Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los Siete Padres de Kimera
Los Siete Padres de Kimera
Los Siete Padres de Kimera
Libro electrónico325 páginas4 horas

Los Siete Padres de Kimera

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Kimera Etérea es una fotógrafa del arcoíris que no tiene madre biológica sino múltiples padres, resultado de un experimento tabú de ingeniería genética.
Un grabado del Renacimiento, números, hackers, fósiles y fenómenos ópticos tejen una trama que une mundos opuestos, el arte y la ciencia, el pasado y el futuro, el bien y el mal.
Lo que comienza como una búsqueda para conocer la razón de su existencia se convierte en una misión para intentar salvar la hija de otro experimento siniestro.
Pero cerrar la caja de Pandora puede que sea tan difícil como alcanzar el final del arcoíris.

IdiomaEspañol
EditorialJorge Alcoz
Fecha de lanzamiento12 feb 2017
ISBN9781370360321
Los Siete Padres de Kimera
Autor

Jorge Alcoz

Jorge Alcoz, Ph.D., nació en Montevideo, Uruguay, donde vivió la primera mitad de su vida. De niño se convirtió en lector devorando libros de Julio Verne. Fue durante esas lecturas que decidió que algún día quería ser ingeniero o científico y también escritor. Emigró a EE.UU. donde obtuvo un doctorado en fibras ópticas y se radicó en San Antonio, Texas, con su esposa, también uruguaya . El nacimiento de su segundo hijo, Pablo, con un gen X extra, lo hizo interesarse en genética y fue la inspiración directa de este libro. Aunque ha escrito numerosos cuentos cortos, esta es su primera novela. Tiene una colección de más de mil trompos de todo el mundo y, cuando no está jugando con ellos, también se lo puede encontrar bailando tango, practicando malabarismo o buscando halos en el cielo.

Relacionado con Los Siete Padres de Kimera

Libros electrónicos relacionados

Thriller y crimen para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los Siete Padres de Kimera

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Me encantó!!!! Es un libro al cual se le puede sacar mucho jugo! ya que más allá de la lectura que la califico como muy entretenida, educativa y a su vez muy tierna, tocando todos temas actuales, el libro da al lector la posibilidad de utilizar su ingenio y pasar un buen rato resolviendo lo que parece ser (pero no es) un simple crucigrama

Vista previa del libro

Los Siete Padres de Kimera - Jorge Alcoz

Franja Negra

 –¿Tengo madre?

Del otro lado hubo silencio. Kimera, perdida, buscó en la oscuridad absoluta hasta que encontró un círculo perfecto de luz.

 –Aún no es tiempo –se dijo a sí misma en voz baja mientras se quitaba los lentes plateados.

 –Claro que tienes madre, Kim –dijo finalmente la voz de una mujer a través del auricular–. Rosa es tu madre.

Kimera se secó una lágrima que le corría por la mejilla, insegura si producto del resplandor o la emoción.

–¿Tengo madre biológica? –la voz de Kimera subió de tono, impaciente–.  Y mi nombre es Kimera, no Kim.

Un movimiento en los arbustos le llamó la atención. Una rama parecía deslizarse como si fuera líquida. Kimera levantó la cámara que le colgaba del cuello y la víbora posó para ella siseando con su lengua.

–Aún desconocemos quiénes fueron los donantes –respondió la voz de un hombre que ella asumió era algún tipo de médico o biólogo–. Tiene veintitrés cromosomas del doctor Pandor y otros dieciséis de uno de sus clientes, otro hombre. Son los únicos que identificamos. De Rosa no tiene ningún cromosoma.

La víbora onduló lentamente el cuerpo retrocediendo la cabeza sin dejar de enfrentarla. Cuando Kimera apretó el obturador, el reptil le mostró los colmillos, enojado, antes de escabullirse rápidamente entre las rocas.

–Hay cuarenta y seis cromosomas en total, ¿no? O sea que de mi tercer progenitor solo tendría … ¿siete? –preguntó apurada por la puesta del sol y por miedos que despuntaban luego de una larga noche.

–No. El análisis dio que tiene células que tienen distintos genotipos. Son dos poblaciones de células completamente distintas –aclaró el médico–. En una línea la mitad de los cromosomas, uno de cada par, provienen del Dr. Pandor. En la otra un tercio de los pares provienen de su cliente.

