EL MISTERIOSO ORIGEN DEL ORO
El oro ha movilizado a sociedades enteras, destrozado economías, sellado el destino de reyes y emperadores, inspirado las más bellas obras de arte y provocado los más horribles actos que un humano puede cometer contra otro: como señaló Píndaro en el siglo V a.C., el oro es “un hijo de Zeus, ni las polillas ni la herrumbre lo devoran, pero esta suprema posesión devora la mente del hombre”. Las naciones han movido cielo, mar y tierra en su busca con el objetivo de controlar a las demás sólo para descubrir que, al final, ha sido el oro quien ha controlado su destino. “El oro al final del arcoíris es la felicidad última, pero en el fondo de la mina emerge del infierno”, apostilla poéticamente el economista estadounidense Peter L. Bernstein.
Lo más sorprendente del oro –cuyo símbolo químico, Au, se deriva de la palabra aurora– se encuentra en el propio metal. Primero, es imperecedero: puedes hacer lo que quieras con él y no conseguirás que desaparezca. Al contrario de lo que pasa con el hierro, la leche de vaca o la arena, que podemos cambiar de su estado original hasta el punto de ser irreconocibles, cada pieza de oro del mundo es totalmente identificable, ya sea en unos aretes, en el halo que rodea la cabeza de un santo en un fresco o en los lingotes que se guardan en la Reserva Federal de Estados Unidos en bóvedas de alta seguridad.
Además, es químicamente inerte: en el museo egipcio de El Cairo podemos encontrar un puente dental de oro que tiene 4,500 años y que muy bien podría usarse hoy. También es extraordinariamente denso: un cubo
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