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La mejor venganza
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Libro electrónico176 páginas2 horas

La mejor venganza

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¿Podrían juntos enterrar de una vez por todas sus demonios?

Había algo en los intensos ojos azules de St. John que a Jessa Hill le recordaba a su amigo de la infancia. Pero Adam Alden había muerto veinte años atrás…
El apuesto extraño había jurado ayudarla a derrotar al padre de Adam en las elecciones municipales de Cedar. Y, sin embargo, su deseo de venganza le parecía demasiado personal.
¿Podrían ser St. John y Adam la misma persona? ¿Y si lo eran, se marcharía, llevándose su corazón por segunda vez?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2012
ISBN9788468701936
La mejor venganza

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    La mejor venganza - Justine Davis

    Capítulo 1

    COBARDE —murmuró St. John, mirándose al espejo. La cicatriz en la mandíbula era menos visible de lo habitual esa mañana, tal vez porque no estaba tan moreno. Eso era lo que pasaba cuando uno pasaba mucho tiempo encerrado.

    Cobarde era definitivamente la palabra, pensó.

    Se había escondido en el trabajo durante más tiempo del habitual esta vez. Aunque no había más problemas de los habituales en Redstone, al contrario. Las cosas iban bien en todos los frentes y el nuevo jet Hawk V estaba casi listo.

    El trabajo en el departamento de investigación y desarrollo incluía un par de conceptos revolucionarios que incluso habían hecho pestañear a Josh Redstone. La idea de implantar un microchip para ayudar a las víctimas de embolias con temblores residuales jamás se le hubiera ocurrido a él, pero Ian Gamble lo había hecho y en las primeras pruebas había funcionado.

    La filosofía de Josh Redstone de contratar a los mejores seguía dando buenos resultados, por eso era una de las mejores empresas del mundo.

    Desgraciadamente para St. John, eso también era el problema. No porque hiciesen las cosas mal, al contrario, eran los mejores y trabajaban contentos, felices.

    Últimamente, irritantemente felices.

    «Si tengo que volver a otra boda…».

    No le molestaban particularmente las bodas. Tiempo atrás había hecho las paces con el hecho de que no eran para él. Pero no le gustaba la extraña sensación de soledad que había empezado a experimentar en la interminable lista de bodas de los Redstone. Incluso empezaban a nacer niños de esas bodas. Y, en su opinión, lo único bueno de eso era la certeza de que ninguno de ellos tendría que enfrentarse con lo que él se había enfrentado de niño.

    —Añade «quejica» a «cobarde» —murmuró, sabiendo que eso decía mucho de su estado emocional. En general, él no hablaba con los demás y mucho menos consigo mismo.

    Durante las últimas semanas todo había estado muy tranquilo, nada de llamadas a medianoche buscando ayuda, información o consejo. Mejor, porque a él no le gustaba que las relaciones profesionales se volvieran personales. Ese tipo de relación provocaba emociones y ese era el momento en el que él quería salir corriendo.

    Pero, de repente, se encontraba extrañamente inquieto. Ayudar a la gente de Redstone con sus problemas personales había sido durante años el sustituto de cualquier contacto humano y cuando eso terminase…

    «Ten cuidado con lo que deseas».

    En realidad, no creía en ese viejo axioma porque había aprendido desde pequeño que desear algo no servía de nada.

    St. John se pasó la mano por el pelo empapado de sudor. Debería cortárselo, pensó. Llevaba varios días pensándolo, pero como para eso tendría que ir a la barbería, al final de la calle, y Willis era un charlatán, siempre lo dejaba para el día siguiente.

    No estaba de humor para charlar con nadie. Una observación de la que se habría reído cualquiera en Redstone… como si alguna vez estuviera de humor. Él sabía que su serio carácter se había convertido en una broma para todos, que solían burlarse diciendo: ¿por qué usar una palabra cuando puedes arreglártelas sin usar ninguna?

    Lo que había empezado siendo una forma de protección cuando era niño se había convertido en un hábito y, a los treinta y cinco años, no veía la necesidad de cambiar. Él hacía bien su trabajo y eso era lo único que contaba.

