Barcelona Negra
Por Carles Quílez, Lilian Neuman, Carlos Zanón y
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Esta antología reúne a algunos de los autores más destacados de la novela negra en castellano, en un recorrido criminal por los barrios emblemáticos de la ciudad de Barcelona. La población urbana mundial es mayor que la población rural y tal vez el «premio» por esta supremacía sea la soledad en medio de la multitud. ¿El infierno será el otro, como predicaba Sartre? Cada ciudad late al ritmo de las ambiciones, deseos y temores de sus habitantes, y estos, como caudal sanguíneo, circulan por sus calles y sus avenidas con su carga de desamor, con sus ansias de venganza, con su desesperación, en busca de algo que no saben si podrán encontrar y que con frecuencia no saben qué es, pero que resultará distinto y muchas veces fatal. Víctimas y victimarios que se desplazan hacia un encuentro, esperado o inesperado, pero que intuyen modificará el curso de sus vidas. Mecanismos cuya fatal predeterminación solo se desvela cuando ya es tarde para intentar un cambio. He aquí lo negro literario, entendido como aquello que nos inquieta, nos perturba, nos amenaza... ERNESTO MALLO
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Barcelona Negra - Carles Quílez
Edición en formato digital: abril de 2016
En cubierta: fotografía de iStock.com / Necip Yanmaz
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la edición y del prólogo, Ernesto Mallo
© De los textos, sus autores
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-40-9
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Mosaico narrativo
ANDREU MARTÍN
El resto de mi vida
Nou Barris
ERNESTO MALLO
El paraíso en invierno
El Borne
EMPAR FERNÁNDEZ
Rojo infierno
Sants-Montjuïc
TONI HILL
Especies protegidas
La Barceloneta
ROSA RIBAS
Pablito
Poble Sec
MILO J. KRMPOTIC
Ruido blanco
Gràcia
TERESA SOLANA
Tiempo muerto
L’Eixample
CARLOS ZANÓN
El día que mataron a Leo
El Guinardó
LILIAN NEUMAN
El muerto de madrugada
La Ribera
CARLOS QUÍLEZ
Vallbona: La ley de la calle
Vallbona
Mosaico narrativo
La protagonista de esta antología es una ciudad que, una vez visitada, se queda grabada en el inconsciente. Aunque nunca vivió en ella de adulto, Julio Cortázar lo atestiguó diciendo: «Tengo recuerdos pero no son precisos. Recuerdos que me atormentaban cuando era niño. Hacia los nueve o diez años, de cuando en cuando me volvían imágenes muy inconexas y dispersas que yo no podía hacer coincidir con nada conocido. Se lo pregunté a mi madre: Mira, hay momentos en que yo veo formas extrañas, colores, como mayólicas con colores. ¿Qué puede ser eso?
. Y mi madre me dijo: Bueno, eso puede corresponder a que a ti, de niño, en Barcelona, te llevábamos casi todos los días a jugar con otros niños al parque Güell
. Así que, fíjate, mi inmensa admiración por Gaudí comienza quizá inconscientemente a los dos años». Esta antología reúne a un grupo de autoras y autores de distintas generaciones, y también con diferentes estilos y trayectorias. No pude evitar, al recopilar estos cuentos, recordar las mayólicas de Gaudí que atormentaban al gran Julio. Se me antoja que esta colección de cuentos refleja también el carácter barcelonés: ingenioso, colorido, inmensamente creativo y a la vez peleón y soberbio. Marià Cubí, el lingüista catalán, señaló los principios básicos de la frenología, aquella seudociencia que afirmaba la posible determinación del carácter y los rasgos de la personalidad, así como las tendencias criminales, basándose en la forma del cráneo y en las facciones. En ella se basaría más tarde el italiano Lombroso para su peligrosa teoría sobre el criminal nato, a quien podría reconocerse por sus facciones y por la forma de su cráneo. Se dibujaban entonces las cabezas de los sujetos en casilleros separados donde se indicaban las diferentes condiciones psíquicas. Nuevamente aquellos mosaicos. Los barrios de Barcelona también responden a esa manera de organizar la información, la población se conforma de manera similar. Tanto la migración interna como la externa contribuyen al mosaico barcelonés estimulado por su carácter portuario. Capital de una de las provincias más pujantes del país, Barcelona es un imán que atrae a gentes de todas latitudes en busca de mejores condiciones de vida, ya sea por su propio esfuerzo o esquilmando el de los demás. Paco Camarasa, quien colaboró para hacer posible esta antología cuando era solo un proyecto, afirma que «Barcelona es una ciudad de novela negra por excelencia». Este conjunto de relatos, este mosaico narrativo, demuestra lo acertado del concepto del comisario de Barcelona Negra. En la singularidad de esta ciudad, en su carácter y en sus diferencias se percibe, sin embargo, como en la obra de Gaudí, algo intangible que le da unidad, y creo que es el color. Barcelona tiene el cambiante color del mar en su afán por parecerse al cielo. Esta antología, que llamamos negra, me ha recordado al leerla que el negro es la suma de todos los colores. Los autores que han colaborado generosamente para que sea posible no necesitan presentación, por lo tanto lo mejor será que dejemos al lector en su compañía, ya que en estos relatos está la voz inconfundible de cada uno de ellos, hablándonos como si estuvieran aquí.
