El videojugador: A propósito de la maquina recreativa
Por Justo Navarro
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Un ensayo erudito, literario y ameno sobre el poco explorado universo de los videojuegos, sobre su dimensión estética y sus alcances sociopolíticos.
Entre los juegos del siglo pasado y los de ahora, cuando las pantallas se miniaturizan, íntimas e invasivas, omnipresentes, El videojugador sigue el fluido único de la ficción y la evasión electrónicas. Convertido el ordenador (del tipo que sea, del teléfono a los cascos de realidad virtual) en almacén, productor y distribuidor de señales e imágenes múltiples, filtro a través del que relacionarse con la realidad, los videojuegos son el círculo mágico en el que se fusionan los elementos esenciales de la fábrica de los pasatiempos: películas, publicidad, información, tebeos, arte, literatura, música, lo que sea, imágenes de imágenes industrialmente repetidas.
El videojuego ha copiado a todos los medios, como todos los medios copian hoy al videojuego, que hace años alcanzó los espacios sagrados de la alta cultura de masas, los museos, a la vez que los mundos del juego invadían los escenarios de la vida real de los jugadores: iba a producirse una continuidad entre el mundo imaginario del videojuego y el mundo real del jugador, que vio de pronto cómo su realidad inmediata aparecía en la pantalla como parte del universo del juego. Y mientras en las calles del mundo de verdad, por ejemplo, debía localizar a sus presas en un juego-cacería, sus videojuegos estrechaban la relación con los nuevos modelos económicos y los nuevos vínculos sociales.
En la época de los videojuegos parecen confluir el tiempo de recreo y el tiempo ocupado. Cuando las máquinas inteligentes reducían el número de trabajadores humanos necesarios y se dilataba el ocio, los ordenadores se convirtieron en máquinas para la diversión, y el no-trabajo forzoso, dedicado en gran medida a comprar (por ejemplo, vidas y recursos para seguir participando en un juego en la Red), demostró ser un componente estructural de la nueva economía. Hasta las relaciones con los poderes públicos y empresariales a través de ordenadores asimilan hoy la lógica de un videojuego: el programa obliga al usuario a actuar según un repertorio muy restringido de posibilidades. Como el ciudadano ante el ordenador, el videojugador debe obedecer lo más automáticamente posible las órdenes que le dictan según van apareciendo figuras en la pantalla. La obediencia automática se ha convertido en un pasatiempo de masas industrial.
A vueltas con la dimensión estética y las implicaciones sociopolíticas de los videojuegos, con una erudición sabiamente salpimentada de amenidad y comandada por una acreditada solvencia literaria, Justo Navarro debuta en el ensayo con un texto lleno de conexiones inesperadas e intuiciones agudísimas, que aborda un terreno poco explorado en el ámbito hispánico con ánimo indagador y documentada seriedad. Mundo virtual y mundo real, teoría política y ejercicios de comparatismo, reflexiones sobre lenguaje e interactividad: un volumen fundacional e imprescindible.
Justo Navarro
Justo Navarro (Granada, 1953),premio de la Crítica por su libro de poemas Un aviador prevé su muerte, ha publicado en Anagrama las novelas Accidentes íntimos (Premio Herralde de Novela): «Un paso adelante en una trayectoria cada vez más densa y cuajada» (Santos Sanz Villanueva, Diario 16); La casa del padre (Premio Andalucía de la Crítica): «Una novela de clima inolvidable» (Felipe Benítez Reyes); El alma del controlador aéreo: «Turbadora gran novela» (Enrique Vila-Matas); F. (Premio Ciudad de Barcelona): «Excelente» (Ricardo Senabre, El Mundo); Finalmusik: «Con sentido del humor y su aguda visión crítica subraya algunas de las grandes paradojas de nuestro tiempo» (María Luisa Blanco, El País); El espía: «Fascinante» (José Luis Amores, Revista de Letras); Gran Granada (Premio Andalucía de la Crítica): «Una novela negra que no renuncia a ser una novela del propio Navarro, con su estilo riguroso, inteligente, tajante» (Nadal Suau, El Cultural); Petit Paris: «Una historia llena de tensión narrativa, con un lenguaje que amplía todas las posibilidades de la novela negra» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia), Bologna Boogie: «El comisario Polo forma parte ya de lo mejor que nos ha dado el policiaco nacional, junto y entre Plinio y Carvalho. Otra prueba más del gran novelista que es Justo Navarro» (José Luis G. Gómez, La Opinión de Málaga) y DumDum, estudio de grabación, así como los ensayos El videojugador: «Hacen falta libros como este, capaces de romper la inercia del pensamiento y de actualizar el placer de la curiosidad libre de prejuicios» (Sergio del Molino, Revista Mercurio), y, con José María Pérez Zúñiga, La carta robada. El caso del posfranquismo democrático.