Kimera, en cuclillas, apoyó los codos en las rodillas y las manos en las sienes. La melena teñida del rojo al azul le cubrió la cara.

–Claro, por supuesto. ¡Soy una quimera! ¡Con al menos tres progenitores, pero tal vez con cuatro o cinco!

–Donantes es una palabra más apropiada –aclaró la mujer.

–Me imagino que con sus ojos, su pelo … y su nombre, ya debía de sospecharlo –oyó la voz del que se había identificado como el inspector.

Kimera irguió la cabeza furiosa, la mandíbula apretada, pero no contestó. Se imaginó a sus interlocutores cortando el audio mientras discutían entre sí alrededor de un escritorio en alguna oficina a dos mil quinientos kilómetros de distancia.

–¿Kimera? ¿Nos escucha? Como habrá visto en los medios desde que este escándalo salió a la luz, el Dr. Pandor se especializaba en ofrecerle descendencia biológica a parejas del mismo sexo e incluso a grupos de tres pacientes.

La muchacha lanzó una carcajada que la roca de granito devolvió con un eco de locura.

–¿Quién es mi otro padre conocido?

–Esa información por el momento es confidencial y no la podemos compartir –contestó el inspector.

–Tengo derecho, ¿no? –replicó con voz exasperada.

–Debe entender que esta es una investigación activa y además hay asuntos de privacidad. Ese donante asegura que no fue voluntario y que nunca fue informado.

–Entonces creo que no tenemos nada más que hablar. Muchas gracias por la información.

–Tenemos que hacerle algunas preguntas en persona y mostrarle unas fotos. Necesitamos muestras de sangre para comprobar lo que dio el raspado bucal.

–Les he dicho todo lo que sé. No he cometido ningún crimen. ¡Y no voy a ser un cobayo de laboratorio!

Kimera, rabiosa, cortó la llamada y amagó lanzar el teléfono por el peñasco. Pero lo que cayeron por la roca fueron sus lentes plateadas en un prolongado repique de plástico y piedra hasta que desaparecieron entre los cactus. Resignada, giró la cabeza buscando el Pozo del Diablo. Una columna de humo viviente marcaba claramente la entrada de la cueva vertical. Los murciélagos ya habían comenzado a salir. Se agachó en una rodilla frente a una cámara con lente tamaño bazuca que había colocado sobre un trípode. Apuntó a la misma boca del diablo y sacó varias fotos de la tierra hirviendo en alas negras.

El frenesí de los murciélagos solo aumentó su impaciencia por lo que pronto la tentación de mirar el sol fue demasiada. Pero tuvo que alejar la vista inmediatamente, encandilada por la medusa de fuego. Pestañeó varias veces tratando de hacer desaparecer el disco negro grabado en ambas retinas. Los círculos ya no eran perfectos y estaban abollados en el costado inferior.

–¡Comenzó el eclipse! –dijo en voz alta para algún correcaminos que pasara por allí.

Kimera levantó el trípode y lo corrió de lugar varias veces. Para cuando estuvo conforme con la alineación del sol y la cueva, el sol poniente se podía admirar a simple vista. El eclipse le quitaba un cuarto a la cara rojiza del astro y a la muchacha se le ocurrió que un dios hambriento lo había confundido con la fruta del árbol prohibido. El chasquido del obturador sonó continuo, como otra chicharra más del campo, hasta que el sol se ocultó del todo.

–¡Hermoso! –exclamó Kimera, que por fin tuvo tiempo de saborear la experiencia.

Desacopló la cámara de la lente y se la puso sobre las piernas cruzadas. Buscó en la galería de más de cien fotos que acababa de sacar hasta que encontró lo que quería. El sol, con la sombra de la luna robándole un costado, besaba el horizonte entre dos árboles. La silueta negra de dos alas palmeadas atravesaba de lado a lado la orbe incandescente.

Kimera se quedó sentada en la roca contemplando la nube de murciélagos que se extendía como un río negro sobre el cielo que se oscurecía rápidamente. Intentó absorber el espectáculo que le regalaba la naturaleza y olvidarse del resto del mundo. Pero le fue imposible borrar de su mente la conversación que acababa de tener. Los ojos desorbitados de Pandor la observaban. La voz de Rosa trataba de calmarla. Sorprendida, notó que al crepúsculo parecían faltarle los colores usuales. La realidad se había vuelto gris, expulsada del mundo polícromo que le era tan familiar. Un escalofrío le subió la espalda. Pensó que había perdido la inocencia y que sabía demasiado. Pero también tuvo la convicción de que su vida ahora tenía un propósito.

