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Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia
Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia
Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia
Libro electrónico286 páginas4 horas

Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia

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Proveniente de una familia acaudalada y con amplia visión geopolítica, Antonio Nariño demostró desde muy joven una indeclinable pasión por la libertad del llamado Nuevo Mundo frente a la impositiva corona española.

Su primera gran acción política fue traducir y difundir los derechos del hombre, publicado originalmente en francés. Tal osadía le costó un largo confinamiento en cárceles de España y la Nueva Granada, además de los odios y las envidias de otros criollos neogranadinos que querían independizarse de España, pero seguir con prebendas y actitudes monárquicas contrarias al sueño democrático de Nariño.

Iniciada la guerra de independencia, Nariño fue presidente del naciente Estado de Cundinamarca y comandante de las tropas centralistas que combatieron contra federalistas y realistas, pero que fueron derrotadas en Pasto, con la consecuente captura de Nariño que nuevamente fue enviado a España a purgar una larga condena por rebelión contra la corona española.

Sellada la independencia, el Libertador Simón Bolívar lo nombró vicepresidente de la Nueva Granada, pero poco tiempo después falleció, no sin antes padecer nuevas persecuciones políticas de los santanderistas.

Leer esta obra es navegar por los albores de la vida republicana colombiana y conocer de primera mano la grandeza de un hombre que dedicó su existencia al apostolado de la libertad. En ese orden de ideas la Biografía del General Antonio Nariño es un libro ampliamente recomendado para historiadores, especialistas en ciencias políticas, sociólogos y analistas de conflictos o revoluciones, pero también para lectores en general interesados en incrementar el bagaje de su cultura general y los conocimientos acerca de las raíces de las nacionalidades hispanoamericanas

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 mar 2018
ISBN9781370534487
Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia
Autor

Soledad Acosta de Samper

Soledad Acosta de Samper nació en Bogotá-Colombia el 5 de mayo de 1833 y murió en la misma ciudad el 17 de marzo de 1913). Fue una de las mujeres mas cultas del país en su época y una de las escritoras más prolíficas del siglo XIX en Hispanoamérica. En condición de novelista, cuentista, periodista, historiadora y editora, escribió 21 novelas, 48 cuentos, 4 obras de teatro, 43 estudios sociales y literarios, y 21 tratados de historia. Igualmente, fundó y dirigió cinco periódicos, además hizo numerosas traducciones. No solo incursionó en literatura sino también en campos propios de los varones de su época: 24 de sus estudios sociales están dedicados al tema de las mujeres y su papel en la sociedad. Todos sus escritos merecen un sitial especial en la historia del país.

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    Biografía del general Antonio Nariño-Precursor de la independencia de Colombia - Soledad Acosta de Samper

    Acuerdo número 19 de 1907

    (Diciembre 10)

    Sobre celebración de primer centenario de la independencia nacional.

    El Consejo administrativo del Departamento, en uso de sus facultades, y

    Considerando:

    Que el 20 de julio de 1910 cumplirá Colombia el primer siglo de su vida independiente;

    Que el pueblo de Nariño, fervoroso como el que más en el culto de nuestras glorias legendarias, no puede ser indiferente las tradiciones de acendrado patriotismo que se vinculan con su propio nombre al de uno de los esclarecidos mártires de la época citada,

    Acuerda:

    Artículo 1. Celébrese en el departamento el primer centenario de la Independencia nacional con las solemnidades propias de toda sociedad civilizada.

    Artículo 2. La gobernación organizará una junta central en esta capital y juntas provinciales, presididas por los prefectos respectivos, que se encarguen de disponer los programas relativos a la celebración de que se trata y de promover su cumplimiento.

    Artículo 3. Ábrese una exposición literaria, artística, industrial, agrícola y pecuaria en el departamento, la cual se verificará en los días 20 a 31 de julio de 1910, en esta capital.

    Artículo 4. Se adjudicarán premios de primera, segunda y tercera clase a los expositores que presenten las mejores producciones y muestras en los ramos mencionados en el artículo anterior, conforme a los reglamentos especiales que se dicten al efecto.

