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La niña liberada: Violencia sexual y poder
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Libro electrónico277 páginas5 horas

La niña liberada: Violencia sexual y poder

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La niña liberada. Violencia sexual y poder es un testimonio sobre el abuso sexual sufrido por la autora en su infancia de parte de su propio padre, un militante del Partido Comunista que en la calle luchaba contra la dictadura de Pinochet, pero en casa era abusivo e irresponsable, todo esto en un contexto de extrema pobreza y exclusión social en el Chile de los años 1980. Asimismo, es un ensayo sociológico y una reflexión ética sobre la importancia de las historias familiares; los detalles de la dinámica abusiva y el ejercicio del poder al interior de las familias; los caminos terapéuticos recorridos para sanar integralmente este tipo de heridas; la hostilidad del sistema judicial frente a las víctimas que buscan justicia y reparación, la perplejidad y ambivalencia de los seres queridos cuando se devela un abuso sexual intrafamiliar. La publicación de este testimonio se inscribe en la “escritura de la memoria”, ya que forma parte de un proceso de liberación personal y social de esa pesada carga que deja la violencia sexual tanto en las víctimas como en las familias y la sociedad, es una invitación para dialogar y visibilizar este grave problema social que afecta en mayor medida a las niñas, dada su condición de género y edad. Por último, también es un llamado para crear urgentemente Políticas Públicas de prevención, protección y reparación de la violencia sexual y enfrentarlo como un tema-país.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jun 2016
ISBN9789563381849
La niña liberada: Violencia sexual y poder

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    La niña liberada - Iskra Pavez

    corresponde.

    I

    EL SENTIDO

    En la medida en que realmente pueda llegarse a superar el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió.

    HANNAH ARENDT

    ¿Cuál es el sentido que tiene para mí escribir mi testimonio sobre la experiencia de abuso sexual que sufrí al interior de mi familia, cuando yo era solo una niña y de parte de mi propio padre, sobre las consecuencias que esa experiencia tuvo en mí posteriormente, las necesarias resignificaciones y el proceso de aceptación y liberación que he realizado al respecto? ¿Por qué ha sido necesario para mí hacer una reflexión ética, teórica y metodológica sobre este tipo de violencia y elaborar propuestas para prevenirla? A continuación expongo varios sentidos que considero muy importantes.

    Desahogo

    Hace años que siento la profunda necesidad de desahogarme, contando y escribiendo sobre el abuso sexual. Esto me atormentaba mucho, pero generalmente lo callaba por tabú, vergüenza y culpa. Tabú, porque en mi familia estaba implícitamente prohibido hablar de esto. Cada vez que yo sacaba a la luz este asunto o pedía que habláramos de este tema, las personas de mi familia movían la cabeza hacia ambos lados insinuando que ya iba a salir con el temita de siempre, que diera vuelta la página, que sacara el odio de mi corazón y que tratara de olvidar. Como víctima tenía la imperiosa necesidad de hablarlo, pero el acto de pedirme que no lo hiciera lo vivía como una forma de silenciarme, como si no hubiera existido. Es común que en las familias abusivas se tienda a negar el abuso, porque genera mucho dolor y culpa reconocerlo y hacer algo por repararlo. Sin duda, esta experiencia de verme silenciada y patologizada en mi propia familia fue muy dolorosa, por eso tuve que buscar o construir espacios fuera de ella para poder desahogarme.

    En las familias donde sucede el abuso sexual, generalmente se niega que esto haya ocurrido, pero en medio de discusiones y conflictos se devela tímidamente, asoma una rabia que permanecía oculta en las víctimas, quienes realizan fuertes recriminaciones. Pensemos que la mayoría de los guiones de telenovelas o teleseries se basan en el ocultamiento o la develación de los secretos familiares. A veces imagino que algún día en mi familia lograremos ser capaces de hablar de este tema mirándonos a los ojos, oyéndonos con calma y compasión, sin ansiedad ni culpas, juicios o castigos. El tabú del abuso sexual opera eficientemente en nuestra sociedad, las familias en las que ha sucedido sienten mucha vergüenza incluso para hablarlo al interior de sí mismas, menos que se divulgue en el círculo extrafamiliar. El viejo dicho que dice la ropa sucia se lava en casa pareciera ser una indirecta sentencia para no hablar públicamente de este tipo de asuntos, pero sabemos que tampoco se hará al interior de la familia, por el contrario, cierta ropa sucia no puede lavarse en casa, quizás siga sucia por mucho tiempo, hasta que exista verdadera voluntad de lavarla.