Franja Roja

Kimera estaba acostumbrada a que los extraños la observaran. Cuando era niña le preguntó muchas veces a su madre por qué llamaba la atención.

–¿Qué sucede con mi cara, mamá? ¿Tengo algo raro?

–No, Kim, te admiran porque eres hermosa –le había dicho una y otra vez su madre.

Sí, su cabello era inusual: La pesadilla de una peluquera –solía decir Rosa; pero habían aprendido a disimularlo. Su ojo derecho tenía un arco celeste sobre el resto del iris marrón, pero no era fácil de percibir si no devolvía la mirada. Todas sus fotos de niña eran de perfil izquierdo.  No, sin duda había algo más en su fisonomía que obligaba una segunda mirada, aunque nunca pudo aislar un rasgo en particular. Muchas horas frente al espejo, que solo pudo atravesar en sueños, e incontables preguntas a su madre no le habían dado una respuesta.

Creció odiando su cara. De pequeña los compañeros de la escuela la habían apodado Alien. Recordaba a los niños que jugaban a dispararle con sus armas láser imaginarias gritando: ¡Invasión! Recordaba a la niña sentada detrás de ella en la escuela que se entretenía en separarle los tipos de cabello. Incluso las maestras llamaban a colegas para exhibirla como un espécimen curioso. Convenció a su madre de que le comprara lentes de armazón, aunque su vista era perfecta, porque dificultaban verle los ojos. Y durante quinto año de escuela usó un jiyab para ocultar su cabello, convenciendo a todos de que su familia se había vuelto musulmana.

No fue hasta bien entrada la adolescencia en que el interés de los muchachos la convenció de que era atractiva y de a poco se sintió más cómoda con su apariencia. Más tarde las amigas le dirían que envidiaban su look exótico, pero, la verdad, nunca les creyó del todo.  El ser brillante en los estudios, casi sin esfuerzo, también le dio confianza. Al cumplir dieciocho años su madre le aseguró que finalmente había salido del capullo de timidez para batir sus alas de mariposa. Abandonó las lentes de contacto de color, aunque nunca las lentes de sol oscuras. Y dejó de hacer pasar Kim por Kimberly: decidió usar el nombre de su partida de nacimiento como un desafío a quien quisiera decir algo.

Kimera le devolvió la mirada a los pasajeros que la enfrentaban en el RER B. El hombre joven con barba de chivo enseguida desvió la mirada a la ventana del tren mientras sujetaba con más fuerza la valija compacta con ruedas que llevaba sobre las piernas. Pero la mujer mayor que se había subido luego del aeropuerto estaba obviamente ansiosa por hablarle y no se amilanó.

–Perdón –dijo en francés–. ¿Es una turista? ¿Le importa si le pregunto de dónde?

Como Kimera no contestó, le repitió la pregunta a su teléfono y luego estiró el brazo para que la muchacha oyera claramente la pregunta traducida al inglés.

Kimera dudó y finalmente contestó– China.

–¿Realmente? –dijo la mujer poniendo cara incrédula.

–Pero mi padre era turco.

La mujer abrió la boca asombrada pero el hombre a su lado dejó salir una risa y se metió en la conversación.

–Pues para ser de China tienes un acento bostoniano impecable.

–Estudié en el nordeste –sonrió ligeramente, pero con tono de que no quería continuar hablando.

–¿Y qué haces en Francia? –continuó la mujer observándola por encima de su teléfono traductor sin darse por enterada de la situación.

–Persigo el final del arcoíris –respondió mientras se colocaba los auriculares y cerraba los ojos detrás de las lentes ahumadas.

La mujer hizo una mueca y se calló, pero no por mucho tiempo.

–¿Y usted, es norteamericano?  –le preguntó al hombre junto a la ventana.

–Si, vivo en Miami.

–Encantada. Mi nombre es Isabelle Metiere.

–Eduardo Nevado. Mucho gusto.

–¿Y usted que hace en París?

–Voy a dar una charla en una conferencia sobre . . . computación.

–¿En serio? Debe ser un genio.

– ¡Ja, ja, no, no! Voy a hablar sobre cómo hacer la red de Internet más segura para el usuario corriente.  

–¡Oh, pero sí joven, es un genio!