    Artículo 5. El día 20 de julio de 1910 se erigirá en el centro del parque de la plaza principal de esta ciudad una estatua de bronce del prócer colombiano general don Antonio Nariño, la que será costeada con los fondos que apropien el departamento y los municipios y con los auxilios que se obtengan del Tesoro nacional, de los demás departamentos y de los particulares.

    Artículo 6. La gobernación y la junta central que organice quedan autorizadas para celebrar los contratos conducentes a la ejecución de este acuerdo.

    Artículo 7. La gobernación dispondrá que a la mayor brevedad y edite en la Imprenta del Departamento la biografía del general Nariño escrita por la señora Soledad Acosta de Samper, según el contrato celebrado con ella, en edición nítida y abundante.

    Artículo 8. Destinase del Tesoro del Departamento dos mil pesos en oro para los gastos de la exposición y hasta seis mil pesos en la misma moneda para la adquisición de la estatua. Estas cantidades se incluirán en el presupuesto de gastos para el año de 1909.

    Dado en Pasto, 9 de diciembre de 1907.

    El Presidente,

    Gonzalo Miranda.

    El Secretario,

    Peregrino Cerón

    Gobernación del Departamento, Pasto, diciembre 10 de 1907

    Publíquese y ejecútese.

    (L.S.) Julián Bucheli

    Exordio

    Don Antonio Nariño era en el virreinato neogranadino el hombre más elocuente, más instruido, de mayores conocimientos prácticos, más liberal y generoso, más abnegado, más patriota y más amado entre los santafereños de cuantos existían entonces en 1790 en la capital de la colonia:

    Su popularidad en Cundinamarca era general desde el virrey en su palacio hasta el último artesano y labriego de la provincia, todos lo querían, le estimaban y escuchaban sus consejos ¡y sin embargo a la vuelta de pocos años todo había cambiado!

    Las autoridades le proscribieron y confiscaron sus bienes; sus amigos le desconocieron unos se ocultaron otros para no sufrir la misma suerte; su familia padeció pobrezas, después de haber gozado del primer puesto en la sociedad santafereña; su honor fue sospechado y la calumnia le persiguió hasta los últimos días de su azarosa existencia.

    A pesar de sus virtudes públicas y privadas la suerte, con poquísimas excepciones, siempre le fue adversa; sufrió prisiones, humillaciones, tristezas continuas durante treinta años, todo por aquel inmarcesible amor cine abrigaba en su corazón por sus ingratos compatriotas.

    Siempre vio frustrados sus planes: vio arrancar de su frente las coronas de gloria cine justamente deberían ceñirla y vio postergado su nombre en favor de rivales políticos que merecían menos que él vivir en el corazón de los neogranadinos!

    Durante su dramática existencia Nariño siempre olvidó sus propios intereses para trabajar en dar independencia a su patria; por ella luchó incesantemente, se arruinó padeció penalidades sin cuento, hambres, enfermedades, cadenas que le hicieron perder en parte el uso de sus miembros y acabaron por llevarle a la tumba; por ella había abandonado la felicidad, los honores, hasta abatir su dignidad y su orgullo para poder llevar avante su idea y poder decir al expirar que el amor que tuvo a su patria algún día lo revelaría la historia.

    ¿Esta acaso lo ha revelado debidamente todavía? No; muy tenuemente, muy ligeramente, sin entusiasmo y sin manifestar aquella justa admiración que debemos a sus hechos, a su memoria y sobre todo a su espontánea abnegación grandeza de alma.

    ¡Nada más injusto que los pueblos! Ellos no enaltecen, no elogian, no estiman sino a aquellos que llevaron a cabo sus empresas; no son capaces de aplaudir sino los hechos cumplidos, la fama aparatosa, la gloria tangible, por decirlo así; lo que brilla, resplandece, apela a los sentidos! ¿Qué les importa la incontrastable y serena virtud? qué el imperturbable amor patrio? qué el sacrificio de una vida entera en favor de sus conciudadanos?

