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La muerte vuelve a visitar Holcomb (Bilis & Hiel - Tomo I)
La muerte vuelve a visitar Holcomb (Bilis & Hiel - Tomo I)
La muerte vuelve a visitar Holcomb (Bilis & Hiel - Tomo I)
Libro electrónico740 páginas12 horas

La muerte vuelve a visitar Holcomb (Bilis & Hiel - Tomo I)

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Información de este libro electrónico

Laurie está sola este nuevo año, algo hizo el anterior curso que ha provocado que todos sus amigos populares la dejen de lado, la odien. Ahora es una paria, y no le queda de otra más que juntarse con los marginados como ella, aquellos de los que todos se burlan en el instituto: el homosexual reconocido, la chica excesivamente obesa y la adolescente ultracatólica.
Pero por si esto no fuera poco, a ese pésimo panorama escolar se debe sumar una situación familiar algo peculiar, así como el hecho de que hay alguien dentro de su pequeño y hasta entonces apacible pueblo que parece empeñado en querer hacerles mucho daño a los adolescentes de Holcomb como Laurie y sus nuevos amigos.

¡Advertencia! Esta no es una obra adolescente escrita para adolescentes. Está cargada de humor negro, contiene lenguaje explícito y sexual, situaciones extremamente violentas, así como opiniones racistas, políticamente incorrectas, homófobas y xénofobas que no representan las ideas del autor, sino que caracterizan a una serie de personajes que van apareciendo a lo largo de los sucesivos libros y la realidad de una sociedad en ocasiones poco tolerante.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 dic 2017
ISBN9781370426324
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    La muerte vuelve a visitar Holcomb (Bilis & Hiel - Tomo I) - Desiderio Santonja

    Bilis & Hiel

    Tomo I - La muerte vuelve a visitar Holcomb

    Desiderio Santonja

    Published by Ballena Varada at Smashwords Edition

    Copyright 2017 Desiderio Santonja

    Ilustración: © Patricia Raventós, 2017

    Copyright © Desiderio Santonja, 2007

    Copyright © Ballena varada, 2007

    Ballena varada

    Calle del Amparo 12, 4-4. 28014, Madrid

    www.ballenavarada.com

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

    1ª edición, noviembre de 2017

    Smashwords Edition Licence Notes

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    Licencia de uso para la edición de Smashwords

    La licencia de uso de este libro electrónico es para tu disfrute personal. Por lo tanto, no puedes revenderlo ni regalarlo a otras personas. Si deseas compartirlo, ten la amabilidad de adquirir una copia adicional para cada destinatario. Si lo estás leyendo y no lo compraste ni te fue obsequiado para tu uso exclusivo, haz el favor de dirigirte a Smashwords.com y descargar tu propia copia. Gracias por respetar el arduo trabajo del autor.

    A mi gran amiga Patricia Raventós, que ha estado muy implicada en este proyecto desde el primer momento y que siempre me animó a que siguiera adelante con él. A ella le dedico este primer tomo, así como un pequeño pedazo de todos los sucesivos, pues sin su ayuda no habría habido un comienzo.

    ALUMNOS DEL MARTIN LUTHER KING

    Laurie y amigos

    Laurie Fonvielle (Bilis)

    Anabel Engel

    Leonard Franco

    Mary Goldsmith

    Animadoras

    Courtney Savage (Hiel)

    Rachel Kurtz

    Megan Samuels

    Claire Francis

    Janet Parker

    Julia Rennard

    Cindy Feig

    Priscilla Oberlander

    Fey Sutton

    Jugadores de fútbol

    Ryan Reed

    El novio de Courtney.

    Mark Hillcoat

    El chico que se mete con Laurie el primer día de instituto.

    Matt Hamilton

    Steve Upton

    Uno de los que roba el bolso a Leonard.

    Bill Nelson

    Jason Enright

    Uno de los que roba el bolso a Leonard.

    Paul Ginsburg

    Stephen Cave

    Andrew Penhall

    Colin Bennet

    El chico que ha desaparecido.

    Don Becsey

    Otros alumnos

    Steffanie Lamberti

    La chica que se acostaba con Matt Hamilton.

    Arthur Stateman

    El buen estudiante de Biología que no quiero que Laurie se siente a su lado.

    Ralph Mclauhlin

    Vinnie El lisiado Calder

    Oliver Cowan

    El alumno que le da la pancarta a Anabel.

    Rosie Aird

    Alumna de tercer grado que canta el lema de la pancarta de Anabel.

    Allison Temime

    Alumna que lleva una blusa de lo más fea.

    Austin Oberlander

    Primo mayor de Priscilla que vive en Garden City.

    Hermanos

    Sara Hamilton

    Hermana mayor de Matt.

    Jennifer Hamilton

    Hermana menor de Matt.

    Lourdes Engel

    Hermana mayor de Anabel.

    Magdalena Engel

    Hermana menor de Anabel.

    ADULTOS

    Profesores

    Profesora Grossman

    Imparte Audiovisuales.

    Profesora Rowe

    Imparte Biología.

    Profesor Cowper

    Imparte Historia.

    Entrenador Tucker

    Profesora Temple

    Imparte Labores del hogar.

    Profesor Milchan

    Profesora Blige

    Imparte Geografía.

    Profesor Bratton

    Imparte Matemáticas.

    Profesora Covert

    Imparte Economía.

    Profesor Martínez

    Imparte Español.

    Director Alan Harris

    Director del Martin Luther King.

    Profesora Everett

    Imparte literatura, y es británica.

    Profesora Paulson

    Imparte Psicología, y es la psicóloga del centro.

    Profesor Trintignant

    Imparte Francés.

    Familiares

    Frank Fonvielle

    Padre de Laurie.

    Enma Fonvielle

    Madre de Laurie.

    John Gilbert

    Abuelo de Laurie.

    Jack Fonvielle

    Hermano de Laurie.

    Clarissa Gilbert

    Abuela de Laurie.

    Chuck Savage

    Padre de Courtney.

    Vanessa Savage

    Madre de Courtney.

    Vincent Hamilton

    Padre de Matt.

    Jenny Hamilton

    Madre de Matt.

    Lisa Engel

    Madre de Anabel.

    Frederick Engel

    Padre de Anabel.

    Otros adultos

    Barbietúrica

    Dillie

    Mascota de los búfalos de Holcomb.

    Joe el sucio

    Dueño del puesto de perritos calientes ambulante.

    Stan Craymer

    Recepcionista de la jefatura de policía.

    Gary Goetzman

    Policía y ayudante de John Gilbert.

    Señor Vondracek

    Librero.

    Andy Montand

    Alcalde.

    Darrell Dennehy

    Sheriff del condado.

    Nancy Rogers

    Reportera de la NBC.

    Henry Bowers

    Periodista del Topeka Cap. Journal.

    Claudia Briscoe

    Secretaria de Chuck Savage.

    Reverendo Stevens

    Devon Ettinger

    Compañero del inspector Gary Goetzman en la policía de Holcomb.

    CAPÍTULO 1

    Verde esperanza

    21:35. Domingo, 17 de septiembre. Casa de Laurie.

    Estaba frente al espejo del cuarto de baño, el mismo que había dentro de su habitación y detestaba por no tener bidé, sujetando un bote de decolorante para el cabello que le había vendido el pakistaní de la esquina por un dólar con veinte. No era nada alentador el importe. Aunque pensándolo detenidamente, ¿quién se iba a atrever a comprar un producto con semejante color? Nadie. Ni siquiera los habituales consumidores de crack del barrio marginal, a los que Laurie solía regalarles chicles de melocotón cuando estaban pasando el mono, harían tal estupidez. Estaba claro que un buen precio tenían que ponerle al producto para conseguir unas mínimas ventas, unas ínfimas. Aunque fuera por parte de estúpidos e intrépidos locos, como lo era ella.