    Al tabú que rodea al abuso sexual lo he llamado la ley del silenciamiento. Este tabú es como una piedra lanzada al agua, donde sus ondas se expanden más allá del lugar en el cual cayó. Lo mismo ocurre con el silenciamiento que el abusador impone a su víctima: perdura más allá del momento en el cual sucedió el abuso. Utilizo el concepto de silenciamiento porque solo así puedo mostrar que es algo impuesto por una figura de poder y autoridad, mientras que el silencio es algo opcional, la víctima decide si habla o no. En mi caso, las ondas del silenciamiento siguieron operando muchos años después de sucedido el abuso e incluso después de que mi papá murió. La ley del silenciamiento se impone en algunas familias donde ha ocurrido el abuso sexual y, con el tiempo, se termina transformando en un secreto familiar. En nuestra sociedad también opera una especie de ley del silenciamiento, ya que resulta muy difícil hablar seria y profundamente sobre este tema, sin caer en prejuicios, sensacionalismos o reduccionismos.

    Vergüenza

    Habitualmente yo sentía mucha vergüenza de contar mi experiencia de abuso sexual a mis amistades, a mis parejas o en mis círculos cercanos, ya que temía llegaran a pensar que por ese motivo estaba desequilibrada emocionalmente. Ciertamente, vivir una experiencia de abuso sexual en la temprana infancia es razón suficiente para perder el equilibrio emocional e intentar hacer grandes esfuerzos para restablecerlo. Creo que en general lo logré, pero eso significó un costo emocional que solo con el tiempo llegué a percibir. Sentía vergüenza también de haber tenido un papá violento; vergüenza y pena de no haber tenido un papá normal, con el que jugar y reír; sentía vergüenza de haber tenido una familia donde sucedió esto; como si en las otras familias no hubieran existido otros conflictos o estos mismos; sentía vergüenza; porque creía que a raíz de la pobreza había sucedido el abuso sexual.

    Sentía vergüenza de hablar de mi experiencia especialmente cuando trabajaba en proyectos de intervención social vinculados a la protección de las niñas y los niños o directamente cuando intervenía en temas de abuso sexual. Temía que me patologizaran nuevamente (al igual como lo hacían en mi familia), temía que sospecharan que toda mi pasión por defender a las niñas no era más que un resentimiento no trabajado que acarreaba desde mi infancia, que realmente no había superado este asunto; temía que me echaran del trabajo si llegaran a enterarse de esto y que mis compañeras, compañeros y superiores interpretaran todos mis errores humanos con la única y gran causa: haber sido abusada sexualmente por mi padre. La vergüenza era como un estigma que llevaba en la frente, el cual decía "yo soy una pobre niña abusada", lo cual implicaba que todo lo que yo dijera o hiciera iba a delatar lo que yo intentaba ansiosamente ocultar. Además, cuando lograba superar la vergüenza y contaba la experiencia de abuso sexual, esperaba que la gente me tratara con compasión, pero si eran indiferentes hacia mi relato, me sentía expuesta, lo que aumentaba mi sensación de malestar. Otras veces, sucedió que efectivamente hablé de esta experiencia en mi trabajo y sentí que fui patologizada. No niego que algunas personas víctimas de abuso sexual pueden llegar a desarrollar algún trastorno psicológico o mental, debido a la gravedad de este hecho, pero la etiqueta de patologización mental tiene un estigma social que nadie desea cargar, ya que reduce la compleja existencia de una persona a una sola patología o a un solo hecho. Por otro lado, durante los últimos años se ha descubierto que las víctimas pueden superar las consecuencias psicológicas y mentales que deja el abuso sexual, fortaleciendo su resiliencia, entendida como la capacidad de sobreponerse a la adversidad (Pereda, 2006).

