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Las dos caras de la luna
Las dos caras de la luna
Las dos caras de la luna
Libro electrónico428 páginas12 horas

Las dos caras de la luna

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"La imagen seguía en su cabeza cuando pestañeó un par de veces, pero ya no era a ellos a quien tenía al frente..."

Grasmere, Distrito de los Lagos, Inglaterra; ni los vampiros ni los hombres lobo esperaban que en ese pueblo se descubrieran los orígenes de la guerra que los había dividido por mil años.
Johanna sólo quería vivir una secundaria normal, no convertirse en tutora de los dos chicos nuevos; y mucho menos quedar encerrada en una batalla que hasta hace poco era sólo un cuento de fantasía.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento1 jul 2014
ISBN9783960286479
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    Las dos caras de la luna - J.J Lobos

    apoyo.

    PRÓLOGO

    Le dijo que corriera, pero ella no hacía caso.

    El hombre miró por la ventana, donde un cielo estrellado se asomaba por entre las ramas de los árboles. Allá lejos, en las espesuras del bosque, ella los había oído: gritos de protesta y algarabía de miedo. Pronto el ruido llegaría también a sus oídos.

    Le suplicó que se fuera, pero ella se acercó a él, dispuesta a hacerles frente. Ella le besó, un beso frágil y decidido.

    —Vete—, repitió él —no por mí, ni por ti.

    Dejaron que una lágrima escapara, que recorriera sus mejillas tan cerca, hasta llegar a los mentones de sus dueños que se rozaban entre besos furtivos, rápidos, de despedida.

    Ella empezó a alejarse, y la mano de él no la quería dejar ir. Primero se fue el calor de su cuerpo contra el de él, después los codos gráciles se despidieron de su torso, pero la mano del hombre no dejaba la de la mujer. Ella no quería irse, pero debía hacerlo. Alerta, la mujer oía el clamor a lo lejos, se apuró a darle otro beso a su Eleuter, uno de recuerdo, uno de gratitud.

    Y de nuevo, ella empezó a alejarse. Mientras tanto se acercaban, despiadados, los demás. Primero se fue el calor de su cuerpo contra el de él y llegó el del fuego en las antorchas; después los codos gráciles se despidieron de su torso, y se oían afuera los hachazos contra el follaje; le siguió la mano de ella, remplazada por un fierro para interponerse entre ellos y la mujer; la puerta de atrás se escuchó cuando ella salió, pero la de adelante, más cruel, se abrió dejando a la multitud entrar.

    Afuera, en el bosque, ella corría a más no poder. El calor de hombre había sido reemplazado por el azote del viento, antes cálido siempre, menos ahora, cuando algo caliente había en ella, un sentimiento de amor amainado en el vientre por el cual, Anjana huía.

    LOS NUEVOS

    "¿Recuerdas cuando

    en invierno

    llegamos a la isla?"

    Epitalamio – Pablo Neruda

    Le dolía respirar, quizá por alguna enfermedad de aquel nuevo lugar o por la velocidad que llevaba al correr, pero era inevitable, aquel muchacho ya iba tarde a su primer día de clases. No quedaba más que acelerar el paso por las calles para ver si en algún momento llegaba a encontrar la secundaria.

    Estaba seguro de haber pasado tres veces la misma panadería, se había aprendido de memoria el olor que escapaba del recinto, y el humo saliendo de la chimenea lograba crear curvas en el aire que pocas veces había apreciado. Realmente todo en ese lugar lo hacía sentir extraño, con ese sentimiento de hogar que hace mucho no se adueñaba de él.

    Había visto el lago Grasmere días atrás cuando llegaron al pueblo con el mismo nombre, con anterioridad había estudiado que ese era el más pequeño lago de Lake District y se había interesado en vivir en un lugar pequeño y tranquilo. Luego experimentó el regreso en el tiempo con las casas lajeadas del centro, las verdes colinas al fondo, el humo exalado de las chimeneas por las noches, y se dio cuenta, la tarde anterior sentado a la mesa de un café pequeño, que si no hubiese llegado para vivir allí, quizá se obligaría a visitarlo como uno de los tantos turistas que caminaban por las aceras.

