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Sueños de amor
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Libro electrónico152 páginas1 hora

Sueños de amor

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Bailar con un príncipe sonaba como un sueño hecho realidad para la mayoría de las chicas, pero para la instructora de baile Meredith Whitmore no era más que un gran paso en su carrera profesional. Kiernan Chatam se había ganado el apodo de Príncipe Corazones…
En los ensayos, la bailarina proveniente de los barrios bajos y el arrogante e imponente príncipe no conseguían encajar, hasta que poco a poco Meredith descubrió al hombre oculto tras su máscara. Ella fue la primera en sorprenderse, pues nunca había creído en los finales felices, ¡y menos aún con un príncipe de verdad!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2011
ISBN9788490003824
Sueños de amor
Autor

Cara Colter

Cara Colter shares ten acres in British Columbia with her real life hero Rob, ten horses, a dog and a cat. She has three grown children and a grandson. Cara is a recipient of the Career Acheivement Award in the Love and Laughter category from Romantic Times BOOKreviews. Cara invites you to visit her on Facebook!

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    Sueños de amor - Cara Colter

    CAPÍTULO 1

    EL PRÍNCIPE Kiernan de Chatam irrumpió en la enfermería de palacio, donde yacía su primo, el príncipe Adrian, dando alaridos y retorciéndose de agonía.

    –¡Te dije que ese caballo era demasiado para ti! –rugió Kiernan.

    –Yo también me alegro de verte –repuso Adrian, casi sin aliento.

    Kiernan meneó la cabeza. Su primo era un inquieto joven de veintiún años que compensaba su imprudencia con grandes dosis de carisma y encanto.

    En ese momento, Adrian sonrió con valor a la joven enfermera. Luego, volvió a prestarle atención a Kiernan.

    –Mira, si me ahorras el sermón, mucho mejor –dijo Adrian–. Necesito con desesperación que me hagas un favor. Me esperan en un sitio.

    En primer lugar, su primo nunca estaba desesperado, pensó Kiernan. En segundo lugar, rara vez se preocupaba por hacer esperar a nadie.

    –Corazón de Dragón va a matarme si no estoy ahí. Te lo digo en serio, Kiernan, he conocido a la mujer más temible del mundo.

    En tercer lugar, Kiernan sabía que su primo no había conocido jamás a una mujer a la que no pudiera engatusar con su pícara sonrisa.

    –¿Crees que podrás ir en mi lugar? –rogó Adrian–. Sólo esta vez…

    La enfermera le tocó a Adrian la rodilla, muy hinchada, y él gritó.

    Lo que más le maravillaba a Kiernan era que Adrian, que nunca se había preocupado por nada que no fuera él mismo, estuviera pensando en algo diferente de su herida.

    –Pues anula la cita –sugirió Kiernan.

    –Pensará que lo he hecho a propósito –replicó Adrian, apretando los dientes de dolor.

    –Nadie puede creer que hayas tenido un accidente a propósito.

    –Ella, sí. Corazón de Dragón, es decir, Meredith Whitmore. Le sale fuego por la boca –dijo Adrian y, por un instante, esbozó una mirada soñadora–. Aunque lo cierto es que su aliento huele, más bien, a menta.

    Kiernan estaba empezando a pensar que Adrian estaba bajo los efectos de algún medicamento psicotrópico.

    –La verdad es que Corazón de Dragón se come a los principitos como yo para almorzar. A la plancha. Igual toma menta después –continuó Adrian.

    –¿De qué diablos estás hablando?

    –¿Recuerdas al sargento Henderson?

    –Cómo no –respondió Kiernan. Henderson había estado a cargo de convertir a los jóvenes príncipes en duros y disciplinados guerreros, capaces de obedecer y dar órdenes sin pestañear.

    –Meredith Whitmore es él. Igual que el sargento Henderson, pero diez veces peor –afirmó Adrian y gimió de dolor de nuevo.

    –Debes de estar exagerando.

    –¿Podrías ir en mi lugar, por favor?

    –¿Por qué voy a ir en tu lugar con una mujer que se come vivos a los príncipes y que hace que el sargento Henderson parezca a su lado una girl scout?