    Desde el sentido común el abuso sexual tiene esa omnipresencia que pareciera que lo explica y lo predetermina todo, especialmente en cuanto a la salud mental y a la sexualidad de la víctima. Además del ineludible daño de vivir una situación de violencia, la víctima de abuso sexual acarrea con el estigma de las consecuencias psicológicas y morales de este tipo de abusos, y los mitos y prejuicios que lo rodean. Por cierto, son inmensamente complejas las consecuencias psicológicas de haber sufrido un abuso sexual durante la infancia si lo comparamos, por ejemplo, con otro tipo de violencia social como el robo con intimidación que puede llegar a sufrir una persona adulta, pero cada persona lo resignifica de diferentes modos, incluso esa misma persona adulta que sufrió un robo con intimidación puede llegar a sentirse verdaderamente traumatizada después de esa experiencia y padecer alguna sintomatología psicológica como fobia o crisis de pánico. Pero esa persona no deberá cargar con un estigma social por ese delito que sufrió, todo lo contrario, será comprendida y quizás hasta compadecida socialmente.

    Por otro lado, en nuestra cultura patriarcal-católica el tema de la sexualidad es contradictorio. Por un lado, las mujeres recibimos una educación sexual basada en la represión, moralización o culpabilización del placer, pero, por otro, existe la constante hipersexualización del cuerpo femenino joven; las niñas y mujeres observan a diario que el cuerpo femenino es tratado como un objeto en el espacio público, en la publicidad o en el humor dominante. Mientras que la sexualidad femenina se vincula únicamente a la procreación, el placer sexual femenino sigue siendo un tabú o un tema desconocido en nuestra sociedad, incluso para las nuevas generaciones. En este escenario, es comprensible que exista mucha ignorancia y, derivado de ello, muchos prejuicios sobre los procesos de recuperación de un abuso sexual.

    Yo me preguntaba a menudo ¿cómo se puede volver a disfrutar de la vida después de haber sufrido durante la infancia un abuso sexual de parte del propio padre? ¿Cómo se puede volver a gozar de la sexualidad? ¿Cómo se puede volver a confiar en los hombres? ¿Qué tiene que pasar (me) para que todo ese daño se repare? ¿Qué daños, carencias y pasiones acarrean las otras personas que no sufrieron abuso sexual durante su infancia? ¿Qué cosas les da vergüenza a las otras personas?

    He conocido a varias mujeres que han sufrido algún tipo de violencia sexual y me han dicho explícitamente que sienten vergüenza de que esto se sepa. Dado que el abuso sexual es un claro ejemplo de abuso de poder representa también una forma clásica de humillación y, por eso mismo, genera vergüenza. Recordemos que en contextos donde se vive una violencia extrema, como las cárceles o las guerras, la violencia sexual siempre ha sido utilizada como una forma simbólica de humillar a la persona o al grupo social al cual se pretende dominar, ya que la vergüenza y el estigma social que deberá soportar la víctima es tanto o más dañina que el dolor o sufrimiento propio de la violencia sexual.

    Culpa

    Sabido es que cuando una niña a tan temprana edad vive una experiencia de abuso sexual en el seno familiar siente culpa, porque cree que ella incitó ese acto, cree que todo sucedió porque ella hizo algo que gatilló ese comportamiento en la persona adulta. Esto es justamente lo que a mí me sucedió. Sentía que yo tenía la culpa de que mi papá abusara sexualmente de mí, que yo tenía algo que hacía que él actuara de ese modo. Esta sensación de culpa logré entenderla así de clara cuando oí el testimonio de otra víctima de abuso sexual. Se trata de James Hamilton¹, quien dijo en la televisión que él sentía algo similar respecto de sí mismo cuando Karadima abusaba de él. La culpa también la sentía ante la mínima aparición de cualquier insatisfacción sexual, tanto mía como de mis parejas, y esto me hacía caer nuevamente en la sensación de estar enferma, marcada y patologizada permanentemente, sin posibilidad de sanación. La culpa también aparecía cuando sucedía cualquier acto de irresponsabilidad, de ahí que desarrollé una ética de la híper-responsabilidad, que me hacía exigirme mucho a mí misma y al resto, a veces tenía dificultad para aceptar mis propios errores o sentía una gran obsesión por la perfección.

    En suma, yo era culpable porque yo provocaba algo en mi papá, culpable porque mi cuerpo reaccionaba positivamente ante sus brutales juegos sexuales, culpable por no contarle a mi mamá lo que estaba sucediendo, culpable por quedarme callada y permitir que esto siguiera pasando, culpable por contarlo ahora, tantos años después.