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El videojugador - Justo Navarro
Índice
Portada
A. [En tiempo real]
B. [Historias de los videojuegos]
Referencias
Créditos
Notas
A
[En tiempo real]
1. El jugador es el maquinista. Disfruta cuando, a los mandos, responde a las exigencias de su máquina: digamos que el dominio del videojuego, la atención a la pantalla y al sonido del ordenador o del televisor o del teléfono móvil, a la consola, al teclado, a los controles, producen placer. Las respuestas del videojugador deben atenerse a las instrucciones del programa informático con el que trabaja.
2. Parece exagerado comparar al videojugador (el videojugador de ayer y de hoy, no sé cómo serán los juegos mañana) con un obrero industrial que se concentra en los gestos repetitivos de una cadena de montaje, según han sugerido John Fiske y Jon Watts.¹ Si el trabajo en las fábricas exige disciplina a los operarios, y la falta de atención puede traducirse en daños a la maquinaria, al producto o al trabajador, la distracción del videojugador en un combate a tiros casi indefectiblemente provoca la muerte del maquinista en el espacio imaginario del juego. Pero la actividad del videojugador quizá sea más semejante a la de un oficinista en su escritorio, pendiente de su herramienta laboral, el ordenador, y en peligro de despido. Ya en otra época de las máquinas recreativas, cuando Italo Calvino vio en Tokio las salas donde los jugadores luchaban con los pinballs, escribió que «si no fuera por la agresividad cromática y acústica, no nos daríamos cuenta de que se trata de un local de diversión». Los jugadores, dice Calvino, fijan los ojos en el centelleo de la máquina y parecen cumplir un horario de fábrica u oficina.
3. Devaluado el trabajo industrial en América del Norte y en Europa durante las últimas décadas del siglo XX en nombre de la automatización digital, y proclamada la desaparición de la clase obrera, la figura económica de moda fue el trabajador en su propia casa, empresario de sí mismo e inversor en sí mismo. Se multiplicó el comercio de equipos informáticos domésticos: en aparatos y programas concebidos para el cuarto de estar, el dormitorio o la cocina, confluyeron el tiempo de recreo y el tiempo ocupado. Las máquinas inteligentes reducían el número de trabajadores humanos necesarios y, en el momento en que dilataban el tiempo de ocio, se convertían en máquinas para la diversión.
Uno puede estar trabajando en la oficina o en su casa y entretenerse un instante con algún pasatiempo electrónico que le ofrezca el ordenador o el teléfono móvil y, a la inversa, puede estar jugando con el teléfono y parar para hacer una llamada de trabajo. También, durante siglos de aburrimiento laboral, los funcionarios de los antiguos bancos de Nápoles llenaron de garabatos los márgenes de los libros de contabilidad, monigotes que estudió E. H. Gombrich («expresión del espíritu lúdico que nunca nos abandona», los definió) y hoy se conservan en el Archivo Histórico del Istituto Banco di Napoli. La novedad estriba en que los libros de contabilidad no habían sido fabricados para que los contables se distrajeran y perdieran minutos de su horario laboral, pero las máquinas digitales están diseñadas para que fundan en una única temporalidad trabajo y no-trabajo.
Y, conforme se disuelve el tiempo laboral en la fusión entre trabajo y ocio, cambia la sensación del tiempo, ya no escindido entre obligaciones y recreo. Cambia el tiempo, tal como lo conocíamos, y, como avisó Guy Debord, el no-trabajo se subordina a las razones de la actividad productiva y «constituye una sumisión atenta y estupefacta a las necesidades y resultados de la producción».
4. Presentada como ideal universal, la desindustrialización era local, angloamericana, europea, contemporánea del desplazamiento de fábricas a regiones más favorables para la inversión de capitales. Los países neoindustriales fueron simultáneamente estigmatizados como monstruos de polución y explotación laboral en un grado inferior del desarrollo humano. Los obreros invisibles de las factorías de Oriente, productores en masa de los bienes consumidos en los países tenidos por capitalistas y ricos, donde la propaganda da por desaparecida a la clase obrera, eran extraterrestres remotos.
Supongamos un videojuego en el que el maquinista debe eliminar marcianos. Supongamos que los marcianos no son marcianos, sino obreros y empleados de una industria europea en pleno proceso de liquidación de plantilla. El personaje que maneja el jugador a través de los mandos es el especialista encargado de efectuar la operación desde su ordenador. Los personajes en los que se encarna un videojugador en un juego de disparos suelen ser personajes-herramienta, soldados, por ejemplo, conectados a un arma de fuego, unidos al arma como el obrero fabril a su máquina. El arma no es una prolongación de su cuerpo, sino que su cuerpo es un complemento del arma. El personaje-jugador es parte del arma: un dispositivo que dispara para matar. También los enemigos a los que combate son herramientas o cosas que se interponen a los objetivos de la herramienta protagonista y deben ser eliminadas. El videojugador se parece a un oficinista con órdenes de practicar frente a una pantalla lo que las recetas para la reducción de personal en empresas sometidas a liquidación o «reestructuración organizativa» llaman «eliminación de equipos y puestos de trabajo redundantes».
