio. Mi marido que, con sus cosas, es de lo más amoroso, se vuelve hacia mí.
-¿Qué pasa chiquitina?
-Que estoy como una foca. Mira, ya no me veo los dedos de los pies. -Los meneo como si con el movimiento fueran a estirarse.
-Estás divina, -es la respuesta que recibo de Fernando acompañada de un inmenso abrazo. A veces pienso que si me quiere de esta forma, me querrá siempre. Espero que se enamorara de mi carácter o de mi cerebro porque como sólo hubiera sido del físico, ahora me devolvía por vicios ocultos. Pero, ¿a quién me iba a devolver? Desde que murió mi padre hace ocho años, sólo podría reclamar a mi hija Eugenia o a mis amigos, pero esos no cuentan.
Tampoco es que este embarazo sea diferente de los otros dos que ha vivido Fernando junto a mí. En siete años, éste es el tercero. Los dos primeros no los recuerdo con semejante terror. Ahora parece que, como la piel se ha dilatado otras veces, sea más fácil extenderla hasta límites insospechados. Y yo me siento muy fea. Fea, gorda y horrible.
Tengo conocidas que pregonan a los cuatro vientos las excelencias del embarazo que, según ellas, es la mejor experiencia de una mujer. Son unas pánfilas. La mejor experiencia será la maternidad, pero lo del embarazo es una aberración. En estos momentos estoy segura de que Dios es hombre. Seguro. Si fuera mujer, habría ideado un sistema más sugerente. Porque esto es como todo. Si los hombres tuvieran que parir, se habría descubierto la epidural en el Siglo XVIII. Seguro que, además, habrían inventado algún método para mantener el embarazo fuera del útero. Algo parecido a un canastillo que pudieras llevar colgado del brazo y que para alimentarse, pues te lo enchufas cada dos horas durante un rato, por ejemplo, a la nariz como si fuera una sonda. Así le vas viendo la carita al bebé, asistes en directo a su evolución y, por supuesto, lo depositas junto a la cama mientras duermes porque lo de ahora no es dormir, lo dejas a tus pies cuando toca sentarse durante interminables horas en sillas durísimas y, sobre todo, se queda bajo el lavabo cuando, ocasionalmente, disfrutas de un ratito para pegarte un baño como una marquesa y no como una morsa que no se atreve a considerar la bañera por la dificultad que entraña salir de la misma con semejante sobrepeso. Me parece mucho más creativo. Eso son los males de que el mundo haya sido dominado por hombres durante centurias. A ver si ahora con tanta investigadora, entra un poco de juicio en este asunto. Seguro que se les ocurre algo. Tengo que acordarme de enviarles mis propuestas porque, a lo mejor, no han caído en todas las posibilidades que a mi se me pasan a diario por la cabeza.
-Estás más guapa que nunca -susurra Fernando ofreciéndome su mano para que descienda de la báscula con mucho cuidado, como si fuera una reina bajando de la carroza.
-Cada día estás más guapa. -Por su mirada cualquiera diría que es cierto. Fernando no ve mis deficiencias físicas. Está extasiado con la idea de que tras dos niños, llegue por fin la ansiada niña que tanto reclamaba Eugenia, la hija que tuve de un primer matrimonio, una señorita que ya ha cumplido los catorce años y está alcanzando una adolescencia que me produce vértigo. Hablando del Rey de Roma.
-Buenos días. ¿Me dejas tu camiseta verde, mamá? -Mi hija tiene por costumbre entrar en nuestro cuarto antes de ir al colegio. Supuestamente, viene a desearnos los buenos días aunque, últimamente, con el pavo que tiene y aduciendo que mi ropa va a envejecer en el armario hasta que recobre mi figura después del parto, aprovecha para mangarme lo que se le antoja. ¿Dónde ha quedado esa niña tan deliciosa que llevaba dos lazos inmensos? me pregunto al verla entrar en nuestro baño. Casi está más alta que yo y su cuerpo ya ha adquirido formas de mujer. Mantiene su melena aunque los rebeldes rizos rubios de su infancia hayan dado paso a ondas de color castaño que enmarcan una cara dulce de inmensos ojos negros. Da un beso a Fernando al que adora, y se vuelve hacia mí con su mirada angelical, la que utiliza para pedirme algo. De repente, se da cuenta.
