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Sermones parroquiales / 1: (Parochial and Plain Sermons)
Sermones parroquiales / 1: (Parochial and Plain Sermons)
Sermones parroquiales / 1: (Parochial and Plain Sermons)
Libro electrónico362 páginas6 horas

Sermones parroquiales / 1: (Parochial and Plain Sermons)

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Desde su ordenación como pastor anglicano hasta su muerte como cardenal católico, la figura de Newman no deja de sorprender por la coherencia de su trayectoria. En estos Sermones parroquiales, un clásico de la espiritualidad cristiana que ha inspirado a todas las generaciones de cristianos desde su predicación entre 1825 y 1833 hasta hoy, se encuentran ya las semillas de todos los grandes temas que el teólogo inglés desarrollará durante su vida y obra. Desde la cercanía del párroco y no desde la distancia del teólogo, demostrando su enorme conocimiento de la psicología humana, de la Sagrada Escritura y de las tentaciones y pruebas que atraviesan los cristianos en el mundo, nos introduce en los temas centrales del cristianismo y la salvación. El presente volumen es el primero de la serie completa de los Sermones parroquiales. Con la fuerza, frescura y la audacia en él habituales, Newman vuelve a desafiar nuestra razón y conmover nuestro corazón.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2013
ISBN9788499208084
Sermones parroquiales / 1: (Parochial and Plain Sermons)
Autor

John Henry Newman

British theologian John Henry Cardinal Newman (1801-1890) was a leading figure in both the Church of England and, after his conversion, the Roman Catholic Church and was known as "The Father of the Second Vatican Council." His Parochial and Plain Sermons (1834-42) is considered the best collection of sermons in the English language. He is also the author of A Grammar of Assent (1870).

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    Sermones parroquiales / 1 - John Henry Newman

    [1868]

    Sermón 1

    LA SANTIDAD, NECESARIA PARA LA FELICIDAD ETERNA*

    [n. 153 | 6 de agosto? de 1826?]

    «La santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios» (Hb 12,14)

    En este texto ha parecido bien al Espíritu Santo transmitir una verdad principal de nuestra religión en pocas palabras. Esta circunstancia la hace especialmente impresionante. Porque la misma verdad se recoge de un modo o de otro en todas las partes de la Escritura. Se nos dice una y otra vez que hacer santas a criaturas pecadoras fue el gran objetivo que nuestro Señor tenía a la vista cuando tomó nuestra naturaleza, de modo que en el último día nadie sino el santo será aceptado en su nombre.

    La entera historia de la Redención, el pacto de misericordia en todos sus puntos y disposiciones atestigua la necesidad de la santidad para la salvación; igualmente lo hace, por supuesto, el testimonio de nuestra misma Conciencia natural. Pero lo que en lugares diversos se halla implícito en la historia y es ordenado por un precepto, en el texto de Hebreos se formula doctrinalmente como un hecho decisivo y necesario, resultado de una ley sobrecogedora e irreversible contenida en la naturaleza misma de las cosas, y determinación inescrutable de la voluntad divina.

    Alguien podría preguntar «¿por qué es la santidad condición necesaria para ser recibidos en el cielo? ¿Por qué la Biblia nos manda tan estrictamente amar, temer y obedecer a Dios, ser justos, honestos, mansos, puros de corazón, perdonar, ser abnegados, humildes y de buen conformar? Si el hombre es patentemente débil y corrupto, ¿por qué se le manda ser tan espiritual y tan despegado de lo terreno? ¿Por qué se le pide (con el fuerte lenguaje de la Escritura) que se transforme en una «criatura nueva»? Dado que el hombre es por naturaleza lo que es, ¿no sería un acto de mayor misericordia por parte de Dios salvarle completamente sin esa santidad, que es tan difícil de poseer y, al parecer, tan necesaria?».

    No tenemos derecho a hacer esta pregunta. Al pecador le basta con saber que, por la gracia de Dios, se le ha abierto un camino de salvación, y no hace falta informarle de por qué ese camino y no otro ha sido el elegido por la Sabiduría divina. La vida eterna es el «don de Dios». Es indudable que Dios puede establecer los términos en los que lo concederá y, si ha determinado que la santidad es el camino a la vida, no hace falta averiguar más. No nos corresponde inquirir por qué lo ha prescrito así.

    Sin embargo, la pregunta puede ser formulada con respeto y con la intención de percibir mejor nuestra propia condición y nuestras perspectivas espirituales. El intento de responder sería en ese caso provechoso, si se hace sobriamente. Procedo, por lo tanto, a anunciar una de las razones consignadas en la Escritura por las que la santidad es necesaria, según el texto, para la felicidad futura.

