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Círculo de horrores
Círculo de horrores
Círculo de horrores
Libro electrónico193 páginas3 horas

Círculo de horrores

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¿Nacimos condenados, puede el concepto nietzscheano del Eterno Retorno aplicarse en la vida humana? Esas parecen ser algunas de las preguntas que rondan en Círculo de horrores, una novela fascinante que sin ser histórica, deja ver una radiografía de la Colombia oculta de la que pocos hablan, un universo social en el que lejos del subyugante y pa

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento24 ago 2021
ISBN9781640869684
Círculo de horrores

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    Círculo de horrores - Jorge Durango

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    CÍRCULO DE HORRORES

    JORGE DURANGO

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable sobre los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2021 Jorge Durango

    ISBN Paperback: 978-1-64086-967-7

    ISBN eBook: 978-1-64086-968-4

    Índice

    Capítulo I

    Inocencia perdida

    Capítulo II

    Adiós a la izquierda, bienvenida la derecha

    Capítulo III

    Círculo de horrores

    Capítulo IV

    El eterno retorno

    Capítulo V

    El valor de la familia

    Capítulo VI

    El monstruo de la corrupción

    Capítulo VII

    Cursos y definiciones

    Capítulo VIII

    Escoria humana

    Capítulo IX

    Lancero al cuadrado

    Capítulo X

    Mafia y placer

    Capítulo XI

    Operación Codorniz II

    Capítulo XII

    Las canecas de éter

    Capítulo XIII

    Capturas y destituciones

    Capítulo XIV

    Tortura y reclusión II

    Capítulo XV

    El cartel de la bareta

    Capítulo XVI

    Libertad y estudio II

    Capítulo XVII

    Transportista del cartel de Cali

    Capítulo XVIII

    Asesiné a mis padres

    Capítulo XIX

    Muerte y resurrección

    Capítulo I

    Inocencia perdida

    Desperté sobresaltado con los sollozos de mi madre. Parada detrás de la puerta de mi habitación había llorado toda la noche, como el penitente que hace una súplica en una vigilia incierta, queriendo exorcizar con sus reprimidos lamentos el más espantoso de los horrores que su corazón de mujer daba por ocurrido si antes de amanecer no lograba hacerme cambiar de decisión. Ese llanto melancólico y desesperado lo volví a escuchar el día que me detuvieron. ¡Detrás de las rejas que me encerraban estaban sus gemidos incesantes! ¡Mi mamá llorando! Era la misma noche de hacía 13 años, cuando le dije que me iba para la Armada Nacional, solo que ahora no dormía en un tibio lecho de pobre, sino en el piso frío de una celda y estaba de salida de esa institución. Fue un sueño pedregoso, pero desde esa noche, la primera que desde entonces recordaba su llanto silencioso, jamás lo he podido olvidar. Siempre me asalta ese recuerdo y he escuchado esos suspiros lastimeros e impasibles en el silencio mayor de la noche más yerma o filtrándose entre el bullicio abigarrado del centro de la ciudad, para hacerse único a mi percepción sensorial.

    Soy Juan Simón Rodríguez y el 25 de octubre de 2021, si aún vivo, cumpliré 65 años. Hago la salvedad, dado que amanecer con vida es cada día una proeza cuando se duerme en las calles, se ha sido habitante de El Cartucho y del Bronx, sitios malditos en el centro de Bogotá, Colombia. Voy a hacer, sin ninguna pretensión, una reminiscencia de mi vida, en razón a que en ella hay fragmentos en los que se puede ver la historia de mi país, aunque no haré una narración histórica, es el contexto de mi vida que dejo como un libro abierto en donde todo el que la conozca, juzgue si lo desean, cada acto de ella, valorándolo según su competencia y el entorno social que lo rodeó.

