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Verónica Cortesana
Verónica Cortesana
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Libro electrónico176 páginas2 horas

Verónica Cortesana

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Información de este libro electrónico

Le veo observándonos, imaginando cómo me tomaría. Le envío un mensaje con mis ojos. Esto es lo que soy.

Soy Verónica Franco. Soy una CORTESANA. Cortejo a la élite cultural en busca de fama y fortuna, entregándole mi cuerpo a muchos.

Y soy buena. Muy buena. Después de todo, fui entrenada por mi madre, y mi madre siempre sabe qué es lo mejor. ¿Cómo si no iba a complacer al futuro Rey de Francia si no era con el uso imaginativo de un cristal de Murano? ¿Cómo si no iba a complacer los deseos de todos y seguir manteniendo mi autoestima?

Pero cuando el desastre llega y mi vida empieza a desmoronarse, tendré que hacerme una pregunta: ¿Es demasiado tarde para entregarle mi corazón solo a un hombre?

Advertencia: sensualmente erótico. 18+

IdiomaEspañol
EditorialSiobhan Daiko
Fecha de lanzamiento7 dic 2017
ISBN9781547501786
Verónica Cortesana
Autor

Siobhan Daiko

Siobhan Daiko writes powerful and sweeping historical fiction set in Italy during the second World War, with strong women at its heart. She now lives near Venice, having been a teacher in Wales for many years.

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    Vista previa del libro

    Verónica Cortesana - Siobhan Daiko

    Diseño de portada J.D. Smith

    Traducido del original por Cinta Garcia de la Rosa

    En memoria de

    Veronica Joyce

    Más deliciosa que

    Venus

    1

    El banco de madera es áspero bajo mis dedos. Aspiro la embriagadora fragancia del incienso mezclada con el perfume de las cortesanas sentadas al fondo de la iglesia. Me remuevo, el corpiño de mi vestido rosa de damasco tan rígido que me pellizca, y la gargantilla me asfixiará seguro. Me abanico, pero no sirve de nada: los rizos rubio oscuro que escapan de debajo de mi velo se adhieren a mi húmeda frente.

    Mi marido, Paolo Panizza, se encuentra a mi izquierda, su cabeza inclinada en oración, su grasiento cabello gris colgando blandamente alrededor de su arrugado rostro. Casada el año pasado a la edad de diecisiete años con un viudo de cincuenta veranos o más, mi futuro había sido sellado antes siquiera de que hubiera empezado a vivirlo, y mi corazón se siente oprimido en esta cálida mañana veneciana del año de nuestro Señor 1563. Yo había soñado con un amor verdadero como el que Petrarca describía en sus sonetos, esos versos que yo había intentado emular en mis propios escritos.

    Hay movimiento en el banco al otro lado y un alto extraño atrae mi mirada. Oscuro pelo castaño cae sobre sus hombros. Sus facciones son hermosas: labios gruesos, firmes mejillas, y una barba bien recortada. Su ajustado jubón cubría anchos hombros que se estrechaban hasta una estrecha cintura. Me sonríe y yo bajo la mirada, rubor subiendo por mi ya ardiente cuello.

    Después de misa, las cortesanas atraviesan la explanada sobre sus altos zapatos de plataforma, chapines[1], que las hacían parecer problemáticos galeones, sus abultadas faldas ondeando como velas, sus doncellas cogiéndoles de las manos para que no perdieran el equilibrio. He oído que a veces visten medias y calzones de hombre bajo sus faldas, pero nadie me ha contado por qué harían tal cosa. Una mujer destaca por encima de las demás; sus chapines deben ser vertiginosos, tres o cuatro palmos de alto, y está sonriendo y poniendo morritos a potenciales patrones, atrayéndoles como a peces a su red. ¿Cómo será yacer con un hombre? Y hacerlo por dinero, nada menos. A menudo me pregunto...

    Mi falda, debajo de una cintura en forma de V, suave y plisada, no está tan llena como las que visten las cortesanas, pero permite que circule algo de aire por mis partes íntimas. Paolo abre un camino entre la multitud. –¡Venid, Verónica! No debemos llegar tarde a almorzar–. Luego le escucho murmurar por lo bajo: –Puta asquerosa.

    Manteniendo mi velo en su sitio, troto detrás de él como un cachorrito siguiendo a su dueño. Con la cabeza baja, me esfuerzo por seguir el ritmo, ya que la zancada de Paolo es más larga que la mía. Un golpecito en mi hombro y me giro en redondo. Es el hombre que vi en la iglesia. Se inclina y hace una reverencia. –Jacomo di Babolli –dice él.

    –Verónica –llama mi marido por encima del hombro. –¡Daos prisa!

    –Mi esposo –le digo al hombre.