Él se volvió a reír mientras sacudía la cabeza. Ambos miraron a Kimera pero su cara siguió inmutable.

El tren aminoró la velocidad y el altavoz anunció la estación de Chatelet-Les Halles. Kimera irguió la cabeza y la mujer le repitió la estación. La muchacha se paró y levantó con las dos manos la maleta roja que llevaba en el asiento del lado de la ventana.  Eduardo aprovechó para admirar su silueta femenina marcada por un liviano vestido al talle.  Kimera no pareció percatarse de la atención, saludó a la mujer simplemente arqueando los dedos con que sostenía la maleta y se bajó del vagón.

–¿Piensas que es norteamericana como tú? ¿Por qué me diría que es de China?

–Tal vez esté cansada de que le pregunten de dónde es.

–Si, eso debe ser. Tiene un rostro muy peculiar. Y el pelo de todos colores es para un payaso, si quiere saber mi opinión. A veces se puede ser demasiado chic ... –tuvo que hacer una pausa para que Eduardo oyera la traducción–. Y eso se le digo como francesa. Debe ser una artista de algún tipo.

–Yo creo que es muy atractiva ...

–Sí, pero si se arreglara el cabello quedaría mejor. Con un rostro tan inusual puede que quiera ser modelo de pasarela pero tendría que matarse de hambre. Esas modelos viven de puro aire.

Eduardo puso su valija en el asiento de enfrente que ahora estaba libre y consultó el asistente electrónico en su muñeca, indicando que debía contestar algún mensaje. La mujer asintió, se concentró en su propio teléfono y no lo dejó más.

Luego de chequear algunos mensajes, Eduardo abrió la foto que le había tomado subrepticiamente a Kimera mientras tenía los ojos cerrados. La admiró unos segundos mientras golpeteaba el costado de la pantalla con la yema de los dedos, dudando qué hacer. En dos días iba a dar una charla a más de mil personas con sugerencias para aumentar la privacidad y aquí estaba haciendo precisamente lo contrario.  Pero al parecer la curiosidad era más poderosa que sus convicciones.

–¡Eh! –apenas pudo contener un grito cuando la búsqueda de imágenes encontró casi instantáneamente una correspondencia perfecta.

Abrió la página. El titular decía: Abre exhibición de la fotógrafa del arcoíris Kimera Etérea en la galería Neuf Vistas.

Kimera salió del hotel Alexandrie al bullicio de la calle de Lyon. A lo lejos, la columna de la Plaza de la Bastilla se elevaba como un faro y se dirigió hacia ella a paso apresurado, tratando de acallar las voces en su cabeza. Había optado por caminar, en lugar de tomar el subterráneo, para darse más tiempo antes de un encuentro que ansiaba pero también temía. Luego de dejar atrás la Bastilla, no tardó en llegar a una pequeña callejuela que la llevó a una plaza animada con restaurantes y decidió aminorar el paso y disfrutar del paseo. Era un día soleado y Les Marais estaba lleno de gente local y turistas sin prisa. Se puso a admirar las flores en las macetas de una ventana, un jardín colgante que amenazaba derrumbar la antigua fachada. Estudió el menú en la pizarra del restaurante en peligro de ser sepultado, extrañada de tener hambre tan temprano. Pero pronto tuvo que admitir que el vacío en el estómago era de nervios por el encuentro que se avecinaba.

Hacía dieciséis años que no veía a los mellizos Marmoulliad. Apenas los recordaba ya que solo tenía siete años cuando jugaron juntos por última vez.  Era un recuerdo vago pero que atesoraba, una de las pocas cosas que añoraba de su niñez aparte de los abrazos de su madre.

A pesar de arrastrar los pies, llegó a su destino antes de sentirse preparada. Impasse de la Poissonnerie –leyó en el cartel de un callejón corto de adoquines–. Doble letra ese significa pez, no veneno –recordó de sus clases de francés. El ancho callejón terminaba en una fachada muy antigua con una cabeza de sátiro saliendo de la pared a baja altura. Esa debe ser la antigua fuente que mencionaron –pensó.

–2C, Celine et Marcel Marmoulliad –leyó Kimera en voz alta.

Tomó un par de bocanadas de aire antes de apretar el timbre en el centro de un relieve en forma de flor. Forzó una sonrisa, aunque no encontró el infaltable ojo electrónico. Un zumbido le indicó que podía abrir la puerta a la calle. Entró al hall y subió las escaleras hasta el segundo piso, el ruido de los tacones contra las baldosas reverberando en las paredes. No tuvo que golpear a la puerta del 2C; Celine la abrió en cuanto se acercó, con Marcel directamente detrás.

