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Crímenes de lesa majestad
Crímenes de lesa majestad
Crímenes de lesa majestad
Libro electrónico343 páginas5 horas

Crímenes de lesa majestad

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¿Y si la incorporación del Reino de Mallorca a Aragón no hubiese sido legal? En ese caso, Mallorca no formaría parte de España. ¿Cuál sería su destino?

Durante una recepción del rey emérito en el Palacio Real de la Almudaina, en Palma, Beatriz Segura, la investigadora licenciosa, encuentra por casualidad un antiguo pergamino. En él se hace referencia a un documento que podría haber cambiado la historia del efímero Reino Privativo de Mallorca, conquistado por Aragón en sangrientas circunstancias. Y, por ende los Reinos de Aragón y de España tampoco hubieran evolucionado como lo hicieron. Al pedir a un catedrático de Historia que le traduzca el documento, este le pone en contacto con un descendiente del redactor del pergamino hallado, que contrata a Beatriz para que busque ese documento desaparecido que podría cambiar la historia de Mallorca, a fin de limpiar el blasón de su familia, tachada de felona desde hace siglos. Las olvidadas pugnas entre los descendientes de Jaime I, los franceses y el papado durante el siglo XIV, salen a la luz según la investigación avanza, y Beatriz intenta comprender por qué Jaime II, rey de Mallorca, firmó el pergamino desaparecido.

Pero como ya ocurrió hace siete siglos, una conspiración parece resucitar con el documento y los asesinatos se van cebando con todos aquellos que tienen que ver con la búsqueda del pergamino real. A Beatriz no le quedará otra opción que reconstruir qué sucedió en el pasado y viajar por Mallorca, Perpiñán, Barcelona y Denia para intentar encontrar el documento, si es que este aún existe y, de ese modo, desbaratar los planes criminales que se ciernen sobre ella y todos los que conocen la existencia de esa oscura etapa de la Historia.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento17 nov 2017
ISBN9788417263065
Crímenes de lesa majestad

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    Crímenes de lesa majestad - Joaquín Lloréns

    1

    El sábado iba a conocer al rey.

    Julio Montero, el guardia civil con el que tanto había tropezado en los últimos años y que había sido ascendido a teniente tras un fugaz paso por el escalafón de alférez, en gran parte gracias a mis informaciones de hacía dos años en el caso de los políticos asesinados por la misteriosa «Hermandad para la regeneración democrática¹», me había llamado a las diez de la noche dos días atrás.

    –Hola, Beatriz. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras por Mallorca? ¿Qué es de Alberto? ¿Por dónde has estado? ¿Te has metido en algún nuevo lío?

    Siempre igual este hombre. Antes de que tomaras aire para responder, ya te había ametrallado a preguntas. Gajes de su oficio, supongo.

    –Hola, Julio. Sí, estoy en mi apartamento de Son Verí Nou –obvié el resto de preguntas–. ¿Qué es de tu vida? –inquirí a mi vez.

    –Anquilosándome. Desde que me ascendieron me paso el día sentado en el despacho y los festivos, de recepción en recepción. Echo en falta algo de acción –me sonreí para mis adentros al notar la doble intención de su última frase–. Lo único para lo que me ha servido el ascenso ha sido para que me resulte menos sangrante la asignación mensual a mi ex. La muy víbora, cuando se enteró de que me promocionaban a teniente, intentó que se la subiera, vía judicial. Menos mal que me tocó un magistrado con dos dedos de frente…

    Julio llevaba siete años divorciado, pero por sus confidencias, su mujer era una especie de bull terrier que no soltaba presa. En el fondo suponía que no sería para tanto, pero como no había tenido ocasión de hablar jamás con ella, no podía contrastar la versión de mi amigo.

    –Bueno –le corté amablemente–, ¿qué se te ofrece?

    –Ah, sí… Se me va el santo al cielo. Debe ser la edad –rio con estruendo.