    El pueblo no alcanza a ver sino lo que luce, no se inclina sino ante la fuerza; no lo arrastra sino el brillo de las bayonetas, las músicas de la victoria, las dianas de los triunfos visibles y por lo general sangrientos; no agradece la buena voluntad de los que fueron vencidos por su mala fortuna y cayeron en mitad del camino. ¿Vale algo para el vulgo la sangre derramada, el honor maculado, la dicha abandonada, los afectos perdidos, las amistades deshechas de los que sacrificaron todo a una idea, pero no alcanzaron a llegar al pináculo de la gloria? De nada de esto se acuerda el pueblo cuando se prosterna ante las aras del dios éxito...

    Oh! es preciso abrigar una gran fe en los principios que se defienden para prescindir por completo de la aprobación de nuestros compatriotas y ver impávidos la indiferencia con que suelen presenciar los esfuerzos que se hacen por el bien del pueblo.

    Es indispensable apoyarse en Dios mismo para no desalentarse, y confiar en esa Divina Providencia en cuyas manos está nuestra suerte y de quien somos instrumentos inconscientes, para ofrendarse a la patria sabiendo que no se obtendrá galardón ninguno ni aun siquiera el recuerdo de aquellos por quienes se sacrifica todo. Sólo Dios, que conoce y penetra las más recónditas disposiciones y deseos de nuestra alma, podrá recompensar debidamente al patriota según sus verdaderos méritos.

    En Nariño vemos encarnado el espíritu de su época en el virreinato neogranadino, tanto en sus méritos y virtudes como en sus defectos y debilidades, pues también las tuvo porque nadie hay perfecto en el mundo: en él está pintada la sociedad santafereña del fin del siglo XVIII.

    Esto no quiere decir que hubiese otros que le igualaran, no; él era superior a todos, sino que en él se hallaban reunidos, sintetizados, todos los sentimientos, aspiraciones, pretensiones y deseos que sobrenadaban en la atmósfera moral del virreinato granadino y en casi todas las demás colonias españolasen América.

    Ya para entonces no había quien no comprendiese con más o menos certidumbre que el dominio exclusivo de los mandatarios peninsulares era una humillación para los criollos americanos. En ellos crecían ya las alas del entendimiento por medio de las cuales ansiaban elevarse hasta la cumbre de la autoridad; se consideraban capaces de gobernar, con más propiedad y mejores aptitudes que los emisarios reales, aquellos rebaños de indígenas y mestizos y aquellos criollos que sufrían sin quejarse la altanería y muchas veces el despotismo de los que se consideraban superiores porque habían nacido en España y tenían un empleo del rey.

    Pero al mismo tiempo que aspiraban a emanciparse y tener gobierno propio guardaban en el fondo de su alma inmenso y vivaz respeto por todo lo que nos venía de España; esto los hacía débiles y hasta humildes, y a veces de ánimo apocado, cuando se encaraban con los gobernantes españoles; un decreto emanado de la metrópoli española les causaba emociones que inconscientemente les hacían inclinarse y abatirse; la sombra de la madre España proyectaba sobre ellos una niebla que obscurecía con frecuencia la luz de sus privilegiadas facultades.

    Nariño se crió y creció en aquella atmósfera contradictoria: amaba el patrio suelo con vehemente pasión, pero al mismo tiempo veneraba todo lo que emanaba de la patria de sus antepasados peninsulares. Su padre le enseñó este respeto junto con el habla castellana de acento purísimo, y su madre le inspiró el amor a la tierra en donde había nacido, junto con sus prácticas de piedad muy católica.

    Estas las abandonó durante los años juveniles en que creía perfectas las teorías de Rousseau y los errores de los enciclopedistas; pero en sus dolores y en la agonía de sus últimos sufrimientos la religión y sólo la religión de sus mayores le consoló de sus amarguras y produjo en él aquella resignación ejemplar que tanto le honra.

    En las siguientes páginas haremos todo esfuerzo para estudiar a la medida de nuestras humildes facultades, a este gran patriota cuya memoria debería conservarse en todos los corazones colombianos como la más sagrada que nos legaron nuestros padres.

    Procuraremos que, a pesar de la admiración que profesamos a Nariño, nuestro estudio sea lo más imparcial posible: así como nos pasman sus virtudes y grandísimos méritos y los haremos patentes, de la misma manera no ocultaremos esos débiles defectos que arrojarán cierta sombra en el retrato, tan necesaria como es la luz para hacer resaltar el parecido.

