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El Viaje de Alejandro
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Libro electrónico396 páginas6 horas

El Viaje de Alejandro

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Cuando Alejandro, un hombre rutinario y sereno pierde su trabajo y a su mujer, todo su mundo se desmorona. En su particular huída del presente se topará con una siniestra y descontrolada realidad en la que nada es lo que parece. A su vez, un grupo rebelde planea alterar el orden establecido, ligado de una manera inexorable al futuro de Alejandro. Realidad, ficción y toda una amalgama de pasadas novelas satíricas como Gúlliver, Alicia en el País de las Maravillas o Don Quijote de la Mancha se mezclan en el paisaje castellano, llenando cada página de esta historia, crítica social y aventuras al más puro estilo de la novela épica.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2015
ISBN9789895137916
El Viaje de Alejandro
Autor

Daniel Gómez

Nací en Segovia un 7 de Abril de 1982, y actualmente vivo en Palazuelos de Eresma, Segovia. Soy Diplomado en Magisterio de Educación Física y Educación Infantil y, actualmente, imparto clases en el Colegio Gredos San Diego de Guadarrama. Además, he participado en distintos concursos de relato corto.

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    El Viaje de Alejandro - Daniel Gómez

    capa_el_viaje_alejandro.jpg

    A todos los que han hecho posible que esta historia vea la luz.

    Especialmente a Vanesa, por su paciencia.

    "El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un

    hombre que sabe a dónde va".

    Antoine de Saint-Exupéry

    EL VIAJE DE ALEJANDRO

    Cuando corroboraron que la información que tanto empeño habían mantenido en ocultar había sido expuesta a la luz de ojos ajenos, los peores temores invadieron las paredes de uno de los centros de control y seguridad encargados de la protección de la red del sistema y que, durante los últimos meses, había permanecido en el ojo del huracán debido a diferentes infiltraciones y asaltos por todo tipo de piratas informáticos: desde pequeños grupos militares, hasta frikis navegando a bordo de sus ratones por el mero hecho de desbaratar la seguridad de dichos sistemas, relacionado más con el puro placer de conseguir lo nunca antes conseguido, que por otro tipo de necesidades más importantes y preocupantes para los agentes que guardaban la red de defensa. Sin embargo, tal día como hoy, y especialmente en las fechas en las que estábamos, justo antes del comienzo de las fiestas navideñas, la inclusión no podía haber elegido peor momento.

    –¿Qué hacemos ahora? -dos de los informáticos encargados de controlar las filtraciones y los asaltos se miraban aterrados temiendo las posibles repercusiones que pudiera causar el destrozo del que acababan de ser víctimas.

    – Igual ha sido mera casualidad -respondió el otro-. Ya sabes que hay diferentes sociedades y empresas que tienen cierto derecho de trato con nuestras instalaciones y…-sin embargo, aunque ambos albergaban la esperanza de que se tratase de un error de bulto, y que el responsable llamase inmediatamente pidiendo disculpas, sus rostros no paraban de expulsar gotas de sudor frío desde su frente hasta su barbilla. Durante unos minutos de dudas esperando la tan ansiada llamada, el intercambio de miradas tristes cesó y determinaron avisar del problema a los superiores oportunos.

    Sobre la una de la tarde el responsable del área de seguridad se personó en el despacho del Director General de seguridad del estado, más tieso que el palo de una fregona. Desde que recibiera la noticia había intentado mantener la calma, actuar con la mayor rapidez posible, y ya después tomaría las medidas oportunas con los dos informáticos que habían permitido la infiltración en tan enmarañada red de trampas y puntos de conexiones. Lo peor para él estaba por llegar como responsable del proyecto, y en cuanto se vio de frente con la cara rechoncha y blanca del Director General de seguridad del estado, supo que el escándalo había corrido más rápido que él por los pasillos del edificio. Saludó seriamente a su superior y se dispuso a hablar desde su posición delante de la mesa:

    –Como ya sabrá… –comenzó directo y al grano, aunque su voz sonaba entrecortada en el interior de la sala mientras el director general se giraba en su silla dándole la espalda.