    Él levanta una ceja. –Pensaba que era vuestro padre.

    –Debo irme–. Luego, ¿por qué no? –Os veré en misa el próximo domingo.

    Aguanto durante el interminable almuerzo en casa con Paolo, donde nos sirven sus sirvientes. ¿Cómo puede carecer de carne sobrante? Tengo que observarle devorar plato tras plato de cada comida como un cerdo en su comedero. Pienso en Jacomo y ansío saber más de él. Es la falta de diálogo, la diferencia de edad, y el modo en que me trata mi esposo lo que permite que pensamientos de otro hombre se deslicen en mi mente. Pero los pensamientos no son acciones, ¿verdad?

    Paolo empuja su silla hacia atrás y eructa. –Esperadme en vuestros aposentos, Verónica.

    Nuestra rutina. Todos los días, sin faltar, desde que me desposó. Nadie ve las marcas, ya que están escondidas debajo de mis enaguas.

    Paolo cruza la puerta a zancadas. Me inclina hasta apoyar mi rostro sobre un lado de la cama, mis pies en el suelo, y levanta mis enaguas. ¡Zas! La delgada vara escuece cuando golpea mi carne. Grito y me encojo. Su puntería es buena, y encuentra un punto donde pegar que ya se ha curado desde una sesión previa. –Sois una puta asquerosa, ¿verdad? Repetid conmigo y entonces pararé. Soy una puta asquerosa.

    –Soy una puta asquerosa–. No me resisto a él. Aprendí pronto que era inútil.

    –Dormiré la siesta ahora. ¡Cuidáos de molestarme!

    Ya no lloro. No me quedan lágrimas y mi corazón se ha endurecido ante la crueldad de Paolo. Jacomo di Babolli tenía razón al pensar en él como mi padre, ya que es coetáneo a mi padre. Sin embargo, Papa nunca me pegaba. Él ganó un juego de borrachos con Paolo y pudo pasarme a él con la mínima dote.

    Para las mujeres jóvenes de mi entorno, en una época en la que las dotes han subido tanto que solo las más ricas encuentran marido, las opciones son limitadas. Y yo aguanté más tiempo que la mayoría; el matrimonio a los catorce años es normal para aquellas de nosotras que tenemos suerte de recibir una oferta. Tuve la elección de casarme con Paolo, de entrar en un convento, o de seguir los pasos de mi madre.

    Para ser honesta, me persuadió que él fuera médico y que, si no era rico, al menos tuviera una casa no muy lejos de San Marcos. Pensé que podría soportar la diferencia en nuestras edades. No tenía ni idea de qué otras cosas tendría que soportar.

    Solo hay una bendición en mi existencia, sin embargo. Paolo Panizza posee una increíble biblioteca y tengo completa libertad para leer tanto como desee. La habitación está justo al salir del portego, al fondo del piano nobile, no es grande, pero tiene volúmenes encuadernados en cuero desde el suelo hasta el techo. Venecia está en el centro de la industria impresora, y Paolo se ha aprovechado por completo. Hay un maravilloso aroma aquí, mohoso y embriagador.

    Cojo el libro de donde lo dejé ayer, el que contiene la historia de Dánae, un cuento con el que me identifico porque ella fue una mujer abandonada por su padre. Me llevo el volumen a la nariz y aspiro el aroma a papel y tinta antes de devorar las palabras. Pronto he llegado al final, ya que solo quedaban unas páginas de ayer. Me levanto del sillón y me estiro, soltando un bostezo. Sobre el escritorio de Paolo hay un tomo polvoriento. Lo cojo y lo hojeo, mis ojos abriéndose más con cada página. Hay dibujos de hombres y mujeres. Desnudos. Sus cuerpos contorsionados en lo que solo podía describirse como fornicación. (No lo he presenciado, pero he oído hablar de ello por mis hermanos.)

    También hay versos lujuriosos que hablan de follar. Sube calor de entre mis muslos. Devuelvo el libro a su sitio con prisas y voy a mi habitación, donde practico escalas con mi laud, decidida a desterrar las imágenes de mi mente. Canto un soneto de Petrarca al que le han puesto música.

    ‘Veo sin ojos y sin lengua grito;

    y pido ayuda y parecer anhelo;

    a otros amo y por mí me siento odiado.

    Llorando grito y el dolor transito;

    Muerte y vida me dan igual desvelo;

    Por vos, Señora, estoy en este estado.’

    Todas las canciones y poemas que conozco han sido escritos acerca de mujeres inalcanzables. Preferiría cantar sobre un guapo hombre como el que conocí esta mañana. Mojo la pluma en tinta. Hay un trozo de pergamino sobre el escritorio, y tras escribir y reescribir estoy contenta con lo que he escrito:

    Te mostraría mi amor si me dejaras,

    Todo lo que ahora me ocultas,

    Y mi alegría será deleitarte;

    Me encontrarás más deliciosa que Venus.