    "Es tal el concepto que tengo del buen sentido y magnanimidad del general Nariño escribía don Pedro Fernández Madrid que me imagino que si pudiera conversar con usted, le diría como Cromwell al insigne pintor que le retrataba: 'pínteme usted como soy; si me quita usted las arrugas y cicatrices que tengo no quedaría contento.

    Santafé de Bogotá en la última década del siglo XVIII

    Después del alzamiento de los Comuneros y la abortada tentativa de emancipación que hicieron algunos neogranadinos por medio del italiano Vidalle, para interesar al gobierno de la Gran Bretaña en este asunto, parecía como si los espíritus de los patriotas se hubiesen calmado, o a lo menos, no se han encontrado documentos que prueben lo contrario: quizás los gobernantes españoles eran más satisfactorios o los antiguos rebeldes comprendieron la imposibilidad de una insurrección sin los socorros de naciones extranjeras, las cuales veían con indiferencia las peticiones de los hispanoamericanos.

    Después del arzobispo-virrey, el ilustrísimo Caballero y Góngora, y del corto gobierno del virrey Gil y Lenius, en 1789, había tomado las riendas del gobierno virreinal el mariscal de campo don José de Ezpeleta, uno de los mejores delegados del rey que jamás vino a este país.

    Según todos los historiadores y cronistas, Ezpeleta hizo todo esfuerzo para granjearse el afecto de los santafereños: protegía particularmente a los artesanos y trabajadores y con naturalidad campechana trataba de igual a igual y sin altanería a los miembros de la sociedad; recorría a pie las calles para no distinguirse de los demás, pues en Santafé no existían entonces sino dos carruajes, el del virrey y otro (sin duda el del marqués de Lozano); invitaba a su palacio a ricos y pobres, a quienes obsequiaba de diversas maneras asistía a las fiestas religiosas de los templos, a las cuales contribuía con generosidad, y a las profanas en el teatro y plazas de toros; visitaba las haciendas y casas particulares a donde le invitaban y servía de padrino en los bautizos y matrimonios. Su mujer le imitaba en todo y por consiguiente ambos eran acatados, respetados y queridos por todos los vasallos del rey.

    Esto en cuanto a su conducta social; en la administración política su tacto no era menor: acrecentó las rentas de las casas de beneficencia de la capital, y las visitaba personalmente con el objeto de inquirir si eran bien tratados los enfermos en el hospital y los niños y los ancianos en el hospicio, en donde los recogían; reparó y abrió caminos nuevos, cosa que habían descuidado sus antecesores en el gobierno veló por la justicia en todo el virreinato; fomentó las industrias; abolió cuantos tributos pudo y suprimiera otros muchos si el rey y el Consejo de Indias se lo permitieran; hizo lo que no había hecho ningún otro gobernante español: dio licencia para que se exportasen libremente algunos artículos de comercio; atendió a las Misiones y protegió particularmente a las ciudades y aldeas lejanas y retiradas del centro.

    En resumen, Ezpeleta puede servir de norma y ejemplo no solamente a los empleados superiores españoles, sino que también a los de esta república, que tanto ha tenido que sufrir en ese ramo.

    En gran parte debido a este virrey la capital progresó notablemente, tanto en la parte moral de la población como en la física; y uno de los síntomas de su adelantamiento está cabalmente en el deseo que se empezó a sentir de proporcionarse mejoras y buscar enmienda a los males que aquejaban la ciudad.

    La situación material de Santafé era entonces la misma en que se hallaban muchas poblaciones secundarias y aun principales en aquella época en España. Los empedrados eran pésimos en las calles, la basura yacía en medio de ellas; los caños reventados infestaban la atmósfera; las vasijas de la chicha a las puertas de las tiendas impedían el paso de los transeúntes, así como las bestias de los que iban de fuera y ataban sus cabalgaduras a los barrotes de las ventanas; los mendigos se agolpaban a las puertas, etc. etc.

    Contaba Santafé entonces unas veinte mil almas en las cinco parroquias y ocho barrios de que hacía alarde, y según parece sus edificios eran mezquinos y se veían muchas casas de Paja hasta muy cerca del centro de la ciudad.