    – ¡¿Dónde?! –la voz del Director General taponó la garganta del responsable de seguridad sorprendiéndole súbitamente.

    – ¿Dónde?!…dónde…? No…no entiendo… ¿señor director?

    – Ya veo que ni siquiera una pregunta fácil es usted capaz de responder -y se volvió a girar sobre su butaca lanzándole una mirada de indignación mientras se ponía de pie-. ¿Dónde ha ocurrido?

    La cara del responsable de seguridad había tornado a pálida a pesar del moreno de rayos uva que solía lucir. Ahora el traje hecho a medida y los zapatos a juego con el cinturón parecían ridiculizar aún más su previsible inteligencia. A sabida cuenta de que lo estropearía aún más, se aventuró a hablar de nuevo:

    –Pues… en el centro de seguridad, señor Director General –y calló rápido con la consecuente pose de quien cree que ha errado en la respuesta. El semblante del director adquirió mayor rigidez mientras avanzaba hacia él para colocarse justo delante, a apenas unos centímetros, si bien no de su cara, si de su pecho, ya que el responsable de seguridad le sacaba una cabeza. Le indicó seguidamente con el dedo índice que acercase la cara hasta su boca y suavemente le habló al oído:

    –Digo, mi querido amigo, que ¡¿dónde coño ha pasado?! Y cuando digo dónde, quiero decir que: ¿dónde cojones han sido tan extremadamente estúpidos como para entrar en nuestros dominios? –ahora comprendió debidamente la pregunta y, en cuanto se hubo separado lo suficiente de la boca del Director General y se hubo limpiado la cara de babas mientras el director se volvía hacia su asiento, respondió feliz de acertar por fin:

    –Una de las empresas de Segovia, TELINFO creo que se llama. Allí se encargan de traducir e interpretar mensajes e informes de otros países en relación con ciertos programas de ámbito social y de empleo. Realmente no creo que haya sido intencionado. Seguramente ni siquiera sepan lo que han hecho. En esa empresa apenas un par de dirigentes saben a qué dedican su trabajo diario, y se dedican a traducir y reenviar, nada más –ahora el director recapacitaba acerca de las palabras que le iban llegando. Por supuesto que en las empresas unidas al sistema apenas sí había algún dirigente que realmente sabía de las condiciones reales de su empeño, pero ya habían tenido antes problemas con alguno de los dirigentes menos afianzados en el programa de reorganización del país, y no estaba dispuesto a asumir otro problema de estas características, y menos tratándose de información acerca de la seguridad del programa. Mientras meditaba como actuar, el responsable de la seguridad seguía parloteando desenfadadamente, como si ahora se sintiese muy seguro y quisiese arreglar su anterior intervención-. El problema, señor Director General, atañe principalmente a la información que pueden habernos… copiado –en ese momento una chispita centró de nuevo la atención del rechoncho Director General, redirigiéndolo hacia el fornido interlocutor que tenía enfrente.

    –¡Explíquese y déjese de rodeos! ¡Hable claro, coño! –de nuevo volvió a ponerse tenso y malhumorado ante tanta incompetencia. El responsable de seguridad volvió a sumergirse en la misma situación que antes le incomodara tanto, como si intentase escapar de una trampa y sus pies no consiguiesen moverse en la dirección adecuada. Se recompuso e intentó escoger bien las palabras de su repuesta:

    –Creemos que…bueno, los agentes creen que… -aunque sabía perfectamente lo que tenía que decir, el escoger adecuadamente las palabras podía colocarle en una situación más o menos delicada-. Al parecer han burlado el bloqueo de acceso a los archivos de defensa y movimientos de reorganización en caso de problemas internos –lo soltó como si de un trabalenguas se tratase, temiendo que si se detenía en mitad de la frase, no pudiera darle término. Ahora solo podía esperar que la respuesta del Director General se dirigiese concretamente a paliar los posibles daños y que, como mero intermediario, obviase los duros reproches que tanto estaba temiendo desde que conociesen el asalto del pirata informático.

