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La condena de Argéntum
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Libro electrónico309 páginas4 horas

La condena de Argéntum

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Kíword es el señor de Argéntum, uno de los ocho señoríos de la isla de Criduvia. Viudo desde hace una década y a cargo de su hijo, Púlchram, cuida de su ciudad en armonía con los demás gobernadores.
Por desgracia, la desaparición de la hija del mediador Arkan y la sentencia que inculpa a Púlchram de su secuestro, condenará a Argéntum al ostracismo.
Kíword tendrá que demostrar la inocencia de su hijo para salvar a sus ciudadanos de la penuria. Para ello, buscará nuevas alianzas y averiguará qué intereses y planes ocultos están corrompiendo la isla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2022
ISBN9788411144605
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    La condena de Argéntum - Daniel Berisa Delgado

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Daniel Berisa Delgado

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García y Pedro Viejo

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-460-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi tía, la persona más valiente que conozco.

    .

    Criduvia era una isla virgen hasta que una embarcación que transportaba a la corte de otra lejana civilización naufragó en ella. El rey Maus intentó regresar a sus tierras, pero los vapores del mar Déstico impidieron la navegación.

    De esta forma, decidió quedarse y fundar los ocho señoríos independientes: Úsmaliot, Argéntum, Válemon, Téfeal, Vuíntur, Kánallar, Óreal y Rubelo. Eligió siete señores más para gobernar estos territorios y él se quedó dirigiendo Úsmaliot. Los habitantes fueron repartidos por los ocho territorios teniendo en cuenta un equilibrio en los factores de sexo y edad. Cuando murieron su esposa, Elediana, y él, su hijo Malio heredó su cargo. Pronto surgieron las primeras tensiones y confrontaciones debido a la diferencia natural de opiniones entre los gobernantes, así que Malio les propuso la creación del cargo de mediador para que velase por el consenso y la democracia entre todos los habitantes de la isla. Su amigo Karahdio fue designado en este puesto y residió en Thánador hasta su muerte. Las generaciones posteriores fueron instaurando nuevas leyes, como las del intercambio monetario, crearon nuevas religiones con dioses relacionados con la isla e instauraron otras normas y sistemas fundamentales que favorecieron el progreso de Criduvia.

    1. LA PENITENCIA DE PÚLCHRAM

    Púlchram había desaparecido. Su padre regía los territorios del noreste de la isla de Criduvia, dirigiendo la ciudad de Argéntum y las tierras que lo rodeaban que constituían uno de los ocho señoríos de la isla. Como en el señorío solo existía esta ciudad, ambas palabras —señorío y ciudad— significaban lo mismo para sus habitantes.

    Kíword era consciente de la fuerte atracción que sentía su hijo hacia Lúmina, pero la hija del mediador había estado rehusando su cortejo desde que lo conocía. Su padre, Arkan, que poseía el más alto cargo de Criduvia y era el encargado de valorar y aprobar los acuerdos que se tomaban entre todos los señores, se mostró reacio en este asunto y aconsejó a la muchacha que rechazara al joven públicamente. Por ello, cuando Arkan cumplió sesenta y cinco años, organizó un banquete en la ciudad de Úsmaliot, que se encontraba muy cerca de Argéntum.

    A la fiesta acudieron todos los gobernadores excepto Rúnarkan, el señor de Válemon, que no fue invitado. Durante la cena, la chica manifestó su desagrado hacia las incesantes propuestas de Púlchram. El joven, de media melena y ojos canela, quedó avergonzado y desde ese momento perdió su buen humor y su ambición. Se encerró en sus aposentos por dos meses, aunque el general de Kíword le visitase diariamente para intentar convencerlo de que saliese. Una mañana, uno de los sirvientes del palacio dio la voz de alarma al comprobar que el joven había desaparecido de nuevo. Kíword, que sabía que su hijo había heredado la enfermedad mental de su difunta madre, buscó por todos los rincones a su hijo, pero no halló rastro de él.