    Me permití dudarlo. Sus sucesivas ascensiones en el escalafón en los últimos tiempos indicaban a las claras que sus facultades mentales estaban perfectamente engrasadas. Cuando controló la risa, prosiguió:

    –El próximo sábado tengo una recepción en la Almudaina. El caso es que, desde hace algún tiempo, el último sábado de cada mes tiene lugar en el Palacio de la Almudaina un cambio de guardia del Regimiento de Infantería Palma 47 con trajes de época de principios del siglo XIX, al estilo Buckingham. Desconozco si por motivos turísticos o por mero lucimiento castrense. Pasado mañana toca y se conmemora el tercer centenario de la fundación del Regimiento Voluntario de Palma, que creó el Marqués de Vivot para combatir en la guerra de la Independencia Española. Esta vez han organizado una recepción a las autoridades con alto nivel. Viene hasta el rey.

    –¿Felipe?

    –No, Juan Carlos, el rey emérito. En resumen –concluyó–, que me da palo ir solo. ¿Te importaría acompañarme?

    –De mil amores. No he tenido aún ocasión de tratar al rey. Solo le he visto en Puerto Portals alguna noche de verano y me hace ilusión conocerlo en persona; a ver si es tan campechano como dicen. Aunque desde que ha abdicado, se le ve muy pochito.

    –¡Espléndido! Entonces, ¿te paso a recoger a las diez de la mañana?

    –Estaré lista.

    Sin duda mi atuendo no era el más típico para una mañana de sábado de finales de octubre en Palma, pero la ocasión lo merecía. Si una no se puede lucir en una recepción adonde va a acudir el rey, ¿cuándo si no? Llevaba un vestido rojo rubí de Rem Acra con escote palabra de honor que, por mor del sujetador, me permitía mostrar el canalillo y el comienzo curvilíneo de mis senos. Acababa en una cola corta evasé que, me temía, acabaría en bastante mal estado tras pasear por el empedrado suelo de la Almudaina y sus aledaños. Se lo había visto a Eva Longoria en la alfombra de los Globos de Oro y no había parado hasta conseguirlo. Mejor no recordar el precio. Calzaba los pies con unos pump rojos de Alexander Mcqueen con cristales Swarovski incrustados y puntera peep-toe con plataforma camuflada. Por encima, una chaqueta amarilla de seda salvaje cuyo color, conjugado con el del vestido, era mi personal homenaje a la bandera de España. En la peluquería me habían puesto unas mechas amarillas sobre el pelo negro cuervo, dándome un ligero aire de oropéndola. Me habían recogido el cabello en un moño italiano y maquillado estilo años sesenta: ojos sombreados en amarillo extremo, con dibujo morado en la banana, pómulos marcados y lápiz de labios anaranjado de Love Devotion. Una gargantilla de Juan Pacheco de plata fina y un ópalo engastado, a juego con los pendientes y la pulsera, completaban el conjunto. Solo portaba un bolso de mano; no uno de cóctel, sino más grande, en el que me cabían con holgura la cartera, el carnet de identidad y un frasquito de perfume. No dudaba de que, debido a la presencia del rey tendría que identificarme, a pesar de ir acompañada por un oficial de la Guardia Civil.

    A las diez menos cuarto, Julio pulsó el interfono para indicarme que ya estaba esperando. Cuando, unos minutos más tarde, salí de la urbanización y me vio, exclamó:

    –¡Santa Virgen de Guadalupe! ¡Vas a causar sensación! Espero que no acuda la reina, porque al rey se le van a salir los ojos de las órbitas, y tal como están las cosas entre ellos…

    –Adulador –le dije encantada mientras le daba un cálido beso en los labios sintiendo el cosquilleo de su bigote. Estuve tentada de pasar la mano por su cráneo, apenas cubierto por el pelo cano rapado al dos, como el de un sargento mayor de West Point. No sé el motivo, pero acariciar ese tipo de cabezas tiene mucho de placentero–. Tú tampoco estás nada mal –devolví sincera el cumplido–. No creo que venga Sofía. Desde que Juan Carlos ha abdicado, no se les ha visto juntos prácticamente en ningún acto oficial.

