Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra
Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra
Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra
Libro electrónico673 páginas10 horas

Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Esta novela est dedicada a todas esas personas a quienes les interesa el amor, el romance, vivir y sentir lo bello que es amar a alguien. Alguien que como t y yo, no pide nada a cambio, salvo ser escuchado tan solo un instante.
Los escritos de Yasmina Prez se basan en sueos y ancdotas. Esta historia revivir la esperanza de muchas mujeres que conciben hijos en su vientre, pero a la vez experimentan tristezas y alegras, siendo esta la bendicin ms grande que Dios les ha regalado.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 mar 2013
ISBN9781463321444
Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra
Autor

Yasmina Pérez Scarpetta

Nací en el municipio de Turbo (Antioquia) el 21 de junio de 1979. Allí pasé mi infancia, en la misma casa de color azul que ocupa toda la esquina del barrio Jesús Mora, con mi abuela Froilana y mi abuelo Fausto. Cursé primaria en la escuela anexa Sagrado Corazón, y estudié el bachillerato en el Idem de Turbo. Después me trasladé a Barranquilla (Colombia) para estudiar Análisis y Programación de computadora. Pasó un año. Empecé mi día levantándome tarde —mi reloj despertador se averió— y llegué retrasada a la universidad.

Relacionado con Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra

Libros electrónicos relacionados

Romance para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Salem Oleica, Diosa Del Cielo Y La Tierra - Yasmina Pérez Scarpetta

    PRÓLOGO

    Esta es mi primera obra literaria. He querido manifestar en ella que el amor, el odio, el deseo, esas cosas de las que siempre andamos quejándonos, son también los pilares de nuestra vida.

    En vez de perder el tiempo pensando cómo vengarse de ella, o cómo hacer para que se sienta inútil, mejor sería que el hombre dedicara ese tiempo a su esposa; dedicarle la vida entera para conocer lo que piensa, lo que siente. « ¿Cómo es ella en realidad?, ¿qué necesita de mí como persona y ser humano que soy?». Puedes pensar en esta sencilla fórmula: «Mi amor, te ameré y respetaré por toda la vida. A ti te entregó mi corazón en bandeja de plata, porque soy solo tuyo. Solamente tú, mujer, eres la dueña y señora de este ser humano, el cual nació solo para ti».

    Algunas personas que desconocen la realidad del Islam —o que, aun conociéndola, tratan intencionalmente de ocultar lo justo para desviar a la gente del conocimiento— dicen que el Islam es el enemigo de la mujer, porque ellas degradan su dignidad humillándose, rebajándose hasta casi ponerse al nivel de los animales, para hacer que el hombre se sienta orgulloso de ser lo que es, hombre. Dicen también que para los musulmanes el sexo femenino es únicamente un goce sensual para el esposo y, al mismo tiempo, un medio para engendrar descendencia, de tal suerte que la mujer queda en una posición inferior al marido, donde el que domina es él.

    No existe nada más incierto y alejado de la realidad que esta afirmación; quien así lo sostiene, ignora totalmente las costumbres islámicas. Desde hace más de catorce siglos, Dios todopoderoso declara a través del Corán la igualdad de hombres y mujeres en la vida, el honor, la dignidad y la sociedad en general. Allah nos dice que los derechos de todas las personas son sagrados y, por tanto, está prohibido menoscabar directa o indirectamente estos derechos, comunes a hombres y mujeres sin ninguna distinción.

    Por todo lo dicho, mi intención con este libro es recordarles a todas las mujeres que somos valiosas, y sobre todo, que tanto hombres como mujeres somos importantes en la vida. No es más hombre el que pega a una mujer… y no es más mujer la que se lo consiente al hombre.

    Esta historia revivirá la esperanza de muchas mujeres que, como yo, experimentan tristezas y alegrías, que conciben hijos en su vientre. Para mí, esto es la bendición más grande que Allah me ha regalado. Además, gracias a él tengo la inspiración que, considero, ha sido lo mejor que ha pasado en mi vida.

    No soy musulmana, es cierto, pero defiendo este principio según el cual todos los seres humanos somos iguales y merecedores de ser tratados con respeto, dignidad y sabiduría, para así poder vivir en un mundo sin tanto odio… en un mundo mejor.

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO 1

    Natifa Haji empujó la pesada puerta del bar y pasó al interior. De inmediato sintió que se le irritaban los ojos y la garganta a causa del humo del tabaco que invadía el local. De pie junto a la entrada, examinó la estancia a través de la bruma azul que la envolvía.

    Él tenía que encontrarse en algún lugar en medio de aquel bullicio. Nunca se le habría ocurrido ir a buscarlo allí si no hubiera oído comentar a uno de sus amigos que siempre iba a ese bar cuando se encontraba en la ciudad. Natifa estaba desesperada, pero no quería que él lo supiera. De algún modo, tendría que convencerlo de que su oferta era digna de consideración, y muy beneficiosa para ambos.

    Siguió buscándolo en medio de la multitud. Su largo cabello quedaba oculto bajo el gran sombrero que llevaba puesto. Con la esperanza de disimular su condición femenina, se vistió muy sencillo para la ocasión.

    Era la primera vez que pisaba un sitio como ese y se sentía intimidada. Resueltamente, la joven irguió los hombros y se puso a examinar el local, con una deliberada expresión de aburrimiento, a fin de despistar a los que la miraban con curiosidad. Y parecía funcionar, porque al poco reanudaban la charla con los amigos, sin prestarle más atención.

    Por fin lo encontró. Anwar estaba sentado a una mesa en compañía de dos amigas. Tragando saliva y con las piernas temblorosas, Natifa Haji se dirigió hacia allí.

    Al verla, Anwar se levantó de la mesa y acercó una silla para que Natifa Haji se sentase con ellos, y llamó al mesero para que les trajese una botella de vino para celebrar. Natifa comenzó a sentirse más relajada y sonreía mientras miraba a Anwar.

    Bebieron y comieron compartiendo una animada charla hasta que las amigas de Anwar se marcharon, dejando solos a Anwar y Natifa.

    —Anwar, he venido a buscarte porque quiero decirte que estoy embarazada —dijo Natifa con una gran sonrisa en sus labios.

    Él se quedó serio, sin contestar nada durante unos segundos, para luego explotar:

    —¡Pues escúchame bien, Natifa: yo te prohíbo que digas que soy el padre! —gritó Anwar.

    Natifa se levantó de la silla echa una furia.

    —¡Canalla! —respondió empujándolo con todas sus fuerzas.

    Luego salió corriendo del local.

    * * *

    Dos meses después de aquello, estando Natifa con su mejor amiga Aisha, le confiesa que piensa seguir adelante con el embarazo, a pesar de todo.

    —Quiero tener esta criatura, amiga. Quiero a mi bebé. Tengo ese derecho.