    Tras varios días buscándolo, Kíword decidió visitar a Arkan, que seguía hospedado en el palacio de Fúndoth, el gobernador de Úsmaliot. A pesar de que no tenía una gran relación con el mediador, debido a algunas rencillas del pasado, era consciente de que quizás él podría saber dónde se encontraba Púlchram, al haberlo visto cerca de su hija.

    Acompañado de Valens, su general, Kíword preparó la ruta y emprendió el viaje dejando al sacerdote Banadé a cargo de la ciudad. Tardaron algunos días en llegar a Úsmaliot. Se movieron en silencio para no despertar sospechas o falsas habladurías, pero algo no marchaba bien. Al adentrarse en el ágora de la ciudad, observó cómo la muchedumbre estaba lamentándose. Iban de un lado a otro, inquietos, y los niños con los que se cruzaban parecían tristes. Valens, su acompañante, preguntó sobre lo sucedido, pero los ciudadanos esquivaban las preguntas y se alejaban sin dar respuesta. El señor, oculto bajo una capucha de tela, se acercó a un pescadero e intentó sonsacarle información.

    —¡Valiosos ejemplares! —dijo admirado Kíword—. Espero que sean tan sabrosos como parecen. Venimos a visitar al mediador; sin embargo, no hemos podido evitar percatarnos de cierta intranquilidad entre tus paisanos. ¿Podéis iluminarme?

    —¿Veis ese pez? Es el más grande de los que he capturado hoy. No todo el mundo se lo puede permitir —contestó el vendedor intentando vendérselo—. Es mi mayor problema hoy. Os puedo asegurar que llenará vuestra mesa y también vuestro estómago.

    El general sacó una bolsa de monedas y se la entregó al pescadero.

    —¡Acercaos! —exclamó el comerciante mientras se alejaba de su puesto y los conducía hasta el interior de un pequeño almacén—. Bien. Esto es lo máximo que puedo desvelaros. Se rumorea que la hija del mediador ha desaparecido. —Kíword y su general se miraron asustados, aunque deducían qué podía haber sucedido—. Se ha convocado bando para dentro de unos minutos en esta misma plaza. No tardaremos en salir de dudas, pero, amigos míos, han oído llantos en palacio —concluyó, zanjando la conversación.

    Kíword le entregó varias monedas de bronce, las menos valiosas. Después se acercaron al palacio y, cuando se disponían a subir por las escaleras, la puerta de enfrente se abrió provocando un estruendo y el sobresalto de los ciudadanos que se encontraban cerca. De ella emergió el mediador, que caminaba lento, ayudado por el señor de la ciudad, pues su pequeña estatura a veces le impedía seguir el ritmo de los pasos de los demás hombres.

    Al llegar al borde de las primeras escaleras, los hombres se pararon de golpe y Fúndoth comunicó la noticia.

    —Queridos habitantes de Úsmaliot, me complace ver que habéis acudido todos.

    Fúndoth continuó unos minutos agradeciendo y resaltando el honor de su gente hasta que, por fin, se decidió informar.

    —Como bien habréis oído, la pequeña Lúmina ha desaparecido. —Al escucharlo, las personas de la plaza comenzaron a removerse entre susurros a la vez que Arkan se frotaba su calva cabeza mientras lloraba—. Aún no sabemos con certeza dónde puede estar ni si alguien ha podido secuestrarla. Os ruego que volváis a vuestros hogares. Toda actividad queda momentáneamente suspendida —ordenó el señor mientras el mediador se tapaba la cara con un paño—. ¡Encontraremos a los responsables y pagarán por ello!

