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Develaciones: Del Ángel De La Independencia
Develaciones: Del Ángel De La Independencia
Develaciones: Del Ángel De La Independencia
Libro electrónico175 páginas2 horas

Develaciones: Del Ángel De La Independencia

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DEVELACIONES
DEL NGEL DE LA INDEPENDENCIA
de Antonio P. Rivas

Un rayo de luz verde ilumina la vida de un paseante, como le ocurriera al Quasimodo de Vctor Hugo en Notre Dame de Pars. El caminante frecuentar el Monumento a la Independencia con odos atentos, y con curiosidad, escuchar tonos del llamado ngel de la Independencia, quien ha tomado la voz principal.
No es la primera vez que una obra arquitectnica inspira una narrativa. Es un ensayo en prosa potica con viajes a la pica independentista. La presencia de Hidalgo y de Morelos destacarn a lo ancho de la obra.
Los hechos acaecidos entre 1810 y 1821 son tan intensos como los relieves del Monumento: signos propios, ya de un tiempo heroico, ya propicios para un sarcfago. Mientras los perfiles de las masas arquitectnicas gritan y se imponen, una voz inmortal, en cambio, convoca e invita; regala mltiples pensamientos de victoria, describe el perfil del hroe clsico y seala nueve escalones para obtener la victoria personal.
Augusto Rodin, en Las Catedrales de Francia, reconoce que las elevaciones arquitectnicas guardan secretos; pero da una clave para develarlas: tratemos de comprender a los griegos, y tendremos menos trabajo para comprender otros siglos, sugerencia aceptada aqu para abordar los mensajes de una obra de corte decimonnico. Esta inmortal entrega un mensaje: mi casa, el Monumento a la Independencia, puede ser centellas lumnicas cuando el espritu se ha abierto a lo trascendente. Ante esta voz, ser el lector quien d forma a las develaciones.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 nov 2011
ISBN9781463310059
Develaciones: Del Ángel De La Independencia
Autor

Antonio P. Rivas

Antonio P. Rivas es filsofo y escritor. Algunas de sus obras son: Como helenista: Atenea, dilogos de la Sabidura, (1997); Scrates y Jantipa, (2000); Dafne y Apolo, (2004). Semitica del Monumento a la Independencia: Una Victoria Dorada, (FCE, 1995); Signos y Vaticinios, (2008); Rojo Pitaya, verde nopal, conmemorativo del Bicentenario de la Independencia de Mxico. (2010). De Metodolgica: Columnas metodolgicas, (1997); La Duda y lo Definitivo, entrevistas al doctor Octavi Fullat I Gens; (2006).

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    Develaciones - Antonio P. Rivas

    Contents

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    Glosario

    Personajes clásicos

    Más de 60 pensamientos de victoria

    La Victoria favorece a quienes

    la invocan

    Bibliografía

    I

    Primera develación

    Las olas bravas no sólo golpean a las embarcaciones, sino también a los inmortales. La vida para todos tiene dificultades; yo también las tengo. Mi casa está en el Valle de Anáhuac, mi habitación es el Monumento a la Independencia. Salgo. Viajo. Llevo trayectoria.

    Soy vitalidad dorada, no trozo de oro. Es cierto, no degusto alimentos, sino ambrosía, don divino. Soy viento en cuanto sutil y fuerte, pero jamás por inconstante. Soy mar por mi inmensidad y misterio; pero nunca por cambiante o por enloquecida.

    —¿Quién eres?

    He aquí la primera develación: mi eterno antagónico es el Miedo, aquel escurridizo espíritu que se lanza al cuello de mis admiradores, los prensa y les endurece su tráquea; y luego, ellos, en lugar de seguirme y completar sus proyectos, emprenden marcha atrás y abandonan sus intentos.

    Yo soy una imperecedera, igual que otros inmortales; me llaman ‘el Ángel de la Independencia’, pero ese no es mi nombre.