    Era la primera vez que veía a Julio vestido con el traje de gala de oficial de la Guardia Civil. Era más sobrio de lo que esperaba y en los hombros refulgían las dos estrellas de seis puntas de teniente. Se lo debían haber cosido a medida, porque su musculoso cuerpo, por una vez, no parecía que fuera a reventar el traje, sino que se le ajustaba a la figura como un guante. Noté un escalofrío por la espalda. Al menos en mi caso, sí que es verdad que los hombres vestidos de uniforme me seducen.

    –Con esta ropa no pareces tú –le dije, admirativa.

    –Lo tomaré como un cumplido –contestó bromista.

    –Anda, vamos.

    Aproveché el trayecto para retocarme el gloss de los labios y a las diez y media aparcábamos delante del Parlament.

    –Alguna ventaja tenía que tener esto del ascenso –comentó poniendo una mueca cuando, tras mostrar su acreditación, el guarda urbano había permitido que pasara el Honda CRV de Julio por la calle Palau Reial.

    El corto paseo por la plaza de la catedral hasta llegar a la Almudaina fue un pequeño placer para mí. Pocas cosas hay comparables para una mujer que se tiene por hermosa y elegante, que poder lucir sus mejores galas frente a una multitud separada por vallas de seguridad; aunque no soy lo suficientemente pazguata como para pensar que me esperaban a mí. Ya sabía que la expectación era para la guardia y, sobre todo, para el rey, pero disfruté como una niña con zapatos nuevos contemplando la envidia que asomaba en muchos rostros femeninos al examinarme de arriba abajo, como escáneres. La temperatura era agradable, gracias a un sol radiante y ello, junto a las verdes hojas perennes de los pinos, hacía que pareciera un día de primavera. No me sobraba la chaqueta, pero casi. Cuando estábamos a punto de llegar a la entrada del palacio, vi un rubicundo bebé sonrosado y de amplios mofletes junto a una mujer de mi edad tras las barreras de protección. No me pude resistir y me acerqué hasta él. De cerca comprobé que no tenía más de cinco meses.

    –¡Qué monada! –dije a su madre–. Es para comérselo.

    –Gracias –contestó con evidente orgullo maternal.

    Cuando me agaché para hacerle una carantoña, el bebé me miró y formó una sonrisa de esas que remueven las entrañas de cualquier mujer en edad fértil. Tras despedirme de la madre, Julio, que me había seguido, comentó divertido:

    –Es la primera vez que te veo alelada por un niño. No me digas que ya te ha entrado el síndrome de la maternidad.

    –No es para tanto, exagerado. Es que era una ricura.

    Lo cierto era que, hogaño, cumplida recientemente la treintena y tras superar el período traumático de mi secuestro en Alicante², sí que me había entrado un inquietante interés sobre cualquier regordete bebé que veía por la calle o la playa. Incluso por los niños y niñas de hasta siete u ocho años. Y cuando contemplaba a una niña vestida con uno de esos vestidos de florecillas azules o rojas y la cabellera adornada con lazos de terciopelo, me encontraba ponderando si yo le hubiera puesto el lazo de otro color, o los zapatos de charol en vez de cuero. Sí, definitivamente algo incontrolable se estaba fraguando en mi interior.

    Ya dentro de la Almudaina, tuvimos que esperar media hora en el Patio de Armas, o de Honor, hasta que el monarca llegó. En el ínterin, Julio aprovechó para presentarme a varios mandos de la Benemérita y a diversas autoridades locales con quienes parecía tener un trato de confianza: Presidentes del Govern, del Parlament, del Consell Insular, etcétera. Bien aleccionados por cursos de gestualidad empática, todos daban la mano centrado su mirada en tus ojos, intentando transmitir que te prestaban verdadera atención. Me produjeron una sensación parecida a la que tuve en mi primer viaje a Nueva York. A estos personajes los había visto tantas veces en la televisión local y en los periódicos que era como si los conociera de toda la vida. Habían colocado una pequeña estructura sobre la que se había alzado una tarima, junto a la Real Capilla de Santa Ana, que no impedía que, tras ella, se pudiera contemplar su pequeño pórtico de estilo románico catalán de mármoles blancos y rosados adornado con capiteles labrados con animales mitológicos y, en el tímpano, el pequeño conjunto escultórico formado por cuatro figuras. La Virgen María con el niño Jesús en brazos eran fácilmente reconocibles. Julio me aclaró que las otras dos figuras representaban a San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen.