    Los habitantes de Úsmaliot, sin hablar con sus vecinos, volvieron a sus hogares y, antes de que Kíword pudiera articular palabra, el mediador se volvió a encerrar en el palacio. La delicada situación parecía indicar que la asamblea de Mhir Pállatix se convocaría de nuevo, y esto nunca eran buenas noticias. Los caballos relincharon y se pusieron en marcha de nuevo rumbo a Argéntum. Esta vez tardaron algo más de lo previsto, pues estaban agotados tras esta vuelta tan repentina. La marcha había resultado ser en vano y durante el viaje el señor se sentía nervioso y rogaba al dios Skelus que lo ocurrido no salpicase a su ciudad. Hasta entonces, nunca había culpado a su hijo sin pruebas ni había percibido maldad alguna en él pero, por desgracia, sospechaba que ambas desapariciones estaban relacionadas. Fue el primero en desmontar, subió corriendo las escaleras y entró en la habitación. Allí estaba Púlchram, apostado de rodillas junto al fuego.

    —¿Dónde te habías metido? —gritó Kíword abalanzándose sobre su hijo y cogiéndolo de la mano—. ¿Quién te crees que eres para desaparecer así?

    Púlchram, arrepentido, bajó la cabeza. Pero antes de que pudiese articular palabra, su padre le dio un empujón.

    —Pero ¿qué te pasa?

    Kíword se sentó en unos de los sillones del salón y dobló una chaqueta que le había regalado a su hijo por su decimoctavo cumpleaños. Deseaba preguntarle si él había secuestrado a Lúmina, pero también sabía que, fuese o no culpable, confesarle lo que había escuchado solo perjudicaría su frágil estado emocional. Así que intentó descubrir dónde había estado, pero sorteando cualquier pregunta que se refiriese a la joven en concreto.

    —¡Llevas semanas desaparecido! —exclamó Kíword—. Te hemos buscado por todas partes y regresas como si no hubiera pasado nada. No sé a quién has estado viendo.

    —¡Eso es lo que estoy intentando decirte! —interrumpió Púlchram—. Tengo una sorpresa. He encontrado a alguien que te agradará, pero aún no lo puedes saber.

    —¿Qué dices? —espetó al no entender a lo que se refería.

    —Paciencia, padre, te he dicho que es una sorpresa. Lo sabrás en unos días —contestó tocándole el hombro para calmarlo.

    Kíword, que intuía que esto solo era una treta de su hijo para excusarse, se quedó en silencio mirándolo. Sencillamente, solo tenía que esperar para comprobarlo.

    —Más te vale que no me estés engañando. No vuelvas a irte sin avisar.

    —No te preocupes. Esta vez es diferente.

    A los pocos días, llegó el emisario portando el pergamino con la invitación a la asamblea extraordinaria, la única que podía reunir a los ocho señores, convocada exclusivamente por el mediador de la isla.

    Así pues, esperó a que llegase la fecha y preparó la marcha, esta vez solo. Dejó a Valens en Argéntum para que vigilase de cerca a su hijo, ordenándole que no le dejara hablar con nadie hasta su vuelta. Luego, montó en su caballo y cabalgó solitario hasta el templo de Thánador. Por el camino, el señor pensó mucho en su hijo y volvió a dudar de su inocencia; sabía que tenía un gran corazón, pero también sabía lo que había heredado, esa dolencia que causó que él enviudase hacía ya una década, dejándolo a cargo de un niño. Mientras cabalgaba, evocó los recuerdos que tantas veces repetía: la dama de la melena dorada, así llamaban a su esposa, una mujer generosa que dedicó su vida a cuidar de los demás. Auréum y él caminaron por esos mismos bosques hacía ya muchos años y desde entonces solo había pisado esos prados cuando era necesario. Y aunque el tiempo había pasado muy deprisa, aún se sentía joven y guardaba fuerzas para lo que le deparase el destino. A pesar de todo, Kíword ya no era ese caballero fibroso y su traje de cuero pardo le pesaba cada vez más. Un moño alto intentaba, sin éxito, sujetar su melena castaña y rizada cada vez más salvaje y despeinada. La mañana del tercer día se levantó temprano del rincón que se había preparado entre los troncos de dos árboles al lado de una pequeña fogata. En esa mañana fría, el pequeño templo se podía vislumbrar a lo lejos, y a pesar de que el señor hacía mucho tiempo que no lo veía, lo reconoció sin dificultad. Allí, se maravilló por su historia y porque era el símbolo de la unión y la democracia.