    Las calles estaban empezando a llenarse y todos los edificios, cubiertos de lajas de piedra, daban albergue a esas personas que empezaban un día más de trabajo en Grasmere. Un lejano punto le llamó la atención, uno que definitivamente era la secundaria. Sin importarle su dificultad para respirar, atravesó lo más rápido que pudo la distancia que lo separaba. Llevaba más de diez minutos de atraso y, cuando estuvo enfrente de la que parecía ser la puerta principal, un guarda de seguridad del instituto le impidió el paso. El muchacho, un poco alterado, le comentó que debía estar hace más de diez minutos en el salón 213 en clase de literatura con el profesor Nathan Johnson.

    Sin decir una palabra, el hombre lo condujo hasta el salón donde un hombre alto, delgado, de frente amplia, barba rala y entradas pronunciadas en su canoso cabello le preguntaba a un muchacho pálido si no eran dos los nuevos alumnos.

    —Profesor Johnson —llamó el guarda de manera despectiva—, creo que esto le pertenece —le dijo, señalando al muchacho.

    El profesor asintió, agradeció al guarda y dejó pasar a los chicos al salón.

    —Ustedes deben ser Henry Blood —le dijo al chico pálido.

    El joven asintió, tenía el cabello lacio oscuro y corto, ojos cafés, su nariz estaba algo torcida, pero era fina como el resto de sus facciones y a pesar de ser delgado, su espalda ancha lo hacía ver esbelto. Usaba una camisa negra debajo de un saco marrón, una bufanda café de cuadros, unos jeans azules oscuro ajustados  y sus zapatos eran negros de cuero, toda su vestimenta indicaba sin equivocación alguna que no conocía lo que era trabajar.

    —… y Adam Moon, ¿correcto? —el otro chico, muy diferente al primero, movió la cabeza afirmativamente. Moreno, un poco más bajo que el otro; con el cabello corto, crespo y de un negro profundo, oculto bajo una gorra; sus facciones eran más fuertes o toscas; sus ojos eran cafés, y en su mentón se apreciaba un hoyuelo bastante pronunciado.

    Entre estos dos chicos sólo había dos cosas en común: el ser nuevos y ese reflejo en sus ojos que delataba algún secreto.

    —Interesantes apellidos —dijo una chica sin alzar la mirada del papel que tenía en la mesa, y en el que parecía apuntar algo.

    —¿Disculpe señorita Abad? —interrogó el profesor a la muchacha.

    —¿Ah?, yo no… —respondió la susodicha— creo que pensé en voz alta.

    El profesor sonrió un poco, les indicó a los muchachos dos asientos vacios, peculiarmente detrás de la chica. Adam y Henry caminaron lentamente hacia sus campos mientras observaban como la muchacha se teñía de rojo, algo que no era muy difícil si se consideraba lo blanca que era y el tono sonrojado de sus mejillas. Llevaba el cabello castaño y ondulado atado en una cola de caballo, y los pequeños ojos miel se quedaron fijos en la hoja de papel mientras los de los nuevos alumnos la examinaban.

    El señor Johnsson sacó de su mochila un libro algo grueso, e inmediatamente todos en el salón le imitaron; el par de chicos nuevos miraron a su alrededor, ellos no tenían aún los libros y parecía que el profesor no se daba por aludido.

    —Página 124 muchachos, hoy leeremos un poema llamado En la Noche, de Amy Levy… —el hombre se quedó callado al ver a uno de los chicos nuevos alzar la mano— ¿sí señor…? —preguntó, sin recordar el apellido.

    —No tenemos libros —comentó Adam, señalandose tanto a él mismo como a Henry.

    —¡Oh, que torpe!, tomen, el mío —agregó entregándoselos— ¿alguien sabe algo de la autora?, sin ver el libro señorita Hurt —inmediatamente una chica cercana a la puerta dejó de ojear su libro.

    Todos los alumnos se centraron en imitar una pose de concentración, aunque realmente ninguno tenía idea de quién era la escritora. Lentamente una mano se fue alzando, parecía que sentía pena de hacerlo.

    —Johanna —consintió el profesor, y la chica castaña que antes había hablado de manera inconciente, respondió.

    —Bueno… según algunas cosas que he leido, sus poemas son algo… —arqueó las cejas— góticos, pero profundos; además murió muy joven —terminó.