    Por fin llegó el rey, acompañado de un numeroso séquito y apoyado en el bastón del que ya no se desprendía casi nunca. Los curiosos, a pesar de los escándalos que le habían acompañado los últimos meses de su reinado y de que la celebración hacía rabiar a los pancatalanistas mallorquines, aplaudieron al unísono al saludarles el monarca. Por un día los republicanos y los independentistas no habían hecho acto de presencia.

    El relevo de Guardia estuvo entretenido, con sus tambores y pífanos, aunque era una versión bastante modesta del que tiene lugar en el Palacio Real de Madrid y, no digamos, del de Buckingham en Londres. La plebe, como dirían en el medioevo, o el pueblo, como dirían ahora los políticamente correctos, disfrutó de lo lindo con vítores continuos al rey, a España y a las Fuerzas Armadas desde el exterior de la Almudaina. Por algo la Familia Real vacacionaba en Baleares y no en el País Vasco o Cataluña.

    Cuando terminó el marcial espectáculo, el rey y su séquito cruzaron la entrada de la escalera real. A los lados, la flanqueaban dos leones de cabeza plana cuyos bucles de ondulada cabellera les dan un aire de esculturas asirias. Se dirigieron hacia el primer piso. Unos minutos más tarde, se nos indicó a los invitados que fuéramos detrás. Allí, traspasamos una habitación con artesonado mudéjar y, tras cruzar la Sala del Consell, donde antiguamente los reyes comían en privado y donde ahora tenía su despacho la reina, pasamos al despacho de su majestad el rey, orientada al sur y decorada con mobiliario Imperio del siglo XIX. Allí se procedió a un rápido besamanos en el que íbamos pasando uno por uno a saludarle en un protocolo aparentemente democrático, pero que, en realidad, solo actualizaba la pleitesía que realmente suponía. Cuando me llegó el turno, le di la mano y realicé la preceptiva genuflexión mientras el edecán le susurraba mi nombre. Al levantarme y mirarle a los ojos, estos le sonrieron y me dijo:

    –Señorita Segura, es usted sin duda el mejor adorno que se podía añadir a este castrense acto. Me recuerda a una amiga, también mallorquina, de mi juventud. Espero disfrutar un rato de su compañía más tarde, en la recepción.

    –Será un placer y un honor…, en ese orden –contesté algo atrevida sin desengañarle respecto a mi lugar de nacimiento.

    El rey sonrió satisfecho entrecerrando apenas los ojos, lo que le daba un aire pícaro a pesar de lo mayor que se le veía. Se ve que mi maquillaje sesentero le había retrotraído la mente unas cuantas décadas. Cuando nos separamos, Julio, que había permanecido a mi lado, me comentó divertido clavando en mí sus ojos azules:

    –Eres un caso. Porque está ya muy mayor el hombre, que si no, le veo echándote los tejos luego.

    –Ha perdido atractivo físico, es verdad –concedí–, pero no hay duda de que tiene prestancia y, sin duda, debe ser un hombre muy interesante… y experimentado.

    Le guiñé el ojo y Julio resopló denegando a un tiempo con la cabeza, como queriendo decir: «No tiene remedio».

    Más tarde, en la recepción con aperitivo que tuvo lugar en el singular salón gótico del Tinell, o del Trono, fui asediada con audacia y salero dispares por casi todos los hombres que habían acudido sin pareja al acto, mientras Julio, en segundo plano, sostenía una sonrisa socarrona. En un momento dado Su Alteza Real, don Juan Carlos, con su inseparable séquito, se acercó a mí y estrechándome de nuevo la mano mientras el fotógrafo oficial tomaba una nueva instantánea, se inclinó un poco y me susurró al oído:

    –¡Ah, señorita! Si la hubiera conocido hace unos pocos años, habría sido un verdadero placer para mí invitarla a cenar.

    –Si su majestad se conserva estupendamente… Si lo desea algún día, sería para mí un honor…

    Aunque su piel había perdido tensión y el cuerpo tampoco se mantenía tan erguido como cuando era joven, sus campechanos ojos seguían irradiando picardía. Se veía que la gira por los restaurantes con estrellas Michelín del último año le había sentado bien.