    Soy el mayor de 4 hijos en el matrimonio de don Sebastián y doña Milena, un hogar modelo, típico de cualquier región tercermundista de los años cincuenta o sesenta, en donde las normas y métodos de crianza resultaban más severos que los que se aplican hoy en la formación de un recluta. Por ello siempre me he cuestionado, ¿qué fue lo que pasó en mi vida, por qué siendo de buena familia –mis padres son personas honradas, gente de trabajo, sin antecedentes de conducta, como es mi caso-, terminé tan mal? Entendiendo el conjunto de personas que conforman la sociedad y ésta, como una escuela, en ese contexto, me defino como uno de los alumnos más inocentes, toda vez que he realizado los cursos que la vida me ha impuesto y los he perdido, por ingenuo. Hice el de los amigos y amigos no hay: uno nace solo, así subsiste y así muere; si acaso, la persona con la que comparte experiencias sexuales, si se llevan varios años juntos. Pero, el hombre es un ser solitario en los caminos de la vida, aunque ande entre una multitud que de mil formas, comercia con su integridad. Con mi madre solo tengo deudas de gratitud, lo que hizo conmigo es lo que hubiera hecho cualquier mujer por el hijo que parió, máxime si se presume que es producto de sus mejores coitos. También hice el curso de la confianza en las personas y lo perdí. Todo el mundo busca la utilidad de los demás, sacarle un provecho, una ganancia. La experiencia me ha enseñado que nada es gratis, así pues, mientras el individuo es explotable y genera un activo, es bueno; si puede ser utilizado se le hace creer que se le otorgan galardones para que produzca más. Es una ley de la economía: cuando falla o implica un conflicto de interés, se puede ahogar en su propia mierda y nadie le ayudará a salir de ella; siempre habrá otras prioridades, otros que no tienen problemas y pueden desarrollar los mismos o mejores procesos. En consecuencia, el único que lo lleva bien a uno es Dios, pero no creo en él como lo pintan las religiones. El resto, es la misma trama de la película de la vida: ver cómo voltean al protagonista, cómo lo conspiran, cómo lo entran a ese baile de zombis, donde muchos sonríen como idiotas ignorando su propia desgracia.

    Estudié en la Escuela Nacional de Comercio, pero no logré terminar bachillerato ahí, no me aceptaron para quinto año, pues tuve la dicha de vivir la época de la transición; es decir, cuando empezaron a cambiar determinados valores que eran inaceptables en ese momento. Hago alusión al hecho de que cuando era niño a todos nos peluqueaban al estilo Humberto (toda la cabeza rapada, dejando un pequeño mechoncito en la parte superior de la frente) y se debían usar pantalones cortos hasta los 16 años. Los padres no sólo lo azotaban a uno en la casa, en la calle o en la escuela, sin contemplación alguna, impedimento legal o moral; sino que además, le decían al profesor: autorizado, si tiene que disciplinarlo hágalo. Conductas rígidas y llevables hasta que llegan las influencias del hipismo; tardías, a Colombia todo ha llegaba dos años después que en el resto del mundo. Así, el muchacho que tuviera un poquitico el pelo largo, lo devolvían de la escuela y tenía que volver peluqueado. Los muchachos no podían fumar, quienes lo hacían era a escondida en los baños, sólo conocíamos el cigarrillo Pielroja.

    Las reglas eran muy estrictas y chocaban en el entorno planteado por los vientos de cambio que se daban en el mundo: París de 1968, en donde durante los meses de mayo y junio, se desarrolló la serie de protestas más espectacular que se tuviera conocimiento, iniciada por estudiantes de izquierda contra el consumismo, y en la que por supuesto, se vinculó el movimiento hippie; Praga de 1968 y su Primavera, con la cual se daba anuncio a otras formas de resistencia y se ponía en evidencia la crisis del imperio soviético y su cruel régimen, que soportó Checoslovaquia desde 1948; el festival de Halcones en Houston, con su mensaje de paz y amor. Y tal vez, lo prohibido y lo vedado, es lo que más atrae desde siempre a personas que tienen inquietudes.