    Pero Laurie tenía sus motivos, una demencia particular que justificaba la compra de ese bote de decolorante. Una enajenación en verdad de peso para llegar a esta situación. Y ésa era que mañana empezaba un nuevo curso en el instituto, el décimo grado, y pensaba que si todos iban a mirarla, como sabía iban a hacerlo, esperaba por lo menos poder darles un buen motivo para ello, y hasta para que la señalaran, impactados, si era necesario.

    07:14. Lunes, 18 de septiembre. Casa de Laurie.

    - ¡Laurie! ¡Laurie! – Gritaba Frank, su padre, desde la cocina, lugar en el que estaba preparando un más que completo desayuno. – Vas a llegar tarde al instituto.

    Era un hombre de mediana estatura, sobrepasaba el metro setenta por poco, aunque una incipiente barriguilla cervecera le daba una perspectiva errónea y lo hacía parecer más bajito de lo que en verdad era. Pese a su figura, se podría decir que era guapo, de esos hombres que hacía años, bastantes, tuvieron un cierto atractivo silencioso que atraía a las más curiosas. Era el tipo de caballero callado, hermoso y misterioso, que encantaba a las más lanzadas y a las más intrépidas. El tipo de hombre que como ellas bien sabían, no las iba a decepcionar. El que calla otorga, se decían siempre éstas, que por descontado habían llevado a la práctica dicha teoría, como buenas chicas salvajes de avanzada edad.

    - El desayuno ya está en la mesa. ¿¡Quieres bajar de una vez!?

    Frank, con calma, dado que siempre le habían dado un cierto miedo las sartenes calientes, y aún más cuando tenían aunque sólo fuera un poco de mantequilla en ellas, dejó las tiras de bacón en el plato de su hija junto a los huevos fritos, las tostadas con mermelada, los crepes con chocolate y la combinación de salchichas parrilleras, frankfurt y blancas. Se había pasado, no cabía la menor duda. Pero era un día importante para Laurie, pensaba el orgulloso padre, debía ir con fuerzas.

    - Me estaba peinando, perdona.

    Laurie entró entonces en la cocina, para sorpresa de su padre. Pero el estupor de éste no se debió a que no la esperara, ya que le estaba preparando el desayuno y la había avisado innumerables veces para que se sentara y empezase, sino que aquel asombro y deslumbramiento, todo a la vez, fue por culpa de su imagen, ya que lo último que Frank esperaba era verla de semejante guisa.

    Llevaba unos vaqueros ajustados y desgastados, además de una blusa blanca con encaje y un tanto ancha que no dejaba su ombligo al descubierto, algo habitual en su hija. Coronaba su desnudo cuello un colgante con la cruz cristiana, sólo que Jesucristo era verde, la sangre que le brotaba morada con purpurina y el crucifijo en sí era de color rosa. Y como colofón final, como si lo anterior no fuera ya suficiente para Frank, el pelo de su hija, el orgullo de la joven, aquella melena castaña oscura que siempre había levantado envidias por donde pasara, había sido sustituida por una de color chillón. Una verde marciana, un tanto irreal.

    - Pero… ¿Qué has hecho?

    - ¿Con mi pelo? ¿Es que no te gusta? – Preguntó Laurie, despreocupadamente, al mismo tiempo que se sentaba frente a su plato – Hay que ver, papá, cuánta comida me has preparado. ¿Qué pretendes, que llegue a la tonelada para mis dieciséis?

    - ¿Por qué vas así vestida? ¿Es parte de una nueva moda de la que no estaba enterado?

    - No te preocupes, no ha sido la Mtv la que me ha dicho que me vista así. No me he sentido coaccionada por ella ni por ninguna otra cadena cuyos anuncios pueden causarte un episodio epiléptico. Lo he hecho porque he querido.

    - Pero, ¿por qué ibas a teñirte el pelo de ese color? ¿Por qué ibas a llevar esa… cruz? - Tildó Frank de semejante manera a esa baratija, a la que temía llamar así por miedo a avivar la ira de un dios cristiano al que de seguro ese colgante no le gustaría nada - ¿Dónde la has comprado? Da igual, sólo espero que nadie de la iglesia baptista pase por delante de la tienda que te lo vendió. De seguro lincharían al dueño.

    - Me lo vendió un hippie en la calle Shrader. Estaba de paso por Holcomb y tenía una furgoneta enorme llena de cosas que había encontrado tiradas y que él mismo había restaurado y decorado. ¿No me dirás que no es original?

    - Sí, bastante – ironizó su padre -. Muy original. Muy a lo Warhol.

    Laurie no le hizo caso. A ella le gustaba, no necesitaba saber más, no necesitaba de la aprobación de su padre. Así que prosiguió con su desayuno, ése que sabía nunca podría terminarse, e hizo como si su padre no hubiera hecho ningún comentario al respecto de su bonito y llamativo crucifijo, que sin embargo tanto le gustaba a ella. Aunque Frank no era de la misma opinión, y ya no sólo con respecto al colgante, sino que a la conversación en sí. Para él no había hecho más que empezar.

    Comenzó entonces a comportarse como un padre, uno normal, uno cansino para cualquier adolescente. Empezó a solar ciertos comentarios, insistentes, y que no iban al punto en cuestión que deseaba tratar:

    - El curso anterior ibas mucho más presentable.

    - Lo sé, pero éste es un nuevo curso, un nuevo año. Creo que el de la rata para los chinos. Seguro que eso quiere decir algo en mi calendario – comentó, distante, para ver si de una vez por todas su padre se enteraba de que no quería seguir hablando del tema de su indumentaria.

    - Tienes un montón de vestidos nuevos, además de esas faldas tan caras con las que te dio por ir el año pasado. ¿Qué has hecho con toda esa ropa? ¿La has tirado?

    - No, sigue en el armario. Pero no me apetece ponérmela.

    - ¿Y por qué no?

    - Pues porque no, papá. Simplemente no me apetece.

    - También me acuerdo de Courtney, de tu mejor amiga. El año pasado, sobre esta hora, se presentó en nuestra cocina nerviosa a más no poder. Era vuestro primer día de instituto, y las dos estabais muertas de miedo. Tanto, que cada vez que intentabais decir algo os fallaba la voz, ¿te acuerdas?

    Laurie guardó silencio, uno autoinfligido, doloroso, en el que la chica casi se mordió ambos labios con tal de no soltar una maldición. Su padre estaba entrando en un terreno vedado, y lo sabía. Pero sin embargo insistió:

    - No va a venir hoy tampoco, ¿verdad? Igual que no ha venido durante todo el verano, y eso que vive enfrente. Aún me acuerdo de cuando erais niñas, de cuando jugabais a las muñecas todas las tardes después del colegio. Incluso ahí, antes de los chicos, las fiestas y los sábados en el autocine, ya erais inseparables.

    Laurie permaneció aún callada, aunque le costaba seguir comiendo salchichas y tortitas al tiempo que fingía que lo que su padre comentaba no iba con ella, no le afectaba. Pero cada palabra contaba, y además como si fueran los segundos de una cuenta atrás para la explosión de una bomba lapa que llevara a la espalda.

    - ¿Seguís peleadas?

    Una pregunta más, un comentario más como ése, y Laurie sabía que acabaría estallando.

    - Ojalá las cosas pudieran ser como antes.

    - ¡Pero no lo son, papá! – Acabó por suceder, acabó explotando la joven.

    Laurie se dejó llevar por su ira, una que había estado creciendo en su interior hasta derramarse, escaparse por cada orificio de su cuerpo, como le sucediera a la cazuela olvidada en un fogón.