    —¿No crees que deberías llamar a Anwar?

    —No, Aisha, no tengo nada que hablar con él.

    —Pero no sabemos qué ocurrió entre ustedes y además, si estás embarazada…

    Natifa le lanzó una mirada de advertencia:

    —¡Ni se te ocurra hablar con Anwar!

    —¿Y qué harás? ¿Desaparecer?

    —¿Por qué no? A veces es mejor así…

    —¿Eso le hiciste tú al padre de tu hijo?

    Aisha la abofeteó dolida:

    —Él me abandonó, ¿entiendes? ¡Me abandonó!

    Del otro lado de la cuidad, Anwar platicaba con su buen amigo Tareq en las afueras de su casa.

    —Si Natifa quiere su bebé, que se quede con él.

    —Piénsalo bien, Anwar.

    —Ya lo pensé. Y decidí que me voy de Siria para siempre.

    —Eso no está bien, Anwar. Un hombre no debe salir huyendo de sus problemas, sino responsabilizarse de ellos…

    —Yo no elegí tener ese niño. Es ella quien quiere cargar con esa responsabilidad, no yo. Que cada uno afronte el destino elige para sí. Lo siento, pero la decisión está tomada.

    Tareq le miró un momento. No había ni un rastro de titubeo en sus ojos. Suspiró.

    —Jura al menos que me vas a llamar —le pidió con preocupación.

    —Te lo juro —contestó Anwar sin mirarlo.

    Tareq se marchó pero no muy tranquilo.

    * * *

    Natifa Haji estaba hambrienta, aterida de frío y muy asustada. Era casi la una de la mañana. Todavía le quedaban por delante la mayor parte de las largas horas de la noche. ¿Cuánto tiempo había estado caminando? Le dolían la espalda y las piernas y la visión se le estaba empezando a nublar por el cansancio, pero ¿dónde podría encontrar un lugar seguro en el que pasar la noche?

    Había estado sentada en la estación de trenes durante la mayor parte del día, cambiando de asiento con frecuencia para no atraer la atención de ningún empleado, hasta que los gritos de dos gamberros la obligaron a refugiarse en el cuarto de baño. Mientras se refrescaba un poco, le habían robado la chaqueta. Y llevaba el monedero en uno de sus bolsillos. No podía denunciarlo ante un policía, porque le podrían hacer preguntas incómodas o pedirle una dirección. No había nada que hacer. Podía dar por perdido su monedero y las últimas monedas que le quedaban. Solo era otro revés más, como los muchos que había sufrido desde que llegara a Siria, hacía casi dos años.

    Se detuvo para comprobar que su hija de siete meses estaba bien abrigada frente al frío aire de la noche. Entonces, tembló violentamente y tocó las dos bolsas de plástico que contenían todo lo que poseía en el mundo. Se consideraba una perdedora y una fracasada. Ni siquiera había conseguido colocar a Zakariyya bajo el más humilde de los tejados y cuidarla como su pequeña se merecía.

    Natifa Haji caminaba sin rumbo, sin hogar y sin dinero, casi como una mendiga… Solo veinticuatro horas antes había tratado de armarse de valor para poner fin a sus problemas. Había ido a los servicios sociales para denunciar que su casero había tratado de irrumpir en su habitación dos veces durante la noche y que se sentía aterrada.

    —Nunca antes hemos tenido quejas sobre él —le había respondido la empleada, fríamente—. Si no regresa al alojamiento que le hemos buscado, se considerará que ha renunciado voluntariamente a tener un techo bajo el que dormir. Le aconsejo que se lo piense muy bien antes de cometer ese error; tiene una hija de la que preocuparse. Informaré a la trabajadora social que lleva su caso de que está teniendo problemas…

    —No, por favor, no haga eso —le suplicó Natifa

    Le aterraba lo que aquella entrevista podría suponer para su hija. Tal vez le quitaran a la niña o la dieran en adopción. La última asistente social con la que había hablado terminó por perder la paciencia cuando Natifa se negó por quinta vez a darle el nombre del padre de la pequeña. Anwar le dejó muy claro que si se atrevía a decirle a alguien que él era el padre de Zakariyya, se arrepentiría de haber nacido.

    Aquello era algo de lo que la propia Natifa se arrepentía. Había destrozado la vida de sus padres quedándose embarazada fuera del matrimonio. Cuando les contó que esperaba un hijo, su padre lloró, una visión que ella nunca olvidaría mientras viviera.

    Al recordar aquellos momentos, sus ojos se llenaron de lágrimas. Estaba tan sumida en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta del coche que se acercaba por su derecha…

    Cuando el carrito bajó el bordillo hasta el asfalto y oyó el chirrido de los neumáticos al frenar, supo el peligro en el que Zakariyya y ella se encontraban. En décimas de segundo, Natifa Haji tiró del carrito para salvar a la niña, pero el mismo impulso le hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas, golpeándose con el bordillo.

    Sintió una explosión de dolor en la base del cráneo y luego, poco a poco, una oscuridad absoluta fue apoderándose de ella.

    Raí saltó de la limusina.

    —¿La hemos golpeado? —le preguntó a Fâris, que había salido del vehículo tras él.

    —No —respondió el chofer, colocando el carrito en un lugar seguro—. No la hemos golpeado…

    El chofer la vio a tiempo y ya había aminorado bastante la marcha antes de llegar a su altura. Esa mujer había empezado a cruzar sin mirar y…

    —Llama a una ambulancia; una privada de la fundación. Será más rápido —le ordenó Raí.

    Se agachó al lado de la mujer y le tomó el pulso. Cuando comprobó que seguía viva, respiró aliviado; sin embargo, la piel de la mujer estaba demasiado fría.

    —No está muerta —gritó para que Fâris, que había vuelto a la limusina, pudiera escucharlo. A continuación, se quitó la chaqueta y la cubrió suavemente con ella. Fue entonces cuando se fijó en el rostro de la mujer por primera vez—. Dios mío… ¡Pero si es casi una niña!

    Raí tuvo que admitir que se trataba de una joven muy hermosa. Tenía una delicada estructura ósea y los rizos de un vibrante color bronce que le enmarcaban el rostro solo conseguían acentuar su extremada palidez.

    —¿Qué hace una chiquilla con un bebé en la calle a estas horas de la noche?

    —Probablemente sea su madre, jefe —sugirió Fâris mientras colgaba el teléfono tras llamar a la ambulancia—. Es deprimente, pero hoy en día hay cada vez más niñas que se quedan embarazadas.

    Raí miró a la joven. Efectivamente, podría tener diecisiete o dieciocho años, no más, pero parecía tan inocente, tan virgen… Además, no llevaba ninguna alianza.

    En aquel momento, Fâris se inclinó para retirar la chaqueta que Raí había colocado sobre la joven.

