Lo mejor de la vida
Por Teresa Southwick
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Cade McKendrick no tenía la menor intención de llenar su rancho de ambiente familiar. Pero la cocinera que había contratado a toda prisa resultó ser una guapísima madre soltera, y pronto todo estuvo impregnado de olor a galletas recién hechas, juguetes por los suelos y multitud de risas. En poco tiempo Cade descubrió que deseaba algo que jamás habría imaginado.
P.J. Kirkland era madre, no esposa. Sin embargo, la ternura que Cade mostraba con ella le había hecho desear un marido. ¿Sería posible que aquel duro ranchero quisiera formar su propia familia?
Teresa Southwick
Teresa Southwick lives with her husband in Las Vegas, the city that reinvents itself every day. An avid fan of romance novels, she is delighted to be living out her dream of writing for Harlequin.
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Lo mejor de la vida - Teresa Southwick
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Teresa Ann Southwick
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Lo mejor de la vida, n.º 1748 - noviembre 2014
Título original: The Way to a Cowboy’s Heart
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5578-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
ES UNA mujer!
–Y usted un hombre –replicó P.J. En cuanto hubieron salido esas palabras de su boca, contrajo el rostro en una mueca de arrepentimiento. Tenía que aprender a controlar su lengua, se dijo; siempre acababa metiendo la pata. Miró de reojo a su posible jefe, Cade McKendrick. No parecía que tuviera mucho sentido del humor.
–Eso no se puede negar... –respondió él enarcando una ceja. Miró el papel que tenía frente a él en la mesa de despacho–. Por su nombre, P.J. Kirkland, pensé que sería usted un hombre.
–Suele ocurrir.
–Ya veo –respondió él retomando su asiento. Al hacerlo, la silla de cuero crujió bajo su peso. Debía de medir un metro noventa y era bastante fornido. Justo la clase de físico que haría a muchas mujeres suspirar, pero desde luego no a ella. No la impresionaban los tipos atractivos, ya no... Y tampoco iban a turbarla sus intensos ojos azules, la marcada mandíbula, ni el cabello castaño aclarado por el sol. No, claro que no...
–Encantada de conocerlo, señor McKendrick –le dijo tendiéndole la mano.
–Llámeme Cade –dijo él estrechándola–. Siéntese, por favor –le dijo indicando la silla frente a la mesa–. Bueno, ¿y qué significa P.J.?
–¿Me creería si le dijera que «pijama»?
–No.
Definitivamente no era un tipo con sentido del humor, concluyó P.J. torciendo la boca. La estaba mirando expectante. ¡Iba a hacerle decir su nombre completo! Esa se la guardaría.
–Penelope Jane –dijo a regañadientes.
–Bueno, tampoco es tan horrible –dijo él. O mucho la engañaban sus ojos, o estaba reprimiendo una sonrisa burlona... P.J. resopló disgustada.
–¿Bromea? Parece el nombre de un personaje de una de esas películas malas de Doris Day.
–¿Y por qué no «Penny»?
Aquello empezaba a resultar surrealista. ¿Qué le importaría a aquel tipo...?
–Es muy cursi. Mi hermano mayor empezó a llamarme por las iniciales hace años y me quedé con P.J.
–Ya veo –respondió él–. Bien, ¿qué experiencia tiene?
P.J. frunció ligeramente el ceño. ¿Habría leído siquiera el currículum que le había mandado?
–He estado cuatro años enseñando en un instituto –respondió–, en Valencia, aquí en el estado de California. Está a unas dos horas de...
–Sé dónde está –la interrumpió él–. ¿Sabe cocinar, verdad?
¿Por qué no habría empezado por ahí?
–Bueno, si no supiera no habría respondido a su anuncio, ¿no cree? Pienso que estoy cualificada para este trabajo –le dijo P.J.–, y un curso de verano en un rancho me pareció una idea excelente; los niños lo pasarán muy bien... –añadió algo nerviosa. ¿Cómo no estarlo con aquel tipo mirándola tan fijamente?
–No son niños, son adolescentes –la corrigió él–. ¿Cuál es su especialidad? En la comida, me refiero...
–Bueno, no hago alta cocina, me temo, pero los platos que preparo son nutritivos, y la clase de cosas que les gustan a los chavales son bien sencillas: perritos calientes, hamburguesas, patatas fritas... Y no hay quien se resista a mis galletas...
