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Satanás juega a las cartas
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Libro electrónico464 páginas7 horas

Satanás juega a las cartas

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«La felicidad está en cualquier esquina en que se juegue.»

Adolfo es un funcionario del estado apático que vagamundea por las calles de Madrid sembradas de manifestaciones callejeras reflejo de la brutal crisis económica. Decide unirlos y constituir una gigantesca sociedad anónima cuyo único fin social son los juegos de azar: lotería y quiniela. Utiliza a familias a las que engaña y también a un ordenador del que se enamora. Importa un software de Corea que seduce a su ordenador lo que desespera a Adolfo. El ordenador fabrica dinero invisible.

Adolfo es seducido y seduce a los grandes de las finanzas. En esta novela nada es ficción ya que todo es posible. La realidad y la ficción se unen y no se distinguen. El mismo espíritu de Adolfo tiene un fin.

José Villacís, autor de esta novela ha sido economista de la seguridad social y profesor de macroeconomía en la universidad CEU-San Pablo y es dramaturgo y novelista.

«José Villacís posee un poder de fabulación como lo tenían los escritores de antaño; con un idioma personal que atenaza y que fuerza al lector a pasar páginas para saber más de satanás, de Adolfo, del juego, del azar. Este polifacético e incansable autor no defrauda nunca.»
Delfín Carbonell, Ph.D. Crítico literario, Independent contributor Fox News, VivaFifty y The Huffington Post, US.

«José Villacís presenta una novela en la que el juego, la corrupción, la política y el engaño nos conectan con la más rabiosa actualidad.»
Adolfo Caparrós Gómez de Mercado Crítico literario en Vegamedia Press

«Una locura impactante.»
Pilar García Pinacho, periodista.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 ene 2016
ISBN9788491123620
Satanás juega a las cartas
Autor

José Villacís González

José Villacís holds a doctorate in economic and business sciences and a bachelors degree in political science. He has been a specialist in the Treasury and Finance Ministry and an Economist for the Social Security Ministry. He has been a university professor in the fields of macroeconomics, microeconomics and public finance. He has made two discoveries: the origin of macroeconomics in the works of Germán Bernácer and its consequences, the invalidity of the fundamental equation of macroeconomics (S = I), and the theory of net availabilities. He has worked on combinatorial theory applied to puzzles and asymmetric information. He is currently an honorary professor at the CEU-San Pablo University.

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    Satanás juega a las cartas - José Villacís González

    Título original: Satanás juega a las cartas

    Imágenes de la cubierta de Ángel Bartolomé Muñoz de Luna

    Imágenes de interior de José Villacis

    Primera edición: Enero 2016

    © 2016, José Villacís González

    © 2016, megustaescribir

            Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Contenidos

    Prólogo De Satanás

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    PRÓLOGO DE SATANÁS

    Me llamo Satanás.

    Nací en un tiempo indefinido –eternidad acaso-, por obra y gracias de Dios, origen y fin del universo, y mi alma es divina, pues de la sustancia divina fui hecho y tallado con la mejor de las intenciones para pasear por el cielo del que se sabe que es abierto y prodigioso. Soy un ángel luminoso que tuvo alas blancas y poderosas, brazos rosados y largos, cabello suave y rubio cual mieses y de mi cuerpo incorpóreo emana una luz bella y calmada, y me fue dado volar y caminar en las praderas y selvas infinitas del paraiso terrenal y cuidar primero de nuestro buen Adán y después de la inquieta Eva, y era feliz con su felicidad y con el mundo.

    Encontré en un árbol apacible una manzana pulposa y roja rodeada de avispas codiciosas. El todopoderoso me enseñó a no competir con las criaturas para las cuales las cosas fueron hechas y que se intercambian el mundo vegetal y con el animal, pero mi codicia fue mayor que los consejos y tomándolo con la mano lo introduje en mi boca y los mastiqué y sorbí su néctar azucarado y me produjo primero gran placer en mi continente y después una dicha en el alma, que fue el resultado del aumento de mi sabiduría, casi igual a la de mi Hacedor y de un sentido de superación dignísimo que me abrumó.

    ¿Por qué no sustituir a Dios? Me pregunté. ¿Por qué no rebelarme contra Él? Y fue fácil porque sinuoso y ondulado es el camino hacia abajo, y duro y tortuoso es la senda que nos conduce hacia arriba. Más pudo Dios y sus ángeles conmigo y mis soldados, que me tiraron al mundo de las sombras donde la maldad anida, el sol no existe, y los lamentos se multiplican. Pero qué importa. Prefiero ser un príncipe en las tinieblas que un ángel servil a los pies de Dios.