    —¿Qué estás haciendo? —le preguntó él.

    —He sacado su abrigo del coche, jefe. Le dará más calor. No hay razón alguna para que usted también pile una neumonía —decía mientras la cubría con el sobretodo.

    —Yo estoy bien. Ojalá pudiéramos meterla en la limusina… —dijo Raí. En aquel momento, el bebé empezó a llorar—. Fâris, tú eres un buen padre de familia, mira a ver si puedes reconfortar a ese bebé un poco…

    Raí volvió a colocar la chaqueta sobre ella para suministrar a la joven un poco más de calor.

    —Está helada…

    —¿Zakariyya? —susurró Natifa. Sentía mareo y náuseas, pero intentó incorporarse al escuchar los sollozos de su pequeña—. ¿Dónde está mi hija?

    Raí se agachó aún más para que pudieran verle aquellos ojos, tan azules como el cielo, mientras le decía:

    —Su hija está bien. Quédese quieta. Ya viene de camino una ambulancia…

    —No puedo ir al hospital… ¡Tengo que cuidar de Zakariyya! —exclamó Natifa, impotente. Sentía la mano de aquel hombre que le había hablado con un acento tan musical sobre su hombro, impidiéndole incorporarse del suelo.

    Ella lo miró, mientras el desconocido se dirigía a otra persona a la que la joven no podía ver.

    —¿Has llamado ya a la policía?

    —No, por favor, a la policía no… —suplicó Natifa—. ¿Es usted el tipo que iba en el coche? —añadió. El hombre asintió—. No necesitamos ni una ambulancia ni la policía. Me encuentro bien. Me tropecé y me caí. Solo perdí la conciencia durante un segundo. Eso es todo…

    —¿Tiene familia?, ¿un novio al que podamos avisar? —le preguntó él.

    —No.

    —Tiene que haber alguien. Un amigo, un pariente…

    —No tengo a nadie —insistió ella, con un ligero temblor en la voz.

    Raí la estudió. No era de Siria, eso seguro. Tenía un pronunciado acento que no podía localizar.

    —¿Cuántos años tiene?

    —Diecisiete. No quiero que venga la policía, ¿me oye?

    Nuevamente la mujer trató de incorporarse, a pesar del fuerte mareo que la envolvía. El hombre intuyó la desesperación en su voz y no trató de impedírselo esta vez. Si la llevaban a un hospital, la policía pediría a las autoridades que se hicieran cargo de Zakariyya y le asignarían unos padres adoptivos. Cuando lo consiguió, sintió que se tambaleaba y que un fuerte brazo le rodeaba la espalda.

    —Debe recibir atención médica. Le prometo que no la separarán de su hija.

    —¿Cómo puede prometerme eso?

    Al fin llegó la ambulancia, en un estruendo de luces y sirenas. El equipo médico se bajó inmediatamente y obligaron a Raí a apartarse para poder atenderla.

    —¡¡¡Zakariyya!!! —exclamó Natifa, cuando se la llevaban en una camilla.

    —Yo la seguiré al hospital con el bebé —le aseguró Raí.

    —No lo conozco de nada…

    —Pero nosotros sí que lo conocemos a él —le aseguró uno de los enfermeros—. No se preocupe. Su hija estará completamente segura con este caballero.

    Agotada por el esfuerzo, Natifa se limitó a asentir.

    Mientras la ambulancia se alejaba, Fâris le dio a su jefe su chaqueta y su abrigo.

    —Deberíamos declarar ante la policía… —sugirió Fâris.

    Raí apenas lo escuchó. Se sentía completamente sorprendido por el ofrecimiento que le había hecho a aquella muchacha para aplacar la ansiedad que sentía por su hija. Se acercó a la sillita y contempló al bebé. En un nido formado por colchas y mantitas y bajo un gorro de lana con una borla en lo alto, se adivinaban los enormes y asustados ojos azules de la pequeña.

    —Encárgate tú de esa declaración. Yo llevaré a la niña al hospital.

    —Yo podría ocuparme de la niña y de la declaración —le aseguró Fâris—. No ha dormido más de una hora desde que salió de Miami.

    Raí concluyó que después de lo ocurrido tampoco hubiera podido pegar ojo, y se inclinó para sacar a la pequeña de la sillita. La niña se puso rígida como una roca.

    —Prefiero cumplir mi promesa.

    Tras meterse en la limusina, vio cómo Fâris introducía el resto de las posesiones de la madre en el coche, aquellas dos desgastadas bolsas de plástico. Al volcarse una de ellas salió un biberón. Cuando lo vio, la niña empezó a patalear con alegría, lanzó un gritito y extendió una manita tratando de cogerlo.

    —¿Tienes hambre?… De acuerdo.

    Raí estuvo muy ocupado hasta que llegaron al hospital. Descubrió que juguetear con los hijos de otros cuando las madres estaban cerca no tenía nada que ver con ocuparse de un bebé él solo. Con la ayuda de un vaso de agua y una botella de agua mineral consiguió aplacar la sed de Zakariyya, aunque los dos se mojaron de pies a cabeza en el intento.

    Cuando Raí salió de la limusina a la entrada del hospital, no presentaba un aspecto tan espléndido como de costumbre: tenía migas de galleta y manchas de agua poro todas partes. Además, la falta de sueño le estaba haciendo sentir los primeros efectos del cambio horario.

    Fâris trató de sustituir a su jefe en el cuidado del bebé, pero a Zakariyya no pareció gustarle, porque se agarró frenéticamente al cabello de Raí.

    —Si no le sonríes, no le caerás simpático —dijo Raí con voz cansada, mientras se colocaba a la pequeña sobre el hombro—. Es muy nerviosa.

    La recepcionista lo saludó casi como si fuera un miembro de la familia real y lo acompañó al cómodo despacho de su amigo Ahítan Kamâl, el director médico del hospital, para que esperase allí. Inmediatamente, llegó una enfermera para hacerse cargo de la niña.

    —Necesita comer… y otras cosas —le advirtió Raí, mientras Zakariyya se aferraba a él con todas sus fuerzas. El miedo que parecía adivinarse en el llanto de la niña resultaba enternecedor.

    Pasó una hora antes de que Ahítan Kamâl acudiera al despacho para informarle del estado de la enferma.

    —Creo que esta noche no pudiste salvar una vida, Raí —le dijo su amigo—. Esa joven tenía hipotermia, y el golpe en la cabeza le provocó un aneurisma cerebral. Acaba de fallecer. Lo siento.

    Desde aquel instante, Raí quiso responsabilizarse de la niña y decidió que la adoptaría como su hija. Contrató una niñera que cuidara de ella mientras él se encontrase sus viajes de negocio. Con el paso de los años, la pequeña se convirtió en una atractiva y exótica joven que despertaba las pasiones insanas de los hombres.