    Ser santo es, en palabras de la Iglesia, poseer «la verdadera circuncisión del Espíritu», es decir, estar separados del pecado, aborrecer las obras del mundo, la carne, y el demonio, complacerse en guardar los mandamientos de Dios, hacer las cosas como Él desea que las hagamos, vivir habitualmente como en la visión del mundo futuro, como si hubiéramos roto las ataduras de esta vida y estuviéramos muertos para lo mundano. ¿Por qué no podemos salvarnos sin todo ese bastidor de conceptos y esa actitud de ánimo?

    Respondo que aun suponiendo que un hombre de vida no santa entrase en el cielo, no podría ser feliz allí, y no supondría misericordia alguna hacia él permitirle entrar.

    Tenemos capacidad de engañarnos, y considerar el cielo como un lugar semejante a esta tierra. Es decir, como un lugar donde uno puede elegir y hacerse su propia satisfacción. Vemos que, en este mundo, los hombres de acción tienen sus propios goces, y que los de temperamento más familiar logran los suyos. Literatos, científicos, políticos persiguen y llevan a cabo sus respectivos objetivos y gustos. De ahí que nos veamos inducidos a pensar que en el más allá ocurrirá lo mismo. La única diferencia que establecemos entre este mundo y el próximo es que aquí, como bien sabemos, los hombres no están siempre seguros de conseguir lo que buscan, pero allí suponemos que sí lo estarán. Y concluimos, consiguientemente, que cualquier hombre, sean cuales sean sus hábitos, gustos o modo de vivir, una vez admitido en el cielo, habrá de ser feliz allí.

    No es que neguemos absolutamente la necesidad de una preparación para el mundo venidero, pero no nos hacemos cargo de su significado real y de su importancia. Nos vemos capaces de reconciliarnos con Dios cuando queramos, como si a los hombres sólo se les exigiera que durante un tiempo dediquen una atención mayor de la ordinaria a los deberes religiosos —por ejemplo, un cuidado más estricto de las prácticas cristianas durante esa última enfermedad—, igual que los hombres de negocios ponen en orden sus cartas y papeles antes de emprender un viaje o al hacer balance. Pero una idea como esta, aunque se actúe frecuentemente conforme a ella, queda refutada en cuanto se formula en palabras. Porque resulta patente a partir de la Escritura que el cielo no es un lugar en el que puedan llevarse a cabo a la vez muchos propósitos diferentes y contradictorios, como ocurre en este mundo. Aquí todo hombre puede hacer su propio gusto pero en el cielo ha de hacer el gusto de Dios. Sería presunción intentar fijar las ocupaciones de esa vida eterna que el hombre ha de pasar en la presencia de Dios, o negar que ese estado que el ojo no ha visto, ni el oído escuchado, ni la mente concebido, puede incluir una variedad infinita de quehaceres y ocupaciones. Pero en todo caso se nos dice claramente que la vida futura transcurrirá para nosotros en la presencia de Dios, en un sentido que no es aplicable a nuestra vida presente, y que puede ser descrita del modo mejor como una incesante e ininterrumpida adoración del Padre eterno, del Hijo y del Espíritu Santo. «Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que se sienta en el trono habitará en medio de ellos... el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor, que los conducirá a las fuentes de las aguas de la vida» (Ap 7,15-17). En otro lugar se dice: «La ciudad no tiene necesidad de que la alumbren el sol ni la luna: la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra le rendirán su gloria» (Ap 21,23-24). Estos pasajes de san Juan bastan para recordarnos otros muchos.

    El cielo, por lo tanto, no es como este mundo. Se parece mucho más a una iglesia. Porque en un lugar de culto público, como es un templo, no se escucha un lenguaje de este mundo. No se proponen planes para lograr objetivos temporales, grandes o pequeños, ni se obtiene información sobre cómo consolidar nuestros intereses materiales, ampliar nuestra influencia o reforzar nuestro prestigio. Estos fines pueden ser correctos en sí mismos, siempre que no pongamos en ellos el corazón. Pero, insisto, no oímos hablar de ellos en la iglesia. Aquí se nos habla sólo y enteramente de Dios. Le alabamos, le adoramos, le cantamos, le damos gracias, le confesamos, nos damos a Él, y pedimos su bendición. De ahí que una iglesia sea como el cielo, porque en un sitio y en el otro, existe ante nosotros un único asunto soberano: la religión.

