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El orgullo de ser puta
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Libro electrónico370 páginas5 horas

El orgullo de ser puta

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Esta es la historia de una mujer luchadora que supo salir airosa de circunstancias inciertas: abandonó su país para introducirse en el mundo de la prostitución, donde superó obstáculos a pesar de haber perdido hasta su dignidad... Todo con el fin de sacar a su familia adelante. Son las memorias de quien encontró, en ese mundo, una salida a su situación.

En estas páginas se comparten las experiencias y sabiduría adquirida en un trabajo tan difícil como la prostitución; se entrelazan denuncia social, consejos maritales, anécdotas y comentarios llenos de humor que cuentan las aventuras de una mujer que, en un camino lleno de espinas, conoció almas y cuerpos solidarios e incomprendidos que deseaban ser amados y escuchados.

Esta es una historia de superación personal de quien supo ver, de lo malo, lo mejor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 nov 2023
ISBN9788468559957
El orgullo de ser puta

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    El orgullo de ser puta - Senit Cambra

    Prólogo

    Desnudo mi alma al viento

    No juzgues mis acciones si no conoces mis razones.

    Tienes en tus manos un libro erótico, romántico, lleno de anécdotas sobre la prostitución, pero también sobre la amistad, la rivalidad, el amor por el prójimo y el amor propio.

    Con estas palabras cuento mi historia, cómo salí airosa de las adversidades. Contra todo pronóstico, conseguí la felicidad después de abandonar mi país y trabajar como prostituta para sacar a mi familia adelante.

    Rompí barreras, superé el miedo en el mundo de la prostitución, perdí y recuperé mi dignidad, incluso por las ilusiones de vivir. Lo mejor de todo, es que no seguí permitiendo que los hombres me tomaran por tonta, que siguieran abusando de mí: «Hice que pagaran todo lo que les proporcionaba, que se enteraran de cuánto cuesta estar con una chica de pago», fue la decisión que tomé, aquella que me ayudó a ver siempre el vaso medio lleno.

    Quiero compartir mis experiencias en un trabajo tan señalado como es la prostitución. Quiero abrir mi corazón y demostrar que no todo es malo, que debemos sacar partido de todo lo que nos sucede, bueno o malo; tal como dice el dicho: «Si la vida te da limones, aprende a hacer limonada».

    Si me preguntas si estoy arrepentida de pertenecer a ese grupo de personas que ejercemos la prostitución, te respondo: fue el tiempo más feliz en cuanto a hombres se refiere.

    Hay momentos en que tenemos que pensar y ver más allá de nuestras narices. Cuando me hicieron aquella proposición, pensé: «¡Qué más da! Un hombre más en mi vida después de todo lo que he tenido que pasar».

    Para nadie es un secreto que desde que el mundo existe, existe la prostitución. Nuestros antepasados contrataban concubinas, mujeres y hombres para sus fechorías, orgías y todo lo relacionado con el sexo.

    La prostitución es un trabajo que nos da dinero de forma inmediata, nos saca de apuros económicos, y con ello podemos dormir tranquilos. Debe dejar de ser tabú.

    Muchas personas que trabajan en esto lo callan por el qué dirán, por vergüenza, por no ser señaladas o discriminadas inclusive por sus propios familiares.

    No quiero incitar a nadie a entrar a la prostitución, pero sí a que se respete que cada cual haga con su cuerpo lo que le venga en gana. Tampoco quiero hacer creer que todo ha sido maravilloso durante mi paso por esta profesión; pero sí que tuve la suerte de conocer personas maravillosas en ese mundillo de juerga y vivencia.

    Desde niña, soñé con encontrar una persona que me llevara al altar, que me viera con los ojos del corazón. Luché con todas mis fuerzas buscando cariño, y el verdadero amor, hasta que lo encontré. ¡Hoy día, soy muy feliz! De los dos mil hombres que han pasado por mi vida, mil novecientos noventa y nueve no han salido como esperaba, pero me han enseñado a tratar bonito al número dos mil. Solo uno ha salido bueno. Estos me aportaron experiencia, me enseñaron lo que es la vida y cómo vivirla. Hoy día, cuando he encontrado el amor después de tantas piedras y espinas en el camino, solo digo: «Hay que besar muchos sapos para encontrar el príncipe azul»"

    ***

    Con este libro, quiero reivindicar el trabajo de aquellas mujeres y hombres que por una u otra razón ofrecen este tipo de servicios. La prostitución es una labor como otra cualquiera, con una pequeña diferencia: está infravalorada, está mal vista por personas que no la entienden; es por eso que critican, señalan y hablan mal de quienes la ejercemos; merecemos el mismo respeto que todos.