    Thánador estaba dividido en dos estancias: el salón principal, con paredes de piedra, las cuales sostenían estandartes con las banderas de cada señorío y, por otro lado, un pasillo muy estrecho destinado al culto de los dos dioses enfrentados. A un lado estaba Nabunna, la diosa de la isla, que conservaría las almas de los muertos en Ghumenor; y al otro Skelus, el dios del aire y las mareas, que llevaría las ánimas de todos sus seguidores a su tierra de origen. Sin perder mucho tiempo, se adentró y recorrió los pasillos, que parecían más largos vistos desde dentro. Caminó hasta llegar a una gran mesa donde nuevamente comprobó que de los ocho gobernantes que había en la isla, Rúnarkan no se había presentado o no había sido convocado. Alrededor de esa mesa, venerada por ser construida por el primer mediador, se sentaron todos formando media circunferencia. Una vez acomodados, Arkan apareció por uno de los pórticos delanteros del gran salón cubierto de un manto rojo que lo hacía aún más grueso de lo que era. Llevaba tiempo vigilándolos, pues solo él había heredado la llave del templo que les había permitido el acceso. Nada más aparecer, todos los señores se levantaron uno a uno para saludar, especialmente Fúndoth. Arkan se sentó en una silla de madera presidiendo la sala y mientras se tocaba la perilla y se frotaba las manos, con tono alto y claro, dijo a todos los presentes:

    —Como todos habéis leído en el pergamino, os he convocado para tratar la desaparición de mi hija. —Arkan siguió con su discurso y continuó confirmando las malas noticias—. Lúmina ha desaparecido. Los Caballeros de Fúndoth están buscándola por toda la isla, pero de momento no hay rastro de ella. ¡A mi sucesora! ¡A la diosa de los bosques! ¡Un regalo de dios! —continuó sermoneando.

    Los señores empezaron a susurrar entre ellos y la tensión fue aumentando, algo que podía notarse en los rostros pálidos e inmóviles de los asistentes, pues Lúmina no solo era famosa por ser la hija de Arkan, sino por su origen desconocido. Como los mediadores no podían casarse para evitar posibles favores o inclinaciones hacia un señorío en concreto, Lúmina había sido adoptada. Pero nadie sabía quiénes eran sus padres, ni siquiera ella.

    —Lo primordial para mí es encontrarla —siguió Arkan. Los gobernantes asintieron con la cabeza y se mostraron dispuestos a ayudarle—. Pero tenemos sospechas de que alguien ha podido secuestrarla.

    En ese instante, todos los asistentes empezaron a alborotarse, aunque Kíword fingió estar tranquilo.

    —¿Y cómo sabe eso, señor? —preguntó Cacto—. ¿Qué pistas tiene?

    Arkan se levantó e hizo un gesto con la mano. En la puerta por la que había accedido antes se podía ver la silueta de dos hombres empujando a un tercero con brutalidad. Kíword se dio cuenta de que el hombre que estaba siendo atormentado era Gush, uno de los mejores amigos de su hijo. El chaval tenía unos trapos que tapaban y protegían algo que parecía ser valioso.

    —Aquí tenéis las pruebas —dijo Arkan.

    —¡¿Qué demonios es eso?! —exclamó Ónida, la señora de Óreal.

    Gush destapó lo que, como se esperaba Kíword, parecía ser la reliquia de su familia: el colgante de Lux, herencia de Chástity entregada a su hijo Kíword tras su muerte, venerado como un símbolo de unión familiar. A continuación, Gush confesó ser uno de los cómplices de Púlchram y contó que se habían internado en el palacio de Úsmaliot para raptarla. Pero antes de que acabara, Kíword se levantó enfadado y gritó:

    —¿¡Qué te han prometido para decir todas esas mentiras!? ¡Mi hijo es inocente! —El resto de asistentes empezaron a reprenderlo con insultos y ofensas—. El colgante no demuestra nada. Nos lo han podido robar o colocar intencionadamente para culparnos ―seguía defendiéndose Kíword.