    El Director General tardó un momento en recapacitar sobre cómo actuar, cosa que agradó cierto punto al encargado. A continuación volvió a levantarse de su asiento y le habló de nuevo:

    –Averiguad de quién se trata y proceded como tenemos por costumbre. Mañana sin falta quiero ver al responsable en mi despacho. Haced lo que haga falta, pero sin darle demasiada importancia… ya sabes. Quizá no sea nada, pero más vale descubrir lo que sabe antes de que sea tarde –el responsable de seguridad afirmó con la cabeza añadiendo un severo sí, señor Director General, y giró sobre sus pasos para encaminarse hacia la puerta-. ¡Otra cosa más! –añadió el Director General antes de que llegara a su ansiado destino-. Nadie debe conocer esta información. Y cuando digo nadie, me

    refiero a nadie literalmente: ni usted, ni yo, y menos aún esos trabajadores suyos que tan bien han dejado que nos den por el culo. A esos los quiero fuera de España una temporadita; apáñalo como quieras. ¡Esta vez no quiero fallos! Su puesto depende de esto –y la silueta del encargado desapareció tras el umbral de la fornida puerta de madera de roble.

    Una Mañana Extraña

    Como cualquier otro día recorre la avenida principal, desbocada por los ruidos, maleada por los humos, solo que hoy, como ningún otro día, se le hace corta. Al frente, la parada del cartel rojo; junto a ésta, la chica del jersey verde camina cuesta arriba demasiado rápido para pensar mucho; al otro lado de la acera se cruzan una mujer muy alta con pantalón vaquero y una anciana con orejeras y una bolsa medio fuera del bolsillo; en el portal doce, frente al bar la Jarrita, un chico resbala, mira hacia los lados, y se le escapa una sonrisa.

    Tocan las ocho en el reloj de la plaza.

    De una mujer rubia cuelga un bolso que tiene una hebilla plateada a juego con algunos trozos de calle y con el reflejo que se desprende del escaparate más cercano. Incluso, si se observa con detenimiento, puede distinguirse entre un mar de abrigos grises, un trozo de prenda no tan cálida, que parece adelantar al resto pilotada por alguien más grueso, quizá de fuera, quizá menos experto. Aunque el hombre del tiempo advertía, apenas veinte minutos antes, de las bajas temperaturas durante toda la jornada y los próximos días, decidió que no se debía de haber referido a aquel trozo de calle y que seguramente un par de manzanas más hacia abajo las estarían pasando canutas.

    Tras llegar a su destino, pararse y observar detenidamente la puerta del edificio, recapacitó, giró bruscamente y fue alejándose de éste lo más aprisa que pudo. Sus pasos lo habían llevado, como impulsados por la rutina, a su lugar de trabajo, como si no recordaran el despido de la noche anterior; como si no recordaran los gritos, los insultos y las ganas de llorar asomando por su nariz, justo en medio de sus dos ojos.

    -No has hecho nada mal, solo que pasamos por un mal momento. ¡Pon la radio, la televisión, todo está pasando por un mal momento!

    Una despedida rápida y bien escogida, nada que hacer contra eso.

    A los 27 años seguramente habría gruñido un ¡anda y que te jodan! de los que, por el momento, te dejan más a gusto, se habría tomado un par de cervezas, unos cuantos días libres… y a otra cosa. Pero ahora con 52 años las cosas no eran tan divertidas, ni siquiera tan irreflexivas, ojalá lo fuesen.

    Se le hacía raro caminar ahora por la calle siendo la hora que era.

    Aunque desde el despacho se escuchaba el jaleo de la calle comercial, nunca había reparado en que, mientras cada cual estaba ahí arriba haciendo lo que tuviese que hacer, cientos de personas invadían esa misma calle que para todos los de allí dentro dejaba de existir, al menos para su utilidad, a las ocho en punto; para alguno seguramente antes. Notó una sensación extraña, mala no, solo diferente.

    La chica del jersey verde; el hombre de la cazadora fina, de entretiempo que diría mi madre; la que lleva al perro de paseo o la que cruza hablando por el móvil el paso de peatones. Todos y cada uno de ellos debían de dirigirse a algún lado, a algún destino, aquella rara mañana de invierno.

    Así pues, sin nada más que hacer, decidió ocupar el tiempo en perseguir personas.