    - Las cosas han cambiado, o más bien todo ha cambiado. Así que tenemos que aceptarlo y sobrellevarlo lo mejor que podamos, por mucho que nos pese. Nuestra situación ya no es la de antes, y digo nuestra, porque no creo que debas centrarte solamente en mí, como has hecho. Por mucho que me gustaría que todo volviese a la normalidad, eso no va a suceder, tenemos que ser realistas. ¿Acaso está aquí mamá? ¿Acaso está Jack? No, papá, ninguno de los dos lo está. Las cosas no pueden volver a ser como antes porque nosotros también hemos cambiado. Yo ya no soy la de hace un año, y tú tampoco. Antes no eras así, ese aire de entera melancolía es nuevo. Por Dios, papá, pero si esto parece un velatorio en el momento justo en el que entras en casa. Antes estabas siempre de buen humor, te pasabas el día contando chistes. Pero ahora parece que te hayan diagnosticado un cáncer de colon y el médico te llame cada media hora para recordarte que te mueres. Por eso no me parece justo que me eches en cara que ya no sea la de antes, cuando lo único que he hecho ha sido adaptarme a unos cambios que ni he pedido ni he provocado.

    Frank se quedó en silencio, derrotado, al mismo tiempo que bajaba la mirada, la apartaba de su hija, haciendo un tremendo esfuerzo por no echarse a llorar delante de ésta. Laurie sabía que se había pasado de la raya, y mucho, en verdad, pero lo cierto era que su padre se lo había buscado. Era cansino, sobre todo cuando no tenía intención de serlo, y esto último fue lo que más hizo sentir culpable a Laurie.

    - Lo siento, papá, perdóname. No tendría que haberte dicho todas esas cosas tan feas.

    - Pero son ciertas – se le intuía resentido.

    Tal vez con Laurie, tal vez consigo mismo por permitir tremenda situación. La cuestión era que cierto rencor coloreaba sus palabras.

    - Sí, son ciertas. Pero aun así no tenía por qué decirlas de esa manera, y mucho menos alzando la voz. Perdóname, papá. Tú tampoco tienes la culpa de lo que nos está pasando.

    - Claro que te perdono, hija. Eres lo único que me queda. ¿Cómo me iba a enfadar contigo?

    Semejante actitud enternecedora, el recordatorio de aquel lazo que los unía, la hizo sentir aún peor. Era como si hubiera apuñalado a su padre y después le pidiera egoístamente que la llevara en coche al centro comercial mientras se desangraba.

    - Lo cierto es que hoy no es un día fácil para mí, papá, y lo que menos me apetece en estos momentos es que me sermonees. Necesito un apoyo, alguien que al verme sencillamente me sonría, pase lo que pase.

    - ¿Por qué dices eso, cariño?

    - Porque es la verdad, te necesito. Aunque lo que más necesito de ti en estos momentos es una sonrisa, una palmada en la espalda que me anime a seguir adelante. Da igual que lleve a un Jesucristo multicolor en el pecho o que vaya vestida como una corista que haya metido la cabeza dentro de un bote de pintura verde para paredes. Sólo quiero que me muestres un poco de apoyo, que me des un poco de cancha. Que haga lo que haga, me digas que está bien, aunque no te lo parezca para nada.

    - ¿No se supone que para eso están los amigos, o si acaso los abuelos? Creía que los padres estábamos únicamente para criticar todo lo que hicieseis.

    Frank sonrió, tenuemente, como para darle a entender a su hija que estaba de su parte. Un gesto que a su vez trató de dejar a un lado el asunto de afrontar la realidad y la tan criticable forma que había tenido su hija de hacerlo.

    - No tengo amigos, papá.

    - ¿Y eso? – Preguntó verdaderamente preocupado - ¿Por qué?

    - No lo sé. Pero todos me odian.

    07:48. Lunes, 18 de septiembre. Instituto Martin Luther King.

    Por fin bajaba de aquel apestoso autobús. Era la primera vez que lo tomaba y la experiencia no le había agradado lo más mínimo. No sólo estaba lleno de extraños, gente que no conocía y con la que jamás se habría relacionado, sino que además todos la miraban, todos cuchicheaban. Sobre ella, quedaba claro.

    Sin embargo, al entrar en el recinto escolar, tampoco halló ningún tipo de tranquilidad, mucho menos consuelo. Allí dentro no se sentía más respaldada, ni bajo algún tipo de tregua estudiantil a la que sus compañeros tuvieran que regirse. Ya no se encontraba en ese autobús viciado y lleno de imbéciles, lo que debería haber sido todo un consuelo, pero lo cierto era que la entrada al Martin Luther King no distaba mucho del vehículo que la había traído hasta allí, dado que el acceso a su instituto también olía fatal y estaba a rebosar de gilipollas.

    Los estudiantes se amontonaban allí como lo harían dentro de una lata de sardinas, una caducada hacía ya bastante tiempo, pues como la nariz de Laurie le pudo indicar, no consideraban su primer día de instituto un acontecimiento tan relevante como para darse una de las duchas semanales a las que estaban acostumbrados.

    Que poco higiénicos eran algunos compañeros, se dijo para sí misma Laurie, recordando lo que dijera una presentadora de la Fox, en su programa matutino, sobre la salud y el ejercicio: Los adolescentes se piensan que sólo ellos cuentan con olfato, que nadie más a su alrededor capta lo que ellos tan pésimamente tratan de ocultar.

    Fue una pena que cancelaran el programa, aunque de lo más comprensible, pues era infumable. Pero aun así Laurie lamentaba su ausencia en el panorama televisivo, porque durando éste cuatro horas, lo cierto era que mantuvo entretenida a la joven gran parte de aquel verano que se vio obligado a pasar sin compañía. Y volviendo al tema de los imbéciles que la rodeaban, cabe decir que Laurie seguía escuchando cuchicheos en referencia a ella. Algunos, incluso, se atrevían a alzar un tanto la voz:

    - Será zorra - dijo alguien por lo bajo, tanto, que Laurie no pudo distinguir si había sido una chica o un chico.

    - ¿De qué coño va vestida? ¿De algún payaso famoso de la tele? - Preguntó un estudiante de último curso, uno al que Laurie no podía poner nombre, aunque sí curso. Siempre el curso.

    - ¡Hey, chicos, mirad! Es Bilis, y parece que se ha encontrado con la máquina del tiempo y con la del mal gusto al mismo tiempo.

    Este último comentario provocó más de una risa entre los presentes. No por lo ocurrente, Laurie los había oído mucho mejores, ése en concreto era bastante lamentable. Fue el apelativo de Bilis lo que les hizo tanta gracia a los estudiantes que tenía alrededor, y todo porque así era como la llamaban a ella.

    Bilis, como ese líquido amarillo un tanto pastoso y amargo que segregaba el hígado. Un nombre de lo más asqueroso, desde luego, y elegido con la única intención de herir, de demostrarle a Laurie cuánto se la odiaba.

    Entre los que rieron a causa del mote estaban Courtney y su novio Ryan, la pareja del Martin Luther King por excelencia. En todo instituto había una que todos veneraban y al mismo tiempo odiaban, seguramente porque gran parte del alumnado deseara tener un amorío con uno de sus integrantes, y este centro no iba a ser menos.

    Courtney era preciosa. Rubia y alta, con una melena extensa y unos ojos azules claros llenos de maldad. Todo lo que a una chica corriente, fea o mortalmente impopular le gustaría llegar a ser. En cuanto a Ryan... Sencillamente era imposible de describir. Era tan guapo, tan arrebatadoramente atractivo, que no había chica del Martin Luther King que no hubiera fantaseado con la posibilidad de un encontronazo con el joven, incluyendo a las profesoras. Si quisiera, y si no estuviera con Courtney, habría poseído, y nunca mejor dicho, la mayor colección de hímenes rotos de la historia.