Marcel era alto; tenía una barba negra rala y el pelo ondulado, estudiadamente despeinado como alguien que se siente un espíritu libre. Su hermana era mucho más baja, el cabello rubio menos ondulado y más prolijo, aunque tenía un mechón púrpura sobre la oreja derecha. Prescindiendo del pelo y la altura, el parecido de los hermanos era notable.

Se abrazaron a la manera sajona y luego se besaron con cuatro besos en las mejillas a lo parisino.

–¡Tanto tiempo, Kim! ¡Qué alta que estás! –dijo Celine.

–No tan alta como tu hermano. ¡Yo creo que ustedes se parecen más que cuando eran niños!

–No recordaba que fueras tan atractiva –agregó Marcel con una sonrisa.

–Pasa, siéntate. Tenemos croissants de la confitería BonBon de la esquina.

El apartamento de los mellizos era relativamente amplio para París y más suntuoso de lo que se hubiera imaginado. Muebles formales de dos o tres generaciones anteriores contrastaban con pósters de rock y modulares escandinavos.

–Leí que te consideran una artista joven en ascenso. Te felicito. ¿Es Etérea solo tu nombre artístico o realmente te lo cambiaste?

–Cuando era niña quería cambiarme el nombre Kimera por Kimberly. Finalmente decidí que iba a estar orgullosa de ser diferente y conservar Kimera pero se me ocurrió cambiar el apellido Prado por algo más representativo de mi espíritu. No es que no me guste, es un buen nombre. Pero quería algo que no me aferrara los pies a la tierra, que me dejara volar. Ahí comencé a firmar mis obras Kimera Etérea. Pero nunca lo hice oficial porque temía que mi madre lo tomara como un rechazo, a pesar que me dijo que no le importaba.

Luego de un rato de ponerse al tanto de lo que habían hecho en esos años, fue tiempo de hablar sobre el tema que los unía.

–Esta es la foto que me dio mi madre –dijo Kimera mientras escarbaba en su mochila–. Aquí está.  Los tres jugando en un parque infantil. Detrás mamá escribió sus nombres con el apellido. No fue difícil encontrar el perfil en los medios sociales de dos mellizos con esos nombres viviendo en París.

La foto mostraba dos niñas y un niño colgando de un andamiaje colorido mientras un hombre de mediana edad los vigilaba listo a detener la caída de alguno si fuera necesario.

–¡Mira que serio está papá! Siempre fue muy protector –comentó Celine.

–Recuerdo que yo soñaba que se iba a casar con mamá –agregó Kimera.

Marcel y Celine intercambiaron una mirada furtiva que Kimera alcanzó a cazar.

–Pero ahora entiendo que era imposible. Su padre era un profesor –terminó en voz baja– y mi madre no tiene mucha educación.

–¿Cómo está Rosa? ¿Qué te ha dicho sobre aquellas visitas?

–Se encuentra bien. Está en otro París . . . París, Texas, cuidando a mi tía abuela que es el único familiar que nos queda. Pero no me ha podido ayudar mucho. Aparte de esa foto, me dio una tarjeta con el nombre Ariel, un señor que conoció en la sala de espera de Pandor. En un tiempo pensó que podía ser uno de mis padres biológicos. Desafortunadamente, no se acuerda de nada más que sea relevante.

–Kim ..., es hora que te contemos lo que queríamos decirte en persona –Marcel dijo en tono serio–. ¿Alguna vez te dijo tu madre por qué te llamaron Kimera?

–Supongo que ahora sé la verdadera razón. Mamá me dijo que ese era el nombre que mis padres biológicos me habían puesto antes de que yo naciera y ellos desaparecieran. Al menos eso fue lo que el doctor Pandor le dijo y la convenció que mantuviera el nombre. Creo que le gustó la idea de llamarme Kim. Claro, ella no sabe qué es Quimera en la mitología griega y mucho menos tiene idea de lo que es una quimera genética. Pienso que fue una broma de Pandor, una forma de alardear de su experimento.

–¿No le has dicho lo que descubriste?