    Cuando Raí regresó a Siria luego de un largo viaje de más de cinco años, vio que la joven se sonrojó como una colegiala al recibirle, y que aquellos enormes ojos azules suyos eran como ventanas que revelaban la tensión que sentía. Su reacción sincera y sin artificio le resultó muy emotiva. Zakariyya se había convertido en una mujer muy hermosa, con una larga melena que le caía en hermosos rizos casi hasta la cintura y brillaba bajo la escasa luz como si fuera de bronce.

    —Hola, Zakariyya, ¿cómo te encuentras?

    —Bien, tío Raí —respondió ella. Nunca se acostumbró a llamarle papá—. Recuéstate un rato; habrá sido un viaje agotador.

    —Gracias, Zakariyya —dijo tumbándose en el sofá. Realmente estaba más cansado de lo que creía. Mientras se adormecía, continuó hablando—: Voy a seguir ocupándome de ti hasta que seas una mujer independiente… de verdad. Le prometí a tu madre que cuidaría de ti.

    —Lo sé, tío —respondió Zakariyya—, pero ahora descansa.

    Y diciendo esto, salió del salón y cerró suavemente la puerta.

    CAPÍTULO 2

    Zakariyya terminó de vestirse algo apurada. Se había quedado totalmente dormida después de comer y ahora llegaba tarde a la cena que habían preparado para el cumpleaños del tío Raí. Según le había informado, su tío —nunca se había acostumbrado a llamarle papá— cenaría con todos los de la casa, y luego darían una pequeña fiesta en el jardín del hotel para la gente de la empresa que quisiera asistir.

    No sabía lo que le pasaba ese día, se decía mirándose en el espejo con aquella ropa que le hacía sentirse otra persona. Era como si Zakariyya estuviera luchando por salir a la superficie y gritar a todo el mundo «¡Aquí estoy yo, no me importa que sepan quién soy en realidad!», pero tenía que controlarse… un poco.

    Allí estaba, con el vestido nuevo que su diseñador personal le había proporcionado hacía unas semanas; ropa adecuada para una mujer de su posición. Se volvió de espaldas para asegurarse de que el vestido le ocultaba el tatuaje que llevaba en la parte baja de la espalda. Con eso sí que no podía arriesgarse: a su tío le horrorizaban los tatuajes. Por si acaso, tomó una chaqueta antes de salir.

    Nada más abrir la puerta del cuarto ahogó un gemido: su primo Abdul también salía del suyo en aquellos momentos y se la quedó mirando como confundido. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, desde su pelo recogido en una coleta alta hasta los zapatos de tacón. Como una caricia, la mirada de Abdul fue bajando por su cuello hasta el nacimiento insinuado de sus pechos bajo el escote, siguió el camino hasta la cintura, caderas y piernas, y volvió a subir hasta sus ojos. Zakariyya se sintió desnuda y la respiración se le congeló en los pulmones. Los ojos café eran ahora casi negros por las pupilas dilatadas y un oscuro deseo latía en su interior.

    —No… Me mires… así —le ordenó ella, incómoda, con el corazón desbocado.

    —¿Así cómo? —Preguntó él, curvando una media sonrisa cargada de intenciones en sus labios—. ¿De la forma en que me has mirado tú? —le preguntó burlón.

    Ella ahogó una exclamación, alarmada. Si él la radiografiado con la mirada, ella no había hecho sino lo mismo. No podía negarlo: Abdul la atraía como una polilla a la luz. Era un hombre terriblemente atractivo, y en su presencia, en sus ojos oscuros, tormentosos, se reflejaba el peligro. Todo él emanaba la fiereza de un depredador a punto de saltar sobre su presa.

    Retrocedió un paso al ver que Abdul se acercaba a ella hasta que chocó contra la pared. Cerró los ojos, con el corazón latiéndole a mil.

    —Mírame, Zakariyya —le susurró él, percibiendo lo cerca que estaba cuando notó su aliento en el rostro.

    Ella abrió los ojos mordiéndose el labio inferior, para volver a gemir: Abdul había colocado sus brazos a ambos lados de ella, apresándola en la jaula que era su cuerpo, y aquellos ojos café bajaban por su rostro hasta posarse en sus labios. Zakariyya sintió que se le secaba la boca y se humedeció los labios. Abdul se fijó en aquel gesto y se inclinó más sobre ella.

    —Voy a besarte —dijo él con voz ronca.

    —Sí… —suspiró Zakariyya, que se sentía incapaz de moverse o negarse.

    Y como si aquello fuera el detonante, sus labios se unieron de una manera gentil, solo con simples roces para reconocerse, sin prisa, cada uno embriagándose del sabor del otro.

    Abdul seguía apoyado en la pared. Solo la estaba tocando con sus labios y, sin embargo, el ligero cosquilleo que Zakariyya sentía en la boca del estómago era desconcertante. Y entonces ocurrió: las manos de Abdul se posaron sobre su cintura.

    —¿Qué me estás haciendo…? —balbuceó él empezando a bajar por su cuello para sembrarlo de besos.

    —Ab… Abdul… —musitó ella aún con los brazos caídos a ambos lados de su cuerpo.

    De improviso, Abdul gruñó algo que Zakariyya no alcanzó a comprender. Lo que sí notó fue cómo sus grandes manos aprisionaban con fuerza su cintura, atrayéndola hacia él con urgencia, de forma que su delicado cuerpo quedó pegado al musculoso del hombre. Zakariyya gimió antes de que sus labios fueran silenciados de nuevo por los de Abdul, que esta vez se apoderaron de su boca de manera feroz y posesiva.

    Zakariyya hundió sus uñas en los hombros de Abdul, ligeramente alarmada. Aquel beso no era como el anterior; iba cargado de algo totalmente diferente que no estaba segura de querer explorar. Pero era incapaz de apartarlo, se sentía reblandecida con su contacto. Notó la lengua de Abdul presionando contra sus labios, y ella solo pudo abrir la boca para dejarle paso.

    Zakariyya se revolvió incómoda entre los brazos de Abdul tratando de apartarlo, pero él la atrajo con más fuerza. Su lengua recorría cada espacio, cada recodo, sin dejar ningún lugar por repasar. Todo era tan nuevo, tan desconcertante, que decidió rendirse por completo. No le molestaba la humedad de aquel beso, ni que él le estuviera acariciando los labios con los pulgares al tiempo que la besaba. Al contrario, le gustaba perderse en aquella sensación, notar su cuerpo ligeramente pegado al de él.