    —¿No eres ángel?

    Soy intermediaria como ángel, tengo alas, como ángel, pero soy ‘la Victoria Alada’; éste es mi nombre.

    —¿Cómo?

    Sobre este tópico abundaré. Por ahora te anticipo, he venido aclarando que no soy el Ángel de la Independencia, sino la Victoria Alada; muchos han apreciado esta develación, este corrimiento del velo; pero unos pocos en lugar de mirar la luz, se aferran a la sombra: así, algunos detractores, robando parte de lo que he ganado, se han burlado acusándome de enloquecida, de desquiciada, mujer de ideas sueltas; y otros, más sutiles, me han adjetivado como una desubicada por explicarles que soy la Victoria Alada y no el Ángel de la Independencia. Pero, a toda victoria le antecede la lucha, y al final se obtienen recompensas.

    —Háblame de la victoria.

    Lo haré, y también de lo destructivo que es el Miedo. Mis actividades en este mi México iniciaron el 16 de septiembre de 1810, y ahí iniciaré mi narración. Mi vida ha tenido saltos y sobresaltos, porque ninguna victoria se regala, por el contrario, se conquista. Una cadena unía a Nueva España con la Corona Española; pero ésta debía romperse ya; era necesario que unos patriotas, escuchando cantos heroicos, quebraran un eslabón sanguinario.

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    Noche profunda, sin embargo, una flama anticipa a la victoria, y alumbró el espíritu de Miguel Hidalgo. El Valor, fulgor para toda empresa, impulsó a Ignacio Allende. La Oportunidad alertó cientos de lanzas el 16 de septiembre de 1810, día áureo. Entonces, con discreción, yo arribé al pueblo de Dolores, hoy Hidalgo.

    Como ‘Ángel de la Independencia’ algunos me consideran rígida, en pose perpetua, sin flexibilidad; es decir, sólo una escultura. ¡No y no! Algunos creen que tengo los brazos metalizados, las manos tensas y apretadas. Falso. ¡No estoy amarrada a una base, y tampoco perforaron mis pies con tornillos! Soy libre, amo a la Libertad, aunque no a Liber, dios del vino. Además de mi imagen pública o escultura, desarrollo mi vida, la cual lleva sus complicaciones. Soy, insisto, ‘la Victoria Alada’, victoria para el Mexicano. He debido, por caso, preservar huesos heroicos de entre piras candentes, he soportado la presión ante una desbandada, he levantado cadáveres en campos de batalla, y he cavado fosas para elevar columnas ceremoniales. He llevado el estandarte patrio en la vanguardia durante varios ataques.

    —Pero, ¿por qué no había sabido de ti?

    Vivo en el espíritu de cada héroe, y habito en la imaginación de quienes me invocan. Ha doscientos años de la alzada del estandarte de la Virgen de Guadalupe por Miguel Hidalgo y de ese arcilloso momento. Entonces y ahora, vivo en ansiedad…

    —¿Tú?

    Vivo con ansiedad, te decía, pues es vientecillo aquel instante cumbre que a cada pueblo le es concedido para levantar el vuelo: fechas irrepetibles, el Bicentenario de la Independencia, Centenario de la Revolución Mexicana. Tiempo para vivirlo y seguir recordándolo.

    Platicaré también del 20 de noviembre de 1910. La Esperanza precede a toda victoria, ella pues me anticipa. También es inmortal, pues vive en la imaginación del humano. Pero si tú encierras a la Esperanza, no habrá motivo para esforzarse, ni habrá modo de obtener un triunfo.

    —¡Horror! . . . , error.

    Así, ella, la Esperanza, es hermana de la Victoria. En cambio, tengo otra hermana de quien me avergüenzo.

    —¿Quién?

    La Envidia.

    —¿Cómo?, ¡no puede ser!