    –Fue un error –admitió Adrian con tristeza–. Pensé que iba a ser más fácil. Me pareció mucho más divertido que los demás compromisos oficiales de la Semana de la Primavera.

    La Semana de la Primavera era una fiesta anual de la isla de Chatam, un festival de origen medieval que duraba siete días. Comenzaba con una gala benéfica y terminaba con un gran baile. Los festejos estaban a punto de comenzar.

    –Podría haber elegido entregar los premios a la banda de percusión de preescolar, dar el discurso de cierre de las fiestas o bailar un poco. ¿Tú cuál habrías elegido? –prosiguió Adrian.

    –Seguramente, el discurso –contestó Kiernan y miró a la enfermera–. ¿Le ha dado alguna medicación?

    –Todavía, no. Pero voy a hacerlo –contestó ella.

    –Pues tienes suerte –señaló Adrian, haciéndole un guiño a la enfermera–, porque tengo el trasero real más bonito… ¡Ay! ¿Era necesario hacerme tanto daño?

    –No se comporte como un chiquillo, Alteza –le reprendió la enfermera y se alejó.

    –Pues yo elegí bailar. Iba a actuar con un grupo en la noche de la gala benéfica.

    –¡No pienso ocupar tu lugar en una actuación de baile! Los dos sabemos que no sé bailar. «El Príncipe de los Corazones Rotos también rompe pies», ¿recuerdas? –dijo Kiernan, citando una frase que le había dedicado un periódico, junto a una foto en la que estaba pisando a su pareja de baile.

    –La prensa es muy dura contigo, Kiernan. Desde hace diez años, te llaman el príncipe Playboy.

    El apodo se lo habían puesto cuando había tenido dieciocho años y había terminado de estudiar en un colegio de chicos. Había tenido un año de libertad antes de comenzar su entrenamiento militar y, por desgracia, se había comportado como un niño en una tienda de dulces…

    Más tarde, a los veintitrés años, el príncipe Kiernan se había prometido a una de sus más antiguas y queridas amigas, Francine Lacourte. Ni siquiera Adrian conocía la verdadera razón de su ruptura ni por qué ella había desaparecido de la vida pública. Pero la prensa había dado por sentado que Kiernan había tenido la culpa.

    Por otra parte, mientras la prensa adoraba el ánimo lúdico y divertido de Adrian, Kiernan era considerado como un príncipe demasiado serio y distante. Después de dos compromisos rotos con mujeres famosas, la gente pensaba que era un hombre frío y distante.

    Kiernan sabía que tendría que llevar esa cruz para siempre y que sería considerado un rompecorazones incluso aunque se hiciera monje. Una idea que, después de todo lo que había pasado, no le resultaba tan descabellada…

    Sin embargo, el futuro del reino de Chatam descansaba sobre sus hombros. Kiernan era el sucesor inmediato de su madre, la reina Aleda. Esa clase de responsabilidad bastaba para que cualquier hombre renunciara a rendirse al amor.

    Adrian era el cuarto en la línea de sucesión, una posición que, según Kiernan, era mucho más relajada.

    –Deberían haber tirado a Tiffany Wells por un puente –comentó Adrian, refiriéndose a la segunda mujer con la que se había prometido su primo–. Se lo merecía. Te hizo creer que estaba embarazada. ¡Y tú ni siquiera hiciste pública la razón de vuestra ruptura! Claro, claro, ya sé que eres un hombre de honor…

    –No estamos hablando de eso –protestó Kiernan, deseando dejar el tema–. Mira, Adrian, no creo que pueda bailar en tu lugar…

    –Yo nunca te pido nada, Kiern.

    Era cierto. Todo el mundo tenía súplicas, exigencias, peticiones para Kiernan. Adrian, no.

    –Hazlo por mí –insistió Adrian–. Será bueno para ti. Aunque quedes como un tonto, la gente pensará que eres humano.

    –¿No parezco humano?

    Adrian ignoró su pregunta.

    –Para variar, podrías ganarte a la prensa. Me duele mucho que siempre hablen de ti como si fueras un frío esnob.

    –¿Frío? ¿Esnob? –dijo Kiernan, fingiendo estar ofendido.

    Adrian volvió a hacerle caso omiso.