ERNESTO MALLO
ANDREU MARTÍN
El resto de mi vida
¹
Nou Barris
La voz del locutor de televisión atruena en todo el piso proclamando que en el aeropuerto de Barcelona reina el caos porque, además de sufrir una huelga ilegal e indefinida de pilotos millonarios, ayer se les estropeó el aire acondicionado.
Mientras canturrea «Si me das a elegir entre tú y la riqueza...», Nolan prende del cinturón la funda de policarbonato y fibra de vidrio del cuchillo de combate Aitor Jungle King I. Es un cuchillo largo, con una hoja de veinte centímetros y un mango de quince, así que tiene que fijárselo al muslo con el cordón que lleva para tal propósito.
Es un cuchillo hermoso, de color negro, con un filo cortante como una hoja de afeitar y ocho centímetros de sierra por el otro lado. Letal.
«Si me das a elegir entre tú y la gloria...».
Mete el cuchillo de cocina en el bolsillo lateral de la pernera del pantalón. Este mide más de veinte centímetros y es más peligroso que el otro. Lo lleva solo por si acaso.
Desde el otro extremo del piso, mamá tiene que vociferar para hacerse oír por encima del informativo, que ahora habla de caos en las calles de la ciudad, invadidas por las obras:
—¿Has ido ya a comprar el pan?
—¡No he salido todavía!
—Pues acuérdate de comprar dos latas de atún, de paso. En aceite de oliva.
Ahora, la pistola. Lo más importante. Es espléndida. Se la compró a un uruguayo que tuvo que salir por piernas y no podía pasarla por la frontera. No la había usado nunca. La tenía porque sí.
Introduce la pistola en el bolsillo trasero del pantalón. No se mueve, no se cae. Teme que, al sacarla, se enganche en la tela, le resbale de los dedos, caiga al suelo, se dispare. Prueba un par de veces, como De Niro en Taxi Driver. Plis, plas, como un pistolero del Oeste. No se traba. (Suspiro de alivio o de angustia). Es una buena pistola, una Para-Ordnance P13, canadiense, cargador con trece cartuchos del 45. Apenas un kilo de peso. Tiene un montón de seguros y deberá llevarlos todos desactivados para que esté a punto. A punto para disparar.
Le cuesta respirar con normalidad.
Le duele la cabeza.
Cierra los ojos.
El locutor dice que ayer se produjeron nuevos enfrentamientos en el Líbano, entre Hezbolá y los israelíes, con resultado de más de sesenta muertos.
«Si me das a elegir entre tú y el cielo...».
Se pone la sudadera de capucha, la que se cierra con botones y lleva el número 13 a la espalda. Es larga, pero no lo bastante para ocultar del todo el Aitor Jungle King. Tal vez alguien se dé cuenta de que eso que asoma es la funda de un cuchillo de combate. Ojalá que no.
Abandona su dormitorio para siempre. En la consola del recibidor, le esperan diez euros. Los coge. Cuando abre la puerta, la voz de mamá:
—¡Acuérdate del pan!
—Sí, mamá.
—Y de las latas de atún.