    Podría haberse quedado eternamente ahí compartiendo ese beso, pero Abdul parecía querer más, porque la apoyó contra la pared, dejando caer esta vez prácticamente todo su peso encima de ella, con lo que Zakariyya descubrió cosas para las que en ese momento no estaba preparada. Trató de empujarlo para quitárselo de encima, pero Abdul la retenía con fuerza, y eso la puso más nerviosa todavía. Abrió los ojos sobresaltada y empezó a buscar a tientas por la pared. Toda la sensualidad del primer momento se había desvanecido. Estaban sobre la puerta de su cuarto, no le fue difícil encontrar el picaporte. Quería librarse de Abdul a toda costa, así que le dio un fuerte pisotón que le hizo proferir un grito.

    —¡¿Pero qué…?! —Exclamó Abdul soltándola para encontrarse con una puerta que se cerraba en sus narices—. ¡Maldita sea! —bramó dando un puñetazo y tratando de empujar la puerta cerrada.

    Zakariyya se apoyó contra la puerta conteniendo la respiración, atemorizada ante el ataque de furia de Abdul, deseando que él se marchara. Estuvo reteniendo el aire en sus pulmones hasta que los pasos furiosos y maldiciones de Abdul dejaron de oírse y entonces, solo entonces, muy lentamente, fue resbalando hasta el suelo.

    ¿Qué le estaba pasando? La verdad es que le había gustado que Abdul la besara, al igual que todo lo que había sentido… Hasta que él la acorraló contra la pared. La dureza que había notado contra su vientre la había desconcertado, haciéndola reaccionar de manera irracional cuando él, en realidad, no había hecho nada malo. O quizá sí. Quizá había ido demasiado; y desde luego tenía que haber parado cuando lo empujó. No tenía por qué sentirse mal ahora por haberse defendido, ¿no? Prefirió no pensar más en ello. Sí, eso haría, olvidaría ese encuentro, como si nunca hubiera pasado. Sería lo mejor…

    * * *

    Abdul cruzó el salón hecho una furia. Su prima Zakariyya tenía algo que lo volvía loco: una mezcla de picardía e inocencia. Una mezcla explosiva para cualquiera, sin duda, pero ahora por culpa suya él estaba terriblemente «frustrado». Tenía que admitir que desde que había llegado a Siria estaba obsesionado con ella y eso le resultaba completamente nuevo y extraño. Él nunca perdía la cabeza por una mujer; de hecho, solía mostrarse frío con ellas, nunca se daba del todo. Y ahora, por primera vez en su vida, un simple beso lo había excitado de tal forma que le había hecho perder el control. Y para colmo con Zakariyya, que tenía esa capacidad de irritarle hasta lo indecible… No podía creerlo. Lo único que quería era besarla, tumbarla en una cama y que ¡Dios fuera testigo de las consecuencias!

    Llegó hasta la cocina, donde ya estaban todos riendo con Raí, que estaba entusiasmando con la fiesta que le habían preparado, y se dejó caer en la silla. Tenía que tomar una decisión respecto a Zakariyya; tenía que sacársela de la cabeza como fuera.

    * * *

    Raí Yabrán había nacido en Kabul, pero hacia el final de su edad escolar los negocios de su padre lo llevaron primero a Turquía, luego a Siria. Al completar el bachillerato, volvió a Afganistán a cursar sus estudios universitarios de Ingeniería Civil. Luego se incorporó a una de las empresas familiares de su padre, dedicada a la compra y venta de edificios en construcción.

    Desde el principio estuvo conforme con la decisión de su padre de atender los negocios en Siria. De temperamento apacible, tendente al sentimentalismo y gran observador, aceptó de buen grado la decisión paterna de asignar a su hermano mayor la administración de los negocios en Kabul, bastante mayores en volumen pero menos interesantes para un ingeniero. Era una de esas familias donde todos los miembros confiaban ciegamente unos en otros sin defraudarse nunca.

    Raí saludó a sus invitados y se sentó ansioso a la mesa esperando que el reloj marcara las doce de la noche para cumplir sus treinta y siete años.

    Dos manos le taparon los ojos.

    —¿Quién soy? —oyó a una dulce voz decirle al oído.

    Tanteó aquellas manos y encontró el anillo de oro que le había regalado a su hija cuando cumplió los dieciséis.

    —Solo conozco a una persona que lleve un anillo así.

    Por fin Zakariyya le destapó los ojos y le plantó un beso en la mejilla.

    —¡Tío, hola!

    —Hola, pequeña. ¿Cómo estás?

    —¿Yo? Espléndida, como siempre. Bastante más joven que tú.

    —Te llevo dos meses a París, ¿y así es como me lo pagas?

    Rio ante su comentario.

    Raí adoraba mimarla, y gracias a Dios tenía dinero para hacerlo. Todo lo que ganaba quería gastárselo en lo único que tenía: su querida Zakariyya.

    El tiempo fue transcurriendo y la fiesta se fue animando. Los invitados reían y charlaban; se les veía a gusto. Faltaba poco para las doce. De pronto se escuchó un ruido, casi inaudible entre la música y el jaleo de las personas, que provenía del reloj. Solo podía significar una cosa: había cumplido treinta y siete años.

    Nadie se percató excepto Zakariyya. Apartó su vista del reloj para clavarla en su tío y, sonriendo, corrió a su encuentro y le abrazó.

    —¡Feliz cumpleaños, tío!

    —¡Gracias, mi vida!

    Todos se acercaron a felicitarle por turno.

    —Ya te acercas a los cuarenta —dijo Yusuf, el hermano de Raí.

    —Y tú a los cincuenta.

    Yusuf le fulminó con la mirada y Raí le sonrió burlón.

    —¡Apenas tengo cuarenta y dos! —se quejó, dolido—. Da igual, tengo un gran regalo para ti.

    —Me pregunto qué será… —Raí puso los ojos en blanco, ya que era obvio cuál era ese «gran regalo»: acoger a su sobrino Abdul en su casa durante una temporada e iniciarle en los negocios de la familia.

    * * *

    Abdul nunca se había llevado demasiado bien con nadie, y nunca abandonaba aquella actitud suya cargada de desprecio ante los demás y esa indiferencia que parecía aislarlo de todo. No se avergonzaba de su comportamiento, y mucho menos se disculpaba, porque con su dinero podía permitirse el lujo de ir imponiendo sus propias normas sobre la marcha.

    A pesar de eso, seguía atrayendo las miradas de las mujeres irremediablemente. Siempre tenía un montón de mujeres revoloteando a su alrededor, y no solo atraídas por su sustanciosa fortuna, sino también por su admirable físico: su piel bronceada y curtida, sus piernas perfectas, sus espaldas anchas, sus manos delgadas y morenas.