    –Siempre y cuando puedas sobrevivir a la dragona que, por cierto, no soporta la falta de puntualidad. Y tú… –dijo Adrian y miró el reloj–. Llevas veintidós minutos de retraso. Está esperando en la sala de baile.

    Lo más inteligente sería enviar a alguien a la sala de baile para que le informara a la dragona de que Adrian estaba herido, pensó Kiernan mientras salía de la enfermería.

    Sin embargo, le venció su curiosidad por conocer a la mujer que había conseguido intimidar a Adrian. Porque, si él era famoso por su frialdad, el encanto de su primo era, también, legendario.

    La prensa adoraba al príncipe Adrian. Era el príncipe azul, por contraposición a él, que hacía el papel de príncipe Rompecorazones. Todas las mujeres se rendían a los pies del príncipe Adrian.

    Y Kiernan quería conocer a la excepción a la regla.

    Por eso, decidió ir a la sala de baile en persona para presentarle a la dragona las excusas de su primo antes de despedirla.

    Meredith miró el reloj.

    –Llega tarde –murmuró ella para sus adentros. ¡No podía creerlo! ¡Era la segunda vez que el príncipe Adrian la hacía esperar!

    Meredith se había sentido un poco intimidada por el joven príncipe durante los diez primeros segundos de su encuentro en la exclusiva escuela de baile que tenía en el centro de la ciudad.

    Pero, enseguida, Meredith se había dado cuenta de que era un hombre muy amable… ¡y muy acostumbrado a hacer lo que le daba la gana, incluido llegar tarde! Ella estaba por encima de los encantos masculinos y Adrian no era una excepción.

    Por eso, Meredith le había dejado muy claro cuáles eran las reglas y había estado segura de que él no volvería a retrasarse, sobre todo, cuando ella había aceptado reunirse en la sala de baile de palacio, para ponérselo más fácil al príncipe.

    Sin embargo, estaba claro que se había equivocado, se dijo Meredith. Con los hombres, nunca aprendía…

    Meredith miró a su alrededor en el lujoso salón e intentó no cohibirse ante tanta grandeza.

    Inspiró los olores que le recordaban a su infancia. Su madre, una mujer soltera, había sido limpiadora y ella reconoció el fresco aroma a suelos recién fregados, a cera de la madera, a abrillantador de plata, a limpiacristales.

    Su madre se hubiera sentido maravillada de verla en esa habitación, pensó Meredith. Siempre había soñado con que su hija llegaría a lo más alto.

    Sin embargo, los sueños de su madre se habían hecho trizas cuando Meredith se había quedado embarazada a los dieciséis años.

    El sol de la mañana inundaba el suelo de mármol a través de los enormes ventanales y se reflejaba en los cristales de las lámparas de araña.

    Meredith volvió a mirar el reloj.

    Había quedado hacía media hora con el príncipe Adrian. Él no asistiría, adivinó.

    De todas maneras, con príncipe o sin él, bailaría en ese salón, se dijo a sí misma, mirando a su alrededor.

    Lo haría por su programa benéfico Nada de príncipes, dirigido a enseñar baile moderno a chicas adolescentes de los barrios más pobres de la ciudad. A ella, el baile le había servido para seguir adelante, para no hundirse.

    –No necesitas a un príncipe para bailar –dijo Meredith en voz alta. De hecho, ése había sido el eslogan de su programa de formación.

    Meredith cerró los ojos. Imaginó la música. Hacía años, había tenido que renunciar a la escuela de ballet clásico por su maternidad. Sin embargo, con el tiempo, había averiguado que se sentía mucho más cómoda con un tipo de baile menos rígido, más espontáneo. Había creado una forma de danza propia, que combinaba diferentes estilos y le permitía transportarse a un lugar donde sus recuerdos no la asediaran.

    Dejándose llevar por una música imaginaria, Meredith recorrió la sala dando vueltas, saltando, libre de toda inhibición.

    De pronto, pensó que poder bailar en aquel gran salón de palacio sería como un homenaje a su madre.

    Se quedó quieta, saboreando el recuerdo de su madre, imaginando que la abrazaba, que hacían las paces…

    En ese momento, aún con los ojos cerrados, Meredith creyó oír una risa de bebé.

    Se giró, al mismo tiempo que el silencio total

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