    Y usted, lector, querrá conjeturar para qué existo o qué busco en estos quehaceres místicos. Lo diré:

    De mi inteligencia rápida y procaz, y de mi sabiduría que con los siglos aumenta en cantidad y calidad, apercibí que podía, si no luchar con el Todopoderoso, si hacerle daño apropiándome de sus criaturas. Esas criaturas no son perfectas. El pobre Adán y la pobre Eva fueron felices entiendo por dos causas complementarias que las iguala a las ovejas: primero por su falta de inteligencia que las hace desear poco o nada y en este sentido son inmensamente ricas. Segundo por su falta de malicia en los asuntos del bien y del mal, ya que para esos conocimientos es necesario tener mi sabiduría. Y en ese agujero pérfido penetré cómodamente y me disfracé de serpiente, la cual se sabe que es astuta y lubricosa, y fabriqué una manzana igual que la manzana primigenia que comí, y se lo hice saber a Dios y a sus ángeles, y no pudieron más que aceptar mi juego porque en su existencia yacía el libre albedrío.

    Adán y Eva comieron la manzana y aumentaron su sabiduría y se volvieron ¿Cuál es el nombre? Si, humanos. Se volvieron humanos y en tal estado fueron expulsados del paraiso terrenal, y Lucifer, o sea yo mismo, los esperé en una esquina. ¿Cuál esquina? La esquina en donde los deseos superan a los bienes.

    Pero no me los pude llevar a mi morada infernal, cuyo príncipe soy o sea Lucifer. Podían escapar de mis temibles garras siempre que hicieran lo que hay que hacer y es fabricar el pan con el sudor de la frente y no desear nada más. Y en la turbación de su éxodo que dura hasta ahora en que usted lector lee este tratado, hubo quienes se salvaron y quienes se condenaron, pero en razón de la infección de sus almas, se propaga, o propago, la temible peste de la ambición y de la avaricia, y dicha peste entre otros lados se manifiesta en el ilusionismo, la fantasía morbosa y la alegría impía. ¡Bienvenidos hijos de Dios al territorio de Lucifer!

    ¿Ilusionismo? En mi corral, los hombres, dichosamente acorralados, exigen y creen que los ángeles y alados bueyes labran sus campos de cuyo fruto comerán un día. Los funcionarios ungidos de la gracia sacerdotal demuestran su soberbia incuestionable. Se tuerce la aritmética y los políticos –mi tribu preferida-, estiman virtud que el gasto sea mayor que los impuestos, cual fórmula mágica y que de tal gigantesca olla: una receta: el déficit, resulte creado el aumento de los bienes terrenales. Que los papeles milagrosos, papel moneda le llaman y es más, otra: monedas intangibles e invisibles, mi siquiera papel, en prodigiosa alquimia transmutarán en leche, miel, agua, y viajes a las islas del trópico. El tráfico y tránsito, compra y venta hasta el infinito de promesas y fantasías en mercados perversos financieros, harán creer que somos más ricos sin laborar ¡Sonámbulos míos ! ¡Peste!

    Si, bienvenidos perversos, Caín, mi querido Fausto, que sois divinos prisioneros en mis mazmorras donde el fuego no calma su inquieta furia. Maldito Cicerón, maldito Esopo, malditos ángeles que cierran las puertas de mi patria negra.

    De la peste he hablado y sus causas y fines he citado, creo que con esmero, pero debo hablar de mi para entender mis artes. ¿Cuáles son mis distintivos, querido Milton?: mi sabiduría que heredé de Él y que se acrecienta conforme los siglos pasan y mejor conozco a los herederos de los primeros homínidos. Mi belleza que en modo disminuyó cuando fui expulsado del cielo pues han cambiado las tonalidades, el blanco por el negro titánico de mi materia, lo rosado de las carnes angélicas por las grises de mis alas que son vigorosas y capturadoras, los dedos de alas de mariposa por garfios de acero en mis pies, los ojos azules y mansos, por soberbios zafiros, la cabellera rubia por un huracán de pelos de alambre engominados. ¿En qué me diferencio de los príncipes de la luz? Solo en el lugar. Yo vivo en el infierno. Y en algo añadido. Soy antropófago. Con todo ello y conociendo los virus y las bacterias que habitaban solapados en la manzana prohibida –la segunda manzana-, ha sido muy fácil provocar la peste y con ella ha venido la miseria, la pobreza. ¿Dónde? En cualquier esquina.

    Seguidme constelación de estrellas, seguid al motín de luces.