    Su espaciosa oficina-apartamento estaba en el cuartel general de Redstone, la pared de cristal tratada con una capa del antibrillo especial que había creado Ian Gamble y que permitía total visibilidad, pero haciendo imposible que nadie lo viese desde fuera.

    St. John se dejó caer frente a lo que Josh llamaba su «puesto de mando». Sí, seguramente lo parecía, tuvo que admitir: un escritorio enorme en forma de U con cuatro monitores a cada lado, un teléfono multilínea y varios aparatos electrónicos de nueva generación.

    Él hubiera preferido estar de espaldas al paisaje, que incluía la línea azul del océano Pacífico, pero el decorador había supuesto que quien ocupase ese despacho querría ver el mar.

    Una suposición razonable, pero no era su caso.

    Uno de los ordenadores estaba conectado con la red interna de Redstone, pero los otros eran suyos propios, independientes y cuidadosamente controlados. No para proteger sus datos sino para proteger a Redstone.

    Se disponía a trabajar cuando un suave pitido le dijo que su programa de búsqueda de noticias había puesto una alerta. La fusión con Gordon, pensó mientras se volvía para mirar la pantalla. O tal vez algo en Arethusa, la isla del Caribe donde los Redstone tenían un hotel. Los rebeldes, que eran en realidad traficantes de droga, empezaban a inquietarse otra vez. Por el momento, no era nada serio, pero…

    Una parte de su cerebro registró que empezaba a amanecer, pero no le prestó mucha atención, concentrado como estaba en la pantalla del ordenador.

    No tenía nada que ver con Gordon o con los rebeldes de Arethusa. Era un anuncio simple y a cualquier otra persona le parecería algo sin importancia. Después de todo, ¿qué importaba quién se presentara a las elecciones municipales en un pueblecito tan pequeño como Cedar, Oregón?

    «Y tampoco debería importarte a ti».

    No, después de tantos años ya no le importaba.

    St. John cerró la ventanita donde aparecía la alerta y volvió a su trabajo, preguntándose una vez más si debía morder la bala y hacer que le dieran la vuelta a su puesto de mando para no tener que ver amanecer cada día. A Josh le daría igual, eso seguro. Aunque tal vez comentaría, con ese hablar pausado suyo que tanto engañaba a la gente, que darle la espalda al mundo no iba a hacer que desapareciese.

    Era cierto. Pero St. John podía creerlo durante un tiempo.

    Y pasar por alto que eso no lo había ayudado nunca.

    Jessa había oído rumores semanas antes, cuando la asamblea del Ayuntamiento había anunciado por fin que se convocaban elecciones anticipadas, pero estaba demasiado ocupada como para prestar atención. La tienda de piensos Hill’s se llevaba casi todo su tiempo y su madre y su perro se llevaban el resto. No se quejaba. De hecho, se alegraba de trabajar tantas horas porque eso evitaba que pensara constantemente en su padre.

    Pero, aparentemente, los rumores eran ciertos.

    —Todo el mundo te quiere en el pueblo —estaba diciendo Marion Wagman, entusiasmada.

    Eso no era verdad, pensó Jessa mientras colocaba la última bolsa de pienso para perros en la estantería, pensando en Jim Stanton. Ahora podía reírse de ello, pero durante el último año de instituto le había dolido que su deseo de marcharse del pueblo fuera más importante que su deseo de estar con ella.

    —Solo tendrías que presentarte y te lo llevarías de calle —seguía diciendo Marion.

    Jessa escuchaba a medias mientras levantaba una bolsa de pienso de veinte kilos, algo que no había podido hacer ocho meses antes.

    Contuvo un suspiro mientras apartaba el flequillo de su frente. Se había cortado el pelo tiempo atrás por cuestiones prácticas, pero darle forma a veces le costaba más que cuando lo llevaba por la cintura. Y tiempo era algo que no tenía últimamente.

    —No querrás que el puesto de tu padre lo ocupe otra persona.

    La voz de Marion era cada vez más insistente, algo que Jessa sabía bien porque había sido su profesora de Historia en el instituto. A Marion le gustaba la Historia y como había habido un Hill en el Ayuntamiento durante casi cuatro décadas, la idea de que ese sitio lo ocupase otra persona le parecía horrible. Aunque Jessa apenas tuviera tiempo para respirar. Aunque quisiera hacerlo… y no quería.