    —Tenía exactamente veintisiete años —comentó el chico alto, Henry, tomando una pose de suficiencia— y fue un suicidio —agregó, alejando el libro que le ofrecía Adam, ganándose una mirada de desprecio por parte de Johanna por el tono que utilizó, sumamente petulante.

    El profesor los felicitó, en especial a Henry, que lo impresionó por su conocimiento previo, y continuó la clase sin soltar ninguna otra pregunta. Se había notado la cara de enojo del otro chico cuando Henry rechazó el libro con aquella actitud de suficiencia.

    En el receso, Henry no se levantó de su asiento, Johanna salió con unas compañeras y Adam fue directo a la cafetería para comprarse una buena dotación de botanas, que devoró sin reparo. Mientras comía, saludó a una chica de la clase que se le había quedado mirando por su manera de comer; ella se alejó, dejándolo sonriente para volver a clases. Una vez dentro el profesor Jonhson anunció que pasarían a otro autor: Charles Dickens. Johanna se animó mucho con la mención de aquel nombre, igual que Adam, que detrás de ella parecía a punto de vengarse. Dos manos se alzaron ante la pregunta de Johnson, quien, por curiosidad, eligió a Adam esta vez.

    —Dickens es una de las figuras más importantes de la literatura de su tiempo —dijo—, impuso una tendencia con sus obras que contenían un humor algo crudo, casi sátiro que marcó la tendencia crítica —terminó, no sin antes lanzar el libro al pecho de Henry.

    Henry, sin dejar de ver a su compañero de clase, tomó el libro de su pecho y lo puso sobre la mesa, acomodándolo perfectamente en el centro. Le sonrió a Adam y con superioridad dijo.

    —Dikens era un fiero crítico de la pobreza y de la muy marcada diferencia social de su época, en sus novelas y obras en general mantenía una conexión con el hombre común.

    Los dos muchachos se miraron directamente, como si en silencio hubiesen formado una guerra por demostrar quien de ellos sabía más. Un carraspeo los distrajo un momento, venía de Johanna, que los miraba de manera reprovadora y molesta. Según parecía, aquellos dos muchachos no le habían causado ninguna buena primera impresión a pesar de su interés por la literatura.

    Johnson terminó su segunda hora hablando de distintas formas literarias y alguno que otro poema mientras los tres estudiantes se ignoraban olímpicamente. El sonido del timbre lo tomó por sorpresa, y mientras comentaba un que rápido pasa el tiempo mientras uno se divierte, el grupo fue abandonando el salón.

    Al tocar la campana para su siguiente clase, Henry se topó con la mirada de Adam en el pasillo y se la devolvió, como invitándolo a jugar un juego en el que no podría ganar; el moreno sonreía, como si le entendiese y le restara importancia.

    Johanna pasó en medio de ambos cortando el nexo visual. Adam la llamó, le dijo un sorprendido me impresionas, y entró al aula sin dejar que la chica preguntara el porqué, aunque dejándola a merced de los ojos de Henry, que la evaluaban de arriba abajo, como considerando si valía la pena.

    La chica lo encaró, preguntándole si tenía algún problema con ella, Henry simplemente río como si le hubiesen contado el mejor de los chistes y la señaló de arriba abajo, respondiendo:

    —No eres lo suficiente ni para ser un intento de problema.

    Johanna abrió los ojos, indignada, y cuando por su mente ya se había formulado una respuesta lo suficientemente buena, el chico estaba ingresando al salón 3A de inglés.

    Para su suerte, lo que le restó del día Johanna no tuvo que compartir clase con ninguno de los otros dos. Las clases transcurrieron con total normalidad sin comentarios o situaciones incómodas. Sin embargo la chica olvidaba que ese día había una actividad más que incluía a gran parte de los alumnos de sexto superior con su profesor guía, el señor Johnson, y entre esos estudiantes estaban tanto Henry Blood como Adam Moon.

    Se discutieron algunos temas poco relevantes sobre los As; el profesor recitó una lectura motivadora (que más bien provocó sueño en la mayoría de los presentes) y por casi veinte minutos se encargó de responder preguntas acerca de las universidades. Faltaban un par de minutos para salir cuando Johnson se volvió a la clase, sin dejar de guardar sus cosas, y llamó:

    —Jo, quiero que te encargues de poner al día a los nuevos compañeros en lo que refiere a sus exámenes finales y el ingreso a la universidad, he notado que se llevan bien y tienen varios cursos juntos.