    –¡Qué hermosa es la juventud! –exclamó con sincera nostalgia dirigiéndose a su acompañante y siguió su ronda de saludos.

    No sé si fue por los nervios de la charla real, pero lo cierto es que, de pronto, me entraron ganas de ir al baño. Me aproximé a uno de los camareros y le pregunté por la localización de los servicios. Me indicó que, tras el despacho del Jefe de la Casa de su Majestad el Rey, había una puerta y que tras ella, lo encontraría. Me dirigí a la habitación que creí correcta. Al cruzar la puerta, me topé con una escalera y decidí descender. Cinco minutos más tarde estaba completamente desorientada y sin haber localizado el baño. Tras otra puerta, me encontré en una pequeña habitación sin ventanas, cuya tenue iluminación mostraba unos antiguos tapices y un mobiliario formado por una mesa de nogal, cuatro sillas Luis XV y un gabinete de palisandro y ébano. Enfadada por mi estupidez, que iba a acabar por provocarme un húmedo bochorno, di un golpe con el lateral del puño a la pared. Para mi alarma, la pared pareció hundirse ante el golpe. Cuando me repuse del susto, miré el muro y comprobé con alivio que no; solo un pequeño bloque había cedido. Por curiosidad, empujé un poco más y la piedra se deslizó aún más adentro, casi hasta la altura de mi codo. Miré a mi alrededor, como una niña temerosa de ser pillada en plena trastada, pero allí no había nadie. Al sacar el brazo, rozando las piedras, noté que, a la izquierda, a unos quince centímetros de profundidad, había un hueco. Tras sopesar los pros y los contras, venció mi curiosidad y volví a introducir el brazo; esta vez buscando el hueco. La cabeza me decía que era dudoso que en medio del muro hubiera alguna alimaña o insecto peligroso. A pesar de todo, mi repugnancia por los arácnidos me hizo apretar los labios con tensión. Tanteé el hueco lateral y toqué algo. Sentí el repelús que a veces provoca el tacto de algo inesperado. Extraje la mano al instante. Después, controlando mi aprensión a duras penas, hice acopio de valor y volví a introducir la mano. El objeto estaba inmóvil. Al tacto parecía algo cilíndrico, liso, con una protuberancia. Lo así y con sumo cuidado lo saqué. Parecía un pergamino enrollado y estaba atado con una cuerda deshilachada casi por completo.

    Una vez más, como una rapazuela pillada en plena travesura, busqué con la mirada cualquier presencia. Seguía estando sola. Con suma atención examiné el objeto. Parecía antiguo, con los bordes ajados y, al rozarlo, mis dedos dejaban su huella sobre la fina pátina de polvo que lo cubría. Durante unos minutos me quedé allí de pie, incapaz de decidirme qué hacer. Al final ganó la impulsiva curiosa que hay en mí. Con suma precaución para no estropearlo, lo guardé en el bolso. Cabía justo. Salí de la habitación y, pocos minutos después, me tropecé con un hombre de traje y pinganillo en la oreja, que, tras identificarme, me orientó de nuevo hasta el salón de la recepción. Allí volví a preguntar por el baño al primer camarero que me encontré y esta vez lo pude localizar sin mayores dificultades. Mientras, daba vueltas sobre qué hacer con el objeto. Decidí que no pasaría nada si me lo llevaba temporalmente. Quería gozar de la sensación de tener algo especial. Ya lo devolvería más adelante, cuando supiera algo más de lo que daba por supuesto que era un pergamino.

    Al volver a introducirme en el salón, constaté que la recepción estaba concluyendo. El rey se había marchado y las escasas autoridades que aún permanecían allí, se dirigían despacio a la salida. Solo permanecían inmóviles un par de grupos de personas. Localicé a Julio a unos quince pasos, de espaldas a mí. Charlaba con otro hombre de uniforme. Al acercarme, el hombre con el que Julio hablaba se me quedó mirando y me recorrió el cuerpo de arriba abajo y de abajo a arriba, como habían hecho las mujeres de la plaza a mi llegada. Julio debió darse cuenta de que su interlocutor estaba interesado en algo porque se giró hacia mí.