    Habría sido el único capaz de desvirgar a todas aquellas que con dudas, o que religiosas hasta la médula, aún lo fueran, eso seguro. ¿Quién podría decirle que no? ¿Quién podría negarse a sus encantos y a una propuesta suya de bajarse las bragas? Con ese aspecto de querubín llegado a la pubertad, y que adicionalmente había estado unas cuantas horas en el gimnasio para abandonar vagamente su aniñada apariencia, nadie, ninguna fémina en su sano juicio, podía no caer rendida a sus pies. Era perfecto, al menos por fuera, ya que por dentro, como Laurie había tenido la oportunidad de comprobar el curso pasado, era una persona horrible, de las peores con las que se había topado.

    - Me encanta ese mote – comentó Courtney, sonriente. Acababan de llegar en coche, como solían hacer siempre, como solía hacerlo antes Laurie, cuando se la recibía en el instituto de todo menos con insultos y formaba parte de la élite. Tenían sólo quince años, pero eran tan populares que hasta los mayores hacían lo posible por llevarlos al instituto, ya que ellos aún no tenían edad para conducir. De ese modo todos salían beneficiados, pues se veía al conductor, un don nadie seguramente, el cual recibiría después una efímera notoriedad por el gesto, llegando con la abeja reina, su zángano y el aguijón de esta primera.

    Ésa era antes ella: el aguijón. Un alfiler venenoso que usado por Courtney, y por ella misma, por voluntad propia, no nos engañemos creyendo que Laurie fue una santa, porque no lo fue para nada, hacía daño constantemente a quienes la rodeaban, a todos los que no eran como ella, y aquel era un instituto grande, uno con una extensa fauna de adolescentes. Laurie se tenía el mote más que merecido.

    - Bilis – prosiguió Courtney, altiva, como si su antigua mejor amiga no estuviera pasando en ese preciso instante junto a ella -. Me parece el mejor mote que he escuchado en años.

    Todos los presentes rieron, forzosamente, excepto Ryan, que nunca se mofaba abiertamente de nadie. Pero en esta ocasión incluso Laurie sonrió al escuchar semejante comentario. Dejó escapar una sonrisilla, se relajó, olvidó el acoso de sus compañeros. Según parecía Courtney no sabía por qué la llamaban Bilis, de dónde había salido ese apodo. Pues daba la casualidad que de ella misma, de Courtney.

    A la abeja reina, a su vez, la llamaban Hiel, como el sabor áspero y amargo que, erróneamente, pensaban todos, dejaba la bilis al pasar por la garganta. Quedaba claro que la gente no tenía ni idea de cultura general, mucho menos de temas de secreciones, pese a que la mayoría de ellos se pasara la vida vomitando, ya fuera a raíz de una bulimia o a causa de un prematuro alcoholismo juvenil. Podrían haber aprovechado el verano para estudiar, para aprender algo nuevo, aunque tampoco era ella quién para decir nada, pues bien que se había pasado todo el tiempo mirando distraídamente el techo y fumando marihuana.

    Fueron unas vacaciones extremadamente solitarias, detalle que las hizo aún más longevas. Tanto se aburrió Laurie, que hasta tuvo tiempo para buscar en el diccionario el significado de las palabras Bilis y Hiel, y así fue como supo que eran lo mismo, sinónimos de algo asqueroso y repugnante, y que sus compañeros, aquellos que les habían puesto semejante mote en conjunto, eran gilipollas y no tenían ni idea de lo que hablaban.

    Courtney no lo sabía, incluso desconocía que tuviera un alias nauseabundo con el que se mofaban de ella. La diferencia era que ésta era popular, que nadie podía decírselo a la cara por miedo a las consecuencias. Pero Laurie estaba acabada. Courtney, precisamente, se había encargado de ello, de terminar con su buena reputación después de lo que hizo.

    Antes eran Bilis y Hiel, las dos amigas inseparables. Odiosas, odiadas, como el vómito salido del hígado cuando el estómago no tenía nada más que soltar. Bilis. Hiel. Tan parecidas antes, y ahora tan opuestas, como los dos polos. A una de ellas no tenían ningún reparo en hacerle saber el asco que le tenían, el odio que le profesaban. Mientras que a la otra la nombraban de esta manera con desgana y a escondidas, además de en voz baja, muy baja. Todos sabían lo que Courtney podía hacer con ellos, con su vida, si se llegaba a enterar de cómo la llamaban. Y por supuesto, nadie quería estar en la situación de Laurie, la paria del Martin Luther King, la desterrada. La persona non grata en todos los círculos sociales, en todos los círculos imaginables.

    Tras pasar por innumerables corrillos que explicaban a los nuevos y a los despistados quién era ella, Laurie, Bilis para los enemigos, es decir, para todos, llegó por fin hasta el tablón de clases que había colgado en la entrada del instituto. Le tocaba biología a primera hora, y para esa materia tendría que ir al aula A-14.

    En el Martin Luther King la letra representaba el piso en el que se encontraba la clase, y el número, como era de esperar, el aula y la numeración que le habían dado en dicha planta. Así que Laurie, una vez visto y apuntado todo el itinerario del día, se dirigió al primer piso del edificio principal.

    Cuando entró en la clase volvió a toparse con la misma situación que la acompañaría durante todo el día, durante todo el curso, de seguro: gente en silencio, grupos que hablaban sobre lo que había hecho, miradas devastadoras e incluso algún que otro Bilis que se dejaba escuchar junto con unas risillas estúpidas como continuación al insulto.

    - Hola - saludó Laurie a una chica cualquiera, la primera que encontró que, como ella, parecía no tener compañero y su pupitre colindante estaba vacío -. ¿Puedo sentarme a tu lado?

    - No, lo siento. Está ocupado.

    - Vale, perdona.

    Laurie sabía que no era así, que estaba tan sola como ella. Pero optó por seguir su camino e intentarlo de nuevo con otra persona.

    - ¿Está ocupado? – Preguntó Laurie a un chico llamado Arthur, uno con el que siempre había compartido las clases de biología y al que parecía dársele bastante bien esta asignatura.

    El joven, bajito y regordete, de pelo siempre graso, seguramente optara por esta especialidad cuando llegara el momento de acceder a la universidad.

    - Lo cierto es que estoy esperando a alguien.

    Otra mentira, pensó Laurie, pues Arthur siempre estaba solo en biología. Excepto cuando tocaba laboratorio, una variante de esta asignatura, ya que en sus sesiones prácticas, y por parejas, todo aquel que tuviera una pésima nota se hacía pasar por su amigo, para obtener así la máxima calificación, como siempre hacía Arthur.

    Pero Laurie no desistió. Una mesa debía encontrar, eso seguro, dado que siempre eran justas o había de más para los estudiantes matriculados.

    Su siguiente opción fue Anabel, una chica esmirriada y alta que siempre recogía su pelo largo y enmarañado en una coleta.

    - Siéntate si quieres – respondió sonriente Anabel, antes incluso de que Laurie le preguntara.

    - Gracias, muchas gracias.

    Anabel se pasó a la mesa de al lado, dejando por lo tanto libre el pupitre que daba al pasillo, espacio en el que se encontraba Laurie de pie, avergonzada, a disposición de su nueva compañera.

    - Hola, me llamo Anabel – le tendió la mano, con una sonrisa que persistía en su cara y a la que Laurie estaba totalmente desacostumbrada, pues era una sincera, como si de verdad a aquella chica lista, y con la que nada tenía en común, le apeteciera que se sentasen juntas.