—Que sí, mamá.
—Y trae el cambio, que te doy de más.
«Si me das a elegir entre tú y mis ideas...».
Sale a su calle, estrecha y vocinglera, con ropa tendida en los balcones, rejas en las ventanas de los bajos, pintadas multicolores y tags para reafirmar identidades frágiles. Barrio nacido a mediados del XIX alrededor de un camposanto, como un símbolo de futuro. Primero fue el cementerio de Sant Andreu del Palomar y, luego, las casas y los talleres creciendo alrededor de sus muros. Todavía conserva hileras de casas bajas que recuerdan su pasado rural. Creció de manera tan atomizada y desordenada que no es un solo barrio, sino nueve, o trece, o no sé cuántos. Los reunieron todos en un solo amasijo y ni siquiera se tomaron la molestia de inventar un nombre nuevo. Lo llaman Nou Barris, Nueve Barrios, aunque no sean nueve, los que sean, qué sé yo, los barrios del montón, de desecho, esos del rincón. Nunca nadie le tuvo respeto. El mítico y especulador alcalde Porcioles se lo endosó como una patata caliente a su sucesor Masó, dos años antes de la muerte de Franco, y nunca nadie ha conseguido que le hagan el caso que merece.
Alguien lo definió irónicamente como barrio residencial para obreros inmigrantes. Zona de especulación desde que fue creado, bloques de viviendas para disimular la miseria de las chabolas cuando el Congreso Eucarístico, con un ferrocarril inoportuno que lo parte por la mitad, con centrales eléctricas amenazadoras en medio de los bloques de pisos.
Conoció a Linda en el metro, aquel día en el que daba grima usar el metro porque el día anterior, en el de Valencia, se había producido un accidente donde habían muerto cuarenta y tres personas. Nolan y Linda entraron al mismo tiempo en la estación de Virrei Amat y se fijó en ella en el andén, antes de acceder al vagón. Ella vestía un top y pantalones cortos muy escasos y sandalias de rafia de gran plataforma. Mascaba chicle y lo miró de reojo, con intención coqueta. Luego cuchicheó y se rio con unas amigas que la acompañaban. A él se le olvidó para qué había cogido el metro y se dedicó a observarla descaradamente, y la siguió.
Hicieron transbordo en Verdaguer y viajaron con la línea 4 hasta Urquinaona. Salió a la luz amarillenta de una tarde calurosa, sol poniente y deslumbrante, acompañada de aquellas amigas anodinas, invisibles y estúpidas. Las siguió por la calle Trafalgar hasta una escuela de idiomas que hace esquina. Las chicas se metieron allí alegremente, como si fueran a una fiesta.
Muy poco después volvieron a verse en el bar del Pelotilla, que está en uno de los bloques de Can Dragó. El Pelotilla es el hijo del dueño del bar, un colega muy torpe a quien la pandilla suele tomar el pelo. Siempre andaba haciendo exhibiciones con un balón, tanto fuera como dentro del bar, y su padre le decía «que vas a romper algo, que vas a romper algo»; y un día se le escapó un chut digno de penalti, el balón rompió un montón de botellas de una estantería, que fue una catástrofe bonita de ver, catarata de alcoholes perfumando la comarca, y su padre le pegó una paliza de las que hacen época en medio del bar, delante de la parroquia. De ahí le viene al chico lo de Pelotilla. Y, desde entonces, a su padre lo conocen como el Pelotas.
Ahí estaba otra vez Linda, con sus amigas de la risa boba, mascando chicle, luciendo un tatuaje muy denso en la teta derecha y con la tira del tanga visible por encima de la cinturilla de la falda. Unas piernas hermosas, y una mirada de reojo que era una invitación a gritos.
Miraban embobadas el televisor, donde se hablaba de que la policía había detenido a una mujer, Remedios Sánchez, que se había dedicado a asesinar a ancianas para robarlas.
—¿Quiénes son esas?
—Vienen por aquí —respondió el Pelotilla—. ¿Por qué? ¿Te interesa alguna?
—Hombre, la rubia teñida no está nada mal.
—Pues cuidao con ella.
—¿Por?
—Porque es algo del Guirao.