    Definitivamente el profesor estaba mal de la vista o no sabía distinguir las relaciones de los adolescentes. Johanna empezó a reclamar por qué ella, pero sus gritos no se escuchaban por el ruido del timbre y de los estudiantes saliendo.

    Adam, que guardaba sus cosas mientras escuchaba lo que el profesor decía, se enderezó de un salto y se brincó tres pupitres para llegar al lado de la chica, mirando al profesor.

    —No creo que sea necesario, señor, de veras —expuso muy rápido—. Me adapto muy rápido y…

    —No creo que usted esté en posición para decir eso, puesto que llegó tarde —le recordó Johnson, dejándolo completamente desarmado.

    —Viendo las circunstancias mejor no digo mucho —dijo Henry en el fondo del salón, pasando sus ojos del señor Johnson, a Johanna y luego a Adam.

    —Bien —terminó Johnson, tomando su maletín—, si tienen dudas que la señorita Abad no pueda contestar, mis puertas están abiertas.

    Henry se encogió de hombros y salió por en medio de los tres sin siquiera alzarlos a ver.

    Johanna tomó su mochila y salió tras él, resignada a que no le quedaría de otra más que cumplir lo que su profesor le había encargado. Adam se despidió del profesor y caminó a la salida del colegio, mirando que aquella chica que iba molesta por tener que hacer algo que o le gustaba. Al salir la siguió un rato más, ambos tenían el mismo rumbo.

    Se detuvieron en una esquina, sin mirarse, mientras una limosina pasaba frente a ellos y un chico blanco les alzaba una ceja desde dentro. El vehículo siguió su camino, Johanna y Adam se separaron; los tres fueron por diferentes rumbos, sin imaginarse que sus vidas estaban destinadas a cruzarse más allá de en una simple esquina.

    MOON

    "Ésta es la ley de la jungla

    como el cielo tan vieja y tan cierta

    el lobo que la cumpla prosperará

    mas el lobo que la rompa habrá de morir"

    The law of the jungle – Rudyard Kipling

    Johanna no supo cómo llegó ese día al colegio, desde que aquel par había llegado odiaba de sobremanera tener que levantarse para ir al colegio. No toleraba ver a Henry y la prepotencia con la que parecía estar observando a todos, como si los espiara por encargo de alguna mafia; pero aún peor era tener que escuchar a Adam contestar las preguntas que nadie sabía, era como si el profesor le pasara la materia en la noche y él se encargara de repasarla para fastidiarlos. Ella simplemente quería tomar una máquina del tiempo y evitar que ellos llegaran.

    En el último recreo, no soportó más lo iracunda que estaba y descargó toda su frustración con Peter, su mejor amigo. El muchacho, un rubio de cabello sumamente despeinado y ojos cafés afables, escuchaba a Johanna sin atreverse a decir nada. Había pasado los últimos cinco días enfermo y aquel en que regresaba, descubría que un par de muchachos nuevos habían llegado a su curso.

    —¿Me entiendes?, tengo que pasar toda la tarde de hoy explicándoles a esos dos idiotas todo aquello que hemos visto, si yo fuera el profesor los dejaba solos a que se pusieran al día —gruñó Johanna, recostando su cabeza en el hombro de su amigo, un poco más alto que ella.

    Peter simplemente asintió, mientras consideraba la situación y jugaba con el cabello de la chica. No había tenido la oportunidad de hablarles a ninguno de los dos nuevos, pero no le parecieron tan malos como para que su amiga los odiara tanto.

    De reojo la chica observó cómo Adam caminaba por el pasillo, así que decidió colocarse firme, sin ningún signo de debilidad ante el enemigo. El chico se acercaba, con un sombrero de ala casual; su necesidad de cambiar de gorras y sombreros incomodaba a Johanna, o quizá fuera que estaba decidida a pensar mal del chico y todo en él empezaba a molestarle. Hasta la sonrisa ladeada que le dedicó, a pesar de ser amistosa, le irritó como no tenía idea. Peter la miró, y de tan enojada que se veía la chica, decidió no contestar al saludo que Adam le ofrecía con la cabeza.