    Un día, me encontré con una mujer de esas de caché, esas que te miran por encima del hombro, esas que te señalan y juzgan. Esta bella mujer me hizo una pregunta un tanto incómoda:

    —Senit, ¿cuántos hombres has tenido en tu vida? —Lo malo fue que preguntó delante de su amiga, estoy segura de que lo hizo solo para hacerme sentir mal.

    Con el respeto que se merecía, le respondí:

    —Por mi vida han pasado dos mil hombres, pero mil novecientos noventa y nueve no han salido como esperaba, solo el último ha tenido la suerte de tener mi corazón y mi cuerpo por el resto de su vida o la mía; nuestro destino se lo dejo a Dios. —La mujer se quedó más seca que un bombón recién chupado.

    ***

    Las memorias que aquí presento también son un llamado a las autoridades pertinentes para que quienes trabajan en la prostitución tengan las mismas condiciones laborales que los trabajadores «convencionales», como el derecho a cotizar a la Seguridad Social para, en un futuro, cobrar una pensión digna.

    Esta es mi historia. La historia de una mujer, madre soltera, que tuvo que tomar la difícil decisión de emigrar a otro país y prostituirse, vender su alma, su cuerpo, y lo más preciado de un ser humano, ¡su dignidad!, con el fin de obtener dinero para sacar su familia adelante. Ese que muchos llaman «dinero fácil», si supieran cómo de fácil es (la prostitución es un trabajo arduo y peligroso. Solo que yo lo hice fácil gracias a mi manera de ser, por mi voluntad de ver el vaso, siempre, medio lleno).

    Este es mi pasado. Lo miro con admiración y respeto, no lo olvidaré jamás. He estado aquí sin que nadie me coaccionara ni me obligara, fue una decisión propia que tomé al salir de mi país.

    Pido perdón, especialmente mi familia, si se ofenden por mi sinceridad, si hago o digo cosas que pueden no gustar; perdón a mi esposo por leer palabras tan duras y sinceras.

    Gracias a ese trabajo tuve estabilidad económica y emocional; he tenido placer, amigos y el amor que siempre busqué. Lo he pasado de maravilla, me he sentido respetada, querida, amada por personas que antes no sabían nada de mí.

    Recuerdo, como si fuera hoy, que entré a la prostitución con el miedo en mi cuerpo; me preguntaba qué hacía ahí, pero estaba dispuesta a todo para no permitir que las pirañas del banco se quedaran con lo que más amaba materialmente: el techo de mis hijos. Siempre tuve la esperanza de que este viaje me ayudaría a salir adelante, a dejar atrás todo lo malo que había aguantado, hambre, escuchar las respuestas negativas de personas que pensaba que un día me apoyarían.

    Hoy, me siento orgullosa de mí y puedo decir que valió la pena mi esfuerzo. Mi viaje y mi sacrificio no fueron en vano ya que tengo todo lo que un ser humano desea, ser feliz.

    Estoy segura, si me encontrara en la misma situación que me llevó a la prostitución, volvería a tomar la misma decisión sin ningún reparo.

    Confieso que en cuanto tuve un trabajo «normal», como muchos dicen, Dejé todo atrás, con la consecuencia que ya no ganaba lo mismo que como prostituta, estaba dispuesta a correr el riesgo.

    Aunque trabajaba mucho, me mataba el lomo de casa en casa hasta las tantas de la noche, con ese trabajo «digno» ganaba el ochenta por ciento menos, me daba igual, ya que me bastaba para la manutención de mis hijos.

    Ser prostituta es atender, valorar, querer, mimar, dar el cariño que no se tiene, ser como una psicóloga y escuchar estupideces de clientes pesados, aguantar. ¿Acaso eso no es un trabajo digno?, ¿cuál es el precio?