    El hombre gordo del abrigo verde acababa de cruzar a la acera de enfrente. De su forma de ganar metros se advertía que llegaba tarde, y conforme evitaba a la gente al cruzarse, demasiado ágil para su tamaño, que no era la primera vez. Se colocó a una distancia prudencial y siguió sus pasos por la empinada cuesta. Ni siquiera se planteaba lo que estaba haciendo, solo hacia dónde iría. Si tendría trabajo, familia, si acababa de salir de casa o regresaba… Especulaciones divertidas. Iba construyendo su vida a través de la imagen que éste proyectaba, y

    sabiendo que de aquí a un corto periodo de tiempo su curiosidad se vería alimentada por diversidad de respuestas hechas imagen y movimiento.

    El hombre dobló la esquina que subía hacia la pequeña pero distinguida plaza, miró hacia su derecha saludando al cartel del hombre de nariz superlativa, y acelerando aún más el paso ascendió por las escaleras verticales tomando de nuevo rumbo a la derecha, hacia la Plaza de los Reflejos, donde unos metros más allá se coló en la tienda de delante, en el número 11, la del toldo rojo y el escaparate bien decorado. Se coló tras él.

    CAPÍTULO 1.

    El hombre gordo

    De momento todo seguía con normalidad.

    Antes de cruzar la puerta se había despedido de Claudia, su esposa, como era costumbre cada mañana a la misma hora. La misma escena de todos los días se repetía incesantemente: el mismo aroma de café en cápsulas en la taza en donde aparecían fotografiadas las meninas de Velázquez. El mismo sabor a edulcorante de un tarro interminable, por lo visto. La misma disposición de las cucharas y los platos. La radio encendida emitiendo una voz tan clara que parecía mentira que alguien, a esa hora de la mañana, tuviera la capacidad de articular palabras con tanta precisión.

    De momento no le había surgido la necesidad de comunicarle su nueva situación laboral, al fin y al cabo, les iba bastante bien y prefería mantener la calma y meditar acerca del siguiente paso y, por qué no, tomarse unos días de descanso.

    En su cabeza se iban sucediendo imágenes del día anterior, descolocadas o no, mientras perseguía con fijación la silueta verde del hombre gordo que, tras pararse ante una mujer con un chaleco rojo que parecía disgustada, cruzaba una puerta con el letrero de prohibido el paso.

    El vestuario, supuso, y se paró a esperar fuera.

    Ahora se daba cuenta de dónde estaba. Toda una red de enormes pasillos se desplegaba delante de sus ojos, repletos de largas filas de alineadas estanterías perfectamente organizadas por género, edad, utilidad o deporte, de juguetes de todos los tipos y colores. Vista desde allí y en aquella época del año parecía imposible no emitir una sonrisa y sentirse un poco mejor. Era una de esas visiones que, siendo niño, hace que desees trabajar allí por siempre. Quizá sería el mejor trabajo del mundo. Incluso querrías quedarte a vivir allí. ¡Qué diablos! vivirías allí y tus amigos se morirían de envidia.

    Sin embargo, después de echar un vistazo, lo segundo que se te venía a la cabeza era lo costoso que debía ser organizar todos los juguetes; y lo siguiente que pensabas era cual sería la imagen real que tendría cualquiera de los empleados de esos pasillos tan bien decorados, como cuando pasas por un cine y te sobreviene el olor caliente de las palomitas recién hechas y piensas en la suerte de trabajar allí. Y llega un verano en que lo haces y tu opinión cambia radicalmente. Qué cosas, ¿no?

    Siempre había escuchado acerca de supermercados, cadenas de ropa o ventas de coches, sobre la manera en que se situaban los productos para conseguir vender unas cosas u otras. Incluso que si tu carrito de la compra se desviaba a un lado, era por pura estrategia, y que no era solo que estaba roto por el uso.

    Pues bien, esa idea le rondaba ahora por la cabeza, cuando reapareció con un enorme uniforme de chaleco rojo y pantalón negro, el hombre al que perseguía.