    —No se ve tan malo —dijo en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que Johanna lo escuchara—. Pero sí algo engreído —concedió ante la mirada y el golpe de su amiga.

    Al rato se escucharon por el pasillo las pisadas de alguien, esta vez era Henry, que vestía (como diría Johanna) cual típico niño mimado, con su ropa de marca a la moda y bien planchada. Pasó frente a ella sin siquiera mirarla, es más, no miraba a nadie; para Henry sólo existía él mismo. Siguió directo al mostrador de la cafetería del colegio sin hacer fila, donde su única reacción ante las quejas de los demás fue lanzar una mirada de odio y retomar su pedido haciendo caso omiso del resto del mundo.

    Johanna se volvió a su mejor amigo y le sonrió con suficiencia, complaciéndose de tener la razón.

    —Bien, él sí es arrogante —contestó golpeando la barbilla de su amiga con los dedos— y te creo con respecto al otro; —tomó un poco de aire y agregó— hasta creo que no sería bueno que te relacionaras con ellos.

    —No lo haré, ¿crees que estoy loca?

    —Prefiero no responder —contestó el muchacho sonriendo y caminando con la chica a una mesa en la cafetería.

    Las horas restantes pasaron volando, cuando la campana de salida sonó, la estampida de estudiantes emocionados por salir se aglutinó en la puerta. A Johanna una mano le rozó el hombro entre tanto alboroto, pudo notar a Peter despidiéndose y le susurró un suave adiós mientras luchaban por salir en diferentes direcciones.

    Cuando logró salir, la chica se dirigió hacia donde un moreno hablaba por celular, algo frustrado. Adam levantó la mirada, apartando el celular de su rostro y gritó, alzando una mano.

    —¡Hey, tú, maniquí, si yo me quedo tú también! —Johanna dirigió su mirada hacia donde el chico apuntaba con la mano. Se trataba de Henry, que tenía todas las intenciones de salir del colegio—. Entiendo pero —dijo de nuevo al teléfono—, ¿en serio es necesario estar todos?

    Henry, más retado por el tono de Adam que por cumplir sus obligaciones, se acercó a ellos, sujetó la correa de su morral y los miró con aire de superioridad y la espalda muy erguida.

    El moreno se despidió con un gruñido, luego se fijó en su compañero; le sonrió de la misma manera ladeada, como si estuviera a punto de jugarle una travesura y le preguntó a dónde pensaba irse.

    —Lejos de aquí ¿dónde más podría ¡y querría! ir? —le contestó el muchacho.

    Johanna rodó los ojos y les señaló con la mano el camino a tomar para dirigirse a la biblioteca del pueblo. Era, según ella, el único lugar donde podría controlarse si alguno hacía algo que la enfureciera, bien se sabía en el pueblo de gente que habían sacado de la biblioteca por alzar un poco la voz, se decía que la bibliotecaria era bastante rígida con las reglas; y ella no quería ser sacada por la policía y a la fuerza.

    Sin embargo al llegar a la biblioteca apenas tuvieron tiempo de sacar sus cosas, porque a los pocos minutos de sentados a la mesa, el teléfono de Adam volvió a sonar. Este lo sacó rápidamente de sus pantalones y contestó, murmurando en voz tan baja que Johanna, a su lado, apenas podía oírle; aunque las últimas palabras las escuchó con el temor de que los fueran a sacar en ese momento.

    —¡Bien, ya voy! —gruñó, colgó y empezó a guardar sus cosas a gran velocidad.

    Johanna veía en todas direcciones, esperando a que los fueran a echar en aquel momento. Pero corrieron con suerte. El moreno le tendió un papel en el que garabateó su número, le dijo que le mandara un mensaje en la noche para decirle dónde y cuándo sería la tutoría y salió corriendo, apenas disculpándose.

    Salió tan rápida y silenciosamente que, al percatarse de que estaba a solas con Henry, Johanna sintió que salía de un sueño muy veloz. La muchacha resopló enfadada, odiaba (sobre muchas cosas) que la dejaran plantada, y eso que Adam acababa de hacer podía considerarse como tal.

    Henry miró como Adam se iba y volteó a ver a Johanna.