    –Ah, Beatriz. Por fin apareces. ¿Dónde te habías metido? ¿No habrás hecho alguna travesura, verdad? –preguntó haciéndose el gracioso.

    Noté como un cierto rubor me calentaba las mejillas.

    –No, para nada –mentí–. Es que no encontraba el servicio.

    Julio pareció quedar satisfecho y, mirándonos alternativamente a uno y otra, nos presentó:

    –El teniente coronel Carlos Lecina, máxima autoridad de la Guardia Civil de Mallorca. La señorita Beatriz Segura.

    Nos estrechamos la mano y él se inclinó en una caballerosa reverencia. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años. Medía un metro sesenta y tantos, algo más bajo que yo, rostro aquilino, pero con esos pliegues de la piel en el cuello que delatan a quien ha estado muy grueso, nariz aguileña –más marcada que la de Julio– y labios delgados y sanguíneos. Unas finas venas surcaban sus mejillas, de pómulos altos y sus cejas eran gruesas y descuidadas. El cráneo estaba completamente pelado y tenía unos ojos vivos de color melaza que denotaban inteligencia y que se esforzaban en rehuir mi escote.

    –Encantado de conocerla. Precisamente le estaba preguntando a Montero quién era su hermosa acompañante. Su belleza ha causado estragos entre las autoridades presentes –me dijo zalamero con un marcado acento maño.

    –Muchas gracias. Es usted un digno portador del espíritu galante de la Benemérita.

    –Beatriz Segura, Segura… –repitió como pensando en voz alta mientras asentía–. Me suena su nombre. ¿Nos conocemos de algo?

    –Es posible que del asunto aquel de hace un par de años: el de la Hermandad para la Regeneración Democrática –intervino Julio–. La señorita Segura fue la persona que se puso en contacto conmigo y nos dio la información que nos permitió descubrir el modus operandi de la organización y neutralizarla.

    –Sí, lo recuerdo –me miró con renovado interés, ya no solo centrado en mis curvas–. Un doble placer entonces. Ahora creo entender lo que quería decir Montera con lo de la travesura –supongo que, por casualidad, dirigió sus ojos hacia el bolso. Sentí como este se volvía pesado–. Siempre me he preguntado qué puede llevar una dama en un bolso como ese –comentó de súbito. Di un respingo y la voz me tembló un poco al responder:

    –Ya se puede imaginar. Polvos para retocar el maquillaje, un espejito… y poca cosa más.

    El teniente coronel mantuvo aún unos instantes la mirada fija en el bolso. Por un momento me temí que insistiera en ver su contenido, pero finalmente, miró a Julio y le dijo:

    –Le envidio a usted, Montera, por esta amistad –se giró de nuevo hacia mí y se despidió dándome la mano–: Espero tener el placer de volver a verla pronto.

    –Yo también –me despedí aliviada.

    –Y Julio, continuó dirigiéndose a mi acompañante palmeándole en el hombro, a ver si consigue algo con lo de «El Terminal», que siempre es un placer pasar por los morros de los mossos un éxito.

    –Estoy en ello, mi teniente coronel –respondió Julio con cara poco convincente.

    En cuanto se separó unos metros, interrogué a Julio:

    –¿Qué es eso de «El Terminal»?

    –Luego te cuento –contestó en un susurro mirando a su jefe que se iba alejando.

    Cuando caminábamos en dirección a su coche, yo asida a su brazo, Julio rompió el silencio.

    –Me ha parecido que te ponías nerviosa con el teniente coronel.

    –Es por lo de la Hermandad –me excusé–. Quieras que no, aquel asunto no llegó a terminar del todo. Es cierto que detuvieron a algunos de los ejecutores de los crímenes de los políticos, pero no eran más que marionetas en manos de esa gente. Y aunque esta cesó en sus actividades delictivas, nunca se ha llegado a detener a los cerebros que urdieron aquello, ni si formaban parte real de UPyD o del Movimiento 15M.