    En la parte izquierda de su gastado chaleco lucía una placa diminuta para ese pecho, en la que se podía leer su nombre. Detalle sin importancia al parecer, ya que sus ojos prefirieron dejarlo correr y dedicarse a observar cómo se situaba una ridícula pajarita negra que apenas le abrochaba; como si por cada bocado de mazapán del día anterior, un trocito del cordón de esa pajarita se hubiera esfumado o escondido dentro del resto y sus dedos estuvieran intentando sacarlo hacia fuera: un poquito más, que ya casi está, se podía reflejar en su cara roja.

    Uniformado por fin como se le solicitaba, o al menos eso debía ser, comenzó su jornada laboral.

    La tienda a esa hora permanecía desierta, por lo que siguió al hombre, del chaleco ahora, por un pasillo en dirección hacia unas cajas en donde se podía leer CGA en los laterales. Una mesa gastada por el uso y no demasiado limpia, servía para depositar el interior de las cajas, de donde salían un sin fin de librillos infantiles y algunas novelas de adolescentes y otras de adulto en formato bolsillo.

    Una vez colocados en pesadas pilas, se situó frente a ellos y comenzó a buscarlos en el albarán que tenía adosado una de las enormes cajas. Uno tras otro los marcaba, ponía un precio e informatizaba su registro en el ordenador portátil que tenía ahora delante. Visto desde atrás parecía como si un gigante estuviera manipulando pequeñas postales coloreadas mientras dejaba escapar un murmullo en forma de canto o soniquete musical.

    Cuando piensas en un librero, se te viene a la cabeza la imagen de una persona culta, con gafas, camisa y pantalón chino, e incluso raya a un lado, y que debe saber muchísimo de todos esos libros, tanto como un abogado de lo que es correcto o no. Sin embargo esa imagen se le desajustaba ahora como la cara de Robin Williams en Desmontando a Harry. Si hubiera tenido que calificar lo que aquel hombre sabía de libros, se habría apostado la mano izquierda de la madre de su mujer, a que no pasaba de saber lo que pesaba cada libro viendo a la velocidad que pasaban por sus manos, y solo esperó que él no tuviera que venderlos.

    Observando la monotonía de la tarea, y que aún quedaba para rato, giró sobre sus pies en busca de emociones alternativas hasta que entrase algún cliente más que permitiera sacar partido a su nueva diversión matutina.

    Recorrió los pasillos de la tienda sin perder detalle de cada cachivache o raza de cachivache que iba descubriendo. Desde los archiconocidos Playmobel, hasta construcciones de la marca Bloque y muñecas Barbia. Todo plagado de marcas comerciales que colocaban letreros colgantes con letras enormes, como para darse a conocer, que te dirigían hacia ellas con el fin de venderte sus preciados productos, sin explicarte siquiera el grado de movilidad articular de las piernas de ese soldado, tan musculado, que sufría hipogonadismo seguramente a efecto de una masiva ingesta de proteínas.

    Continuó caminando, divertido en sus pensamientos, centrados ahora en cada una de las cosas que veía.

    Prosiguió deambulando menos centrado ya en aquel mar de productos y preocupado por localizar a otros comerciantes con chaleco rojo como el de su nuevo amigo. Reconocía a uno casi al cruzar cada pasillo.

    Algunos colocaban los juguetes en su preciado sitio. Otros pasaban peludos cepillos o mopas por el suelo de azulejo oscuro que resaltaba aún más la marea de trastos. Una chica, a la que pensó que le quedaba bien el uniforme, colocaba en perchas camisetas de equipos de fútbol de todas las tallas y después las colgaba en los percheros en el área de deportes.

    Aquí se dividía el espacio en dos zonas. Una para deportes recreativos, populares y de entrenamiento como natación o ciclismo, o dedicados al ocio en la naturaleza como camping y productos de montaña; y una segunda parte dedicada al deporte como medio para la supervivencia, en donde al parecer, como se venía viendo últimamente, todo debe valer pues la vida está en juego.

    La bien uniformada dependienta aparcó las camisetas blancas y blaugranas de este segundo lado y volvió a buscar otro montón mientras una madre escogía una de las camisetas para un obeso aunque gracioso niño, con el que guardaba cierto parecido facial. El pequeño cargado con tres camisetas blancas de distinta talla, entró a uno de los probadores.