    A las personas que miran la paja en el ojo ajeno sin mirar el tronco que cubre sus caras, las que hablan de ese trabajo, las que señalan con el dedo más sucio de su mano; esas que envidian, ríen, critican, tachan, hablan y no tienen espejo en su casa ni en su memoria; que llaman sinvergüenza porque cobramos por sexo, que crucifican y hacen que el mundo lapide por ser persona de pago sexual, las que quieren que corten la cabeza de quien un día toma tan difícil decisión, les recuerdo que deberían de mirar atrás ya que todos tienen un lado oscuro que no se atreven a confesar y reconocer.

    Antes de juzgar a un ser humano en el duro camino de la vida, hay que saber por qué ha tomado ciertas decisiones, como prostituirse.

    ¿Qué más da uno más en tu vida?

    Niñez traumatizada

    Yo era una diminuta niña delgada, pequeña y frágil, con deseos de ser querida, amada, protegida y respetada por las personas que me rodeaban. Mis tías eran las que presumían de tener la mejor de las sobrinas (no tenían otra).

    Con mi padrastro trabajaba, un chico de veintidós años. Moreno, alto, delgado, pelo rizado, ojos saltones. Daba miedo mirarle, intimidaba mucho. Yo contaba con tan solo cuatro años de edad (aún lo recuerdo).

    Cada vez que el padre de mis hermanos marchaba a la capital a por material para el taller de reparación de las radios, este chico me llevaba debajo de una vitrina horizontal donde se exponían todo tipo de tornillos y repuestos. La parte de abajo de la mesa era hueca, había un espacio considerable para que este chico me tumbara sobre una manta.

    Al recordar esa situación, tiemblo de miedo, siento que tenía todo planeado para cuando mi madre estaba ocupada preparando la comida de la que él también se beneficiaba, aprovechaba la oportunidad para hacerme todo tipo de tocamientos, pasaba sus asquerosas manos por mi vagina (sin introducir nada), tocaba mi cuerpo, me besaba en la boca. Yo no hacía nada; no me resistía, no entiendo por qué… Pensaba que eso formaba parte del amor de los seres humanos, creía que era una forma de amar.

    Este chico se las arreglaba muy bien para que no le contara nada a mi madre o a mi abuela, hacía todo lo posible para que nadie se enterara de lo sucedido, menos que se diera cuenta mi padrastro y lo echara del trabajo.

    Recuerdo que no sentía deseo sexual (a esa edad era normal no sentir nada), pero me dejaba llevar; solo era una niña y no entendía nada.

    ¿Por qué estos hijos de la gran puta no respetan las mujeres, más a las niñas? Este chico dejó en mí el peor de los recuerdos un olor muy peculiar, el olor la de pubertad, olor a feromonas desatadas.

    Cuando llega ese olor a mi nariz, no lo puedo soportar; regreso a mi niñez, vuelvo a recordar lo que pasé con ese individuo. Le agradezco que no llevara sus intenciones al límite de violarme y que se convirtiera en la peor de mis pesadillas (perdí mi virginidad cuando lo consideré conveniente, por mi propia decisión, aunque fue lo más traumático de mi vida en cuestión del sexo).

    Amor roto

    Vivíamos en el pueblo mi madre, mis tres hermanos, mi padrastro y mi abuela.

    Mi padrastro era muy atrevido conmigo, me pegaba con un cinturón (al igual que a mi madre). Nunca me tocó como mujer ni se atrevió a abusar sexualmente de mí, pero dejó el peor de los recuerdos en mi mente.

    Aunque yo vivía con mi abuela, cada vez que pasaba por casa de mi madre, la veía deprimida y consumida en su dolor de mujer traicionada, maltratada, sufrida y abandonada, aunque había sido la mejor esposa, dedicada por su familia).

    Mi madre se separó de su marido porque él le puso los cuernos con su mejor amiga, marchamos a vivir a otro pueblo. Me tocó verla llorar día y noche, con tanto sentimiento, por la separación de ese señor. Yo no entendía por qué tenía que sufrir por un hombre, no entendía el amor; sentía que no deseaba enamorarme jamás.

    Me dolió ver cómo su marido y padre de sus hijos la pegaba, le daba mala vida; me dolía verla sufrir, el dolor de la traición, de perder su esposo, su compañero de vida y de proyectos (al final, una familia es un proyecto, una empresa que hay que sacar a flote, superando circunstancias).

    Para entonces yo tenía ocho añitos, lloraba junto a ella. A esa edad, ya era consciente de lo bueno y lo malo.