-Mamá, estás gigantesca. -Me acaban de arruinar el día. Hasta Eugenia se ha dado cuenta de mi transformación.
-¡Menudo tripón! -Claro, si no entrara en mi baño cuando me estoy vistiendo, no habría ocasión para estos comentarios. La culpa es mía por no candar mi habitación. Esta tarde lo hago. Pero me arrepiento en cuanto Eugenia se pone de rodillas para hablarle a mi tripa.
-Hola hermanita. Soy Eugenia. A ver si vienes pronto. -También ella ha adquirido la costumbre de hablarle al bebé. Lo hizo con los anteriores y ahora con mayor motivo. De recién casados, la llevamos de excursión a Salamanca y nos sorprendió cuando al ver una cigüeña en lo alto de un campanario, empezó a reclamar a voz en grito que le enviara una hermanita. Esa era la gran ilusión de Eugenia. Se tuvo que contentar con dos chicos. Jaime va a cumplir seis años y Álvaro tres. Son una delicia y mi hija se deshace con ellos. Pero, según ella, una niña va a ser diferente. No sé, qué se imagina que es una hermana o qué diferencia le aportará respecto de los chicos porque hasta que el bebé entienda algo, Eugenia seguro que está en otra onda. Y hablando de eso.
-¿Te has pintado los ojos? -pregunto.
-Sí, ¿qué te parece? -es la respuesta que recibo.
¡Pues fatal! ¿Qué me va a parecer? Las monjas le van a lavar la cara en cuanto entre por la puerta del colegio. Estoy por limpiársela yo misma, pero Fernando que es mucho más prudente que yo, opta por tratar el tema con delicadeza. Su opinión tiene mucho más peso para Eugenia que la mía. Al fin y al cabo, él es hombre; yo, sólo un marsupial.
-Me gusta, -dice diplomáticamente-, pero con tu color de piel, tal vez te vendría mejor un tono más suave.
Con dos mujeres en casa, Fernando ha aprendido que a ninguna de las dos se nos lleva la contraria frontalmente en temas de belleza. Eso sólo se lo consentimos a Álvaro, mi amigo de la infancia y asesor de imagen oficial de las Grau. Y no sólo porque Álvaro, como buen señorito extremeño que es, se presente siempre impoluto, sino porque entiende de todo lo que tenga que ver con estética, sea material o personal. Está al día de cualquier tendencia y, además, posee un sentido innato para saber qué prenda favorece más, o cuál debe combinarse con cuál, de modo que con una mera ojeada a cualquier armario procesa en su mente todo tipo de combinaciones posibles con la ropa que allí ve, y la mejor forma de emplearla en beneficio de su dueña. Pero aún no pudiendo competir con semejante prodigio, Fernando sabe que, con mano izquierda y tras presenciar muchas sesiones orquestadas por Álvaro, tiene cierta ascendencia sobre mi y sobre Eugenia, y ahora lo que quiere, es que la cría, por lo menos, se maquille los ojos con una sombra clarita que pase desapercibida. Rápidamente, le alcanza una de las mías y está dispuesto a ensayar conmigo para que ella vea el efecto. Seré un marsupial con los ojos pintados. ¡Todo sea por la causa!
-Mucho mejor así. ¿Cómo lo ves? -Esa es otra virtud de Fernando. Aceptó a mi hija como propia desde un inicio y ella respondió de la misma manera. Se deja influir por él como si mi marido fuera su propio padre. Y la niña tan contenta.
-A ver que me vea. -Se inspecciona desde ambos lados. Incluso pone morritos al espejo como si estuviera posando. ¡Menudo peligro tiene! Como sigamos a este paso, en breve se presenta con un chico en casa. Desplegaré la artillería pesada. Acorazaré el edificio entero y, por supuesto, no se libra del guardaespaldas que, obviamente, escogeré y contrataré yo misma.