    En ese tiempo el sistema educativo colombiano, contemplaba la repitencia del año escolar con tres materias que no se lograran pasar sobre tres, en la escala de uno a cinco. No existía la ley del arrastre o el precepto institucionalizado que ningún estudiante debe perder. Saqué 2.99 en tres asignaturas y me fui a repetir cuarto bachillerato al Externado Nacional. Lo pasé, pero no me admitieron al próximo año y me tocó volver a cambiar de colegio; el quinto lo hice en la jornada de la tarde, en el Colegio Distrital Jorge Eliécer Gaitán, ubicado en el barrio San Miguel, detrás del Hospital Lorencita Villegas.

    Mi vida familiar ya había tomado un rumbo aciago, cuando terminé quinto año de bachillerato, mi papá sabía que fumaba marihuana y los problemas en la casa se me agudizaban de manera indescriptible. Él nunca y menos en esa época, pudo aceptar eso y quiso solucionarlo a garrotazos como si se tratara de domesticar mulos cerreros y para entonces, no se conocía el concepto de doma racional, de ningún modo pudo considerar que podía haber una orientación diferente a la que aconsejaba la máxima: ¡La letra con sangre entra!.

    Comencé a fumar marihuana en el año de 1.970, cursaba el primer cuarto de bachillerato. Inicié por la tentación que inspira lo vedado, siempre me llamó la atención lo que estaba traspasando el límite de lo permitido. Nos vemos castigados por nuestras prohibiciones, cada impulso que intentamos asesinar resucita en la mente y nos envenena. Probamos los tabúes primero y nos satisface su sabor, en adelante, cada acción es un modo de renovación. En la mente y en el alma, solo nos queda es el recuerdo de un placer o la voluptuosidad de una pena vivida. El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella, si la resistimos dejamos de ser, nuestro fuero interior se torna enfermizo deseando las cosas que nos hemos prohibido y seguiremos sintiendo deseos por lo que unos códigos morales o unas leyes arbitrarias han hecho pecaminoso e ilegal. Nuestros conocidos y compañeros de barrio todos la fumaban, el que no lo hacía no era del parche y a esa edad, con la tragedia de mi situación familiar necesitaba reconocimiento social, en nuestro círculo no solo lo había, sino que también se sumaba una especie de complicidad y solidaridad. Cuando me inicié en el consumo de marihuana iba a cumplir 14 años, el hermano que me seguía en edad fumó conmigo el primer día. Pasó un muchacho, nunca me olvidaré: Joaquín Garcés, traía un tabaco grande, en ese tiempo le decíamos kenque, era todo el largo del Pielroja. ¡Un kenque!, un tabaco.

    —¿Qué, se van a trabar? –nos dijo.

    —¿Nos trabamos? –le pregunté a José, mi hermano.

    —Bueno –contestó.

    Cogí el kenque, tú, tú, tú… aspiré como cinco veces hasta que Joaquín me dijo:

    —No, ya, ya. –Y se lo pasó a José Humberto, que tenía 12 años, aspiró tres veces, le dio vómito y tos. ¡Nunca más volvió a fumar, ni siquiera un cigarrillo! En cambio yo no he parado, me puse a hacer cuentas y me he fumado más de una tractomulada de marihuana.

    El día que cumplí 18 años, mi padre madrugó por mi regalo, el que marcaría mi destino, el primero diferente a las palizas con las que pretendía persuadirme y de paso dar ejemplo a mis hermanos, pero no menos significativo, ciertamente toda acción genera una reacción en cadena, aunque que no siempre se percibe. Aún dormía cuando llamó a mi habitación, abrí la puerta con los ojos entrecerrados y un piquete de soldados irrumpió. A empujones me permitieron ponerme lo primero que tenía al alcance, me sacaron arrastrando de la habitación, esposado y a patadas de la que hasta ese día fue mi casa. ¡Estaba regalado como soldado raso! Él había hecho todos los trámites, me llevaron directo a la peluquería de la Escuela de Infantería y de una: -¡Tome!, póngase el uniforme.