    Después de aquella traición, mi abuela vendió la casita rosa, la más hermosa del pueblo, para mudarnos a otro lugar con el fin de rescatar su hija del sufrimiento que le causaba su marido, el hombre que ella amaba, el que la puso a escoger entre la primera hija o él, al que ella nunca olvidó, a quien siempre estuvo esperanto para recibir migajas de amor, dando todo por nada.

    Mi madre lo amó hasta la médula; tanto que murió de cáncer de médula ósea a los setenta y cuatro años.

    Fui una niña simpática, agradable con mis compañeros de escuela, pero cuando veía que estos iban por otro lado, me hacía la dura y exigía respeto. Si tenía que dar un golpe, lo hacía con tal de que no tocaran mi cuerpo (me duraba el mal recuerdo de las experiencias que tuve con el ayudante del padre de mis hermanos).

    Siempre tenía miedo de que algún niño de mi escuela me mirara con deseo, que rozara sus manos por mi brazo o se pasara conmigo. Durante mucho tiempo no acepté tener novio.

    Lo bonito deja huella, pero lo malo que haya pasado en tu niñez te marca para el resto de tu vida. Gracias a mi manera de ser, veo lo bonito de la vida; río y canto a pesar de los problemas y las circunstancias que he sufrido desde muy pequeña, aquí sigo en la lucha.

    Sangre guerrera

    Cuando tenía once años, mi madre, mis hermanos y mi abuela fuimos a vivir a la capital, en la ciudad de Cali, en el departamento del Valle, en Colombia. Llegamos a la casa de la señora Emma, la mujer que había sido la jefa de mi tía, hasta que un incendio dejó a mi tía, con quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo.

    Un día mi abuela, cansada de ver cómo en el hospital quitaban la piel muerta por las quemaduras (raspaban y la dejaban en carne viva) esta la sacó del hospital, después que los médicos la habían desahuciado, mi abuela, se la llevó a casa, del pueblo, curó las heridas de mi tía.

    Yo me encargaba de conseguir hierbas y leche de chivo para ducharla, la gente decía que eso era bueno para las quemaduras. Lo pasé muy mal viendo su cuerpo quemado, lo peor eran sus labios en carne viva.

    Su recuperación duró muchos años, pero mi tía siguió con su vida. Se sometió a muchas operaciones (varias en la cara para no quedar desfigurada).

    Mi tía tenía una niña, después de aquel fatídico accidente, tuvo otro hijo. Gracias al amor que tenía de su marido, este daba todo por su familia, estuvo acompañada y bien cuidada por él y por mi abuela (que daba todo por sus hijos).

    Mi abuela era una guerrera, la mujer que más he amado en este mundo. Me dejó muy sola a corta edad, con tan solo once años, le agradezco que me inyectara su valor y tenacidad. Gracias a ella soy luchadora y trabajadora.

    Me enseñó lo que es no tener miedo ni pereza de trabajar en lo que haga falta, siempre y cuando sea legal. Considero que soy una sobreviviente del mundo.

    El monstruo

    La señora Emma nos llevó a la ciudad para tener un mejor futuro.

    Después de un viaje de cinco horas, llegamos a la ciudad; mi familia trabajaba en la riega y cuidado de la casa. Les tocaba llevar la finca; a cambio, nos dejarían vivir ahí.

    Vivíamos mi abuela, mamá y cuatro niños. Mi madre consiguió muy pronto trabajo, la abuela se quedaba en casa con los nietos.

    El día que llegamos a la finca, yo contaba con tan solo diez años ese mismo día, la señora Emma me llevó a trabajar en su restaurante. El lugar tenía una vivienda, donde dormía con su marido.

    Yo dormía en el suelo, tirada en una manta pequeña, al lado del baño, en medio de ruedas de coche. Había un fétido olor a cañería, a podredumbre. Estaba muy sucio, por más que lo limpiaba, seguía oliendo mal.

    Ahí tuve que vivir la peor experiencia con mi jefe.

    Me levantaba a las cinco de la mañana para adelantar lo que se hacía de menú del día en el restaurante. Dejaba peladas patatas, yuca y lo que fuera necesario para preparar la comida. Quería que mi jefa viera en mí una buena trabajadora, necesitaba el dinero para ayudar a mi madre con los gastos de mis hermanos y mi abuela.