    —¿Ya me puedo ir o me vas a hacer quedar perdiendo el tiempo? —dijo en un tono de aburrimiento.

    La chica sacó su celular de la bolsa de su pantalón, introduciendo el número de Adam (bajo el apelativo de Moreno repulsivo), y suspiró mirando a Henry con algo parecido al asco.

    —El sábado en mi casa… me arriesgaré a que estén allí —agregó con sorna—. Debo trabajar y sería…

    —¿Trabajas…? —la interrumpió Henry, sorprendido.

    —En el hotel de mi familia —contestó incrédula por el tono que usaba Henry, casi respetuoso. Rebuscó en su bolso para sacar un bolígrafo y apuntar los detalles al chico—. Hotel Saint Irenné, cualquier taxi te llevaría —Henry la miró, dándole a entender que él no tomaría cualquier taxi—. En el bosque, en la zona este del pueblo, es el único que hay por ese lugar.

    Le extendió un papel con un número de teléfono y un nombre, Johanna E. Abad. Inmediatamente, sacó su celular y le envió a Adam un mensaje, en el cual explicaba dónde iban a reunirse.

    El teléfono de Adam cortó el denso silencio que había en la acera, lo sacó y lo apagó, molesto por la intromisión, él había dicho que le enviaran el mensaje en la noche y ni ese favor pudo hacerle. Gracias al sonido del celular, sintió en el patio de su casa las amenazas de alrededor de una veintena de miradas, entre asesinas e intrigadas. Un grupo de personas, hombres y mujeres, niños y adultos, lo observaban desde los setos y en las copa de los árboles. El chico sabía que estaban allí, así como sabía que, aunque estuvieran ocultándose, no lo hacían de él, sino del pueblo.

    Antes de poder sacar la llave para abrir la puerta de la casa, una figura gruesa abrió para dejarlo entrar. Era un hombre alto y de color, con ojos negros y un escaso cabello rizado, al que Adam conocía como su hermano Shirham.

    —¿Por qué tardaste tanto? —preguntó lo más apacible que pudo, aunque los visitantes del patio parecían tensarlo un poco.

    —Me hago la misma pregunta —Kraven, igual a Shirham en todo, incluyendo la cicatriz que les recorría del reverso de la oreja izquierda hasta el cuello, había aparecido por la puerta de la izquierda, en la que se veía a otro grupo de gente al que Adam no conocía.

    Sin contestar la pregunta trató de ir a su habitación, subiendo las escaleras, pero al parecer la gente del salón se mostraba interesada en él. Un joven algo mayor que Adam, de cabello rubio cenizo y tieso, se apareció en el vestíbulo por la misma puerta y, con una sonrisa, tomó a Adam del brazo y lo arrastró a la habitación. Adentro pudieron acomodarse quince desconocidos más, e incluso dos conocidos, sin tomar en cuenta a Antonie –quien lo había llevado a rastras– y a Kraven que había entrado con ellos. Allí estaban dos hermanos más: Alex, el gemelo de Antonie, y Pietro, que devolvía a los invitados una mirada suspicaz con sus ojos de pantano y su piel aceitunada.

    Fuera de sus hermanos, el nombre del resto era un completo misterio. Pero sabía quiénes eran: la gente de Pelasgo. Cuando su familia llegó a esa zona de Inglaterra, estaban conscientes que tendrían problemas con ellos, pues de entre todos los alfas, Hinata era de las más territoriales. De vez en cuando alguien estornudaba o tocía, momentos que Pietro aprovechaba para pedir que no contaminaran la casa; aquello sacaba risas de Alex y Antonie, pero Adam, que llevaba enfermo un tiempo, tenía que soportar no hacer lo mismo, o dejaría mal a los suyos.

    Quizá fuera por concentrarse en no quedar en vergüenza, pero el chico tardó un tiempo en darse cuenta que todos, incluyendo a Kraven y Shirham, le miraban con ceño; hasta Pietro le clavaba los ojos de cuando en cuando, como si hubiera hecho algo mal ¿sería por ser el menor que los de Pelasgo querían intimidarlo? Realmente los menores eran Alex y Antonie, no Adam, aunque claro, eso no era lo que aparentaba. No podía ser por eso. Una niña de aspecto salvaje, con el cabello enredado y ennegrecido lo observaba con verdaderos deseos de matarlo, se movía lentamente, adoptando abiertamente una posición de ataque.