    Cuando terminé quinto bachillerato no me había podido echar, no tenía 18 años, como los cumplí me entregó para prestar servicio militar en el ejército. Me asignaron a la Escuela de Infantería de Usaquén, primer contingente de 1974. En ese tiempo, después que el tutor fuera a llevar los documentos personales o a vender a la víctima, al estilo de Judas, iban por uno donde estuviera y de una: -¡A la fila!, recluta.

    Llegué al ejército en enero de 1974. A cuatro cuadras estaban los liceos del ejército. Como era escribiente y en la compañía de soldados no había régimen interno, me pusieron de ayudante de un Sargento Primero que desempeñaba el cargo y no sabía escribir a máquina. Yo había aprendido en la Escuela Nacional del Comercio, de hecho, parte de mi subsistencia en el bachillerato y el mantenimiento mí vicio, fue hacer las planas de mecanografía de mis compañeros. Tomé las clases en máquinas manuales Rémington de las grandes. Lo hice de la forma correcta, escribiendo con los dedos que correspondían a cada tecla, según indicaba la norma. Saber escribir a máquina y taquigrafía, era un valor en 1970 y siempre pensé que uno podía ser pobre y feo, pero no bruto e ignorante. Como hacía el trabajo de oficina, le dije al sargento:

    —Mi Primero, yo tengo quinto de bachillerato y quiero terminar, a ver si puedo hacerlo aquí en los liceos –me dio permiso para estudiar siendo un conscripto. Permiso, para ir a clase todos los días de 17:30 a las 22:00 horas. Me gradué de bachiller como soldado, con militares, en mi curso había sargentos mayores, como reposa en los anales y quedó en la constancia, soldado Rodríguez Juan Simón.

    En las órbitas castrenses todo se ganaba por antigüedad (ahora eso está prostituido), un mérito que yo no tenía, apenas llevaba un año y me había graduado de bachiller. En una ocasión me dijo un suboficial: -¿Usted tan recluta y a estudiar?

    En el año de 1975 reactivaron el batallón Miguel Antonio Caro, con el fin de que los bachilleres prestaran sólo un año de servicio y efectivamente, llegó el primer contingente. Aprovechando esa circunstancia, hice una solicitud respetuosa para que se me desacuartelara por tiempo cumplido de servicio militar como bachiller, siguiendo el conducto regular debido, pues el ejército tiene una conformación piramidal donde para hablar con el coronel hay que solicitar permiso al cabo, al sargento, al teniente, al capitán y al mayor. El documento llegó al comando general y lo aprobaron.

    Me gradué el 12 de diciembre de 1975. Mi progenitor me había entregado en enero de ese mismo año, en diciembre del año 1975, salió el decreto diciendo que los bachilleres pagaran un año en el batallón Miguel Antonio Caro. Entonces solicité como soldado bachiller, que me dieran la baja del servicio y me la dieron, con nota de buena conducta porque terminé bachillerato y por los trabajos que realizaba, pero no fui el soldado modelo según las normas que me regían: a uno le daban los permisos de salida con hora fija de llegada, y si era hasta las 08:00, debía llegar a las 07:00 horas, para tener tiempo de uniformarse y evitar sanciones o llamados de atención. Siempre debe ser así. Sin embargo, en varias oportunidades no llegué el día y la hora que me correspondía, me quedaba uno o dos días más, en una oportunidad me amenazaron con sancionarme penal y disciplinariamente -¡No vuelve a estudiar! –me gritó un sargento, pero surgía la necesidad de hacer trabajos a máquina y me la perdonaban. Siempre que había entrega de mando en las compañías se elaboraba inventario de almacén y de armamento, se debían realizar unas actas inmensas, como no había computador, al transcribir si uno se equivocaba repetía la hoja y si tocaba agregar algo se repetía de nuevo el documento a partir de la cuartilla donde se insertaban los cambios.

    —Si me hace éste trabajo se la

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