    Los empleados de Yabrán Enterprise empezaban a llegar al hotel y se mezclaban con los que ya estaban allí, formando pequeños grupos y conversando a media voz. Mientras fumaba un cigarrillo y trataba de socializarse con los directivos de la empresa, Abdul miraba de vez en cuando hacia la multitud, esperando que su prima se acercar a él en cualquier momento. Aunque quizá no lo hiciera, después de todo. Cuando llegó al hotel, Zakariyya le había ignorado; en vez de eso, se acercó a su tío Raí para recibirlo y lo abrazó afectuosamente, durante un segundo más de lo necesario. Probablemente seguiría enojada con él. Incluso puede que quisiera patearle. Y con razón. Se había comportado como un estúpido arrogante con ella. «Mejor que ella no se interesase por mí —pensó Abdul—, aunque… eso no impide que trate de seducirla de nuevo. A fin de cuentas, me lo debe, por el desplante que me ha dado».

    Estaba pensando la forma de acercarse a ella, cuando su padre Yusuf vino hacia él luciendo una espléndida sonrisa.

    —Una velada encantadora, ¿no crees?

    —Hola, papá. ¿Cómo estás?

    —Bien, hijo, estupendamente. Esperando que por fin me digas que encontraste una buena mujer para casarte.

    El que su padre hubiera hecho el esfuerzo de asistir al cumpleaños de Raí y que se le viera tan risueño era una muy buena señal, pues normalmente vivía absorbido y preocupado por el trabajo.

    —Pues te cuento que tendrás que esperar, porque aún no he encontrado la mujer perfecta para mí.

    Su padre sacudió la cabeza con resignación y tristeza.

    —A veces me pregunto si de verdad eres hijo mío. Este lugar está lleno de mujeres hermosas, y ¿a qué te dedicas tú? A hablar con hombres aburridos bien trajeados. ¿Qué hice mal contigo?

    Al ver la sorpresa reflejada en los ojos Abdul, Yusuf se disculpó educadamente. Abdul se llevó a su padre a un aparte.

    —Papá, esta es una buena ocasión para interrelacionarme con los directivos y los clientes. Querías que me pusiera al día con los negocios de la familia, y es lo que estoy haciendo, ¿no?

    —Negocios, negocios, negocios —visiblemente exasperado, su padre alzó las manos al cielo—. ¿Los negocios te dan calor por la noche? ¿Te hacen la cena? ¿Crían a tus hijos? ¿Por qué preocuparse tanto de los negocios? ¡Eres millonario, Abdul! ¡Lo que necesitas es una buena mujer!

    Varias cabezas se giraron hacia ellos, pero Abdul se limitó a reírse.

    —Papá, estás incomodando a la gente, compórtate. Además, no necesito que me busques una mujer.

    —¿Por qué? ¿Ya has encontrado una por ti mismo? No, claro que no. Al menos, no la adecuada. Pierdes el tiempo con mujeres que no serían buenas esposas.

    —Por eso precisamente las elijo —murmuró Abdul, pero su padre frunció el ceño con desaprobación.

    —¡Ya sé a quién escoges! Lo sabe todo el mundo, Abdul, porque sale en todas las revistas. Un día es Savannah, otro día Hadiya… Ninguna te dura más de unas semanas, y siempre están muy, muy delgadas —emitió un sonido de desesperación—. ¿Cómo vas a ser feliz con una mujer que no disfruta comiendo? ¿Cocinaría para ti una mujer así? No. ¿Disfrutaría de la vida? ¡Por supuesto que no! Las mujeres que escoges tienen piernas largas y un cabello precioso, y son como atletas en la cama, pero ¿se ocuparán de tus hijos? ¡No!

    Abdul se preguntó si, después de todo, no habría sido un error que su padre hubiese venido al cumpleaños de Raí.

    —No necesito una mujer que cocine: tengo personal para eso. Y no tengo hijos de los que deba ocuparse una mujer.

    Su padre resopló exasperado.

    —¡Ya sé que no tienes hijos! ¡Es a eso a lo que me refiero! Tienes veintiún años, ¿y cuántas veces te has casado? Ninguna. Yo tengo cuarenta y dos, y me he casado tres veces. Ya es hora de que empieces a alcanzarme, Abdul. ¡Hazme abuelo!

    —No te preocupes, papá, te daré nietos… cuando llegue el momento. Antes no.

    Viendo que no podía hacer carrera de él, Yusuf dio un último bufido y se fue a buscar a Raí. Lo encontró junto a la mesa de canapés, hablando con Zakariyya.

    —Ese chico… Tiene pájaros en la cabeza, no sé dónde va a acabar —soltó cuando se reunió con ellos.

    —¿Te refieres a Abdul?

    —¡Naturalmente! Míralo. Se comporta como si fuera el dueño y señor de todo lo que contempla —murmuró Yusuf observando a su hijo desde la distancia.

    —Yo creo que se ha ganado ese derecho —respondió su hermano Raí riendo por lo bajo—, teniendo en cuenta que se ha metido en el bolsillo los corazones de la mitad de las mujeres de la ciudad, incluyendo el de tu sobrina…

    —¡Calla! —exclamó Zakariyya mordiéndose los labios, muy inquieta—. Lo odio —dijo ella, recogiendo un mechón rebelde en el moño.

    —¿Lo odias? —preguntó Yusuf divertido.

    —Sí, lo odio. Además, en estos momentos tengo otras prioridades. Ya convencí al tío Raí de que me deje trabajar en la constructora.

    —¡Fantástico, Zakariyya, eso es una gran noticia! Brindemos entonces por tu entrada triunfal a las empresas Yabrán Enterprise —dijo Yusuf.

    Zakariyya chocó su copa de champán con cierto sabor agridulce. Aquella era una gran oportunidad profesional para ella, sin duda, pero sabía que la condenaría a realizar continuos viajes fuera de Siria… y a estar lejos de Raí durante largas temporadas.

    CAPÍTULO 3

    Septiembre. El verano les abandonaba un poquito cada día que pasaba, trayendo consigo las brisas frías y las hojas secas, y los abrigos y bufandas empezaban a ser sacadas del clóset.

    Seis de la mañana. Las estrellas lucían aún y el día solamente había tendido un lienzo de luz en la parte baja del cielo. A esa hora, el aire de las calles de Siria, impregnadas del aroma del tabaco y el té por la tarde y toda la noche, se salvaba de esos olores, extravagantes y desagradables para muchos, deseables para otros.

    —Buenos días, mamá… —balbuceó Misada medio en sueños al tiempo que se desperezaba.

    —Buenos días, mi cielo. ¿Has dormido bien?

    —¡Uy, muy bien! He soñado que… Mamá, ¿te pasa algo? Tienes mal aspecto.

    —Tranquila, cariño. No es nada. Hoy no me siento bien, eso es todo.