    —Díganle a la nena que se calme —dijo Pietro de la manera más jocosa que pudo en medio de tanta tensión.

    —Dile a tu nene que no apeste —gruñó un hombre de aspecto hosco y lleno de cicatrices—, creo que hasta en la cocina deben de haberlo olido.

    Adam no entendía, pero al parecer, aquel hombre tenía razón en que su presencia no había pasado desapercibida, pues en poco tiempo, un joven rubio, más rubio que los gemelos Alex y Antonie entró en el salón. Clay, otro de los hermanos Moon, tensó sus músculos apenas entrando, tomó a Adam por los hombros y se lo llevó consigo hacia la cocina, pasando en medio del odio de los invitados.

    En la cocina había un número igual de conocidos y desconocidos. De hecho, la niña que quería matar a Adam los siguió, como tratando de mantener el equilibrio. Sentados a la mesa en la que había una caja pequeña, sólo había dos personas: un hombre y una mujer. Uno era Ronaldo, su alfa canónico, identificable con su piel bronceada, sus ojos verdes y su clásica sonrisa, esa que inspiraba confianza; ella, una mujer asiática y de piel grisácea, de dientes puntiagudos y cabello de un sedoso negro con algunas canas, era Hinata, la alfa canónica de Pelasgo, que Adam reconocía por reuniones de antaño.

    —Michelle, que gusto verte —saludó Ronaldo a la niña con amabilidad.

    Hinata no perdía de vista a Adam, lo evaluó de arriba a abajo y, al concluir algo, quién sabe qué cosa, se volvió a Ronaldo para seguir la conversación que habían interrumpido.

    Adam se apartó de Michelle, que fruncía la nariz con apatía. Se acercó poco a poco a sus hermanos, que veían la conversación apoyados en el mueble de la cocina, aunque los más descarados (Raymond y Clay) se sentaron tranquilamente, sin demostrar ninguna precaución para con los invitados.

    —¿Por qué me trajeron? —preguntó a Mauren, su hermana, una morena de rizos y rasgos angulosos y suspicaces. La chica se encogió de hombros fríamente. Sin duda sabía, pero no contestaría frente a los de Pelasgo.

    Una vez cómodo, Adam se fijó en los elegidos por Hinata para entrar en la cocina. Ocho miembros, tres mujeres, entre ellas, la pequeña y probablemente fiera Michelle; un joven que parecía no tener idea de por qué estaba allí, un anciano que parecía muerto en sus múltiples capas de ropa, dos hombres cuarentones de aspecto salvaje y el último… El último se encontraba junto a la puerta, tenía un rostro nostálgico, casi triste, su quijada se notaba apretada intensamente y los ojos cristalinos a punto de rebalsarse; no apartaba la vista de la caja que descansaba en la mesa, en medio de Hinata y Ronaldo.

    —Como iba diciéndote antes de que —Hinata miró a Adam— fuésemos interrumpidos, ya van dos muertes en nuestra manada.

    ¿Muertes? ¿Acaso escuchó bien y Pelasgo tenía dos miembros menos? El asunto de la reunión era el territorio, que según se estableció hace ya mucho tiempo, las manadas rotarían para no encontrarse muy cerca entre sí. Sin embargo, un altercado en Francia los obligó a moverse antes de tiempo, por lo que habían caído en el lugar ocupado por Pelasgo. Ese era el asunto que iba a solucionarse en la reunión, ¿qué tenían que ver las muertes de Pelasgo? ¿Acaso los culpaban a ellos?

    —Sí, pero todavía no llego a entender ¿qué tiene que ver eso con nosotros? —dijo cortésmente, Ronaldo.

    —Mira Akkaj —acababa de llamarlo por su nombre real, eso nunca era buena señal—, acabamos de acordar un espacio para cada manada, pero salimos perdiendo ¡No, déjame hablar! —Cortó antes de que Ronaldo dijera nada—. El territorio que ustedes han ocupado es el mismo donde cazamos, y donde por casualidad perdimos a Fernand… y esta semana a Sucey.

    El hombre de la puerta dejó rodar una lágrima. Así que eso pasaba, eran pareja, probablemente lo suficientemente unida como para formar una familia.