    Firmado:

    Lucifer.

    Lugar: Cualquier esquina.

    Día: Uno de febrero de 2014.

    CAPÍTULO I

    Nunca imaginé, cuando abrí la puerta de la casa de Adolfo Pérez, que lo vería en la misma silla y sentado de la misma forma, frente a la pared, dibujando arabescos con el spray de la espuma de afeitar, hoy hacía cinco años. Este hombre, de mirada vacua y escaso de gestos, habitaba en una piel blanca matizada de amarillo que contenía de sobra una musculatura larga y escuálida, se la mirara donde se la mirara, y su rostro, de calavera esmerada, lanzaba una nariz dura y afilada y también unos pómulos de cordillera que retraían los ojos al fondo de su rostro, y por lo demás, en la citada orografía tenía, para mayor detalle, las mejillas hundidas, lo que daba que pensar que le faltaban varias muelas, probablemente las del juicio. Su barba densa, que afeitaba dos veces al día, ensombrecía la cara delgada y le daba un aspecto de ermitaño de santos de las iglesias viejas.

    El caminar, pretencioso de deportista, era más bien de zancada larga y perezosa, y su habla, sembrada de sonidos cortos ininteligibles, se elaboraba de frases mal construidas y de adjetivos inflamados que convertían su charla en una labor penosa para quien pusiera atención. Por otro lado, no se le conoció mal proceder ni abrazado por instintos impúdicos, y si acaso los tenía, bien que los disimulaba. En general, su aspecto se traducía en una imagen sufrida, por no decir, además, abnegada.

    Ese hombre cifraba los treinta y cinco años, estaba casado y no daba a entender de qué vivía, cómo lo hacía, ni cuáles eran sus distracciones, si bien era de sobra conocido, quizá su único mérito, que escribía rápidamente en el ordenador. Podríamos hacer un esfuerzo en decir que, además, sumaba y multiplicaba con cierta habilidad y creemos que en estas reducidas destrezas se resumía todo el potencial de su ser. Aunque es de todos sabido que los recuerdos son de cada cual y que la mayoría son falsos, si con la realidad la comparamos, los que le conocimos hemos acordado verlo frente al ordenador, iluminado pérfidamente por la pantalla y montado sobre un sufrido teclado al que maltrataba con saña y mala voluntad a pesar de que dependía de él en todo tiempo y lugar, según veremos más adelante.

    Creemos, o creíamos, que ningún detalle particular se podía añadir o incrementar a su traje vital, o a su vida sin vida, o a su soledad circular. Gustaba decir que era un hombre libre, y muy libre teniendo en cuenta con quien estaba casado, pues su mujer, llamada Myriam, comulgaba con los santos que eran todos los vecinos de su urbanización, treinta familias, a los que abordaba y desbordaba con sus charlas improvisadas y sus chistes calambrosos que volaban y sonaban al estilo de los petardos de las ferias, uno tras otro, sin parar y con amenazas de multiplicarse. Esa desbordación cubría el silencio de su buen marido, como solía decir ella, pues en todo momento en los asuntos que parecían serios y en las bromas, mantenía pleno dominio de la situación, quedando el pobre Adolfo como apocado, y en tales situaciones parecía aún más delgado y poca cosa.

    La tal Myriam era rubia, sin que pudiéramos afirmar con certeza absoluta si era natural o teñida, o rubia suave o tintada de ese rubio casi blanco que, según ella, le daba un tono aristocrático. Cifraba la mujer en una edad comprendida en apariencia entre los veinte o treinta años, ambigüedad que gustaba manifestar con juguetona astucia.

    Vestía de pantalones vaqueros ajustados y camisa de abertura generosa, y todo su cuerpo se daba maña para culebrearlo y moverlo de tal forma que disimulaba su verbo vulgar, y daba asombro a los vecinos y burla en las vecinas. Es difícil explicar de forma sencilla ese solapamiento de cualidades y artes varias, pues unas veces llamaba a las gentes para rezar y preocuparse de los pobres y repartir comida, y otras, como se ha dicho, para encender los ánimos.

    La pareja tenía dos hijos de diez y once años, llamados David y Rafael, sin que pudiéramos decir nada de ellos, ya que salían poco o salían mucho, pero siempre en silencio.