    ***

    Mi jefa me permitía estudiar en una escuela que quedaba a media hora de camino; para asistir, tenía que caminar durante veinte minutos, hasta llegar a la escuela; no tenía dinero para acortar distancias con el transporte. A las ocho de la mañana, marchaba, a las doce y treinta, hora de mi regreso.

    En la escuela me trataban mal, me hacían daño. Mis compañeras me pegaban, decían que estaba loca, la profesora corroboraba lo que ellas decían:

    La profe decía:

    —¡No se dirijan a ella ni la traten!, ¡está loca!

    Yo, para hacerles creer mi locura, subía los pies al pupitre, me portaba mal, les pegaba a mis compañeras al salir de clase. Sentía que mi vida era una mierda. No tenía cariño ni respeto, todas mis compis se alejaban de mí o me empujaban al salir del colegio. Yo jugaba sola a la hora del recreo.

    En su momento, esperé a la salida a dos de mis compañeras, las más malas de la clase, las que más se burlaban en mi cara y me empujaban. Cada vez que pasaban por mi lado, me pegaban en el hombro o me pellizcaban. Estas eran Marta Sofía e Isabel, las pijas de la clase.

    Una mañana, al salir de clase, las esperé dos calles más adelante de la escuela; estaba nerviosa por la actitud de aquellas niñas malcriadas. Estaba enfadada por el trato vejatorio que recibía, las cogí del pelo, les di unos cuantos puñetazos, me ensañé dándoles una paliza a ambas. No me importaban las consecuencias; no me importaba si me echaban de la escuela, me daba igual todo.

    A Marta Sofía le rompí las gafas. Al ser delgada, me fue más fácil derribarla; su cabello largo me daba facilidad para tirar de él. Me volví loca dándoles patadas y puñetazos, sentía que así me respetarían y no volverían a meterse conmigo ni tratarme mal nunca más.

    Al día siguiente me presenté en la escuela como si nada hubiese pasado. Estaba seria, con cara de pocos amigos, con el fin que la directora del colegio no me riñera o me dijera nada. Me encontré con la noticia de que me expulsaban por tres días. No me importó. Sabía que perdería el curso por mi mala conducta, esa fue la única forma que encontré para que me respetaran.

    Como era de esperarse, con la libreta llena de rojos por mi mala conducta, además de las malas notas que tenía, era imposible que me aceptaran en otra escuela. Mi madre se las ingenió diciendo una mentira piadosa para que yo continuara con mis estudios y que terminara por lo menos la primaria, hacer que no me quedara siendo una analfabeta de la vida. Así fue como seguí estudiando en la escuela La Gran Colombia, de Cali. Anteriormente, en la escuela del pueblo (un año antes), estudiaba en el día, el curso de tercer grado, de noche de cuarto a quinto. Me fue muy bien, era la mejor de la clase, así fue como me recibieron para terminar mis estudios..

    ***

    Cada vez que mi jefa salía a realizar la comprar, me ponía en un mar de nervios.

    Veía a su esposo, llamado Francisco (en Colombia se les dice Pacho), fumar una asquerosa pipa. Ese olor repugnante, dejó una huella desagradable en mi olfato. No puedo describir ese hedor con palabras; cada vez que pasa por mi nariz, no puedo evitar sentir asco y regresar a aquellos feos momentos. Si hay alguien a mi lado fumando pipa, lo paso muy mal, me hace recordar aquel tiempo, cuando sufrí tanto, ya que ese hijo de la gran puta no desaprovechaba la oportunidad de tocarme por la espalda, cogerme desprevenida para intentar violarme. Me dejaba impregnado su olor a perro viejo con las feromonas alborotadas.

    Un sábado, mi jefa salió al mercado, quedaba en el centro de la ciudad, lejos del trabajo; él sabía que ella tardaría, le tenía controlado el horario. Le daba tiempo suficiente para sus fechorías y aprovechaba para acosarme sexualmente.

    Una mañana, estaba sentada leyendo un libro que me había regalado mi hermana, Mi tercer libro de lectura. Recuerdo me senté en uno de los tres escalones que había a la salida del restaurante, por donde salíamos a la vulcanizadora donde reparaba y cambiaba las ruedas a los coches. Pensaba que ahí estaba más protegida por estar fuera del local.