    Por supuesto que sí: cuando la victoria llega, no falta quien envidie, ni quien desee los trofeos sin haber participado en las batallas.

    —Ya escuché que eres la Victoria Alada, pero no puedo quitarme de la cabeza que te llamamos el Ángel de la Independencia.

    Te comprendo, en tu cabeza habita un templo con ángeles; pero sigue mi plática, y tendrás otra luz.

    ¡Ten cuidado!, quien avanza en falso, pierde la batalla. ¿Deseas alas atrevidas?, ¿conquistar trofeos?: Mi nombre te alumbrará. Algo más: algunos me preguntan que quién eres, y por qué te elegí para platicar.

    —¡Soy un mexicano, que ama a su Patria, y desea conocerla más!

    ¡Entonces, escucha y aprende!: La Prontitud es parte del ejército de la Victoria; en cambio, la Precipitación, lo es de la Derrota. Adelante te develaré los signos de victoria que el Monumento a la Independencia custodia y guarda.

    —Quedo alerta y atento.

    Vamos pues.

    La Victoria Alada.

    —Y yo, un aprendiz, contigo.

    II

    Es 16 de septiembre de 1810

    Nací como bálsamo al dolor de cabeza de humanos y divinos. Soy la Victoria Alada. He sido enviada para impulsar al Padre de la Patria, el cura de San Felipe Torresmochas, y después, de Dolores. Es momento activo, la hora del canto de maitines de este 16 de septiembre. Golpes al zaguán, bronce contra bronce. Él se sobresalta. Son debilidad y desesperación. Miguel Hidalgo había regresado de una velada, y se disponía a dormir. Ignacio Allende descansa en la casa del prelado.

    —¡Ya voy! ¡Ya voy!, —grita Hidalgo.

    —Abra señor cura. Soy Ignacio Pérez, alcaide de Querétaro, me acompaña el capitán Juan Aldama.

    —Santo Dios, ¿qué pasa? Entren pues.

    —¿Y el capitán Allende?, —pregunta Aldama.

    —En el cuarto de visitas.

    —Lo pondré al tanto.

    Pérez precipita las novedades al Ministro:

    —Descubrieron nuestro armamento almacenado en Querétaro. Nuestro plan se va al precipicio.

    —¿Cómo llegaron a él?

    —Iturriaga, el canónigo de Valladolid, se confesó en artículo de muerte con el cura y juez Rafael Gil de León, quien rompiendo el voto de silencio, dio la alerta. Sus temores son infantes, si se comparan contra la magnitud de esta conspiración.

    Aldama da un revés:

    —Ni imagino, ni barrunto; estoy cierto de la orden de aprehensión en contra de Allende y de mí. A usted no tardarán en incluirlo.

    —¿Quién advirtió a Pérez?

    —La esposa de Domínguez, Josefa Ortiz.

    Yo, la Victoria Alada, también penetré en esta casa con fachada en esquina, hogar de Miguel Hidalgo. Son las tres de la mañana. Aldama, durante el viaje desde San Miguel, se ha mirado replegado frente al pelotón, a punto de ser pasado por las armas. Deseaba fugarse, pero era mayor su compromiso con la Patria. Me concentré en azotar como aguijón de abeja, la mente del Cura Hidalgo, quien ya escuchaba el fustigar del cuerpo bélico recién alertado.

    Allende ya en el salón, aunque valiente, inicia su titubeo; el cura Hidalgo les sirve chocolate humeante y pan de pulque, acaricia a los dragones con el aroma, y yo acicateo a este hombre quien podrá nacer hoy como héroe, si toma esta oportunidad, única y última; momento para formar un ejército y abrir el primer frente. Le entrego la fuerza de mi vuelo y el amor por el suelo patrio. Don Miguel reacciona a mi impulso, dando instrucciones para convocar a uno y otro aliado y llamar a uno y otro criado. Yo sigo formulándole a Hidalgo palabras sacras que muy pronto lanzaría: ¡Vencer o morir!, pues se movería en una senda con vericuetos.