    Debido a su tardanza llegó a la conclusión de que la madre le habría dado instrucciones acerca del orden en que probárselas. Sin embargo, una imagen mental de la situación le sobrevino más acorde a la simpática cara del chaval, en donde aparecía éste con la camiseta más grande desde el primer momento, y el resto del tiempo se lo pasaba mirándose al espejo y haciendo posturitas de culturista gelatinoso.

    Una vez decidida la talla grande, se dirigieron hacia la dependienta para imprimir unas letras en el dorso de la camiseta, justo encima de un dorado siete. Otra familia de fanáticos religiosos que marcaban su creencia con un dorado CRISTIANO en la espalda. ¡Qué perversión! Seguro que al chaval le haría más ilusión ponerse el nombre de su jugador favorito.

    De todas formas, la última proyección de la cara del niño reflejaba una sonrisa de oreja a oreja mientras su madre pagaba.

    Pensando aún en la imagen del chaval marcando músculos frente al espejo siguió su paseo.

    De vez en cuando el todo está pasando por un mal momento se le venía a la cabeza entre las posturitas del niño gelatina.

    Y lo cierto es que era verdad. Cada día se oían malas nuevas acerca de economía, sexo, maltrato… y toda una maraña de relaciones sociales venidas muy a menos. Cada telediario y programa fresquito de actualidad te mostraba dónde estabas con palabras ininteligibles de unos, y con tintes rosados de otros. Desde una corbata bien sujeta a un cuello bronceado, hasta la nueva imagen de una beatificada con la nariz nueva a juego con sus pechos.

    ¡Qué país! Con suerte en unos años se acabaría todo.

    Tras girar en el pasillo repleto de deuvedés de aquel famoso director congelado, se vio avanzando entre infinidad de recetarios de cocina. Todos ofrecían la promesa por excelencia de ahorrar tiempo creando magníficos platos sabrosos y bajos en calorías. Algunos incluso mostraban la imagen de un cocinero de la tele sonriendo de muela a muela y enseñando un guiso de un aspecto excepcional. Podría incluso decirse que se lo había estado pasando bien creándolo. Ahora los platos no se cocinan, ¡se crean!

    Volvió a girar hacia su derecha y divisó al hombre gordo colocando los últimos ejemplares, mirar después su reloj, sonreír al ver que eran las diez, y dirigirse, con aire más despreocupado, a ocupar su lugar tras el mostrador de la zona de librería.

    Su cara se había retornado pálida, tal vez a su color natural.

    Sacó una libreta de debajo del mostrador junto con un bolígrafo de publicidad sobre alguno de los nuevos libros, e hizo unas anotaciones continuando una lista ya tatuada. Seguidamente, libreta y bolígrafo en mano, paseó admirando sus dominios comprobando que todo estaba en orden y tomando alguna nota en relación a la mercancía, probablemente lo que haría o no falta, tampoco podía ser algo mucho más pecaminoso. Habida cuenta de las fechas en las que estábamos, una mesa le llevó más tiempo. Al parecer contenía los libros más vendidos o novedosos, por lo que se dedicaba a contarlos y apuntar cantidades. Por la longitud de la lista, y el tamaño de la zona de librería, podía averiguarse que la venta de libros marchaba bien, y que se esperaba continuara así, o mejor, durante la inminente campaña navideña.

    Finalizada la tarea regresó al mostrador y sacó una agenda de cuero negra. Tras buscar por sus páginas unos segundos, se detuvo y marcó en el teléfono uno de los números de la página. Alguien contestó del otro lado y tras un breve intercambio de información, comenzó a leer parte de la lista que había escrito en su libreta de trabajo. Se despidió al terminar, retomó la búsqueda por la agenda negra de cuero, y reinició la misma operación marcando en su teléfono un número distinto. La labor, casi mecánica, de marcar en el teléfono, se desarrolló durante unos minutos hasta dar fin a la larga lista. Guardó su agenda, dirigió su mirada hacia el hombre que le perseguía, y observó vagamente cómo éste se acercaba por los pasillos de la librería dando los buenos días.

    –Buenos días- respondió alegremente.