    Miedo

    La relación que yo tuve con mi papá durante el tiempo en que viví con él hasta que tuve siete años (momento en que se separó de mi mamá y nunca más lo vi), siempre estuvo marcada por el miedo.

    Lo recuerdo como una persona distante y agresiva conmigo, siempre de mal humor, egoísta y nerviosa. Las únicas veces en que mostraba interés, era para abusar sexualmente de mí. Toda su preocupación se centraba en su militancia política, lo único interesante y valioso para él sucedía lejos de nuestra familia, era como si nos odiara.

    Desde el momento en que mi papá se separó de mi mamá (como recién dije, cuando yo tenía siete años) hasta los dieciocho (cuando me enteré de su muerte), yo vivía con miedo a encontrármelo en la calle, a que me raptara, a que volviera a nuestra casa y comenzara toda la pesadilla de nuevo; tenía miedo de reconocerme hija de él, reconocer el lazo de sangre que nos unía, por lo mismo, prefería ocultar toda referencia a su persona y no mencionarlo jamás. Una vez que murió, sentí más tranquilidad, pero el miedo seguía y aparecía en diversas situaciones difíciles.

    Rabia

    Cuando una sufre una agresión o una injusticia es natural que sienta mucha rabia y resentimiento, incluso ira, indignación y ofuscamiento. La rabia ha sido una emoción necesaria para mí. Durante la infancia me dio energía e impulso para resistir e intentar oponerme –a mi modo y con los recursos que tenía a mi alcance– a la violencia de mi papá. Sentía rabia porque otras niñas o niños no habían sufrido lo que yo sufrí.

    La rabia era una forma de mantener vivo el recuerdo del daño, no olvidarlo ni perdonarlo. La rabia me avisaba que otros hombres también podían dañarme, todos son cortados por la misma tijera. Tenía rabia y resentimiento por haber vivido esa experiencia en un contexto de pobreza material y exclusión social, porque sentía que por eso a nadie le importaba lo que yo había sufrido y, por esa misma razón, nadie podía protegerme, solo yo misma.

    Luego, durante mi juventud, sentía mucha rabia cuando en la calle un hombre evaluaba mi escote y volvía a ponerme en ese lugar de ser objeto sexual, tal como lo había hecho mi papá. Pero también la rabia y el resentimiento fueron un motor para movilizarme e intentar huir del destino que la vida había predestinado para mí, para diferenciarme de mi familia: yo voy a ser diferente a mi papá y a mi mamá. Otras veces sentía rabia, frustración y desesperación cuando aparecía la pena, la angustia o la desesperanza, porque no sabía qué hacer con ellas dentro de mí y eso me amargaba aún más. Tenía rabia contra mi mamá porque no me protegió, rabia porque ahora en el presente seguía sin querer hablar abiertamente de los hechos, rabia porque seguía sin apoyarme.

    Estaba resentida, el mundo me debía algo, me debía todo, me debía la felicidad y la alegría; los hombres me debían algo y yo tomaría venganza en nombre de todas las niñas que habíamos sufrido violencia sexual. Odiaba al mundo y su orden masculino, no había nada que hacer, más que destruirlo y en ese acto, autodestruirse.

    Habitualmente las mujeres dirigimos la rabia en contra de nosotras mismas, a través de una baja autoestima y baja autovaloración, criticándonos y rechazándonos, sin poder aceptarnos tal como somos, ya que en nuestra cultura es mal visto que una niña o una mujer se comporte agresivamente.

    Este escrito es una forma de sacar y alquimizar esa rabia:

    Critico y reitero esas críticas a lo largo de todo el texto en contra de un determinado orden familiar y social que hace posible los abusos y la violencia sexual en contra de las niñas.

    Critico y reitero mis críticas en contra de mi mamá y mi familia por la desprotección y la falta de apoyo que he sentido durante varios años.

    Critico y reitero mis críticas en contra del patriarcado, del machismo y del adultocentrismo.

    Digo cosas desde la rabia, a veces sin citas bibliográficas ni fuentes fiables, solo con el único fin de sacar la rabia de mi interior.