¿Por qué parecía que estuviera entrevistándola? En el mensaje que le había dejado en el contestador decía que estaba contratada y que empezaría de inmediato. Iba a preguntarle eso mismo cuando se oyó un ruido de cristales rotos en el vestíbulo. ¡Emily! P.J. se levantó y fue hacia allí, seguida de Cade. Su hija Emily estaba de pie con cara de culpable junto a una mesa antigua, y un marco de fotos caído en el suelo a sus pies. El cristal se había hecho añicos.
P.J. la reprendió suavemente:
–Cariño, ¿pero qué has hecho?, ¿no te dije que no tocaras nada?
–¿Ha traído a una cría con usted? –inquirió Cade McKendrick a sus espaldas.
–No es una cría, es mi hija Emily –replicó ella al punto. Aquello estaba resultando fatal. ¿Cuándo dejaría de idealizar las cosas? Aquel trabajo le había parecido una oportunidad de oro: unas vacaciones para Emily y un dinero extra–. En mi carta de presentación le decía claramente que tenía una hija y que la traería conmigo. Cuando escuché su mensaje di por sentado que usted la habría leído, pero me da la impresión de que no le ha echado siquiera un vistazo. Y seguramente tampoco ha leído mi currículum, ¿no es así, señor McKendrick? –preguntó enfadada.
Emily alzó hacia el hombre sus grandes ojos verdes y le dijo con voz temblorosa:
–P-perdone lo de la foto, señor.
Cade se agachó y recogió el marco, observando un instante las duras facciones del entrecano hombre retratado.
–Olvídalo, no importa.
–Pero debía de ser especial para usted... De verdad que lo siento.
–Es solo una foto vieja de mi padre –respondió él. Emily se frotó la nariz.
–Tiene usted mucha suerte, yo no tengo padre...
Aquellas inocentes palabras hicieron que P.J. sintiera una punzada de culpabilidad.
–Tampoco yo lo tengo ya –respondió el hombre secamente–. Murió hace tres meses –advirtiendo que P.J. iba a darle el pésame se adelantó diciéndole–: No se moleste.
–Yo... Le pagaré la reparación del marco, señor McKendrick –le dijo.
–Ya le he dicho que no importa, y llámeme Cade, ¿quiere? –respondió él irritado poniéndose de pie.
–Oh, no, por favor, insisto en pagarle. Yo... –P.J. se detuvo al sentir que la manita de su hija la tiraba del bolsillo de los vaqueros–. ¿Qué ocurre, Emily?
–¿Hay cuartos de baño en los ranchos?
Aquello pareció arrancar una pequeña sonrisa del rostro del hombre, pero aun así murmuró algo que sonó como: «Lo que faltaba...». Estupendo, se dijo P.J. con la sensación de que al final tendría que buscarse un trabajo en un restaurante de comida rápida. Le sabía mal por Emily, tener que pasar el verano en la ciudad...
–Señor... Cade, ¿podría decirnos dónde hay un aseo?
–Justo al fondo –respondió él indicándole un pasillo a la derecha.
Cuando Emily se hubo marchado, P.J. le dijo:
–No ha respondido mi pregunta. ¿Leyó mi currículum?
–No –respondió él frotándose la nuca.
–¿El mío fue el único que recibió?
–No –contestó él negando con la cabeza–, recibí seis o siete.
–Y, si no leyó el mío, ¿cómo es que me eligió a mí?
–El suyo fue el primero que recibí.
–No irá a decirme que tampoco ha leído los demás...
–No.
–Oiga, estamos hablando de niños, eso conlleva una responsabilidad –le espetó ella estupefacta–. No me puedo creer que nadie le haya encargado este programa...
–Yo tampoco, pero así es.
–¿Y se puede saber quién diablos...?
–Mi padre –contestó él. P.J. se quedó de piedra–. No nos hablábamos desde que me marché de casa a los dieciocho años. Hace tres meses recibí una llamada del notario, diciéndome que mi padre había fallecido, y que debía presentarme aquí para la lectura del testamento. Si no llevo a cabo este programa del campamento de verano, se venderá el rancho y se donará el dinero a una sociedad de beneficencia. De hecho, mi padre ya había seleccionado para el programa a tres chicos de la zona que están con la condicional. Cuando acabe el verano, ellos volverán por donde vinieron y el rancho pasará a ser de mi propiedad, así de simple. Solo tengo que apañármelas para que esto funcione durante dos meses. Está visto que el viejo no quería cederme el lugar sin fastidiarme antes un poco.