    El tono de su voz desprendía cierta timidez, lo que unido a su elefántica silueta, lo situaba dentro del grupo de personas de las que abusan los demás; al menos verbalmente, con actitudes arrogantes de las que no tenía idea de cómo zafarse sin sentirse mal después.

    A manera de simular su verdadero objetivo de aire voyeur, deambuló entre las mesas y las rellenas estanterías como buscando un trozo de uña, o algún libro en particular, que por fortuna no terminaba de encontrar. Era demasiado pronto para poder ver al hombre gordo en actitud mercantil, por lo que decidió dar alguna vuelta más y escapar sigilosamente a la menor oportunidad que se le presentase. Esto no tardó en suceder, ya que una de las compañeras del personaje apareció en la librería saludando entre dientes y dejando el móvil bajo el mostrador de venta. Óscar contestó al saludo amablemente con un eufórico buenos días y un qué tal estás de cuidado, que hacían presumir una respuesta acorde o explicativa al menos. Sin embargo esta nunca llegó.

    La elegante mujer, ataviada con el pantomímico uniforme, recorrió la librería buscando errores de colocación y cambiando algunos ejemplares de lugar, aunque casi siempre unos centímetros. Terminada la revisión preguntó acerca de los pedidos, y tras comprobar la lista sobre el mostrador de cristal y darlo por bueno, descolgó el teléfono, hizo unas señas hacia Óscar, y marcó un par de dígitos en el teclado que hicieron responder a alguien rápidamente del otro lado de la línea que, instantáneamente, arrancó una risa loca de la empleada en el mismo momento en que Óscar regresaba con útiles de limpieza y comenzaba dicha labor. Hubiese sentido pena si no fuera por la chistosa forma en la que meneaba la fregona. Como si de algún modo la tarea fuese agradable, iba desinfectando cada esquina y comprobando la calidad del brillo que dejaba, repasando otra vez si no quedaba satisfecho del efecto, totalmente concentrado en lo que hacía.

    Absorto en la imagen, se le vino a la mente una idea que había leído no hacía mucho acerca de la felicidad. Creía recordar algo así como que cuando haces cualquier tarea, si consigues tener tu mente centrada totalmente en realizar bien dicha empresa, la felicidad al realizarla llenaría tu espíritu. No podía recordar si fue Robin S. Sharma, o quizá Terry Pratchett en alguna de sus originales novelas, en las que aparecía una especie de maestro de artes marciales que dedicaba el tiempo a barrer una especie de escuela para futuros ninjas o algo así. Lo cierto es que su compañera, tras el mostrador, hablando con euforia sobre algún tema al azar, miraba a Óscar de vez en cuando y se mordía el labio ladeando, a modo de no puede ser, su cabeza. ¡Vaya estampa!, estaría pensando. Casi se podía entrever que le molestaba que su compañero disfrutara con aquella labor, ya que antes de terminar toda la superficie de la librería, ordenó que guardase la fregona, y le indicó algo acerca de unas cajas alargadas y finas que estaban retiradas al lado de la mesa de trabajo.

    Cansado ya de la escena, nuestro hombre sucumbió a los deseos de su cuerpo de tomar un café humeante.

    Minutos más adelante podía distinguírsele sobre un taburete largo metálico de uno de los bares más poblados y conocidos del centro histórico de la radiante ciudad. Situado en la esquina de una de las calles radiales que desembocan en la plaza, resplandecía acristalado en su totalidad. Pese a contar con una espléndida terraza con vistas hacia la preciosa catedral gótica donde aquel pajarero pasaba cada año su página, las sillas y mesas se arrejuntaban tras una columna formando tres torretas similares.

    Un sin fin de funcionarios, abogados o empresarios pasaban sus manos por la barra metálica del establecimiento a esa hora cada día, alternando sus peticiones entre café solo o con leche, hasta zumos y bebidas que calentaban aún más el gaznate.