    La urbanización, llamada Las Delicias del Sol en el pueblo de Majadahonda cercano a Madrid, donde habían comprado su apartamento, ya era por aquellas fechas, de lujo de clase media, y de gentes que jugaban al tenis tanto para mantener la figura como para presumir de que jugaban al tenis, y otros ya andaban dándole a la pelotita de golf, porque afirmaban que en el verde se hacían los negocios. También tenía la citada urbanización una piscina muy azul que reclamaba a los vecinos y, desgraciadamente, también a los parientes, a los amigos, y a los amigos de los amigos de los propietarios, y no se puede ocultar que en más de una ocasión hubo algún conato de pelea por el abuso de las aguas. La citada Myriam, traía a sus amistades de los barrios de la juventud, y ante ellos presumía, de aquí para allá y de allá para acá, de los goces de la piscina e incluso decía mirad chicos, yo cuando me desvelo en la madrugada, voy con mi Adolfo a darme un chapuzón, que para eso la he pagado. Y, a continuación, conveniendo una cita en su laboriosa mente, le soltaba a su marido: Oye Adolfo, juégame al tenis, que nosotros de ese juego y del golf sabemos de qué va, y bien puede ser que conozcas a gente de alcurnia y no sería de extrañar que mantengas tratos con gente de nivel, y desde allí pueda mejorar nuestra fortuna.

    Esa pareja turbulenta conmovía al edificio cuando entraba y cuando salía. Pero, por más que nos empeñemos en describir su locuacidad y sus hazañas deportivas, nada en comparación cuando salían a comprar en las gigantes superficies de los supermercados. El mero hecho de preparar la compra venía acompañado de un tropel de voces ansiosas de que necesitamos esto, lo otro o aquello, para después añadir no nos olvidemos, lo de los niños, la máquina de hacer Coca Cola, los mariscos, el ambientador y una infinita serie de productos indispensables para la vida de una familia decente. Agotadas las palabras y enramados los deseos, montaban en el todoterreno Toyota, que salía disparado, dejando en el asfalto un rocío hirviente de caucho quemado provocando inquietud y sobre todo miedo en las familias.

    Sus amigos y vecinos fingían no conocerlos en el supermercado por el vocerío de Myriam y las respuestas agrias de Adolfo, que se expandían en la gigantesca área del recinto, cuya estructura metálica se veía sacudida por el cataclismo de los Pérez. Casi siempre llevaban el carrito de la compra tan lleno que crecía medio metro por encima de la latitud normal y se llevaba como un trofeo de guerra ganado en una batalla sangrienta, empujado siempre por Adolfo, que seguía las órdenes de su mujer, la cual presumía a viva voz y con frenética alegría ante la cajera: paga, paga, Adolfo, y cuando faltaban los billetes y las monedas de la cartera, ella levantaba la voz para que fuera oída y admirada: saca ahora la tarjeta esta o aquella, pues el citado hombre las tenía de todas las entidades financieras y de todos los tamaños y colores. Suponemos que la ceremonia estaba ensayada a la perfección pues, de lo contrario, no se hubiese entendido cómo Adolfo sacaba los billetes y la tarjeta con una gestualidad natural, rápida, como la de los jefes de Estado cuando firman un tratado internacional, y los jugadores de cartas profesionales sueltan los naipes. Y muchas veces aconteció que después de meter los productos en el coche hubieron de volver para comprar unas cosas muy importantes y que se le habían olvidado, y el carrito volvía a llenarse, y así parece ser que sucedía varias veces.

    Estas gestas épicas eran narradas con entusiasmo por la Myriam en su urbanización Las Delicias del Sol. Solía llamar, al que pudiera y a los que quisieran acercarse a la casa de los Pérez, para ver y escuchar de su boca la serie de objetos fantásticos, todos necesarios, de la vida cotidiana. Una señora que cuidaba a sus nietos y que vivía en la casa de a lado, le dijo que podía ganarse la vida en las ferias, en particular en las tómbolas. Lo dijo con espontánea sinceridad y la señora Pérez le contestó, sintiéndose admirada, que ya lo había considerado y que pensaba montar un negocio. ¿Qué negocio?, le preguntó la señora. Cuál sino: un circo o una feria ambulante; eso sí, yo sería la dueña de todo. La señora exhaló un ¡Ah!, y la Myriam se sintió, como nunca en su vida, halagada.

    Tanto compra y exhibición, en una urbanización de gente joven que estaba apretada por el pago de hipotecas, de automóviles y del colegio de sus hijos, causaba estupor, y por qué no decirlo, algo de resentimiento silencioso. Las casas estaban poco amuebladas y las ropas se renovaban lentamente, ya que los sueldos de unos y los beneficios de otros no daban para más, si se piensa en que las familias se gobernaban por el sentido común y una soportable austeridad. En este ambiente sobrio y tolerante, la explosión de los Pérez suministraba luz propia de fuegos artificiales que iluminaban las casas aquellas que no se tomaban en serio la felicidad ajena. Como quien no quiere la cosa, los días se unían y la vida continuaba normalmente, y todo fue verosímil o creíble, que para el caso, son palabras iguales.