Cade esperaba ver la desaprobación en su rostro, y ella no lo decepcionó. Al alzar la vista, vio que P.J. estaba arrugando la nariz y apretando iracunda los carnosos labios. La verdad era que no estaba mal del todo. Llevaba puesta una blusa de algodón amarilla y unos vaqueros bastante ceñidos que realzaban sus curvas. El cabello, liso y castaño oscuro, le caía sobre los hombros enmarcando su bonito rostro. No era una mujer espectacular, pero era bastante femenina y, si hubieran sido otras las circunstancias, tal vez hubiera flirteado con ella. Pero tenía una niña, y le daba la sensación de que era una de esas personas a las que les gustaba sermonear a los demás, algo que lo ponía enfermo...
–¿Apañárselas? –repitió ella ofendida por su actitud despreocupada–. Con eso no basta, estamos hablando de unos adolescentes, y adolescentes problemáticos además. Esta podría ser una oportunidad única para encauzarlos por el buen camino y usted lo único que quiere es salir de ello sin importarle el cómo para quedarse con el rancho –le espetó indignada.
–Sí, más o menos –respondió él. No le importaba si le parecía bien o no, solo la necesitaría hasta finales de agosto–. Bueno, ¿aún le interesa el trabajo o quiere que llame al segundo de la lista?
–¿Quiere eso decir que me contrata? –preguntó P.J. parpadeando incrédula.
En ese momento regresaba Emily por el pasillo. Se detuvo frente a Cade.
–Señor, si me da una escoba barreré los cristales –dijo levantando la cabeza hacia él.
–Te daré la escoba para que amontones los cristales, pero ya los recogeré yo luego, podrías cortarte. Vamos, la cocina está por aquí.
Madre e hija lo siguieron, y, de pronto, mientras caminaba, Cade sintió la mano de la niña agarrarse a la suya. Era increíblemente pequeña y cálida.
–Nunca había visto a un vaquero –le confesó alzando la cara hacia él.
–Yo tampoco había visto nunca a una niña pequeña –replicó él. Emily se quedó mirándolo.
–¿Por qué dice mentiras?
–No es exactamente una mentira, es que nunca antes había estado tan cerca de una niña pequeña –aquel pensamiento lo incomodó un poco. ¿Qué más cosas se había perdido con la vida errante que llevaba?
–¿Lo has oído, mamá?
–Sí, cariño, y parece que tampoco entiende nada de muchachos...
–¿Por eso necesita que lo ayude mi madre?
Dicho de ese modo parecía que fuera a haber entre ellos una relación más estrecha que la que se suponía debía haber. Él era el jefe y ella la cocinera, punto. Miró de reojo a P.J. y dijo:
–Sí, sí ella acepta. Aún no me lo ha dicho...
–No tengo otra elección –respondió P.J.
–¿Cómo es eso? –inquirió él.
–Necesito el dinero.
Emily miró a su madre con los ojos brillantes por la emoción.
–Entonces... ¿No tenemos que irnos?
–No, hija. De hecho –apuntó dirigiendo a Cade una mirada significativa–, creo que tenemos el deber moral de quedarnos. Tenemos que enseñarle a tratar con los chicos.
Cuando entraron en la cocina, Cade observó cómo P.J. lo escrutaba todo. Al fin y al cabo, ese sería su territorio durante los próximos tres meses. Por cómo admiraron sus ojos marrones las espaciosas encimeras de azulejo y la mesa de trabajo, parecía satisfecha. La nevera era lo bastante grande como para almacenar los alimentos que necesitarían los tres huéspedes. Lo único que Cade sabía de los adolescentes, por propia experiencia, era que comían como limas nuevas. En el extremo más alejado de la cocina había una mesa a la que se podían sentar diez personas. Allí comerían.
Abrió el armario donde se guardaban los utensilios de limpieza y extrajo una escoba.
–Pesa bastante –dijo a la niña entregándosela–. ¿Seguro que puedes llevarla?
–Sí, señor –dijo alzando la vista–. ¿Puedo preguntarle algo?
–Claro, dispara.
–¿De verdad es usted un vaquero? No lleva sombrero.
–Bueno, para ser vaquero no tienes por qué llevarlo todo el rato.
–Pues en las películas los llevan. Los buenos llevan sombreros blancos, y los malos sombreros negros. ¿De qué color es el suyo?
–Emily... –intervino su madre en tono de advertencia–, ¿quieres dejar de parlotear e ir a recoger lo que has roto?
Sin embargo, cuando su madre se dio la vuelta, Cade le contestó:
–Es marrón.
–¿Y eso significa que es de los buenos o de los malos?
Él se quedó un momento dudando y respondió:
–Me temo que de los malos.
Tras leer a Emily una