    La cafetera no paraba de trabajar esa mañana. Incluso a Marta, la camarera del pelo rizado negro, se le escapó una taza de entre los dedos debido a la agitación de la faena y recibió una ovación desde el tendido, de los hombres y mujeres de traje. Tras la taza se le escapó también una sonrisa y una palabrota suave que amenazó a aquellos que se seguían riendo, advirtiéndoles de que, como ya debían saber, su paciencia era bastante corta. Nuestro hombre, café en mano, disfrutaba del sonido del ajetreo que llenaba el local sin olvidarse del librero que había dejado en sus quehaceres para volver un momento después. Apuró con calma la cálida taza de café gaviota, y subió volando al baño, situado en la segunda planta, vacía como de costumbre, a no ser por algunas tardes cuando un par de grupos de señoras mayores llenaba un par de mesas con cartas y olor a carmín.

    Tras descargar tan costosa carga, se ajustó cinturón y pantalón y después de lavar sus manos concienzudamente, las secó en los ya reconocidos secamanos con el logotipo de Vimersa. Bajó las empinadas escaleras y se dirigió hacia su taburete, ocupado ahora. Tras saludar nostálgicamente a un par de compañeros que le prometieron tiempos mejores pero que no pagaron su café, pagó y se proyectó hacia la plaza, transitada a rabiar como cada jueves de mercado.

    El mercado de los Jueves, como originalmente se llamaba a tal despliegue de puestos, ocupaba por entera la plaza, solada a golpe de adoquín. Tenderetes metálicos o camiones a efecto de mostrador, ofrecían productos de uso diario. Desde fruta, hasta calcetines de usar y tirar, sin fuerza en la gomilla, adornados con dos líneas circulares. Lo maravilloso de este tipo de espectáculos era la masiva publicidad que se daba de cada producto. A voz en grito.

    –¡Mira niña cómo tengo la calamar!

    –¡La braga y el sujetador azul o rojo, a tres euros, cariño! - gritaba un gitano mientras sujetaba el tanga con la mano dentro.

    Ese tipo de espectáculo no lo había visto antes en la enorme juguetería. Quizá por eso que estaba vacía.

    Dio una vuelta admirando los puestos con mucha más calma que todos los demás jueves, mantuvo un par de conversaciones acerca del frío que se esperaba para mañana y sobre alguna otra cosa no menos importante, y se despidió en dirección a la juguetería. Permitiendo dar tiempo a que apareciese el sol, hizo camino de retorno en dirección al bar de Chema, calle arriba, y giró a la derecha bordeando la fachada de la tienda de ropa que ocupaba toda la esquina. Apenas un puñado de personas esperaba su turno en la verdulería cuarenta o cincuenta metro más abajo. Fieles a la pequeña tienda que había conocido seguramente tiempo mejores, se mantenían enganchadas en una conversación muy concreta acerca de uno de esos programas basura que se ofrecían hoy en día como se ofrecía muerte en el circo romano, y que mantenían ocupadas a las masas despojándoles de otras preocupaciones que asolaban en los medios de comunicación más serios. Y con más serios se le ocurrió algunos que al menos no ponían demasiadas faltas de ortografía. Quizá hoy día la única forma de estar bien informado sería no estándolo, o mejor aún, escuchando a aquellas marujas con vestidos estampados.

    Más adelante tomó el camino a su siniestra y rozó con las yemas de los dedos la espalda de la biblioteca pública a la que un día le faltó al menos una mano, y se mantuvo absorto en sus pensamientos los últimos ciento y pico metros en línea recta que le separaban de la puerta de la juguetería.

    El edificio se le presentaba ahora delante a modo de templo romano. Fijada antes la mirada en aquel hombre gordo de verde, no había admirado la elegante y seria fachada con unas espléndidas columnas que llegaban hasta el suelo. El tono gris proyectaba sabiduría en contraste absoluto con las tonalidades de las luces y adornos que brillaban en su interior. Difícil de entender si se viene de visita. Todo se debía a un proyecto de realojamiento de los departamentos de las funciones administrativas de la ciudad, que había llevado todas las sedes de los organismos públicos a las afueras de ésta, para comodidad de sus ciudadanos. Debido a esto, muchos de los ataviados edificios habían quedado a disposición de comercios y centros culturales, permitiendo sanear la parte antigua de la capitolina urbe. Meses atrás los periódicos habían hecho eco de la cuestionada decisión. De lo que no hicieron eco, por otra parte, era de quien la

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