    Los citados Pérez cambiaron de hábitos alimenticios guiados por una experta nutricionista que les había convencido de que una buena comida casi siempre era cara y que se vería compensada por una armonía del cuerpo y la buena salud, según convenía a personas finas y de buen pensar, y que para comprobarlo no había más que fijarse en los anuncios de algún perfume, en donde aparecían gentes, en general artistas, que no solamente eran guapos sino que se les veía a simple vista que gozaban de lozana piel y agradable expresión. La voraz Myriam dio cuenta de las comidas que incorporaron a su dieta cotidiana. No faltó la buena carne, el caviar y el buen vino, que sustituyó a la cerveza de Adolfo, y después el cava, que reemplazó al vino. Luego llegaron los mariscos: langostinos carnosos, cangrejos, bueyes de mar y otros animales, a la razón de días pares, y las carnes rojas los días impares.

    No negamos que se produjo una cierta complicación que fue felizmente superada. Los cubiertos normales del comer ordinario no estaban preparados para trabajar sobre el marisco, ni mucho menos los Pérez, carentes de habilidades para estas lides, y no se sabe quién fue con el cuento de estas torpezas cuando un buen día se presentó en su casa una mujer elegante, de unos cuarenta años, alta y delgada, que vestía un traje de chaqueta y pantalón y un collar de tres vueltas de perlas auténticas. Llevaba una maleta forrada de piel negra y con pestillos dorados y esquinas de plata que gozó al instante de las simpatías de la familia Pérez. Pase usted, señora, le dijo Myriam, y la señora pasó.

    Myriam, al momento, quiso identificarse con esa señora que había dicho ser la marquesa de Cisneros y Atocha, y disimulando, le dio a entender que su título nobiliario: marquesa de Pérez y Pérez de Gibraltar, estaba como al caer desde el Ministerio de Justicia. El caso es que pronto se sentaron en el salón en penumbras, que fueron disipadas por la potencia de una lámpara de araña de treinta y seis bombillas. Espléndido, había dicho la marquesa, y como la dueña de la casa, después de quedar gratamente impresionada por la luminiscencia misteriosa que emanaba de la visita, habíase encandilado con la maleta negra. Ni siquiera hacía falta que la anfitriona hubiese requerido el porque de la visita debido a que esos asuntos se superan cómodamente por el instinto natural y veloz de las mujeres. Querida, dijo, vengo a darle buenas noticias, o mejor, a informarle de algo que le interesará en gran manera. Christian Dior, Carolina Herrera, Loewe, respondió rápidamente Myriam para ganar ventaja. Algo mejor, respondió la visita, vengo a mostrarte una cubertería de ensueño. ¿Cubertería?, preguntó Myriam, y la marquesa de Cisneros y Atocha insistió: Cubertería, de la mejor, y le pidió permiso a Myriam para depositar la maleta encima de la mesa. Cómo no, había respondido Myriam, póngala donde quiera. En ese momento Adolfo entró en el salón, y su esposa, rápida, le indicó que se fuera, que trataban cosas de mujeres. Desapareció el hombre de la casa. Mire, le había dicho, esta es una colección, sí, colección de cubiertos completos para doce personas. ¿Por qué doce?, había preguntado excitada Myriam. Los apóstoles, eran doce, le respondió, a lo cual la señora Pérez contestó: Es evidente, no había caído en la cuenta. En esas estaban cuando la marquesa puso las manos a los lados de su maleta y saltaron de golpe los resortes que la mantenían cerrada, y con un ademán de prestidigitador la abrió y surgieron a la luz los cubiertos multiplicados por las treinta y seis bombillas que los iluminaban. Las miles de varillas de luz saltaron a los ojos de Myriam con tanta fuerza que casi la cegó. Quedó inmóvil. La señora de la visita la miraba satisfecha y triunfante, y concluyó con voz baja y convincente: Que era lo adecuado o lo correcto, que debía poseer una familia de honor como la suya, señora Pérez.