    —Ustedes son los que se metieron en nuestro territorio —gruñó William, tan idéntico a su hermano que parecía una versión crecida de Adam.

    Hinata y los otros miraron a William. Ronaldo volteó y negó con la cabeza, desaprobando su comportamiento y asegurándose de que no dijera nada más con aquel gesto. Cuando habló, lo hizo tan tranquilo como siempre, recordándole a Hinata que ellos no tuvieron nada que ver con los asesinatos, ni sabían de ellos al solicitar esa zona en específico.

    —Pero si quieren que les cedamos el terreno tendrán que ayudarnos —condicionó—. Olimos a vampiro hace cerca de una semana, pero en esta ciudad algo bloquea el aroma, por lo que aún no los ubicamos, y ahora es más difícil, puesto que ustedes están pidiendo el territorio ¿entiendes, Akkaj?

    —Perfectamente —Adam no pudo evitar sentir que Ronaldo le miró por el rabillo del ojo—, pero luego de lo sucedido en Francia, tratamos de pasar desapercibidos, por lo que también se nos dificultará a nosotros enco…

    —¡Al diablo lo que les pasó en Francia! —Saltó el hombre de la puerta, acercándose a la mesa—. ¡Sucey está muerta! ¡Mi Sucey ha muerto! ¡Quiero encontrar a esos malditos vampiros y matarlos lentamente! —estaba enloquecido, golpeó la mesa tan fuerte que le dejó una huella de su puño—. ¡Yo mismo encontré su cadáver! —señaló la caja con un dedo tembloroso. Entonces Adam supo lo que había dentro y se horrorizó al pensar en qué parte de Sucey estaría allí dentro como prueba de su muerte—. El aroma a vampiro en el aire, su cuerpo atravesado…

    Su voz se cortó en un chillido, recuperó la compostura y se fue de la cocina al comedor. De inmediato, fue reemplazado por una mujer pelirroja de la manada de Pelasgo. Hinata se quedó quieta, mirando la puerta por la que su licántropo acababa de salir; ella no le había pedido que estuviera presente en la reunión, se notaba en su expresión.

    Ronaldo prometió buscar a los culpables, después de todo, no podía ser tan difícil si estaban en su zona. O eso dijo, porque Adam llevaba una semana yendo a la escuela, recorriendo la ciudad y aún no había sentido el aroma a vampiro, pero podía deberse a su gripe, que quería adueñarse de él desde que llegaron a Inglaterra.

    Cuando Hinata y los suyos se fueron, Ronaldo se dirigió a Adam para preguntarle dónde había estado. Cuando terminó de decirles, Clay habló.

    —Qué extraño, realmente apestas.

    —¿A qué? —preguntó Adam, mirando desde el salón como sus invitados se alejaban junto al ocaso.

    —Ni idea, pero apestas —dijo Ronaldo, pensativo—. Fue ese aroma el que detuvo la conversación —se quedó quieto donde estaba—. En fin…

    Aunque trató de quitarle importancia, quedaba claro que ese aroma le interesaba. Ronaldo era curioso, quizá más de lo que debería.

    Con las miradas de sus hermanos clavadas en él, Adam subió a su recámara, encendió el equipo de sonido y se echó en la cama. Sacó su celular pensando en lo que dijeron sus hermanos y leyó, apenas concentrado, las palabras escritas en el mensaje de texto que había recibido llegando a casa: Sábado, mediodía, Hotel Saint Irenné, Johanna.

    ROMPE HIELOS

    "Algunos dicen que el fuego consumirá al mundo;

    otros afirman que triunfará el hielo.

    Por lo que yo sé acerca del deseo,

    doy la razón a los que hablan de fuego."

    Fire and ice – Robert Frost

    El sol brillaba más de lo habitual, con una brisa fresca que dejaba reposar los músculos. Aunque quizá fuera por el efecto del bosque que rodeaba el hotel, tan vivo, de esos que, sin duda, de noche eran aterradores. La limosina se detuvo cerca de él, a considerable distancia del edificio. Henry se bajó, siempre a la sombra de los árboles, por alguna razón parecía no querer acercar la limosina demasiado. Al verlo, Adam le sonrió con una amabilidad con la que se le dirigía poco frecuentemente, de nuevo culpó al

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