    Mi corazón se hunde. ¿Cuándo tendría la oportunidad de emular a Venus, la diosa del amor, y complacer a un hombre? ¿Y cómo seré alguna vez más deliciosa que ella cuando se me niegan los placeres de la alcoba?

    Llega la noche y me tumbo sola en la cama. No puedo evitar pensar en esos dibujos. Mi cuerpo arde y mi imaginación, siempre una parte fértil de mi ser, empieza a volar. Cubriendo mis pechos con mis manos, froto mis pulgares alrededor de la areola. Mis pezones se endurecen contra mis palmas, enviando un agudo estremecimiento de placer hasta mi figa. ¿Qué hacer? Esos inflamados falos en ese libro eran enormes. Nunca he explorado por ahí abajo. ¿Cómo de grande es? ¿Lo suficientemente grande para una verga?

    Abro mis muslos y meto la mano debajo de mi camisón, acariciando el suave y aterciopelado pelo. Hay cierta humedad que facilita que empuje un dedo dentro. Cuando rozo un diminuto bulto que parece una perla grande, un primitivo temblor me sacude. Mis caderas se sacuden hacia arriba, contengo el aliento, y exploro más dentro de mis carnosos pliegues.

    Calor se extendió hasta mi centro. Ahora hay espacio para más de un dedo, y mi figa grita ser llenada. Un vial de cristal de Murano está sobre mi mesa de noche, vacío de la mezcla de hierbas que contenía, el remedio para una tos reciente. Redondo en diámetro, más ancho y más largo que mis dedos. ¿Cómo se sentirá? La botella está fría y me la meto en la boca para calentarla. Succionarla envía más escalofríos por mi cuerpo, mi lengua vuelve a la vida con sensaciones, y suelto un suave gemido.

    Bajo el cristal y lo deslizo contra mi hinchada carne, frotándolo contra mi protuberancia. Una oleada de deseo. Me sacudo contra la botella, introduciéndola dentro de mí. Un dolor agudo, solo momentáneo. ¡Maria Santissima! Me he desvirgado a mí misma, que es más de lo que Paolo consiguió en nuestra noche de bodas. Su verga permaneció flácida, así que me dio una paliza y dijo que yo era igual que la puta de mi madre.

    Empujo la botella profundamente dentro de mí, dentro y fuera, dentro y fuera, una y otra vez. La sensación es maravillosa. Entonces algo sucede, algo tan inesperado que me hace jadear. Es como si un muro de placer contenido se hubiera roto y esa felicidad liberase cascadas por todo mi cuerpo, como olas contra la orilla. Mis dedos están cubiertos con mis jugos. Me los llevo a la nariz, inhalando el olor a almizcle. Toco la punta de mis dedos con la lengua. El sabor es dulce, como la manzana que comí después de la cena, y también tiene sabor a sangre. Ojalá no fuera un pecado haber disfrutado follándome a mí misma. Tendré que confesarme con el sacerdote por cometer un acto impuro...

    Pasan las semanas, Signor Jacomo y yo intercambiamos miradas secretas en misa (mi marido me mantiene cerca), y de noche me doy tanto placer que estoy totalmente agotada por mis esfuerzos. Ese libro ya no está sobre la mesa de Paolo. Estoy tentada de buscarlo, pero me digo que es probablemente algo sobre lo que siente lujuria en la privacidad de su alcoba, y yo no quiero tener nada que ver con eso. La verdad es que mi esposo me repugna. No le tengo miedo; le tengo lástima. Seguro que debe haber algún modo de librarme de esta atadura.

    Finalmente envío a Domisilla, mi doncella, con una nota para mi madre, rogándole que me visitara. Ella vuelve al cabo de una hora. –Madonna Franco vendrá mañana.

    Paolo ha sido llamado para ver a un paciente esta mañana. Me siento junto a la ventana que mira al río. Motas de polvo hacen piruetas en los rayos del sol y brilla como oro en el agua de abajo. Hay un hedor a los efluvios del contenido de una miríada de orinales vaciados en el canal. Cojo una ramita de romero de la mesa y la sostengo contra mi nariz. El crujido de un remo cuando pasa una góndola, las cortinas cerradas alrededor de la sección central. He oído que algunas veces cortesanas entretienen a sus patrones en el agua. Pienso en la elección que me ofrecieron hacía un año cuando Papa dijo que tenía que casarme con Paolo: hacerme monja (mi dote habría ido al convento), o dedicarme a la única otra profesión abierta a mí. En ese momento me opuse a lo que yo pensaba sería mi ruina, sin apenas darme cuenta de que la alternativa había resultado

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