El diablo en la botella: Biblioteca de Grandes Escritores
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Keawe compra la botella y desea ser el dueño de una gran mansión en Hawái. El deseo se cumple: su tío y su primo fallecen en un accidente y él hereda una gran fortuna, con la cual puede construirse su nueva casa. Tras haber visto cumplir su sueño, Keawe vende la botella a un amigo y vive feliz en la que él llama "la casa luminosa". Se casa con una bellísima mujer llamada Kokua y resulta que Keawe se enferma de lepra que es la enfermedad china y por eso debería renunciar, no sólo a su mujer, si no a la casa para ir a vivir a una colonia de leprosos. Para evitar tal pesadilla, el hawaiano busca la botella de nuevo y descubre que ahora solo cuesta dos centavos: si la compra es posible que se convierta en el último dueño y, por tanto, vaya al infierno. Asumiendo esto, decide comprarla, puesto que con una mujer así vale la pena ir al infierno.
La mujer, al darse cuenta de la situación de su marido, propone una solución: viajar a Tahití, donde cuatro céntimos son poco menos que un centavo, y vender allí la botella. Pero, a su llegada, descubren que los supersticiosos habitantes del lugar rehúsan comprar tal cosa.
Robert Louis Stevenson
Poet and novelist Robert Louis Stevenson (1850-1894) was the author of a number of classic books for young readers, including Treasure Island , Kidnapped, and Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Born in Edinburgh, Scotland, Mr. Stevenson was often ill as a child and spent much of his youth confined to his nursery, where he first began to compose stories even before he could read, and where he was cared for by his nanny, Alison Cunningham, to whom A Child's Garden of Verses is dedicated.
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El diablo en la botella - Robert Louis Stevenson
botella
The bottle imp (1894)
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.
—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa?—preguntó Keawe.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta. Aquí la tiene usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En