    Misada se despertó casi a oscuras y se levantó como cualquier día, leyó el periódico —las mismas noticias de siempre— mientras desayunaba y se preparó para ir a la escuela. Se despojó de la bata de dormir y tomó un par de prendas del armario —una blusa de mangas cortas con cuello en «V» de un fuerte color anaranjado que le realzaba más sus pechos, además de resaltar su piel lívida, y la falda de seda blanca corte sirena que le llegaba un poco más arriba de las rodillas—, y se calzó unos zapatos de plataforma color beis. Después se sentó frente a la Misada del lujoso tocador ovalado, cepilló su larga cabellera negra con tranquilidad y esmero y se hizo un pequeño moño alto que sujetó con un broche de diamantes, dejando caer en cascada algunos mechones por su espalda. Luego se maquilló con una base suave, coloreó sus mejillas con un poco de rubor, pintó sus ojos con una ligera sombra dorada y delineó sus labios con brillo. Colocó en su cuello aquella cadena, y por último roció sus muñecas y el nacimiento de sus senos con su dulce perfume de jazmín.

    Justo en ese momento tocaron a la puerta de su habitación. Misada fue a abrir.

    —Luces encantadora —la halagó Yameela con una sonrisa.

    —Gracias, madre —respondió Misada apenada.

    —¿Tienes un minuto? Quisiera compartir algo contigo. Siéntate.

    Misada cerró de nuevo la puerta de su cuarto y madre e hija se sentaron en la cama. Yameela la miró a los ojos y prosiguió:

    —Recuerdo cuando mi hermana Ruqaya se casó con un musulmán y se convirtió al Islam. Mis padres nos habían educado en la fe católica, pero no pusieron resistencia: solo querían ver a su hija feliz. Y se la veía tan dichosa el día de su boda en la mezquita… Yo era muy joven en aquel entonces, me impresionó lo que me contó de su nueva fe, y quise convertirme también al Islam. Pero el mayor obstáculo para mí no eran las prohibiciones acerca de la comida, la bebida o la conducta. Cierto que me resultó muy difícil aprender un idioma tan enrevesado como el árabe, habiendo nacido en Estados Unidos… —sonrió con melancolía, y luego añadió—: Pero lo que no pude superar fue el hecho de tener que vestir como ella.

    —¿A qué te refieres? —le preguntó Misada.

    —Bueno, ya sabes que tu tía viste el hijab completo, y lleva la cara y las manos tapadas. Ruqaya me aseguró que el jimar y el hijab eran todo lo que se requería de mí; pero el hecho de salir y que mis amistades me vieran así vestida me hizo esperar antes de declarar mi fe abiertamente, aunque ya la hubiese abrazado en mi corazón. El pensar que tenía que cubrir con un saco toda la ropa de la que tanto presumía le dolía a mi ego.

    —Mamá, vivimos en una sociedad en la que las mujeres exponen su cuerpo y su intimidad públicamente sin ninguna vergüenza, y donde la desnudez de algún modo simboliza la expresión de la liberación femenina.

    —Cierto, hoy en día, se estigmatiza injustamente a la mujer musulmana que decide cubrirse, considerándolas oprimidas o fundamentalistas. Pero eso es para los occidentales. En el Islam, el hecho de que la mujer vaya descubierta alimenta los deseos más depravados de los hombres. En realidad, cuesta poco entender por qué muchas mujeres musulmanas deciden llevar el hijab.

    »Verás, hija. Yo creo que Allah está complacido conmigo por llevar el velo; si no, no lo llevaría. Creo que a un nivel más profundo hay algo hermoso y dignificante. Sorprendentemente, el hijab ha traído dimensiones de belleza y de alegría a mi vida —aseguró Yameela a su hija con una sonrisa.

    Madre e hija se quedaron así, hablando con su silencio, durante un buen rato. Misada la miró, con una lágrima luchando por correr mejilla abajo, sintiendo cómo la verdadera felicidad se le escapaba como arena entre los dedos. Su mayor anhelo era vestir y comportarse como una occidental, pero las palabras de su madre la ayudaron a recapacitar. Yameela aprovechó el momento y le tendió su hijab, para que se lo pusiera antes de salir para la escuela. Para Misada, aquel trozo de tela con el que debía cubrir su cabeza no era más que un símbolo de discriminación y de rechazo hacia la mujer. Ella misma había sido marginada varias veces por llevarlo puesto.

    —¿Por qué hemos de ponérnoslo, madre? Sabiendo que es un símbolo de sumisión al hombre, ¿cómo es que a la mujer musulmana no se le ha pasado por la mente quitárselo? Es como si el velo le cubriera el intelecto.

    —Porque es lo que dice la tradición islámica, cariño. No debes verlo como un símbolo de sumisión. Al contrario, el velo nos dignifica, preserva nuestro físico y evita que los hombres nos miren como objetos sexuales. No quiero obligarte a llevar el jimar, porque sé lo que cuesta mirarse al espejo y no verse bonita. Puedes seguir poniéndote tus preciosos atuendos, pero al menos no renuncies al velo.

    Yameela salió de la habitación y se fue a recoger la mesa del desayuno. Misada se quedó mirando el trozo de tela entre sus manos. En el fondo, sabía que su madre tenía razón; la cuestión no era ponerse un velo o no, sino luchar para que las mujeres no fueran discriminadas ni infravaloradas por llevarlo.

    * * *

    Misada terminó de arreglarse y salió de su casa poco después. Lo primero que sintió fue el contraste con el frío exterior y la humedad que reinaba en el ambiente después de una noche de pequeñas lloviznas y una mañana de poco sol. Sonrió para sí, se abrigó aún mejor con su bufanda color miel, y se fue caminando hacia la escuela. Se detuvo en la siguiente esquina al encontrarse un semáforo en rojo, y cuando miró a un lado, el escaparate de una tienda de comestibles le devolvió su reflejo.

    Misada tenía un físico envidiable. Su estrecha cintura, que se había ganado a base de cuidarse en exceso, le seguía el paso a unas largas y torneadas piernas. Tenía un busto generoso para sus dieciocho años que, sin embargo, no desentonaba con su delgada figura, una cara suave y tersa, en la que destacaban unos labios carnosos e insinuantes, y unos ojos rasgados de color caramelo.

    Misada empezaba a florecer en una encrucijada de fuerzas contrarias. Tenía muy poco de la madre. Del padre, en cambio, tenía el cuerpo escuálido, la timidez irredimible, la mirada taciturna y el negro puro de una cabellera azabache.

    Por el mismo vidrio de la tienda notó las miradas lujuriosas y hambrientas de varios hombres. Por fin el semáforo cambió a verde, y Misada siguió su camino. Al pasar junto a las tiendas de moda y de comida rápida, se detuvo un momento e inspiró profundamente: le chiflaba el aroma a ropa nueva y a comida rápida. Luego suspiró y echó a andar nuevamente; la bulla de los vendedores ambulantes la aislaba de su interior.