    Ese individuo aprovechó la ocasión para poner sobre mi libro una revista de sexo. Me quedé estupefacta al ver en la portada una monja con un pene en la boca. Estaba perpleja, no entendía por qué me pasaba algo así. ¿Por qué este hombre feo y malnacido hacía esas cosas tan desagradables conmigo? Me incorporé como un trueno y me puse de pie. Estaba asustada, dolida; no lo pensé, tiré la revista lejos, me fui hacia ella, pisándola con rabia.

    Salí corriendo de aquella casa de los horrores, no entendía por qué ese viejo verde hacía eso conmigo, si era una niña sin maldad en mi corazón. Solo deseaba no estar cerca de ese cerdo.

    Cuando mi jefa llegó, estaba fuera de la casa limpiando el patio, no deseaba entrar, tenía pánico, no pude decirle la verdad. Tenía ganas de gritar lo que me pasaba, ganas de hacerle ver lo que su marido estaba haciendo conmigo, ganas de llorar hasta deshidratarme, ganas de morir, porque nadie entendía mi postura de niña débil y frágil.

    No podía aguantar más; saqué valor, me enfrenté al miedo de la reacción de mis progenitoras. Les dije a mi abuela y a mi madre lo sucedido. Con llanto en los ojos, conté paso a paso mi problema con este señor, relaté con detalles cada situación, cada pesadilla vivida con este personaje.

    Yo deseaba que escucharan lo que me sucedía, que evitaran la tragedia que estaba a punto de suceder, que ese hombre me quitara lo más preciado, mi virginidad.

    Ellas no escucharon mi llamado de atención. Sentí que no tenía ayuda de nadie, estaba sola en esta batalla.

    Mi madre y mi abuela se miraban. Me daban a entender, sin hablar, que no me creían. Después de un buen rato, me dijeron:

    —Niña malcriada, dinos la verdad; di que no quieres trabajar. Es por eso que te inventas cosas y mentiras, para irte de ese trabajo. No creemos que ese señor, que se ve una buena persona, esté haciendo eso con usted. —Me miraban como si lo que les contaba fueran palabras de una niña rebelde que solo quería llamar la atención, hacer que todos se pusiera a sus pies, e hicieron caso omiso a mis súplicas.

    Me sentí desprotegida, humillada por mi propia familia; no sabía qué hacer, no sabía a quién acudir. Deseaba gritar a los cuatro vientos el miedo que corría por mi pequeño cuerpo.

    Continuar trabajando en aquella casa fue un suplicio. Tenía mucho miedo de ese hombre, bajaba mi mirada para que no se encontrara con la suya.

    ***

    Pasaban por ahí más de treinta clientes a desayunar y comer, muchos se reían de ver al Pequeño Renacuajo, como me llamaban. Con solo un metro cuarenta de estatura, pesaba treinta kilos, tenía que subirme en un taburete para llegar hasta el fregadero para poder lavar los platos.

    Cada vez que me pedían algún refresco, tenía que meter mi diminuto cuerpo al congelador porque estos estaban tan al fondo que no era capaz de sacarlos a la primera; mis bracitos no llegaban al fondo del refrigerador. Pero la verdad es que los clientes me respetaban, sentían admiración por una niña tan pequeña que trabajaba como una hormiguita. No paraba ni para sentarme a comer, estaba esclavizada, eso me hacía especial. Lo que no podían imaginar era lo dura que era mi estancia en ese sitio y lo que sufría.

    ***

    Limpiaba a fondo casi a diario, solo me daba tiempo para ir a la escuela en la mañana. Al llegar, tenía que ponerme a preparar comida y a atender los clientes sin ni siquiera sentarme a comer hasta las cuatro más o menos, cuando terminábamos de servir.

    Un sábado, llevaba tan solo ocho meses trabajando ahí, mi jefa marchó al mercado a realizar la compra, me quedé otra vez sola con el Monstruo (así lo apodaba; también le decía Bicho Sucio).

    Me levanté despacio para no despertar al Monstruo. Caminaba descalza para no hacer el más mínimo ruido, deseaba que muriera, que no despertara jamás.

    La noche anterior, los clientes se habían quedado jugando bingo, naipe y billar, habíamos terminado muy tarde en el restaurante. Estaba exhausta; mis pequeños pies no podían más, no me había dado tiempo de lavar los platos.

    A la mañana siguiente, me puse con la

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