–¿Que soy el resultado de un experimento tabú? ¿Que coexisten en mí células que deberían pertenecer a dos personas distintas? ¿Y que probablemente ellas no tendrían madre sino dos o hasta tres padres cada una? No, la angustiaría demasiado. Ya les prende bastantes velas a sus santos. Pero sí sabe que estoy buscando a mis padres biológicos.

Los hermanos se volvieron a mirar entre sí antes de que Marcel continuara.

–Antes de morir, papá nos dijo toda la verdad sobre nosotros. También somos el resultado de experimentos … somos clones.

Kimera los observó intensamente, expectante más que sorprendida.

–Nos confesó que nuestra madre murió mucho antes que nosotros naciéramos, durante el parto de su primer hijo, que se llamaba Marcel, como yo.  Él la amaba mucho y eso lo hizo aún más apegado al único hijo que le había dado. Pero cuando tenía solo diez años Marcel tuvo un caso de meningitis con complicaciones, estuvo meses en coma y finalmente falleció.

Kimera trataba de entender lo que le estaban diciendo.

–¿Entonces, ustedes son clones de ese Marcel? –Kimera se sorprendió de lo emocionada de su voz.

–Sí, somos copias de nuestro hermano. Papá conocía a Pandor, siendo profesores en la misma universidad, a pesar de que él estaba en el departamento de economía. Había oído rumores sobre sus experimentos con embriones humanos y en su desesperación le preguntó si no podría clonar a su hijo en coma –explicó Celine.

–Pero tú eres una mujer ...

Celine se mordió el labio inferior antes de continuar.

–Pandor no se interesó hasta que nuestro padre mencionó que Marcel tenía un problema genético que se podría corregir en el clon. Marcel tenía el síndrome Klinefelter, es decir un cromosoma X extra. En lugar de ser XY como un varón común, era XXY.  Mi padre quería que lo clonara sin usar el cromosoma extra. Pero Pandor le propuso intentar dos clones, uno masculino usando un X y el Y y uno femenino usando ambos X. Papá nos aseguró que no le gustaba la idea, pero fue una condición que puso Pandor.

–Pero luego se alegró mucho de haber aceptado –agregó Marcel mientras ponía el brazo alrededor de los hombros de su hermana.

–¡Increíble! –Kimera los miró a los ojos unos segundos antes de continuar–. ¿Y ... se parecen a su hermano?

–Esa foto en la pared –señaló Marcel–, descubrí luego de muchos años que no era mía sino que había sido tomada una década antes de que naciera.

Kimera se acercó y la contempló. Sin duda tenía un gran parecido al Marcel de su niñez, excepto que el niño de la foto era exageradamente delgado.

–Mi padre aseguraba que tenía el mismo temperamento que Marcel, pero en otras cosas eran muy diferentes. Por ejemplo, nuestro hermano no era muy fuerte ni bueno en los deportes.

–Debe sentirse muy extraño saber que son mellizos de un hermano una década mayor al que nunca conocieron.

–Es aún más complicado –dijo Marcel dudando, mientras buscaba confirmación de Celine–. Yo no tengo el extra X … pero tengo el cromosoma Y duplicado.

–¡Oh! –Kimera los miró boca abierta.

–Pero el Y es un cromosoma pequeño que no hace mucho, excepto determinar que un feto se convierta en masculino, lo cual no es una mejora –dijo Celine mientras le guiñaba el ojo a Kimera–. Por eso Marcel no ha tenido ningún problema, aunque puede que explique su gran altura.

–Pero no soy tan bueno para las ciencias como tú, Celine.

–No eres mal estudiante.

–¿Qué estudias, Celine?

–Genética –Celine encogió los hombros mientras mostraba la palma de las manos–, por supuesto.

–Claro –sonrió Kimera.

–Lo que no sabemos –continuó Celine– es si fue un accidente que produjo la condición opuesta a la original o si Pandor lo hizo a propósito.

–Apuesto que fue lo segundo –dijo Marcel con rabia–. El destino no puede ser tan cruel.

Kimera le contestó con una mirada triste y luego se puso a estudiar el dorso de su mano, incrédula de su propia existencia.

–Los dioses siempre han tenido un sentido del humor perverso. Y Pandor se debe haber creído un dios.

Eduardo no podía explicar la urgencia que sentía en volverse a encontrar con Kimera. Se rezongó a sí mismo por haber salido de la convención cuando todavía quedaban charlas que le interesaban. Tenía toda la sensación de que estaba siendo manejado a control remoto, lo cual más que nada lo sorprendía ya que nunca le

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1