    Myriam no se reponía del asombro y su sí quiero quedaba ahogado en las entrañas de su cuerpo, privación que amenazaba con derrumbarla. ¿Lo quiere, señora? Sí, sí, por supuesto, respondió. La marquesa preguntó para cuándo. ¡Ahora mismo!, aulló Myriam. La siguiente conversación derivó sobre la cantidad, el pago, la financiación, los plazos y los intereses, y los pequeños detalles a los que respondía la futura compradora que en eso no habría problemas y que en un plazo de dos o tres días pagaría todo el importe, y así ocurrió porque Adolfo hizo el ingreso al día siguiente, y la transferencia duró dos días a la cuenta de la empresa de la marquesa, que creemos recordar que se llamaba Las Campanas del Rey. Todavía no podemos enjuiciar qué fue mayor, si el placer y las ansias de Myriam o la codicia de la marquesa, que desde el primer momento lo tuvo muy fácil. Se había dicho para sí, con que esas tenemos, una clase media que aspira a ser aristócrata, cuando menos que millonaria. Y no había cerrado todavía la maleta y firmado los papeles de rigor, con membretes de oro en el encabezamiento de cada hoja. Todavía no hemos terminado, dijo sonriendo la embajadora de la cubertería, le regalamos este diploma que la acredita como dueña absoluta de este tesoro, y le entregó un papiro hermoso, amarillo y áspero, con las firmas de autenticidad del dueño y del gerente de la compañía, con el encabezamiento de Las Campanas del Rey y, en la parte inferior, un sello misterioso estampado en cera roja. Era el título de propiedad de la cuberteríaMyriam preguntó si lo podía poner en un cuadro y la marquesa le había respondido que para eso estaba, para lucirlo.

    No podía negarse la satisfacción personal del trabajo bien hecho e incluso la honorabilidad de la visita, de modo que avanzó más en su medida audacia y le dijo: Estas piezas son de la mejor alpaca de todas las alpacas. Calculó la vibración del avance y, al contemplar la respuesta de la señora Pérez, que todavía no podía creer su adquisición, la acorraló: Todavía hay cosas mejores, para personas de su alcurnia, claro está. ¿Todavía mejores?, contestó la desfallecida compradora. Claro que lo hay: una cubertería de plata, y continuó una conversación singular: De plata de ley, de verdadera plata. ¿Todo para mí? Sí, todo para usted. ¿Y qué debo hacer? Comprarlo; usted puede y se lo merece. ¿Y qué hago con la cubertería de alpaca? La guarda para los días de diario. Para las visitas la cubertería de plata es lo adecuado. Y la marquesa extendió unas facturas y repitió el mismo ritual que con la cubertería de alpaca.

    La ceremonia entre las dos mujeres repetía la coronación de un emperador o una boda real. La marquesa hizo un tímido ademán para retirarse, tanto por habilidad como por respeto. Pidió un vaso de agua y Myriam le contestó que por qué no tomaba un café, ofrecimiento que no había terminado de hacer cuando entró Adolfo con el café en un juego de vajilla de porcelana china. Myriam precisó: Esta vajilla es de las buenas, ¿verdad, Adolfo? Su marido no contestó y se retiró. Bonita vajilla, le dijo la marquesa y continuó: Creo que he abusado de usted, Myriam. De ninguna manera, marquesa, ¿hemos terminado? La marquesa respondió: Bueno, casi, y Myriam, urgida por una angustia poderosa, preguntó anhelante: ¿todavía hay más? La marquesa respondió: Poca cosa, bien, poca cosa para usted. Myriam preguntó: ¿Y qué es? Esta compra, señora Pérez, que usted acaba de hacer, quedaría disminuida si no graba las iniciales de su familia en los cubiertos. Claro que esto supondría un pequeño añadido, pero créame, quedaría fantástico. Y puesto que su marido con su trabajo habría de pagar tantos bienes, qué menos que grabar sus iniciales, eso sí, en caligrafía inglesa: A.P. Myriam quedó derrotada y exclamó: ¿cómo, que los ingleses tienen otras letras?, a lo que la marquesa respondió: Bueno, un poco distintas.

    Una vez consumado el protocolo comercial en el que se añadía otro diploma de compra para los grabados, la marquesa Cisneros de Atocha se retiró. Como por esas urbanizaciones de Las Delicias del Sol solo había autobuses, Adolfo junto con Myriam quisieron acercarla a Madrid, pero ella se disculpó diciendo que había traído un automóvil y con estas palabras se despidió. No tardaron ni un minuto en acercarse a la ventana y contemplaron satisfechos cómo un Rolls Royce, recogía a la marquesa. En menos de una semana Myriam enseñaba su tesoro a sus amigos y vecinos, y Adolfo, con el permiso de su mujer, propuso llevárselo a su oficina en la administración del Estado, para que sus compañeros vieran su poderío.