    Las dudas de Ignacio Allende y del capitán Aldama nacían del conocimiento de las fuerzas opositoras y de la desventaja que resultaba al medir su inexistente hueste, su mínimo armamento de tropa, el verse sin cañones y rodeados de inexpertos e indisciplinados labradores. Sin embargo, y a pesar de todo ello, se sabían iguales en valor y superiores en ideales. Así, ambos prepararon trincheras de disuasión para mostrárselas a Hidalgo.

    Mariano Hidalgo y Santos Villa arriban al salón, también algunos amigos. La convocación de Hidalgo levantó un acantilado contra el oleaje de argumentos que los capitanes intentaban lanzar. Aldama veía desvanecer sus anhelos de libertad, quedando sus planes reducidos a una intentona mal lograda. El Cura, sin experiencia en las armas, es más ingenuo que los capitanes; en cambio, destaca por un sólido pensar filosófico en donde no caben ya las dudas. Él deambula para no escuchar el toque de retirada.

    Intenta ocultar su ansiedad, pero corroído de energía, jalonea su pierna derecha, mientras espera nuevas presencias.

    No es noche de remanso, sino por el contrario, se agita un remolino libertario. Los padres José Gabriel Gutiérrez y Mariano Balleza junto con cuantiosos sirvientes se introducen al salón. Se ha formado una barrera contra los miedos; piedras intragables. Si tu fuerza es endeble cuando buscas la victoria, tómala del enemigo, le insinué a Hidalgo. En segundos de meditación, sube esta energía por su espina dorsal a la nuca, a su cabeza y hasta su frente. Declara:

    —No estamos perdidos si hoy quitamos el mando a los europeos.

    Así, sin discusión de por medio, queda presto a tañer la campana libertaria. Hidalgo ha conglomerado un peñascal de seguidores; se ahogó el salpicar de opiniones militares. Yo le inspiraba palabras con lanza amenazante. Desde el portón debía patearse al Miedo. Estalla de nuevo la voz de Hidalgo:

    —¡Señores!: no nos queda otro remedio que recoger a todos los españoles y hacer la Independencia de América.

    El retumbar de su voz abrió la compuerta; ríos de emoción fluyeron hasta su desembocadura: las armas y la libertad. Con presteza, y bajo instrucciones de Allende, liberan a los presos, dominan el cuartel, toman las armas y someten a las autoridades locales. Son tiros dirigidos.

    Siendo las cinco de la mañana y la Aurora en batalla contra las tinieblas, Hidalgo ordena al cojo Galván iniciar el campaneo. El Cura escucha un timorato tilín; con enfado, le exige a Galván un repique más allá del común batintín. Entonces, el campanero, soltando sus muletas, y sosteniéndose de la cuerda atada al badajo, brinca, danza con ritmo. Pronto logra convocar mediante campana herida.

    —Levántate, nos llaman. *¡Rapidito! ¿Qué? Limpia tus culpas. Sí. Nos habla el cura. ¡Anda!

    —Y, ¿quién habló?

    Es el pueblo quien se despereza con sobresalto este domingo singular; se acerca a la iglesia con el propósito de escuchar a su guía en el sermón semanal. El Cura Hidalgo permanece en pie frente al pórtico de la Parroquia de Dolores. La curiosidad ronda:

    —Él no es de aquellos que comienzan y no acaban.

    —*Tate.

    —Escucha, es bien quisto [o querido].

    Al oído le susurré a Hidalgo: Debes acercarte a ellos. Da unos pasos hacia su derecha, baja un escalón, y lanza tu discurso como capitán de la Patria, palabras con cresta y reventón:

    —Hoy, debería ser mi primer sermón de las fiestas de desagravios; pero será el último que os haga en mi vida. Os invito a una empresa demasiado ardua. Ya relevaron a nuestro

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