-Me gusta. Me gusta mucho, -exclama finalmente Eugenia meneando la melena de lado a lado como ha visto en un anuncio de la tele. Volviéndose hacia mí, reitera su suplica.
-Anda mami, ¿me dejas tu camiseta verde? -¿Cómo me voy a negar? Mientras la saco del armario, compruebo que apenas alcanzaría a cubrirme medio cuerpo. ¿Alguna vez fui tan estrecha? ¿Volveré a serlo? Estoy alcanzándole el tesoro a Eugenia cuando se abre la puerta del dormitorio otra vez.
-¡Holaaaa! -Llega Jaime arrastrando de la oreja a la pobre perra que a su vez está recibiendo un azote en el culo de Álvaro que masculla algo parecido a un hola
. Lleva la boca llena de nocilla, pero eso no le impide apoltronarse en nuestra cama junto a su hermano mayor y la perra. Jaime ya se ha vestido. Mejor dicho, le habrá vestido Anita que tampoco tarda mucho en aparecer por el dormitorio buscando a los retoños de la casa.
-Niños venir. Llegar tarde al colegio. -A pesar de los casi treinta años que lleva en España, sigue sin conjugar los verbos. Cuando Eugenia era pequeña, me preocupaba que la niña sólo fuera a utilizar el infinitivo en sus frases. Ahora me he rendido. Que hablen como los sioux si quieren. Somos una familia bien peculiar, así que ¿por qué no lo vamos a ser en esto también?
Estamos todos en el dormitorio. No sé por qué, cada mañana comienza de la misma manera. En otras casas, las familias se reúnen en la cocina. En la mía, acuden a mi dormitorio. Aquí es donde reciben las energías necesarias para seguir cada uno su camino. Fernando se empieza a desnudar. Poco le importa que le vean sus hijos. La propia Anita tiene que salir por piernas cuando intuye que Fernando piensa desvestirse para entrar en la ducha. Con esfuerzo consigue que le acompañen los chicos. Eugenia se queda.
-Mami, tenemos que hablar. -Por ella, si Fernando se quiere duchar, que lo haga. Ha conseguido su ansiada camiseta y ahora persigue otra cosa; hablar conmigo. ¡Qué mala espina! Siempre he hablado con mi hija de todo y quiero seguir haciéndolo, pero conforme crece, me doy cuenta, que las preguntas aumentan en complicación. Y por la cara que pone, ahora toca una conversación de las difíciles. Así que intento descifrar lo que se me avecina.
-¿En casa o en el Starbucks? -pregunto. Si es aquí, se trata de un problema menor. Si es fuera, será algo gordo. Puede ser una mala nota o una pregunta metafísica. Últimamente está muy mística y le ha dado por preguntarme cuestiones muy complejas. Ahora que es mayor, quiere intentar entender la muerte de su abuelo. De cría le dijimos que se había convertido en una estrella. Yo sigo hablando con mi estrella cada noche, pero Eugenia parece empezar a dudar y no deja de darle vueltas al tema de la vida y la muerte.
-En el Starbucks. -¡Es de las gordas! Intento sonsacar un poco.
-¿Algo que te preocupe del cole?
-No.
-¿Sobre la vida, tal vez? -Procuro que mi tono de voz resulte lo más neutro posible. Sólo quiero hacerme una composición de lugar. Fernando ha advertido que esto es un tema de mujeres y se escabulle en el baño.