    - Sé cómo te llamas, Anabel, no hacía falta que te presentases. Por cierto, yo soy Laurie… - Comenzó la joven, aunque no pudo decir mucho más.

    Su interlocutora la interrumpió antes de que pudiera añadir algo más que su nombre.

    - Yo también sé quién eres tú. Todos lo saben.

    Por supuesto, se dijo Laurie, ¿cómo no iba a saber esa chica quién era ella? Todos lo sabían, como bien había dicho Anabel. Todos aquellos que fueran al instituto Martin Luther King habían oído hablar de Laurie Fonvielle, de lo que había hecho.

    - Lo que me extraña es que tú sepas mi nombre – se sinceró Anabel, adoptando una extraña mueca, una de incredulidad.

    Aunque parecía más bien como si estuviera oliendo a escape de gas dentro del aula.

    Claro que lo sabía, todos los estudiantes populares conocían de sobra a Anabel Engel. En ese mundillo tan cruel, tan clasista, los nombres más conocidos siempre eran los de quienes se encontraban en lo más alto, y los de los insignificantes que parecían haber nacido estrellados. Los de clase media, los chicos normales, eran los que pasaban más desapercibidos. Ellos eran los que se metían con los que estaban por debajo, al igual que hacían los populares, a los que a su vez veneraban constantemente. Tenía que ser frustrante intentar ser siempre como ellos, a todas horas, y que estos no supieran ni sus nombres, que sólo conocieran a los más listos, a los más decadentes y obesos precisamente por ello, por ser los blancos más fáciles a los que lanzar sus burlas.

    Éste era el caso de Anabel, una chica de familia católica, de las que pedían permiso a su señor Jesucristo hasta para ir al baño a cambiarse una compresa usada, por miedo a que tal tocamiento se considerara pecado. Era también de las que llevaban pantalones con tirantes, complemente que no había vuelto a estar de moda desde la época de Charles Chaplin. De las que iban con faldas que llegaban hasta los tobillos, un largo ciertamente necesario para unas piernas que no solía depilarse nunca. ¡Y cómo solían ser de peludas las ultra-católicas!, se recordó Laurie, rememorando el vello negruzco de las estudiantes del instituto católico de Sant Louis la vez que compartieron vestuario.

    Claro que sabía quién era Anabel. Era toda una paria, una mártir estudiantil, y siempre lo había sido. Fue una abominación en el colegio, y más tarde en el instituto. La cantidad de veces que Laurie y sus amigos se habían reído de ella, de sus modelitos y sus modales. Aún recordaba una broma en concreto, la más grotesca que le habían gastado nunca.

    Fue el curso pasado, durante la asignatura de audiovisuales. La señora Grossman, su profesora aquel año, les había pedido un pequeño cortometraje, uno sencillo, como trabajo final de curso. El tema era libre, les comentó la vieja señorona, a la que tenían que estar a punto de jubilar. Aunque había una única norma, especificó, y ésta era que en el proyecto los alumnos debían plasmar una contrariedad. Laurie y sus amigos habían optado por hablar de la iglesia católica, sabiendo que la profesora, protestante como lo era hasta la médula, nada se iba a ofender por ello.

    En su trabajo, Anabel, una joven monja, virgen hasta que conocía al nuevo párroco, se lo montaba a todas horas con éste. Imágenes explicitas no habían, desde luego, pues no dejaban de ser menores de edad, y por lo tanto culos y pezones no podían enseñar. Aunque más de una estuvo dispuesta a tal esfuerzo interpretativo, como si el cortometraje pudiera valerles una nominación a los Globos de Oro de ese mismo año. Pero lo que sí había, y en abundancia, era una malhablada Anabel que comentaba con su pastor favorito las guarradas que habían hecho el día anterior, y con las que tanto había disfrutado la muy puerca.

    Por supuesto Anabel se dio por aludida. No sólo porque se llamara como ella la protagonista, sino porque Rachel, la encargada de interpretar a la monja, la imitaba a la perfección. El tembleque de su muñeca derecha cuando hablaba en público, aquella mirada suya, perdida, que parecía una enloquecida cada vez que le preguntaban algo en clase y rebuscaba en su memoria la respuesta correcta. El rechinar de sus dientes mientras esperaba la nota de un examen, las frases entrecortadas y aniñadas, sus agudos estornudos cuando aparecía constipada por el Martin Luther King. Incluso estaba en la película su famosa postura de cuando algo le interesaba, una en la que apoyaba su barbilla sobre ambas manos cada vez que deseaba escuchar con atención, como solía hacer a diario en clase. Sólo que en el video optaba por semejante pose cuando el párroco le comentaba todas las guarradas que le gustaría probar la próxima noche, y que, por descontado, la calenturienta monja aceptaba sin remilgos.

    Pero lo mejor, por supuesto, sucedía al final, como en toda película que se precie, cuando Anabel, la monja, era descubierta por su madre superiora y posteriormente despedida. Se enteraba la mandamás de su affaire con el párroco nada más y nada menos que por los pelos púbicos que habían acabado sobre la biblia en la que hicieran el amor por última vez los dos pecadores. La madre superiora decía entonces, con una frase que pasaría a la historia: Anabel, en este convento no hay monja con los pelos del coño tan largos y tan rizados como los tuyos, y por descontado, ninguna tan cerda.

    Anabel, la verdadera, la monja de noveno grado, había creído morirse de la vergüenza tras escuchar aquello. Incluso se enojó y expresó su desacuerdo cuando la profesora Grossman les puso un sobresaliente, pero nada consiguió. Esa mujer, que odiaba a los católicos por su estrechez de miras y su creencia hacia un Papa, una figura que ella creía que restaba importancia a Jesús, le dijo a Anabel que éste había sido el mejor ejemplo de contradicción que había visto en todos sus años de enseñanza, y cuando la profesora pidió a sus alumnos una copia para mostrarla como ejemplo a seguir en cursos venideros, Anabel salió llorando del aula.

    Claro que Laurie sabía quién era Anabel. Desde ese día todo el que estudiara audiovisuales en el Martin Luther King sabía que Anabel Engel, la monja, era una chica extremadamente católica.

    - Claro que sé quién eres – le dijo Laurie a la sonriente chica. A la versión del presente, no a la lacrimosa que siempre recordaría -. Creo que hemos coincidido en la mayoría de nuestras clases.

    - Sí, ahora que lo dices, creo que así es. Aunque nunca antes habíamos hablado.

    No había rencor en su afirmación, para sorpresa de Laurie. Aunque en boca de cualquier otro, con semejante elección de palabras, precisamente ello habría parecido.

    No era un comentario con segundas, cargado de ironía y de seguro con la única intención de recordarle lo del video. Anabel parecía ser diferente, diferente al resto. Era sincera, su sonrisa así se lo confirmaba. Siendo tan religiosa como era, tal vez, y sólo tal vez, hubiera perdonado a Laurie sus pecados, su atrevimiento. Desde luego sólo ella podía ser capaz de un gesto tan generoso. No había otra explicación, dado que cuando le presentó a sus amigos, a sus dos inseparables, estos no parecieron mostrarse tan amables como ella, evidenciando así que no era una estratagema la invitación para sentarse juntas, en el caso de que más tarde hubieran querido gastarle una broma, ya que si no estos también la habrían seguido.

    - Ésta es Mary – dijo Anabel, girándose en dirección a las dos mesas que, tras ellas, ocupaban sus amigos.

    La susodicha Mary no dijo nada. Sencillamente fulminó a Laurie con la mirada, como si creyera que tuviese piroquinesis y que pudiera hacerla estallar en llamas, un castigo más que merecido. Estaba claro que la recordaba, a ella y a lo que le había hecho el año anterior.