    No estaba claro si fue o no por esta demostración por la que unas familias quisieron empatar y doraron los grifos de sus cuartos de baño y otras clavaron en sus puertas placas de plata con sus apellidos. Siguieron a tales acontecimientos los cambios de automóviles: los viejos por los nuevos y esos nuevos por otros de mejor marca. Y también se manifestaron, conforme aparecían en el garaje común las nuevos automóviles, las rayaduras maliciosas en los coches sin que nadie supiera quién las hacía, aunque sí porque. Otro hecho anecdótico fue el hambre atrasada de muchos ladrones que entraban a escondidas en dicho garaje por la noche y empezaban a robar radios y demás objetos de valor, y lo hacían con tanta comodidad y desparpajo que para disipar su aburrimiento encendían las radios para escuchar música. Y se dice que todos los automóviles fueron saqueados, excepto el de un vecino, hombre bueno y honorable, que poseía un coche humilde y resistente que nunca mereció el robo y del cual ya comentaremos. Lo único que podemos decir de esa familia es que vivían encima de los Pérez.

    Como es fácil imaginar, el Toyota de los Pérez recibió en su piel metálica varias rayaduras y le pincharon las ruedas. También fueron fáciles de imaginar las causas. Myriam las explicó en una reunión de vecinos, que su Adolfo, experto en cuestiones electrónicas por su trabajo desde joven en una empresa que arreglaba ordenadores, para pasar el rato, había inventado una serie de cámaras especiales, no localizables, que podían ver en la oscuridad y registrar a las personas que causaban desperfectos. La capacidad de Myriam para asombrar y desquiciar las mentes más suspicaces era tan eficaz y proverbial que no había concluido su amenaza para que cesaran todos estos atentados y cada cual durmiera tranquilo sabiendo que su automóvil sería respetado.

    La suspicaz Myriam vestía a su marido con una chaqueta gris de cuadros, de botones dorados, camisa azul, corbata de rayas rojas y verdes, y pantalón marrón claro, que era el traje de los hombres de oficina, o como acostumbraba decir, de los hombres importantes.

    La habilidosa Myriam recurrió a un artilugio formidable para obtener información en esas reuniones de vecinos sin tener que sufrir la sosería de los hombres que iban allí y no recordaban nada. Dicha idea consistía en convocar las reuniones los sábados a mediodía, y que cada familia ofrecería comidas que se componían de platos y durante su ingesta se discutirían los asuntos del edificio y su administración. Su plan fue aceptado porque se aliviaban las tensiones de cada familia y se ahorraban los trabajos de cocina y limpieza, y los maridos se entretenían, o sea que no se enteraban, y los niños correteaban por el jardín. Las comidas eran socorridas y fáciles: tortilla española, ensaladas de pasta, tartas y cerveza. Cumplida la labor de comer, la mayor parte de las veces con las manos, y de inflarse de cerveza, los maridos hacían bromas y se iban a dormir la siesta mientras las mujeres, sin necesidad de esfuerzo, conversaban sin descanso y sin piedad hasta la noche. En estas contiendas, la Myriam se arreglaba sola para recoger información y convertirla en plastilina, darle vueltas y más vueltas, y obtener conclusiones inverosímiles pero ciertas, e informarsepor interés propio y por el puro saber, sobre la vida ajena.

    Myriam, el prodigio de los ingenios domésticos, como la llamó un biógrafo discreto que vivía en la urbanización, el dueño del coche vírgen y humilde, había comentado a su vecina del piso superior al suyo, que ella se auxiliaba de un sistema técnico para enterarse, y muy bien, de la vida de sus vecinos cuyos apartamentos se encontraban a la izquierda y a la derecha del suyo. El sistema no podía ser más elemental como hábil. Usaba un vaso. Con este vaso, decía, puedo escuchar mejor que un teléfono oculto o un satélite de ésos que andan por el cielo. Se hace así, decía, y ponía el vaso con el círculo abierto en la pared y en la otra parte ponía su oreja, y decía que oía muy bien, incluso los registros graves y agudos. Así pudo escuchar las conversaciones intrascendentes de que debemos salir ahora que hace sol, y de por qué no cambias de lencería, esas bragas no me gustan, de que en mi oficina se están poniendo las cosas feas, lo sé por el balance o por una conversación que escuché al vuelo al jefe de recursos humanos, de que no sé porque cambiamos de automóvil, ahora que tanta falta hace el dinero, y de qué sabes tú de esa Myriam que todo lo sabe y todo lo compra. Y dichas conversaciones que la Pérez escuchaba, eran prácticamente las mismas en los vecinos de la derecha que en los vecinos de la izquierda. Pensamos, pienso, que a pesar de la vida estrepitosa y vulgar de los Pérez, parecían respetados debido a que se abría la sospecha de que era vidente, algo bruja, y que conocía los secretos de la vida de todos, no la enfademos no sea que suelte la lengua y nos mortifique.