    —No es el puesto de mi padre y tampoco el de mi abuelo —replicó—. El puesto de alcalde le pertenece a la persona que sea elegida por el pueblo.

    Y que esa persona fuera ella le parecía absurdo. Su padre había sido un alcalde maravilloso que contó con el respeto y el cariño de los nueve mil habitantes de Cedar durante casi treinta años.

    Pero él tenía un don de gentes que ella nunca había tenido y, francamente, no le interesaba tenerlo. ¿Cuántas veces, de niña, había tenido que disimular su impaciencia porque no eran capaces de ir de la oficina de correos a la biblioteca sin que lo parase gente que quería darle las gracias, felicitarlo o sencillamente charlar con el simpático alcalde de Cedar mientras ella quedaba olvidada por completo?

    Aunque no le importaba demasiado. En su mente, ya estaba en la biblioteca, eligiendo los libros que la emocionarían y la transportarían a otros mundos durante semanas.

    —Tú eres la única que puede hacerlo, Jessa —insistía Marion—. La gente te votará por ser hija de Jesse Hill.

    Jessa se detuvo, con el cuaderno del almacén en la mano.

    —¿Tienes algo contra el señor Alden? —le preguntó.

    —No, pero creo que deberíamos continuar con la tradición de tener a un Hill en la alcaldía.

    —Está mi tío Larry…

    Marion hizo una mueca y Jessa tuvo que disimular una sonrisa. Su tío, que vivía en una casita a las afueras del pueblo con un jardín lleno de gnomos de escayola, era conocido por ser ligeramente excéntrico. Curiosamente inteligente, pero definitivamente excéntrico.

    —¿Te puedes imaginar la angustia de los concejales, esperando lo que Larry pudiese decir en una asamblea?

    Al preguntar eso consiguió lo que no había conseguido en media hora: que Marion saliese de la tienda a la carrera.

    Sonriendo, Jessa empezó a colocar las cajas de pastillas de sal. El doctor Halperin, el veterinario local, las necesitaría para sus caballos. Pero tuvo que buscar sitio para ellas tras la urna de cristal que contenía escarapelas y trofeos. Solía decirle a su padre que debería quitarla de allí porque necesitaban espacio. Además, los recuerdos de sus días de gloria en el circuito local de equitación eran historia antigua.

    Pero su padre se había negado, orgulloso de sus éxitos, tal vez incluso más que ella.

    Podría quitarla ahora, pensó. Su padre ya no estaba allí para decir que no. De hecho, podría cambiar todo lo que quisiera, pero no era capaz de hacerlo, como si cambiar algo fuera un insulto a su memoria.

    «O admitir que se ha ido de verdad».

    Con el corazón encogido, Jessa intentó pensar en otra cosa y lo primero que se le ocurrió fue la ridícula sugerencia de Marion Wagman. En realidad era gracioso y, por una vez, estaría bien sonreír en lugar de llorar.

    Pero la candidatura de Albert Alden no era cosa de broma. Y ahora que su padre se había ido, Alden estaba convencido de que nadie podría evitar que llegase a la alcaldía. Jessa, al contrario que la mayoría de los vecinos de Cedar, no tenía buena opinión sobre Albert Alden. Era un hombre rico, al menos comparado con el resto de los vecinos, y tenía un importante título universitario en la pared de su oficina, pero Jessa sabía que aquel hombre no era lo que parecía.

    Seguramente era la única persona del pueblo que no se creía la pulida imagen exterior de Albert Alden, o la falsa tristeza por las tragedias de su vida mezclada con una aparentemente benigna y blanquísima sonrisa.

    ¿Pero no era ese un obligado requisito en un político?, se preguntó.

    Sin embargo, ella sabía ciertas cosas sobre aquel pilar de la comunidad. Que no pudiese probarlo no cambiaba las náuseas que le provocaba, incluso después de tantos años. O el sentimiento de culpa. Entonces solo era una niña, pero seguía pensando que debería haber hecho algo. Que la persona más afectada por ello le hubiese rogado que no dijese nada era la única razón por la que había guardado silencio.

    Ahora era una adulta y

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