    Aquel fatídico día de noveno grado, Laurie trajo al instituto un nuevo teléfono móvil. Uno que dejó asombrados a sus compañeros de fechorías por su tecnología punta, su precio y sobre todo porque era uno de los más completos que había en la tienda de tecnología de la avenida Railroad, el único sitio en ese pequeño y triste pueblo donde podías comprar un móvil decente, y no uno de esos desechables con los que la policía no podía rastrear las llamadas y que vendían en todas las licorerías, que de ésas sí, había muchas en Holcomb.

    Laurie estuvo las primeras horas de clase tomándose fotos con sus amigos, aprovechando los momentos en los que los profesores se daban la vuelta y escribían sobre la pizarra lecciones a las que nadie prestaba atención. Pero no fue hasta la hora de la comida cuando la joven decidió sacarle todo el partido al pequeño y lujoso aparato.

    Sentada en su mesa, la de los populares, desde la cual podía ver a casi todo el mundo, Laurie empezó a llamar a varios restaurantes con servicio a domicilio para que trajeran la comida al instituto. Al principio, cuando un hombre uniformado de azul, con pantalones cortos y camisa, trajo una pizza a nombre de Mary Goldsmith, que además ya estaba pagada, ésta se alegró mucho y hasta la compartió con sus amigos. Pero cuando empezaron a llegar los perritos calientes con cebolla y pepinillos, los cubos de pollo frito, las hamburguesas dobles con patatas fritas, la comida china, mexicana e incluso hindú, Mary, de la vergüenza, no supo dónde meterse.

    Lo cierto era que la chica estaba bastante gorda, y con bastante nos referimos al tipo de obesidad mórbida que sería capaz de avergonzar hasta a los más asiduos al McDonalds.

    Mary empezó entonces a rechazar la comida. Al principio con educación, luego entre lágrimas y empujones, como si fueran paparazzis y ella una estrella de la canción venida a menos que había protagonizado otro divertido y bochornoso escándalo. Todo el comedor la estaba mirando, incrédulos ante la cantidad de comida que había pedido, sorprendidos ante la gula voraz de la chica. A cada nuevo repartidor que aparecía, las risas de todos los presentes se reanudaban, se multiplicaban. Cada vez eran más las carcajadas, cada vez eran más estruendosas.

    Los repartidores, por su parte, y queriendo abandonar el recinto escolar lo antes posible, pues más pedidos tendrían de seguro, le decían que ya estaba pagada la comida, que se la quedara, aunque fuera para tirarla a la basura. No obstante, peores fueron los casos en los que los repartidores no hablaban su idioma, aunque también los más divertidos, al menos para los espectadores, ya que cuando eran chinos, turcos o mexicanos, sencillamente plantaban la comida en la mesa y se marchaban, sin mediar palabra. Lo hicieron junto a la gorda que los compinches de Laurie les indicaron a la entrada del comedor, al mismo tiempo que se les pagaba el importe total del pedido.

    Todo terminó con Mary derrumbándose allí mismo, impotente al ver lo que le estaba sucediendo, y lo que era aún peor: que no podía remediarlo. Estaba viviendo una pesadilla, una de gordos. Algo así como la adaptación al recurrente chico desnudo en medio de una clase y que ha de salir a la pizarra.

    Fueron demasiado crueles aquel día. Laurie aún se acordaba de las risas y del llanto vergonzoso de Mary, que escondía la cara entre sus manos mientras sollozaba inconsolable, al mismo tiempo que seguía llegando comida, mucha más comida.

    Finalmente sus amigos optaron por sacarla del comedor. Nadie tenía por qué verla en ese estado, y mucho menos los perpetradores de semejante broma pesada. Todos sabían quiénes eran los responsables, incluidos los don nadies de clase media que nada pintaban en tremendo espectáculo, pero que, sin embargo, reían los que más. No era de extrañar el mal recibimiento por parte de Mary, su mala cara.

    - Hola, Mary. Encantada – saludó Laurie, con su mejor sonrisa.

    Intentó demostrarle que venía en son de paz.

    - Hola – le devolvió el saludo Mary, que lo único que pensó al ver la sonrisa de Laurie fue que era una hipócrita, y que ojalá de tanto sonreír cínicamente se le quedara la boca como la del Joker de Batman.

    - Y éste es Leonard.

    - Hola, Leonard, yo soy…

    - Sé perfectamente quién eres – lo interrumpió el chico, con una mueca de disgusto más marcada que la de su amiga Mary. Como si esto pudiera ser posible -. Eres Laurie Fonvielle, la zorra que el año pasado me robó el bolso.

    En esta ocasión había sido el propio Leonard, con bastante mala leche, por cierto, el que había recordado la respectiva broma pesada antes de que lo hiciera la memoria de la camorrista. Laurie se acordaba perfectamente del día, seguramente hasta de la hora exacta, pues esa inocentada en concreto, y con total certeza, fue una de las más crueles y faltantes que jamás hubiera llevado a cabo.

    Sucedió el año pasado, una vez sonó el timbre que anunciaba el cambio de clase, y Laurie, que había salido escopetada de su aula, se encontraba paseando por los pasillos, haciendo tiempo de seguro, y de forma provocativa gracias a su pequeña falda de animadora, con toda esa maldad innata expuesta. Perversidad que, por aquel entonces, ya le había valido su merecido mote de Bilis, sólo que ella aún no lo sabía.

    - Devuélvemelo – escuchó a lo lejos la antaño malvada animadora.

    - Vas a tener que chuparme la polla si quieres que te lo dé – oyó ahora como réplica, más cerca.

    - Joder, Jason, qué asco. No lo digas ni en broma.

    - ¿Lo dices en serio, Steve? Pero mira sus labios, si hasta se ha puesto carmín. Sería como si te lo hiciese una chica.

    Steve y Jason eran dos jugadores de fútbol, dos de los peor considerados, cabe decir. De los que son populares por su estatus, por ser deportistas, sin importar lo buenos que fueran como jugadores, que lo eran, o el bien que hicieran al equipo, que lo hacían. Lo único que tenían en su contra era que no eran lo suficientemente guapos como para tener alguna chica tras ellos. De ahí su escasa popularidad en comparación al resto, de ahí que se hicieran de escuchar metiéndose con todo bicho viviente con el que se topaban. Era su manera de hacerse ver, de hacer saber a la gente que seguían allí, en lo más alto, y esta vez le había tocado a Leonard, al chico amanerado del Martin Luther King.

    En todo instituto hay uno, aunque sólo sea uno, que no se avergüenza de su feminidad, de todo su amor hacia el hombre ajeno, y lo muestra y hasta lo explota. Y como no, siempre es blanco de bromas e insultos, y casi siempre de otros chicos, sobre todo por parte de esos que pasada la universidad y entrados en un mundo real, uno en el que las apariencias ya no lo son todo, deciden por fin salir del armario y acostarse con chicos como Leonard.

    - ¿De qué habláis, chicos? – Preguntó Laurie, apareciendo en escena. Dispuesta a actuar, a intervenir.

    Se posicionó entre los dos jugadores, colocando una mano en cada espalda, al mismo tiempo que miraba sonriente al desvalido Leonard, que allí en medio, como un indefenso cervatillo, aguantaba la mirada de Laurie, que a su vez, como un lobo, el depredador superior, lo escudriñaba, divertida.

    - Mira lo que le hemos encontrado al marica de Leonard – dijo Jason, enseñando un bolso rojo y verde que tenía entre las manos -. Es un bolso de chica.