-Más o menos. Es un poco confuso. Quiero contarte. Es que hay un chico…
¿Qué chico? ¿De dónde ha salido? ¿Quién es? ¿Cuántos años tiene? ¿Quiénes son sus padres? Le plantearía de seguido todas estas preguntas y muchas más que me asaltan de golpe, pero me tengo que morder la lengua. ¿Dónde se compra un manual de paternidad? En la vida hay cursos para casi todo, menos para ser padres. Hay libros sobre nutrición de los hijos y primeros cuidados, pero lo que de verdad importa, la educación diaria para cuando crecen y, peor todavía, para cuando alcanzan la adolescencia, no te la explica nadie ¡Anda y que te apañes! Al principio, consigues capear la situación, pero conforme cumplen años, te pueden llegar a dominar los acontecimientos como me va a pasar ahora mismo mientras el bebé no deja de pegar patadas. Parece que también se esté inquietando por la conversación de su hermana. ¿Oirán los bebés lo que pasa en el exterior? Por si acaso, pongo un dedo sobre mi ombligo, el único orificio que se me antoja que podría servir de altavoz en este momento, antes de contestarle a Eugenia.
-¿Alguien que yo conozco?
-Sí. –El tema se complica, pienso repasando mentalmente la lista de posibles candidatos que se me ocurren, y que en mi imaginación se van semejando todos ellos a seres infernales dotados de pezuñas, cuernos y rabo. Hoy mismo contrato al guardaespaldas.
-Bueno, pues si quieres quedamos en el Starbucks cuando vuelvas del cole y charlamos. ¿Te hace? -sugiero.
-Genial. Gracias mamá. Eres la mejor, -dice despidiéndose con un beso que también alcanza a Fernando.
-¿De qué iba? -pregunta mi marido que, de inmediato, advierte en mi cara que algo me ha alterado.- ¿Pasa algo?
-Pasa, que Eugenia está creciendo. Eso es lo que le pasa. Nos la va a robar un quinqui. Seguro que es un quinqui. Sólo tiene catorce años. Yo a su edad, jugaba con Álvaro a las Barbies. -Fernando intuye que se avecina una tormenta. Se sienta en la cama junto a mí y me obliga a practicar las respiraciones que practicamos en las clases de preparación al parto.
-Respira, Jimena. Respira hondo y profundo. -Intento seguir sus instrucciones, pero me imagino a mi niña pelando la pava con ese al que sin conocer ya odio visceralmente y me entran sudores fríos. Fernando continua apaciguándome.
-Sabes que esto iba a llegar. Este verano le rondaban muchos moscones, -dice en un intento por normalizar la situación.
Pero ¿cómo se tranquiliza a una embarazada de ocho meses que se siente un marsupial y que ha de afrontar que su niña pequeñita no es ni tan niña, ni tan pequeñita? Ni siquiera Fernando puede suavizar estas otras cosas de la vida que nunca sospechas que van a llegar.
II
-Hola preciosa. -Álvaro me saluda con un beso. Viene a recogerme para acompañarme a la Escuela donde impartimos clases, él de porcelana oriental, yo de historia del mueble. Desde hace quince días, Fernando y él han considerado que no debo pasear sola ni tan siquiera cuatro calles y mi amigo se ha brindado a hacer la tarea de escolta. ninguno de los dos sabe, que en cuanto ambos se dan la vuelta, salgo siempre que quiero. ¿Cómo imaginan que lleve una casa de tres críos y dé clases sin salir a la calle? Pero el paripé matutino no me lo quita nadie, así que aquí estoy pacientemente dejándome mandar por mis hombres. Al fin y al cabo, si con eso se quedan más tranquilos y luego me dejan de dar la brasa el resto del día, tampoco es para tanto. Como de costumbre, Fernando espera conmigo en el portal hasta que llegue Álvaro para irse, entonces, a la oficina. Es como un cambio de guardia. Paso de manos de uno a otro cuerpo de seguridad. Tengo la sensación de haber vuelto al colegio. También yo espero la ruta escolar aunque, a diferencia de los chicos que veo en las diferentes esquinas, yo sea un marsupial gigantesco, que más que un autobús vaya a necesitar una grúa para su desplazamiento.
-Estás realmente voluminosa, -dice mi amigo contemplándome como si fuera una curiosidad. A veces me dan ganas de estrangularle. A pesar de ser homosexual y por ello, supuestamente, más proclive a la delicadeza, no hay duda que el gen de la verdad masculina, ese que impide a los hombres disimular la realidad con un relato de medias mentiras y que a las mujeres se nos da tan bien, lo