    Julio no estaba al tanto, pero tanto Alberto Riera, mi mentor y amante, como su mayordomo Roberto, el hijo de este, Javier, y yo, sí que sabíamos quién se ocultaba detrás, pero eso era algo que nunca reconoceríamos.

    –Comprendo… –pareció admitir–. En fin, ¿qué te ha parecido mi jefe?

    –Parece astuto…, y tiene un acento muy gracioso –sonreí divertida.

    –Sí, a veces suelta alguna expresión maña que nos obliga a reprimir la risa. Pero es muy competente. A pesar de que no le debe quedar mucho tiempo para la jubilación, ha impulsado un programa de reformas en el cuartel dignas de elogio.

    –Bueno, ¿y qué era eso de «El Terminal»? Suena casi como el Terminator de Schwarzenegger.

    –Casi, pero bastante más discreto que el de las películas. Sospechamos que es un criminal que se dedica a ganarse la confianza de ancianos solitarios con situación económica holgada y se los carga para robarles con impunidad.

    –Pues no he oído hablar de él.

    –No me extraña. Es una especie de fantasma y trabaja de forma peculiar. Ni siquiera las fuerzas de seguridad están seguras al ciento por ciento de que exista. Todos los casos en que se sospecha que ha intervenido, fueron aparentes accidentes. De hecho, sabemos de él porque, en las investigaciones rutinarias de una aparente caída de un anciano por las escaleras con fractura de cráneo y de una intoxicación por un brasero, aparecieron las huellas de un ladrón habitual. La casualidad llamó la atención de los Mossos d’Escuadra, que lo interrogaron. Fue este el que cantó… bueno, el que contó la historia de «El Terminal», quien, siempre según él, le había contratado para ayudarle a engatusar a los viejos. Gana su confianza y luego les roba y después los mata para que nadie lo denuncie. Lo cierto es que los mossos no le creyeron, pensando que simplemente intentaba despistar sobre sus robos. A esas alturas, aún se seguía creyendo que habían sido accidentes fatales. Sin embargo, cuando ingresaron en la clínica al detenido, aquejado de un cólico nefrítico, este apareció asesinado de un tiro. El que alguien hubiera llevado a cabo una acción tan arriesgada en un hospital para matar a un ladronzuelo de poca monta, hizo que se sopesara la posibilidad de que su delación de «El Terminal» fuera cierta. A partir de ahí se revisaron los casos de los últimos años de fallecimientos de ancianos adinerados con características similares, y se llevaron a cabo varias exhumaciones, muertos en accidentes o en circunstancias poco habituales. En cuatro de ellos, casi todos de Pedralbes, un barrio de Barcelona, sin familiares cercanos, se detectaron indicios que podían dar verosimilitud a lo contado por el ladrón. Además, los días anteriores a la aparición de los cadáveres, se habían extraído importantes cantidades de sus libretas bancarias. En dos de los casos, amigos cercanos a los occisos informaron de la desaparición de joyas valiosas y obras de arte originales.

    –¿Y se sabe cómo es?

    –Vagamente. El ladrón dio pocos datos y, al no creer su historia, tampoco insistieron durante su interrogatorio. Se habló con los vecinos y conocidos de los muertos y resultó que en todos los casos habían visto a un hombre joven, sobre la treintena, de un metro setenta y pico sin rasgos peculiares frecuentar a los ancianos. Pero unas veces era moreno, otro castaño, o tenía bigote… Unas veces se llamaba Josep, otra Raimon, otra Juliá… Vamos, que o bien «El Terminal» no existe o cambia su aspecto en cada ocasión.

    –Pero ¿y por qué lo buscáis aquí, en vez de en Barcelona o Cataluña?

    –El delator afirmó que «El Terminal» creía que tenía que cambiar de aires y le había confiado que pensaba trasladarse a Mallorca.

    –¿Y por qué le llamáis «El Terminal»?

    –Por analogía hospitalaria. Cuando un anciano tiene una enfermedad terminal, ya no le espera más que la muerte. Nuestro desconocido actúa como su acepción médica. Anciano al que se acerca, ya no tiene más futuro que la tumba.

    –Veo complicado

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