    Y tanto que lo era, y uno además bastante femenino. No era como uno de esos cuadrados de cuero que estaban tan de moda entre los intelectuales cuando regresaban de la universidad por vacaciones a su Holcomb natal, a cualquier pueblo de mala muerte al que pertenecieran, y donde ahora se sentían tan fuera de lugar.

    - Vaya, Leonard – se asombró Laurie –. No tienes para nada mal gusto.

    - Lo ves, maricón – lo atacó ahora Steve -. Es un bolso de chicas, de chicas guapas. Y tú ni eres chica ni eres guapa.

    - Yo soy una chica. Y bastante guapa, ¿no? - Preguntó, coqueta, Laurie.

    Steve y Jason asintieron a la vez, divertidos, excitados, dado que Laurie acariciaba sus espaldas con las manos que antes había apoyado sobre ellos. Lo hacía lentamente, recreándose, de una forma sensual que el asustado Leonard no podía ver. Quedaba claro que Laurie sabía cómo ganarse a los chicos en aquella época.

    - Claro que eres guapa – le dijo Jason.

    - Guapísima – corroboró Steve.

    - ¿Entonces por qué no me regaláis ese bolso? No sería justo que lo llevara alguien que no fuese guapa, y mucho menos que no fuese una chica – resaltó de esa manera Laurie el tema del sexo, y además en varias ocasiones, todo ello al mismo tiempo que miraba a Leonard altanera, de forma despectiva.

    Laurie parecía querer comunicarle que ya le gustaría a él, un invertido, tener lo que ella entre las piernas. Aquello que volvía locos a los chicos, como hacía con esos dos.

    - Ese bolso se merece estar en un buen hogar, en uno donde lo traten bien y lo puedan exhibir sin temor al qué dirán – prosiguió Laurie -. Vedme como los servicios sociales de la moda.

    - Claro que sí, Laurie – le dio la razón Jason, que era quien seguía sujetando el bolso -. Es todo tuyo, te lo regalamos. Bueno, Leonard te lo regala.

    Acto seguido puso el bolso boca abajo, abrió la cremallera y vació el contenido en el suelo, ante la atónita mirada de su dueño, que vio desparramarse todas sus caras pertenencias por éste. Parecía como si a Dior y a Yves Saint Laurent les hubiera dado por fabricar piñatas.

    - ¡No!

    - Como te muevas, maricón de mierda, aunque sólo sea para recoger tu puto rizador de pestañas, te estampo contra mi taquilla y te doy de hostias hasta que se te pase la tontería, ¿estamos?

    Leonard se quedó allí plantado, rojo de ira, negro por dentro de impotencia, mientras no podía más que dejarse hacer, mientras escuchaba las risas de Steve de fondo, a quien le había encantado la ingeniosa amenaza proferida por su amigo Jason.

    - ¿Quieres algo de lo que hay en el suelo, Laurie? – Le preguntó Steve cuando pudo dejar de reír y recuperó su voz, además de la compostura.

    - Son cosas bonitas. Sí, bastante bonitas, y además muy caras – se sorprendió Laurie, pues todas esas baratijas debían haberle costado un dineral a Leonard.

    Lo del buen gusto, por otra parte, no le sorprendía. Era marica, se dijo, y eso lo convertiría en un futuro en diseñador, o al menos en enterado. Así de sencillo lo veía ella por aquel entonces.

    - Pero no quiero tocar nada que él ya se haya puesto encima, como por ejemplo una de esas cremas – dijo, señalando, despectiva -. ¡Y mucho menos ese pintalabios! No quiero ni pensar dónde ha tenido metida la boca antes de utilizarlo, porque seguro que ahora es un foco de infecciones. Debéis saber que estos maricas cada vez son más depravados, unos salidos de cuidado. No me gustaría ponerme su pintalabios y descubrir que esta mañana le había comido el culo a otro mariquilla como él. ¿Os imagináis lo asqueroso que sería eso? Podría amanecer mañana con un herpes. ¡O algo aún peor! Por lo que he escuchado así se pasan unos a otros la hepatitis, comiéndose el culo.

    Jason y Steve rieron ante la ocurrencia. Reacción completamente contraria a la de Leonard, que cada vez estaba más furioso, más indignado. No sólo le habían robado, sino que además tenía que aguantar semejante vejación sin inmutarse, sin replicar o intentar defenderse. A Laurie no le extrañaba que Leonard se acordara del incidente, y por descontado, le guardara rencor. Cualquier persona lo habría grabado a fuego sobre su orgullo. Pero aun así, Anabel, para sorpresa de todos, Laurie incluida, reprendió a su desafiante amigo:

    - ¡Leonard! ¿A qué viene ese comentario?

    - ¿Es que no te acuerdas de todo lo que esta perra nos ha hecho pasar, Anabel? ¿Acaso no te acuerdas de ese video tan ofensivo que te hicieron?

    - Claro que me acuerdo. Es imposible no acordarse de algo así – le contestó Anabel, paciente.

    - ¿Entonces? ¿Por qué insistes en hablar con ella? Está socialmente tan acabada como nosotros, puede que incluso más. Es nuestra oportunidad para vengarnos, para dejarla de lado y reírnos como todos hacen ahora, como ella hizo con nosotros.

    - Ahí estoy con Leonard – se unió Mary, que llevaba un buen rato sin pronunciar palabra, y quería interactuar, dar su opinión.

    - ¿Tú también, Mary? - Le espetó Anabel.

    - Ella y todos sus amigos siempre han sido crueles con nosotros – Le contestó su amiga - ¿Por qué tendríamos que ser simpáticos ahora nosotros? ¿Porque ha caído en desgracia? ¿Porque ahora es una más? Cosa que me ofende, porque mira que tener que meterla en el mismo saco que a nosotros. ¿Sabes qué te digo, Anabel? Que se lo merece, por mala.

    - ¿Acaso Jesús no perdonó a Judas?

    Sí, ahora quedaba claro. Más que claro, se dijo Laurie, para sí misma. Anabel, la Anabel religiosa, era la que había perdonado a Laurie por todas sus fechorías, por todos sus pecados. La Anabel que le había dejado sentarse junto a ellos era la católica, la que pensaba que ser una buena persona siempre era su deber, y tendría su recompensa a la larga.

    Laurie agradecía en esos momentos la educación religiosa que la joven había recibido de unos, de seguro, estrictos padres. En aquel momento a la joven solamente le apetecía abrazar a esos dos desconocidos y decirles el buen trabajo que habían hecho. Y pensar que precisamente ese aspecto suyo, el que la iba a salvar durante todo este curso de instituto, el que iba a conseguir que no anduviera por los pasillos cabizbaja y solitaria, como una refugiada de guerra que no compartiera el idioma con nadie, era el mismo por el que Laurie se había mofado de ella.

    - No empieces otra vez con esa monserga cristiana, ¿quieres? – Protestó Leonard, a quien las religiones, cualquiera de ellas, no lo habían tratado ni a él ni a los suyos con lo que se podía decir demasiada condescendencia.

    Por eso el joven odiaba a todas las fes ciegas existentes, sin excepción. Daba igual el nombre que tuvieran o el dios al que adorasen, para él todas eran repugnantes.

    - No es sólo cuestión de ideología, es también de humanidad, de ponerse en su piel.

    - Sé lo que es estar en su piel, llevo quince años en su misma situación. Sólo que con setenta kilos de diferencia debajo de esa piel – sentenció Mary, firme.

    - Precisamente por eso. Sabemos lo que es sufrir y que nadie te acepte, que todos te insulten por tu forma de ser, por las decisiones que hayas tomado en tu vida. Yo sé lo que es eso, como vosotros, y si puedo ayudar a alguien, aunque sólo sea a una persona a sentirse mejor consigo misma, lo haré. Me da igual que sea un acto católico o de cualquier otra índole. Lo haré porque me da la gana y porque sé que es lo correcto.