    Angustia

    Toda violencia deja marcas físicas, psicológicas y corporales, aunque la violencia haya sido solo simbólica, ya que somos seres integrales. Más aún la violencia sexual deja una huella imborrable en el alma de quien la padece: la angustia. La violencia sexual que ejercía mi papá contra mí, siempre me produjo una sensación de angustia, como un vacío interior mezclado con tristeza y desesperanza. Vacío porque me sentía sola y desprotegida; tristeza porque esa violencia me quitaba la alegría propia de la infancia; y desesperanza porque era la familia y el contexto en que me había tocado nacer y sentía que debía acostumbrarme a ello porque era muy difícil que eso cambiara. A medida que fui creciendo, la tristeza, la pena y la amargura se fueron mezclando con las inquietudes y los cambios propios de la adolescencia, yo sentía que vivía con una angustia en el fondo de mi alma que nada ni nadie podía calmar, otras veces se mezclaba con la ansiedad y era realmente muy difícil de soportar. Creo que tal vez por eso inconscientemente tenía actitudes autodestructivas en mis prácticas de ocio, alimentación o sexualidad y aun pensaba recurrentemente en suicidarme, como la única forma de terminar con ella de una vez por todas. Luego, esa angustia se amplificó con las frustraciones, las exigencias y los avatares propios de la vida adulta. Recién cuando cumplí treinta años tuve el tiempo y la voluntad para enfrentar esa angustia existencial que acarreaba desde niña y pude mirarla de frente, comenzar a conocerla y aceptarla como parte de mí. Así, aprendí que el lado oscuro del corazón es un lugar legítimo al que podemos ir cuando nos sentimos abatidas o frustradas, cuando necesitamos conectarnos con la pena, la angustia y el vacío. Ahí podemos desahogarnos, sacar la pena, eso que nos perturba, para luego volver en paz y más ligeras de equipaje a nuestra vida, pasiones y alegrías, con la mochila existencial que cargamos en nuestra espalda más liviana. Este escrito es una forma de sacar esa angustia, de compartirla y socializarla, de verla con distancia, de reconocerla y aceptarla como una parte más de la vida.

    Verdad

    En estas páginas voy a contar mi verdad, mi percepción de cómo fueron los hechos de abuso sexual infantil que viví en mi familia y las interpretaciones posteriores que he realizado en torno a estos. Dada la complejidad del tema, supongo desde ya que algunas personas considerarán exageradas ciertas situaciones; mientras que otras, tal vez, sientan que estoy minimizándolas u obviando cosas determinantes para los propios hechos. Como sea, he querido plasmar mi experiencia por escrito y en estas páginas se consignan diversos recuerdos, imágenes e información que he podido recopilar y ordenar de manera articulada. Este proceso de escritura no ha sido fácil, ha sido un constante desafío, una catarsis individual y, a la vez, la reafirmación tenaz de querer aceptar y superar esta experiencia traumática integrándola como parte de mi historia de vida.

    Este escrito aborda de modo particular las circunstancias, las emociones y los recorridos en torno a esta traumática experiencia vivida de niña. Se trata de una especie de mapa sobre las rutas que he trazado. He querido esbozar una bitácora de mis experiencias de infancia, así como el posterior laberinto que recorrí durante muchos años dentro de mí misma y cómo llegué a integrar esta experiencia como una más dentro de mi compleja biografía. Por último, quiero decir clara y expresamente que me hago responsable de todo lo que aquí escribo, que todo lo que relato sucedió efectivamente y que para comprobarlo no tengo más pruebas empíricas que mi propio testimonio.

    Izquierda

    Mi papá fue el primer referente de la izquierda chilena que yo conocí. Aunque debido a la relación de violencia que él mantuvo conmigo, el escaso tiempo que compartimos y luego su distanciamiento, no pude llegar a conocer al hombre crítico y revolucionario que él decía ser; yo creo que él se veía a sí mismo como una especie de comandante chileno que liberaría a nuestro país del fascismo capitalista y de la dictadura de derecha.

    Durante varios años he sentido miedo de criticar abiertamente a mi papá por ser un hombre de izquierda, sentía que esa crítica era una forma indirecta de criticar la violencia de los hombres de izquierda y, de alguna manera, cuestionar a la propia ideología de izquierda que, dicho sea de paso, denuncia con tanta pasión las violencias de la derecha y los grupos opresores.

    Dentro de algunos círculos sociales, académicos o profesionales en los

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