5. En una fortaleza alemana de los tiempos del III Reich y la II Guerra Mundial, el castillo de Wolfenstein, sufre prisión William Blazkowicz, angloamericano de familia polaca y soldado del ejército de los Estados Unidos de América. Como prisionero de guerra, debe cumplir un deber: escapar. Protegido por armas que les arrebata a sus guardianes, emprenderá la huida a través del palacio subterráneo nazi hacia la superficie. Según avance en el juego, manejará un cuchillo, una Walther P38 (la pistola reglamentaria de la Wehrmacht) y una ametralladora. Deja atrás galerías, tapices con la cruz gamada y la cara de Adolf Hitler, esqueletos y huesos en calabozos, muros, puertas de hierro que se abren a su paso. Se supone que soy Blazkowicz. Veo como una cámara lo que ve el prisionero armado mientras corre en su fuga y liquida enemigos, vigilantes de las SA, perros pastores alsacianos, mutantes de las SS. Muevo los mandos para que Blazkowicz corra y mate. Son dibujos digitales, de tebeo infantil, bloques de píxeles.
Estoy en Wolfenstein 3D, un clásico del siglo pasado, de 1992, primer videojuego en el que, según la publicidad de la época, la pantalla presenta en tres dimensiones lo que percibe el personaje manipulado por el jugador, aunque los programadores y diseñadores del juego se hayan limitado a introducir una ilusión de profundidad en las imágenes de la pantalla bidimensional. Ni siquiera avanza Blazkowicz: sus ojos se identifican con la cámara imaginaria que registra el desplazamiento del escenario y de sus enemigos. Espacios y nazis se le vienen encima. Aunque el cuchillo se mueve hacia adelante y hacia atrás en el acto de apuñalar perros y guardias, la pistola permanece fija en la mano de Blazkowicz mientras muros y puertas se deslizan ante el arma del prisionero en fuga.
La irrupción de enemigos obliga al soldado a dispararles. Se trata de nazis, infrahumanos o criminales contra la humanidad. Encarnan el mal irredimible. No cabe ningún tipo de entendimiento, negociación o acuerdo con lo inhumano. Los impulsos antagónicos de fuga y de reprimir la fuga añaden automatismo y urgencia a la matanza. El esquema del juego es básico: matar enemigos controlados por la inteligencia artificial de la máquina.
Wolfenstein 3D parece una caricaturesca lección práctica sobre los conceptos fundamentales de la teoría política de Carl Schmitt, el jurisconsulto legitimador de los poderes del III Reich: la cuestión política esencial es distinguir entre amigos y enemigos. Si, ateniéndonos a criterios morales, estéticos y prácticos, separamos el bien del mal, lo bello de lo feo, y lo rentable de lo improductivo, el criterio político confronta a amigos y enemigos. El enemigo es aquel a quien se puede matar. Como señala Schmitt, no tiene que ser moralmente malo, estéticamente feo o económicamente incómodo: «Es simplemente el extraño.»
6. En la fortaleza Wolfenstein coinciden lo familiar y lo monstruoso: el bien y el mal, el prisionero americano y los guardianes nazis, lo muchas veces visto y leído en periódicos, novelas, tebeos, películas, la máquina repetitiva de la industria de los pasatiempos, mi imaginería fantástica del universo del III Reich, literatura y cine, mazmorras y esvásticas, SA, SS, perros guardianes, zombis de tres brazos, científicos criminales y esqueletos, imágenes de imágenes industrialmente repetidas, películas de guerra, de miedo, de risa, de sexo.
La reunión de la historia y las fábulas no produce un conjunto incoherente de imágenes, sino que se atiene a la lógica de los nuevos espectáculos digitales: la manía repetitiva de la cultura popular se hace concreta y sensible en el soldado Blazkowicz y los incontables enemigos que se reproducen vertiginosamente, signos electrónicos inmóviles o en movimiento manejados en parte por el jugador desde sus mandos, menos copia de la realidad real que copia de la realidad fantástica, muestras elementales de lo que podríamos llamar realismo inverosímil.
7. El entretenimiento de simular matar a ritmo industrial de música electrónica a todo lo que obstaculiza los fines del videojugador, tal como sucedía a nivel masivo y vertiginoso en Wolfenstein 3D, remite a un juego como el ajedrez, donde el objetivo final es dar jaque mate, y a las enseñanzas religiosas del presidente de los Estados Unidos de América Ronald Reagan ante la National Association of Evangelicals, en Orlando (Florida), el 8 de marzo de 1983: «En el mundo existen el pecado y el mal, y a nosotros las Escrituras y el Señor Jesús nos han impuesto el deber de combatirlos en la medida de nuestras fuerzas.»
Pero en el mundo de las máquinas recreativas no debemos entender el mal desde un punto de vista moral, sino egoísta: el personaje manejado por el videojugador puede ser un pistolero o un ladrón sanguinario que identifica la maldad con todo lo que se opone a su bien, es decir, a su voluntad