    Ahí quedó zanjada la discusión, tanto por Anabel, que se giró en dirección a su propia mesa, como por la profesora Rowe, que por fin entró en su aula de biología.

    Laurie imitó a Anabel. Ella, precisamente, era la que más ganas tenía de abandonar aquellos dos juegos de ojos que la fulminaban, aquellos dos odios tan diferenciados, aunque con un mismo encuentro y motivación.

    - Gracias – dijo Laurie.

    - No tienes por qué agradecerme nada. Mi madre siempre dice que a la gente hay que darle una segunda oportunidad, incluso una tercera o una cuarta. Tantas oportunidades como números hay. ¡Y mira que los hay! – Rio la joven, como si su explicación fuera una muy cómica.

    Laurie la imitó, dejó escapar una sonora carcajada ante su comentario. Aunque lo cierto era que ninguna gracia había tenido, fue una risa totalmente forzada. Pero era lo mínimo que podía hacer. Y en verdad, era un gesto, aunque a desgana, insignificante en comparación a todo lo que Anabel había hecho por ella.

    - Además, no creo que seas una mala persona – continuó la joven, haciendo que Laurie se sintiera fatal por forzar una alegría que en verdad debería haber sentido al lado de esa santa -. A veces a la gente que lo tiene todo, como era tu caso, le viene bien chocarse contra un muro, el que sea, pero uno grueso, que te haga espabilar. Y lo más importante de ese golpe es tener una mano amiga que te ayude a levantarte después.

    Anabel extendió su mano hasta la de Laurie y la acarició levemente, durante un solo segundo. Tiempo más que suficiente para que esta última entendiera.

    Laurie agradeció el gesto, su sinceridad, su buena fe, y no lo malinterpretó ni vio en él un atisbo de propuesta lésbica. Acto seguido, pasó a prestar una entera atención a la profesora Rowe, que en esos momentos estaba pasando lista y confirmando la asistencia de los que serían sus alumnos aquel nuevo curso.

    CAPÍTULO 2

    Expiación

    15:03. Lunes, 18 de septiembre. Instituto Martin Luther King.

    - ¿Tres hojas de redacción? Aún no me lo puedo creer – se quejó Laurie, que como los demás alumnos del Martin Luther King, salía de su respectiva clase, la última del día, en dirección a la calle –. Odio al señor Cowper. Por su culpa seguramente esté toda la tarde con su tarea.

    - A mí me gustan sus clases de historia – reconoció Anabel, que caminaba junto a Laurie.

    Los cuatro, o por lo menos gran parte del pequeño y nada selecto grupo, habían coincidido en la mayoría de las clases que ese día se impartían, lo que en verdad había sido un alivio para Laurie. Pero aun así, aun habiendo pasado todo un día juntos, incluido el almuerzo, Leonard y Mary seguían sin dirigirle la palabra al nuevo miembro.

    Hablaban entre ellos, a Laurie ni una sola palabra le dedicaron, mucho menos un minuto de su atención. Pero la joven del pelo verde tenía a Anabel, y si no hubiera sido por ésta, a Laurie seguramente le hubiera tocado hablar con las paredes o recurrir a alguna clase de amigo imaginario.

    - En verdad no está tan mal historia – dijo Laurie, prosiguiendo con la conversación -. Hay asignaturas peores. Lo que no me gusta es la forma que tiene el señor Cowper de dar la clase, eso es todo. Con él es aburrida, insulsa. Densa.

    - Así es la asignatura de historia.

    - ¿Aburrida?

    - No, densa. Quieras o no, son muchos los años que el señor Cowper intenta comprimir en un único curso.

    - Aun así… ¡Tres hojas! - Exclamó Laurie, de repente, recordando los deberes que les habían mandado - Me veo completamente incapaz.

    - ¡Oye! ¿Por qué no te vienes con nosotros? - Le preguntó entonces Anabel - Seguramente ahora hagamos los deberes los tres juntos.

    Anabel se paró en seco, emocionada, como si de repente se le hubiera ocurrido una cura para la polio, o aún mejor, la manera de acabar con el conflicto entre judíos y palestinos. Pero ni un solo segundo de regocijo tuvo la joven por la que creía era una gran idea, pues también se detuvieron Leonard y Mary ante semejante propuesta, sólo que por motivos muy diferentes.

    - ¿¡Qué!? – Preguntó escandalizada Mary.

    - Eso sí que no, Anabel. Es nuestro sitio, no quiero que vaya – sentenció Leonard, verdaderamente irritado -. Bastante con que he tenido que soportarla durante todo un día de instituto. Ahora no pienso hacerlo también en mi tiempo libre. ¡Es mi tiempo libre! ¡Mío! Y no quiero seguir haciendo como si no la escuchase hablar, como si no estuviese a mi lado.

    - También es mi sitio, y quiero que Laurie vaya.

    - Si vas con ella, entonces no esperes vernos ni a Mary ni a mí en él.

    - Eso no es justo – se quejó Anabel.

    - No importa, Anabel – dijo Laurie, herida, pero haciendo como si la situación no le importara lo más mínimo -. Además, tampoco podía ir, tengo cosas qué hacer esta tarde. Aunque gracias por la invitación – esto último sí lo dijo de corazón.

    Laurie retomó su camino con total naturalidad, uno que hacía escasos segundos había compartido con su nueva amiga, y ahora se veía obligada a hacer sola, a paso ligero. Mientras, Anabel, Leonard y Mary permanecieron ahí parados, como si nada, tras el tenso momento vivido. Aunque lo cierto era que dos de ellos agradecían tal resolución.

    Ninguno tenía razones para escapar a semejante velocidad, sólo Laurie, y la única causa posible era la vergüenza que en esos momentos sentía. Una tan asfixiante y cegadora como la que padece un humorista al que en plena función nadie encuentra la gracia.

    - Adiós, nos vemos mañana – Laurie se giró por última vez para ver a Anabel, para despedirse como era debido. La joven reconocía lo brusca de su huida, y pretendía suavizarla. Pero cuando volvió a mirar hacia delante, a centrarse en el camino a seguir, se topó con Mark, uno de los tantos amigos que anteriormente había tenido y que tan de lado la habían dejado aquel curso que apenas comenzaba.

    - Vaya, pero si es mi gran amiga Laurie. ¡Qué sorpresa!

    Mark era otro jugador de fútbol. Uno de los buenos, uno de los guapos, por lo que podía llegar a ser más peligroso y más cruel si cabía que Jason y Steve juntos. Él no tenía nada que demostrar a causa de una cara mal hecha, no tenía por qué hacerse de notar, pero sin embargo era de lo más rastrero cuando se le presentaba la ocasión. Podía ser todo lo perverso que quisiera, que por la cualidad que lo había encumbrado hasta la cima de la popularidad, por esta belleza, nadie se lo iba a tener en cuenta.

    El año anterior él y Laurie habían sido muy buenos amigos. Se lo pasaban bastante bien juntos, la verdad. A los dos les encantaba la cerveza, ya fuera de importación o la que robaban del frigorífico particular del bedel y que debía costarle apenas un par de céntimos cada lata, pues sabía a pis. Y por descontado, a los dos les complacía beber hasta perder el conocimiento. Evasión en la que se habían sumergido un sinfín de veces.

    Laurie agradecía que en ninguna de esas borracheras suyas hubiera perdido tanto el control de sí misma como para acabar besando a Mark, o algo aún peor, ya que seguramente entonces no hubiera tenido el valor suficiente como para soportar el duelo verbal, tan de adolescentes adictos a la televisión por cable y sus

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