    Sin embargo, en cuanto a Instrucción pública no estaba muy mal: poseía siete colegios, en donde se instruían los jóvenes y un convento (el de la Enseñanza) en donde se educaban 50 niñas pertenecientes a las mejores familias del país y una escuela anexa para niñas del pueblo.

    Además el virrey Ezpeleta fundó una Escuela de varones en cada barrio, en donde se enseñaban las primeras letras.

    Desde 1777 existía una biblioteca pública, fundada sobre las valiosas librerías que habían dejado los jesuítas en el país, diez años antes, cuando les expulsaron. Era bibliotecario oficial un joven cubano llamado Manuel del Socorro Rodríguez, a quien el virrey Ezpeleta conoció en La Habana.

    Como era muy versado en asuntos de imprenta, el virrey le mandó llamar a Santafé y le encargó además de la fundación de un periódico que se llamó Papel Periódico de Santafé. Fue este el primero que se fundó en el país. Aparecía semanalmente con suma regularidad durante cinco años, hasta el fin de la administración de este progresista virrey. Indudablemente aquella publicación debió infundir entre la juventud santafereña vehemente deseo de instruirse y ya que se presentaba oportunidad de publicar sus ideas, se aprovechaban de ello para dar a luz el resultado de sus estudios y observaciones científicas y literarias a la medida de sus fuerzas.

    La clase estudiosa (que la había entonces más de lo que se cree) se empeñó en presentarse en la palestra literaria, lo cual despertó su ambición y el deseo de hacerse un nombre no muy humilde ante sus conciudadanos, primero en la república de las letras y después en la política.

    Además de la imprenta que había pertenecido a la Compañía de Jesús y que era la del gobierno existía otra, muy escasa por cierto, que había adquirido en 1790 y en la cual publicaba hojas volantes don Antonio Nariño, del cual hablaremos adelante prolijamente.

    Este mismo caballero reunía en su casa periódicamente a los jóvenes más ilustrados y progresistas del país, que iban a la capital a estudiar ciencias humanas y teología, reunión que llamaban Círculo Literario y que según comprendemos se componía exclusivamente de los amigos ocultos de la emancipación de la patria, adoradores de Rousseau, aunque fervientes católicos en realidad, y que se deleitaban leyendo, en la abundante librería de Nariño, al prohibido Padre Isla (o Fray Gerundio) y las obras de los enciclopedistas franceses que encargaban a Europa subrepticiamente, pues éstos no entraban a las posesiones españolas sino en secreto.

    Entretanto los fiches amantes del rey, en una tertulia que llamaban Eutropélica ─por la moderación y corrección de sus ideas ─la cual presidía el redactor del Papel Periódico, se reunían unas veces en la biblioteca en las horas perdidas─ que eran las más en la vida colonial o de noche en la casa del cubano.

    Aquellos eran los admiradores de cuanto de España venía como serviles vasallos de Carlos IV no encontraban buena sino la literatura de su época y no podían elogiar sino la triste escuela literaria que florecía entonces en la madre patria.

    Allí se deshacían en encomios cuando algo se leía del censor del señor Cañuelo y se comentaban con respeto las trasnochadas noticias que les llevaba El Mercurio, El Corresponsal y El Apologista Universal, publicaciones que recibía el virrey y cedía a leal Círculo después de leerlas él.

    Allí se extasiaban con las noticias (viejas de seis a ocho meses) y con los encomiásticos relatos de las fiestas en la corte con motivo de algún bautismo de un infante o matrimonio o sepelio de los príncipes borbones. Estos caballeros se sabían de memoria las poesías de don Nicolás Fernández Moratín, las de Cadalso, Meléndez Valdez otros poetas, cuya fama no ha merecido venir hasta nosotros; aplaudían las fábulas de Samaniego de Iriarte y eran muy de su gusto el Pelayo del Conde de Saldueña y los Entremeses de Sánchez Tortoles. La invectiva al murciélago del Padre González era aplaudida con estrépito por aquellos benditos y sencillísimos tertulianos, aunque miraban con cierto desdén al Quijote de la Mancha. (!)