    —Todos sabemos que tu hijo la amaba —replicó Yúdok, el señor de Rubelo y el más longevo de todos—. ¡Enloqueció al no poder poseerla!

    —Reconócelo, Kíword —habló Gush—. Púlchram estaba enfermo. He tenido que confesarlo, me perdonarán la vida.

    Entonces Kíword, intentando esquivar la acusación, miró a cada uno de sus iguales justificando a su hijo, que permanecía en su ciudad, ajeno a estos hechos, impaciente por el regreso de su padre.

    —Si acompañaste a Púlchram, entonces también sabrás dónde está Lúmina.

    Gush levantó la barbilla y miró por unos segundos a Yúdok.

    —No lo sé. Cuando vi que se la llevaba en contra de su voluntad, regresé a Argéntum y me encerré en casa.

    —Tu hijo no tiene las manos limpias —dijo Shakuy, la gobernadora de Téfeal—. Está claro que es el culpable.

    Kíword, que no aguantaba más, se levantó del asiento ofendido, dispuesto a marcharse, pero los dos guardias que vigilaban la salida lo derribaron y empujaron contra el suelo. Los señores se alborotaron al ver aquello y también se pusieron de pie.

    —¡Calma, señores! —les dijo Arkan—. No voy a hacerle daño. Ni tampoco a su hijo. —El señor, desde el suelo y con la mandíbula desencajada, miró con esperanza hacia sus compañeros—. Pero quiero que me la devolváis sana y salva. Por eso os pido que apoyéis mi pacto de aislamiento a Argéntum —prosiguió mirándolos a todos y buscando su aprobación—. A partir de ahora, algunos de los miembros del cuerpo de Caballeros de Fúndoth sitiarán la ciudad mientras los otros buscan a mi hija. No podréis salir a cazar ni a buscar alimentos. Por supuesto, se os negará el suministro trimestral de monedas de bronce, plata y oro. Si Púlchram confiesa o Lúmina aparece, nadie padecerá hambre y retiraré el asedio inmediatamente. Tenéis mi palabra.

    Arkan les dejó varios minutos para que reflexionasen sobre la medida de presión que había propuesto, pero a la hora de votar la sanción, a la mayoría de los gobernadores les pareció justo. Solamente Cacto y Ónida se opusieron, alegando no disponer de las pruebas suficientes para culpar a Púlchram. Pero como eran tan solo dos, la sentencia quedó redactada y firmada en el gran libro.

    Kíword salió del templo pensando en la terrible condena a la que se enfrentaban. ¿Habrían obligado a Gush a mentir y colocar el colgante para culparlo? ¿Quién lo habría robado? La duda le removía el estómago, así como el destino de Argéntum. Quería comunicar personalmente a sus allegados la condena a la que estaban sometidos para así comenzar a buscar soluciones de supervivencia. Sin embargo, Arkan ya había enviado emisarios desde Úsmaliot para comunicar el acuerdo a los distintos señores. Cuando llegó a Argéntum, varios soldados lo agarraron del pecho rogándole que se calmase. Pero el señor solo quería reunirse con su hijo para preguntarle por última vez sobre su inocencia. Valens insistió en que no cruzara la puerta de los aposentos de Púlchram, pero Kíword le propinó un codazo y entró ansioso a la habitación.

    El dolor que sintió no puede describirse con palabras. El joven yacía bocarriba, con las manos extendidas y las muñecas vendadas. Al lado de la cama, en una pequeña mesilla, había una nota firmada de su puño letra.

