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Los Perros De Dios
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Libro electrónico102 páginas1 hora

Los Perros De Dios

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Jacinto describe el pas en donde vive (un pas imaginario) como un pas de mierda. Es un pueblo en donde la gente cree que la ciencia y la inconciencia, la educacin y la adulacin, la honestidad y las armas de fuego son sinnimos.
Jacinto Collado sufre del sndrome de Torete, pero en su pas desconocen esa enfermedad, y piensan que l est trastornado de la cabeza. Por tal razn, lo han internado en un hospital psiquitrico, en donde los pacientes (un grupo de locos que no dejan de gritar da y noche) lo confunden con un artista famoso al que le dan una golpiza y luego sodomizan.
A raz de esta experiencia, nuestro hroe sufre una gran depresin, y se deja seducir por el deseo al suicidio. Pero su situacin es tan catica, que no encuentra la forma de matarse.
l se arma de nimo, y visualiza un plan para escaparse de ese cepo. Se dice que l debe ser como el ave fnix, renacer del polvo. Pero esa palabra polvo solo sirve para recordarle a su exnovia. Ella lo haba abandonado cuando decidi que se marchaba a putear para Noruega. Por eso y por muchas cosas ms, Jacinto se siente frustrado, frustrado, frustrado, coo!.
Desde el fondo de su infelicidad, Jacinto relata la desafortunada historia de su vida.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento25 ago 2017
ISBN9781506520957
Los Perros De Dios
Autor

Armando Fernández Vargas

Armando Fernández-Vargas, emigrante dominicano residente en Los Estados Unidos desde 1984. Graduado de Hunter College, y de la Universidad de Long Island en sicología, y del colegio de Saint Rose en administración escolar. Es autor de las novelas Crónica de Un Caníbal, (2014), y Los Perros De Dios (2017). Desde 1996 trabaja para el departamento de educación de la ciudad de Nueva York. Es actualmente supervisor del departamento de educación especial de los distritos escolares 24, y 30 de Queens. Reside en Long Island con su esposa y sus tres hijas. afernanbooks@GMAIL.COM

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    Los Perros De Dios - Armando Fernández Vargas

    Copyright © 2017 por Armando Fernández Vargas.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:         2017909497

    ISBN:         Tapa Blanda            978-1-5065-2093-3

    Libro Electrónico   978-1-5065-2095-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 25/08/2017

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    763684

    Contents

    Primera Parte

    Sugunda Parte

    Tercera Parte

    Cuarta Parte

    Quinta Parte

    Los perros de dios

    Y entonces, llegaron ellos…

    Me sacaron a empujones de mi casa

    y me encerraron entre estas cuatro paredes blancas,

    donde vienen a verme mis amigos

    de mes en mes, de dos en dos y de seis a siete…

    Serrat

    PRIMERA PARTE

    H e nacido y crecido en un lugar, y en un tiempo al que definitivamente no pertenezco. Debí nacer unos trescientos años más tarde en el futuro, en un lugar neutral como El Canadá, como las Islas Canarias o como Belice. Debí nacer cuando ya no existan las fronteras políticas, ni los prejuicios ideológicos. Debí nacer cuando ya hayan desaparecido la discriminación social, y las persecuciones por las preferencias sexuales. Debí nacer en un tiempo en donde las sociedades hayan superado la mala costumbre de humillarse antes las autoridades incompetentes, a sabiendas de que no son más que unos energúmenos ineptos, y sus leyes no tienen ninguna razón de ser. Debí nacer en los tiempos del bejuco; aquel prodigioso tiempo que vaticinaban nuestros abuelos, en donde los hombres tendrán que correr a refugiarse en los árboles, para escapar a multitudes de hembras enardecidas. Debí nacer en un tiempo y en un lugar en donde al bajar de los árboles repuestos y listos, uno tendría que estar a la expectativa de miles de féminas que se pelearán por ser la primera por estar con uno. Pero aquí me tienen, a finales del siglo veinte, no muy lejos de los tiempos cavernarios, en una sociedad, que simplemente no es la mía. Otros más conformistas que yo, dicen que la vida es un carnaval, que el mundo nos ofrece un gran manjar, que todos somos iguales. Eso, o es un bíblico disparate, o los que controlan los hilos de esta obra de marionetas, se habían comido la mejor parte, antes de que yo llegara, pues de ese gran banquete, a mí solo me ha tocado una miserable ensalada, con el aderezo rancio. Uno solo puede ofrecer lo que tiene, así que los invito a comer: feliz indigestión.

    Mi nombre es Jacinto Collado, un paciente frustrado del hospital psiquiátrico Dr. J. Villani. Se me considera un peligro para mí mismo y para la sociedad. Se me acusa además de ser un subversivo. El servicio secreto encontró en mi posesión materiales que consideran peligrosos: una camiseta del Che, y un CD de Silvio Rodríguez. Si mi condición neurológica me lo permite, me gustaría contar la deprimente historia de mi vida.