    Existía en la capital del Nuevo Reino un tercer Círculo que las daba de literario, científico y artístico, el cual tenía por asiento la casa de una dama santafereña, doña Manuela Santamaría de Manrique, en donde lucían ella y su hija Tomasa, sus talentos y savoir virre. Aquel Círculo escogido entre la flor y nata de la sociedad santafereña se llamaba del buen gusto.

    Doña Manuela se preciaba de naturalista, la hija componía versos, encomiados por los tertulianos y un hermano suyo, don José Ángel Manrique, del cual hablaremos después, era también favorecido amante de las Musas. En esta tertulia gustaban particularmente de las almibaradas producciones de los escritores de segundo orden de España y de las poesías sentimentales que hoy se han olvidado.

    Como era natural, el amor a la literatura produjo inclinación a las representaciones dramáticas, las cuales solían hacerse en casas particulares. Pero aquello no contentaba a los criollos que jamás habían visto un teatro, ni a los peninsulares que los habían frecuentado en España; así pues tomaron todos, empeño en que se construyese un teatro público y cómodo.

    El virrey Ezpeleta había mandado pedir a España un buen arquitecto (don Domingo Esquiqui) y a él encomendó la fábrica del teatro en un solar que compró el virrey a un español llamado don Tomás Rodríguez. La primera piedra del edificio se puso en agosto de 1792 y un año después, entoldado todavía, se dieron las primeras representaciones que causaron loco entusiasmo en la triste y dormida Colonia.

    Puede llamarse aquella época de nuestra historia la del Renacimiento. En toda la atmósfera social se respiraba un deseo activísimo de progresar, de ver la luz que despide el saber humano, de imitar a los países civilizados, de asimilarse las ciencias humanas, de estudiar la naturaleza. Despertábanse todos los espíritus y sentíase la necesidad de romper las trabas con que las autoridades españolas impedían el desarrollo y adelanto de sus conocimientos.

    Era tal la afición a la lectura que hubo quien comprase un simple folleto por una onza de oro. Se estudiaban sin cesar las pocas obras que se lograba conseguir se hacía con mayor atención y cuidado que hoy día, cuando hay oportunidad de leer infinidad de libros, de manera que se puede comprar una nutrida biblioteca por la misma suma que entonces costaba una docena de librajos mal traídos y peor impresos.

    Como no les era permitido discutir libremente las ciencias morales y filosóficas, nuestros jóvenes de aquella época en lugar de entregarse a la política y a las cuestiones legislativas y de gobierno, en las cuales no podían tener conferencia alguna, se dedicaron a las ciencias naturales y procuraban explicarse con más o menos exactitud los misterios que les rodeaban.

    Estos que ya no eran secretos ni enigmas para los adelantados europeos descubrían ellos por sí solos con el poderoso auxilio de hondas meditaciones que no interrumpían los placeres y las distracciones que en países más civilizados suelen turbar los más claros espíritus.

    Aquel movimiento progresista no se notaba tan sólo entre los laicos: el clero era lucidísimo en aquella época. Algunos sacerdotes santafereños, a impulso de sus muchos estudios, llegaron a convertirse en verdaderos sabios que podrían figurar en cualquier parte del mundo, probablemente aleccionados por uno de los hombres más conocidos en Europa por su ciencia. Nos referimos al doctor José Celestino Mutis.

    Es cierto que no era criollo: había nacido en Cádiz; pero vino joven al Nuevo Reino en calidad de médico del virrey Messia de la Cerda, en 1761. Llamóle la atención la naturaleza tropical y resolvió dedicarse a las ciencias con alma, vida y corazón.

    En Santafé tomó las sagradas órdenes y permaneció en el virreinato cuando su protector regresó a España. No solamente estudiaba asiduamente las ciencias naturales sino que enseñaba en los colegios, según los métodos modernos entonces, astronomía, matemáticas y medicina: esta última completamente descuidada en el virreinato.

    Su estudio favorito era uno que se rozaba con la medicina, la botánica, y se dedicó a aquella ciencia con tan buen éxito que llamó la atención de los botánicos europeos con quienes logró comunicarse directamente.

    El sabio botánico sueco Carlos Linneo tradujo y publicó en Estocolmo algunas de

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