La siguiente vez que la vio fue en casa del Guirao. Para visitar al Guirao hay que subir a pie tres pisos de uno de esos bloques miserables que hay cerca del Ateneu Popular y de la Escuela de Circo. Da igual que llames a la puerta de la derecha que a la de la izquierda. Ambas pertenecen al piso del Guirao. Son puertas blindadas, con dos o tres cerrojos, y no te abren si no tienes cita previa. Te espían por la mirilla. Aquel día iban Tiranosaurio Rey, abreviado Trey, y el Rejas para entrevistarse con el Guirao en persona. Crac, crac, crac, los tres cerrojos y apareció el Boca, un gigantón argentino de labios muy gruesos y ojos hundidos bajo cejas pesadas. Los cacheó a los tres en un recibidor más grande de lo previsto, con dos puertas. Todas las habitaciones de aquella planta tenían más de una puerta y formaban un denso laberinto por el que uno podía perderse sin problemas cuando había redadas de la policía.
Una de las puertas daba a un pasillo. Ahí mismo, sentadito en una silla, un hombre armado y paciente. En mitad del pasillo, a la derecha, una puerta enrejada al otro lado de la cual se apilaban cajas llenas de frascos de sales de Epsom y bolsas etiquetadas como «magnesio» que parecía que contenían cristales de sal y no magnesio. Al otro lado de los barrotes, una puerta entornada impedía ver a los que trabajaban allí. Al final del corredor, otra silla y otro hombre armado y paciente guardando el acceso a la que sería la vivienda de los Guirao propiamente dicha. Más allá, una sala de reuniones de tamaño ministerial, con mesa para doce personas, butacas acolchadas, televisor, ordenador, reproductor de DVD, mueble bar y un retrato al óleo del Guirao en plan padre de la Patria. Tres puertas te llevaban en dirección a tres puntos cardinales diferentes. Se contaba que, desde aquel piso, uno tenía acceso a las ocho escaleras del bloque y podía escabullirse por cualquiera de los ocho portales que lo componían.
Los recibió el Guirao, gordo, bonachón y cansino como siempre, y Trey le expuso el plan de robo de camiones en el área de descanso de la autopista para el que precisaban de cierta financiación. Lo estaban discutiendo (el Rejas y Nolan se limitaban a escuchar y mover la cabeza afirmativamente) cuando de repente entró Linda, deslumbrante como una actriz de cine. Espectacular. Comiendo chicle y mirando a los ojos como diciendo «Ven».
—Hola, dame eso —dijo como solo una hija pide dinero a un padre.
El Guirao, fastidiado, «te he dicho que no me molestes cuando estoy reunido», le dio un billete de cincuenta euros como solo un padre se quita de encima a una hija insolente. La chica estaba irresistible. Decía «Cómeme» a gritos.
Y, por fin, la noche de la discoteca. Ahí estaba ella y ahí estaba Nolan. Ella lo contempló descaradamente, de aquella manera, y si te miran así en una discoteca, no lo dudes ni un segundo. Ella y su pecho tatuado y el pelo suelto y las piernas tan largas y el vestido tan corto y su desafío, y él musculoso y valiente, tan seguro de sí mismo. Que fuera algo del Guirao constituía un aliciente más.
Le tendió la mano, la sacó a bailar.
Los Chunguitos cantaban «Me quedo contigo».
Si me das a elegir
entre tú y la riqueza...
ay, amor, me quedo contigo...
—¿Cómo te llamas?
—Linda.
Pronunciaba la ene con un tono muy especial. Como de doblaje de cine.
—¿Cómo?
—Linda. ¿Y tú?
—Nolan.
—¿Cómo?
—Nolan.
Todo lo decían las miradas. Y la canción.
Si me das a elegir
entre tú y la gloria,
pa que hable la historia
de mí por los siglos,
ay, amor, me quedo contigo.
ay, amor, me quedo contigo.
Se besaron enseguida.
Pues me he enamorado
y te quiero y te quiero
y solo deseo
estar a tu lado...
Fueron a los lavabos. Ciegos sin haber tomado nada todavía. Se encerraron en un retrete y se besaron y las manos de él no pudieron esperar, buscaron las nalgas bajo la falda, bajaron las bragas, le temblaba la voz mientras