    —¡Mi niño! —gritaba desconsolado—. ¡No lo toquéis! —Se arrodilló y puso su cara junto a la mejilla de su hijo pidiéndole perdón por no haber llegado a tiempo—. ¡No pude salvarte! —repetía una y otra vez.

    Los gritos de dolor se escucharon por todas las estancias de la residencia, extendiéndose hasta los hogares más humildes de la ciudad. En la nota, el joven confesaba que había leído el comunicado de la sentencia y se responsabilizaba de haber condenado a sus paisanos con el aislamiento por un delito que no había cometido.

    —¡Te dije que no lo dejases salir de la habitación! —le gritó a Valens agarrándolo del cuello—. ¿Cómo ha podido pasar?

    —¡Yo mismo estuve vigilándolo día y noche!, pero cuando llegó el anochecer, el sueño me venció por unos instantes. Cuando me di cuenta, lo busqué por todos los rincones. Estaba en el suelo de tu despacho, tenía cortes profundos en las muñecas. A su lado había una vieja navaja, tampoco me explico de dónde la sacó. Di la voz de alarma, lo trasladamos rápidamente a su habitación, vendamos sus heridas…, pero no pudimos hacer nada para salvarle la vida. No sabes cuánto lo siento, señor.

    —Seguro que se trata de la navaja que me regaló mi padre, la guardo en un cajón de la mesilla de mi despacho. Pero ¡¿qué hacía él ahí?!

    —No lo sé. La habitación estaba desordenada y la sentencia estaba encima de la mesa —contestó cabizbajo por su imprudencia—. Solo fueron unos minutos, Kíword… No pensé que se escaparía, y menos que encontrase el comunicado escondido entre las facturas.

    —Me marcho unos días, dejo a mi hijo encerrado y ¿creéis que no va a sospechar que algo va mal? Dejadme a solas con él.

    —De verdad que lo siento…

    —¡Fuera!

    Kíword volvió a leer la nota para sí hasta que perdió el conocimiento conmocionado por la tragedia.

    Los ciudadanos permanecieron expectantes unos días esperando a que el señor se recuperase, pero este parecía querer acompañar a su hijo y estuvo varios días con delirios. Con ayuda de los médicos, pudo levantarse de la cama y acompañado por Valens, que era consciente de que le había fallado, les rogaron a sus antepasados que le diesen una buena bienvenida al heredero de la corona. Antes del funeral, Kíword habló con los padres de Gush, que le contaron que llevaban meses sin verlo, pues se había marchado de Argéntum para encontrar trabajo en otro señorío. Además, juraron no saber nada respecto del colgante y pidieron disculpas por los daños ocasionados. El señor no tomó represalias contra ellos y les sugirió que intentasen localizarlo, ya que aún no había regresado.

    Ahí reposaba el cuerpo de Púlchram, descansando en una tumba con el escudo de la ciudad en el centro. Fue enterrado en los exteriores de la muralla, al lado de Auréum. Los pocos que asistieron no lo hicieron por confiar en la inocencia de Púlchram, sino para mantener su buena relación con Kíword. Después del entierro, el señor volvió a su palacio y encendió un fósforo para quemar la carta de su hijo y borrar así sus últimas palabras de sufrimiento.

    2. UNA VISITA INESPERADA

    Ahora el señor se escondía detrás de sus muros. El dolor le quemaba el pecho como una cicatriz de fuego y su ciudad empezó a detestarlo, pues estaban sufriendo un castigo que ellos no merecían. Kíword no dejaba de culparse por la muerte de su hijo. Odiaba a Arkan por dictar la condena, pero más se odiaba a sí mismo. En cualquier caso, la escasez de alimentos empezó a notarse cada vez más cuando empezaron a agotarse los suministros que los campesinos guardaban en sus pequeños almacenes. Según lo establecido por el mediador, ya no se iba a recibir el pago trimestral del banco de Úsmaliot, lo cual limitaba el flujo de dinero entre los ciudadanos pero, sobre todo, estos no podían comprar y vender productos entre sí al estar la ciudad desabastecida. Todo

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