    La urbanización Las Delicias del Sol, situada en un pueblo cerca de Madrid de pocos habitantes que en pocos años se multiplicarían, era un edificio de tres plantas, forrado de ladrillo, y cubierto de tejas negras, que por aquellas épocas daba mucho tono, habitada por treinta familias, como se ha indicado. Quince apartamentos daban al este y quince al oeste. La parte este daba a la entrada del edificio que venía precedida de cuatro pinos. En el oeste se encontraban: un rectángulo de césped, la piscina de tamaño mediano y una pista de tenis de suelo bermejo. Cada piso tenía una terraza de superficie en orden inverso a su altura, con esto queremos, quiero decir, que los primeros pisos tenían la terraza más extensa y los terceros la más pequeña. En las terrazas se dio por instalar hornos de carbón para hacer barbacoas, pero este uso resultó desgraciado por las quejas de los vecinos de pisos superiores que recibían la humareda.

    Es cuestión sencilla pensar que los humanos que viven a la fuerza en este tipo de viviendas, aislados de la gran ciudad y de convivencia hasta cierto punto forzada, como que se empujan unos a otros y que de tal roce saltasen chispas de malestar. Si contamos con que aproximadamente veinte mujeres no trabajaban, dieron por ser íntimas amigas y depósito común de cuitas y secretos personales, y esas íntimas amigas se convertían casi de inmediato en enemigas, pues es un hecho que el peor enemigo es aquel que conoce tus secretos. Las malas intenciones y los odios se transmitieron a los hombres, y los hombres entre ellos se poblaron de rencores, y aquel panal de abejas se convirtió en una caldera horrible, y como veremos, o como alcancé a comprobar, pudo haber una solución tan fantástica que por serlo, muchos la creyeron posible por desear lo imposible.

    Hasta aquí Myriam enquista nuestro relato, pero es de buen seso hablar algo de Adolfo Pérez, que guarda cierta atención. Creemos, creo, que estaba aplastado bajo el peso de ciertos complejos porque no largaba conversación cuando advertía cultura, buen decir y plasticidad en las conversaciones, sobre todo con la gente de su edad, que por esos tiempos y por su lugar, era costumbre que tuvieran titulación superior. Y, cuando decimos aplastado, lo decimos en sentido figurado y también en el real porque arrugaba el rostro y doblaba el espinazo. Le dio por utilizar palabras cultas que soltaba sin venir a cuento, y él percibía en los demás risas que no se podían disimular. De modo que empezó a asistir a clases de bachillerato para adultos, a leer los periódicos y en apuntar palabras, de las que hemos llamado cultas, que luego consultaba en diccionarios.

    Su mejor idea para mantener apariencia, fue la de llamar a varias editoriales que vendían enciclopedias de lujo forradas de piel y normalmente de colores negro, azul y rojo, todas con letras doradas en el lomo, y las pedía en razón a su número de tomos, anchura, longitud y profundidad. Por fin, cuando le iban llegando los paquetes de cartón, dijo triunfante que cubrirían la pared en una medida que estimaba en tres metros de altura y diez de longitud, obviando, por no importarle, la profundidad. No se equivocó, pues la pared fue casi totalmente cubierta de sabiduría, y daba prestancia y dignidad al salón. Digo, decimos, que casi cubrió la pared porque hubo un pequeño espacio cubierto por un cuadro que enmarcaba el papiro de la titularidad de la cubertería. La Myriam protestó porque por ese lado de la pared se veía imposibilitada en escuchar las conversaciones de los vecinos de la derecha, que eran los que la interesaban, pero cedió porque sus antiguas amigas lo primero que decían al visitar su casa era qué bonito, qué elegante o cuánta cultura, y ella decía que su Adolfo fue siempre un hombre de letras, también de números, y que esos libros los necesitaba para mantener la sabiduría a su nivel y el ejercicio de la mente.

    No hablaremos de sus hijos porque no tenían espacio en la gigantesca hornacina de sus padres, y porque carecemos de la debida información, quizás porque entendemos, o entiendo, que, al menos en la narración, queremos salvarlos de la contaminación. Los muchachos iban al instituto, jugaban

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