    Primero debo aclarar que este es un país de mierda. Esto lo supe hace mucho tiempo, aun antes de que comenzaran a llamarme loco de mierda. Lo entendí a la perfección, aun antes de que me dijeran muchacho de mierda, y yo sintiera dudas acerca de mi composición física, y me dieran deseos de olfatearme para comprobar si de verdad yo estaba hecho de excrementos.

    Las enfermeras se empeñan en hacerme vestir el pantalón de reglamento del hospital, por temor a que me encuere delante de los estudiantes del colegio de San Lázaro que esta tarde nos visitan. «¡Claro, porqué es más fuerte!». Les contesto yo, mientras continúo lanzándoles patadas y puñetazos a diestras y siniestras. Prefiero andar con la bata de dormir que en días pasados me encontré en un ropero. Debajo de ella, me desnudo como un plátano, y me siento libre, suelto. Ando como Santa Clara. Las enfermeras insisten; tratan de convencerme para que me deje vestir. Me dicen que así como estoy parezco un marica. Temen a que pueda hacer unas de mis payasadas delante de los niños; piensan que soy capaz de levantarme la bata, y mostrarles mi pequeño jardín colgante. Bien se ve que no me conocen. ¿Quién se creen ellas que soy, un pedófilo?, ¿qué se han creído, que soy, un cura?

    Así andan las cosas desde que me encerraron en este manicomio. Yo hago lo que se me antoja, y estos amansa locos hacen conmigo lo que les parece. No estoy seguro quién sale ganando en esta contienda; sospecho que ellos.

    Sería lógico pensar, que los pacientes de un manicomio para que estén allí deberían cumplir con el requisito básico de estar trastornados. No aquí. Hace casi dos siglos que Jorge Gilles de la Tourette describió mi condición médica como «un síndrome, a menudo asociado con la coprolalia: una urgente necesidad de expresar exclamaciones obscenas, o comentarios socialmente inapropiados y despectivos». Cualquier estudiante de siquiatría, en cualquier lugar del mundo sabría que esto que me aqueja se llama el síndrome de Tourette. Pero aquí, las cosas que no entienden, cualquier condición mental que no conozcan dicen que es locura. Dicen: «a éste se le pelaron los cables, o se le fundieron los fusibles», y para el manicomio. Esta gente pretende arreglar sus males ignorándolos. Como resultado hemos roto todos los records de las variaciones de la demencia. Para nombrar solo algunos, mencionaré: al loco del diablo, al maldito loco, al loco de mierda (ese el rango que me asignaron) al loco manso, al loco amargado, al loco dundo, al loco locuaz, al loco revolucionario y al loco intelectual. Cualquier trastorno neurológico que los trabajadores de la higiene mental en este país no conozcan, lo diagnostican: locura. La verdad es que los únicos tarados son ellos, esa partida de bárbaros.

    Imagínense una gran parcela sembrada de plátanos, a finales del 1400. Luego de siglos de explotación, los dueños abandonan todo, dejando a los esclavos a merced de los capataces, quienes a la vez no tienen más mérito que el haber sido alcahuetes de los amos. Ahora, 500 años después, en medio del desorden total, los descendientes de peones y esclavos, se disputan el quien puede más. De ese lodazal, ha surgido un pueblo, que se desbarranca por el precipicio de la ignorancia, imita las payasadas del extranjero, y se empeña en edificar un colosal monumento a la mediocridad. Ha quedado un pueblo al que todo le da lo mismo; un pueblo que cree que la ciencia y la inconciencia, la educación y la adulación, la honestidad y las armas de fuego son sinónimos.

    Un médico, con los conocimientos más rudimentarios de la siquiatría me otorgaría un diagnóstico menos denigrante que el de la chifladura; sabría que los que padecemos de este mal, no enlazamos ninguna relación entre la expresión y la intención. Esto que me aqueja en resumidas cuentas, no es más que un tic nervioso que me genera incontrolables deseos de maldecir, de decir bestialidades, de gritar vulgaridades. Otros con retorceduras neuróticas tienen incontrolables deseos de toser, y tosen, cuantas veces quieran sin ningún inconveniente; siente una paja que les molesta en los ojos, o una molestia en los hombros, o quieren rascarse la espalda, y pueden satisfacer esos caprichos sin ningún problema. A mí solo me urge maldecir. Eso es todo. Siento que me calmo cuando digo cosas como: «¡mieeerda!, ¡Maldición!, ¡infierno trágame!, ¡Me cago en tu madre!, ¡coooño!». Esa última palabra es la que más me satisface, el secreto debe estar en la virgulilla. Cuando digo esas cosas me siento mucho mejor. ¿Qué tiene de malo que yo quiera sentirme bien? Nada, ¿verdad? pues se equivocan. Por el simple hecho de querer aliviarme, complaciendo esos simples deseos, aquí me acusan de lo peor. Es verdad que digo otras barbaries, que varían de acuerdo al estado emocional que me embargue en ese momento. En ocasiones se me han quedado grabados en la cabeza fragmentos de comerciales, expresiones de placer (casi siempre de orígenes eróticos) y gritos que, sin ton, ni son, se aferran a mi pobre cerebro, y de repente salen de mí. Esas son cosas que no puedo controlar,

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