    Por fin llegó al colegio, y sus ojos se llenaron de gente que subía o bajaba la cuesta del edificio: adultos con aire docente, estudiantes con carpetas bajo el brazo y, sobre ellos, las pequeñas humaredas de sus respiraciones. Misada se metió las manos en los bolsillos y empezó a ascender la larga pendiente mientras aspiraba ese aire frío que salía de sus pulmones convertido en un vapor silencioso, translúcido y cálido.

    El Shekel el—Asam era uno de los colegios más prestigiosos de Siria, un paradigma en el desarrollo del Islam y en las enseñanzas y principios del profeta Mahoma. Pero, al mismo tiempo, al buscar la formación integral del alumno a la luz de la fe desde la libertad, la sana convivencia, el respeto a los demás y el amor por el conocimiento, se había constituido como un verdadero ejemplo de diálogo intercultural y tolerancia, cuyas puertas siempre habían estado abiertas a alumnos de otros credos religiosos, sin que esto diera lugar a conflictos doctrinales o de fe.

    Gracias a que el mundo estaba evolucionando a pasos agigantados, las alumnas ya no tenían por qué vestirse con la tradicional indumentaria islámica para acudir a clase, aunque el velo seguía distinguiendo las que eran musulmanas de las que no lo eran.

    Misada caminaba como una sombra insinuada, siempre adelante, sus tacones taladrando la grada del pasillo, hasta que se detuvo frente a su aula y dejaron de resonar sus pasos.

    El salón era grande y espacioso, tal vez el más amplio de todo el colegio. Cuando entró y vio a sus nuevas compañeras, Misada fue a reunirse con ellas. Estas la saludaron y le preguntaron cómo se llamaba.

    —Bueno, yo soy Misada Abdalá. Mi madre me enseñó la primaria en casa, pero ahora he venido al Shekel el—Asam para estudiar el bachillerato —dijo, sonriendo levemente cuando terminó su presentación.

    Las demás fueron diciendo su nombre y en qué curso estaban, mientras que iban entrando más chicas y hacían lo propio.

    Por fin le tocaba el turno a la última, que había entrado al salón caminando con elegancia y sensualidad. Era alta, esbelta, de larga cabellera negra y ojos penetrantes, grises y fríos como Abdul s de hielo.

    —Buenas, yo soy Avda Fajaré, y estoy en el segundo curso —dijo cordial mirando a todas las presentes—. Un gusto conocerlas… —Y sonrió por un instante.

    Misada respondió a aquella sonrisa. «Será fantástico poder compartir clases con ella», se dijo.

    Avda se acercó a ella y le preguntó muy sutilmente:

    —Hola, ¿puedo sentarme contigo?

    —Sí, claro —le respondió Misada.

    —Mucho gusto, me llamo Avda.

    —Hola, el gusto es mío. Misada.

    «Por fin conozco una alumna nueva», pensó Avda.

    —Pareces una chica simpática. ¿Qué harás en el descanso de clase?

    —Pues… aún no lo sé. ¿Por qué? ¿Tienes planeado algo? —preguntó Misada.

    —No, pero a veces nos reunimos en el patio varios compañeros, ¿te apetecería acompañarnos?

    —Está bien, ahí estaré.

    Unos tacones comenzaron a sonar por el pasillo continuo al salón, y todos los alumnos se prepararon para recibir a la señora Clint. Los pasos se detuvieron junto a la puerta, y esta se abrió. La señora Clint era una mujer gastada por la edad. Tenía el cabello cano, y su maquillaje delataba lo mucho que su rostro deseaba verse joven de nuevo. Vestía una blusa blanca y una falda azul marino, la ropa típica de una profesora inflexible.

    —Buenos días —saludó forzando una sonrisa.

    —Buenos días —contestaron todos al unísono.

    La profesora Clint cerró la puerta de la clase, avanzó entre los pupitres hasta su tarima, se sentó y comenzó a leer la lista de asistencia. Luego comenzó la lección.

    Después de un rato, a Misada le entraron en ese momento ganas de ir al baño, por lo que pidió permiso a la profesora y salió de la clase.

    Recorrió el pasillo vacío y, cuando ya iba a abrir la puerta de los servicios, de repente sintió que alguien la observaba desde lejos. Se volteó, pero no vio a nadie, así que se encogió de hombros y entró en el baño.

    En lo que ella estaba dentro, él se acercó al baño con un andar altivo, desafiante, seguro, como si fuera a comerse el mundo. Entornó un poquito la puerta y comenzó a observarla disimuladamente mientras ella se lavaba las manos y se miraba en el espejo; había dejado el velo sobre el lavabo, y luchaba por volver a colocar un par de mechones rebeldes que se le habían soltado del moño. Fue detallando cada parte de su cuerpo, imaginándose cómo sería sin ese montón de trapitos que la cubrían. Convencido, se coló en el baño, se acercó sigilosamente a ella, carraspeó y tomó su mano. Una corriente eléctrica les recorrió el cuerpo e hizo que ambos pegaran un leve saltito.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó mirándola fijamente a los ojos.

    Misada pensó que aquellos ojos, unos preciosos ojos color café, eran los más hermosos que jamás había visto.

    —Misada… —dijo ella, segura.

    Él no soltó su mano.

    —Vamos, ese es tu nombre artístico… Quiero el real.

    Su personalidad autoritaria salió a flote. Esa determinación y su mirada despierta le decían que debía de ser un poco mayor que ella, pero eso no le quitaba elegancia… ni atractivo.

    —Disculpa, pero es mi nombre de verdad. Ahora, si me permites… —Misada intentó irse por segunda vez, pero este no la dejó.

    —Tienes un nombre muy hermoso… —dijo él. No podía apartar la mirada de su escote y le musitó—: Respóndeme algo…

    Ella se limitó a mirarle, embelesada.

    —¿Por qué tengo la necesidad de besarte y lanzarme sobre ti? Es como si tu cuerpo me llamara, me reclamara… —prosiguió aquel joven.

    Misada se puso muy nerviosa: nunca nadie le había hablado en esos términos. Empalideció y un nudo se le hizo en la garganta.

    —Espera… —Su cara de extrañeza se fue transformando poco a poco en una de asombro—. ¿Nadie jamás te ha visto sin el hijab puesto?

    Ella se limitó a bajar la mirada, apenada.

    —¿Quieres decir que yo soy el único hombre que ha conocido la maravilla de tu belleza?

    Sonrió para sí mismo: ya consideraba a aquella mujer completamente suya.

    —Por favor, deja que me vaya —le rogó Misada. Lo único que deseaba en ese momento era salir corriendo para el salón.

    —Está bien —dijo comprensivo, y tomando su cara entre sus manos, añadió—: Solo te pido que me deleites por última vez con tu rostro. Tus rasgos son la envidia de los mismísimos dioses griegos.

    Misada no protestó al sentir cómo él quitaba delicadamente el broche de diamantes que sostenía su

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1