    Suponiendo entonces que, si en vez de decírsenos que ningún hombre irreligioso podría estar con Dios en el cielo (o verle, como dice el texto de Hebreos), se nos dijera que ningún hombre irreligioso podría adorarle o verle espiritualmente en la iglesia, percibiríamos en seguida el sentido de esa afirmación. Comprenderíamos que si una persona ha desarrollado su espíritu movido sólo por la simple naturaleza y el azar, sin un esfuerzo deliberado y habitual por alcanzar la verdad y la pureza, esa persona no experimentaría gusto alguno en la iglesia y pronto sentiría hastío del lugar. Porque en la casa de Dios oiría hablar solamente de un asunto del que se ha preocupado poco o nada en absoluto; y nada oiría de las cosas que han movido sus esperanzas y temores, sus simpatías y sus esfuerzos. Si un hombre sin religión (suponiendo que fuera posible) fuera admitido en el cielo, sufriría sin duda una gran desilusión. Antes, pensaría que podría ser feliz allí. Pero al llegar, no descubriría sino el tipo de discurso que ha estado evitando en la tierra, y las metas que ha despreciado. No encontraría nada que le vinculara a algo diferente en el universo de lo que era su vida, nada que le hiciera sentirse en casa y en lo que pudiera entrar para hallar descanso. Se vería a sí mismo como un ser aislado, un miembro apartado por el Supremo Poder de una serie de objetos que seguirían enlazados a su corazón. Es más, se encontraría en la presencia de ese Poder Supremo en el que nunca se decidió a pensar mientras vivía en la tierra, y al que vería ahora sólo como el destructor de todo lo que fue precioso y querido por él. No podría soportar el rostro del Dios vivo. El Dios santo no sería para él motivo de gozo. «¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno?» (Lc 4,34): este es el único pensamiento y el solo deseo de las almas impuras, aunque al mismo tiempo reconozcan su majestad. Solamente el santo puede mirar al Santo. Sin santidad no puede soportar hombre alguno la visión del Señor.

    Pensar que se puede participar en la alegría del cielo sin santidad es tan incongruente como pensar que uno puede llegar a involucrarse en el culto cristiano aquí abajo si no tiene ya un cierto interés por ese acto de culto. Un espíritu descarriado, sensual e incrédulo, un espíritu que carece de amor y temor de Dios, con ideas estrechas y objetivos mundanos, con una escasa exigencia en sus deberes y una conciencia apagada, un espíritu contento consigo mismo y cerrado a la voluntad de Dios, experimentaría tan poco agrado en el último día ante las palabras «entra en el gozo de tu Señor», como experimentaría ahora ante la invitación «oremos». Sentiría, incluso, menos agrado, porque mientras nos encontramos en el templo, podemos dirigir nuestros pensamientos hacia otros asuntos, y conseguir olvidar que Dios nos mira, lo cual no será posible en el cielo.

    Vemos, entonces que la santidad, o separación interior de las cosas mundanas, es necesaria para ser admitidos en el cielo porque el cielo no es cielo, no es un lugar de felicidad, sino para quien es santo. Hay enfermedades que afectan al sentido del gusto, y entonces los aromas más dulces se hacen desagradables al paladar; otros malestares perjudican la vista y oscurecen la bella faz de la naturaleza con un tinte enfermizo. De igual modo, existe una enfermedad moral que desordena la mirada y el gusto interiores, y ningún hombre que la padezca se halla en condiciones de disfrutar lo que la Sagrada Escritura llama «la plenitud de la alegría en la presencia de Dios y los gozos para siempre a su diestra».

    Me atrevo incluso a decir algo más, que resulta terrible pero que es justo afirmar: si quisiéramos imaginar un castigo para un alma no santa y reprobada, no podríamos concebir tal vez uno mayor que llamarla al cielo. El cielo sería como un infierno para un hombre irreligioso. Sabemos lo desgraciados que nos sentimos en nuestra existencia aquí abajo cuando nos vemos solos en medio de extraños, o de gente con gustos y hábitos diferentes a los nuestros. Qué costoso sería, por ejemplo, tener que vivir en tierra extranjera, rodeados de personas cuyos rostros nunca habíamos visto antes, y cuya lengua no pudiéramos aprender. Esto no es sino una débil ilustración de la soledad de un hombre de disposición y gustos mundanos, puesto en la compañía de los santos y los ángeles. ¡Vagaría desolado por las moradas del cielo! No encontraría nadie como él. Vería en todas partes la huella de la santidad de Dios, que le haría estremecerse. Se sentiría siempre en la presencia divina. No podría dirigir ya sus pensamientos en otra dirección, como hace ahora, cuando la conciencia le acusa. Se daría cuenta de que la Mirada Eterna está siempre sobre él, y el ojo de santidad, que es alegría y vida para las criaturas santas, le parecería mirada de ira y castigo. Dios no puede cambiar su naturaleza. Siempre es santo. Pero mientras Él sea santo, ningún alma impura puede ser feliz en el cielo. El fuego no hace arder el hierro, pero sí hace arder la paja. Dejaría de ser fuego si no lo hiciera. También el cielo mismo sería fuego para quienes soñaran escapar, a través del gran abismo, del tormento infernal. El dedo de Lázaro no haría sino incrementar su sed. El mismo «cielo que se extiende sobre sus cabezas» sería ardor para ellos.

    He explicado hasta ahora, en cierta medida, por qué se nos exige la santidad como condición para ser admitidos en el cielo. La santidad es algo que parece necesario por la naturaleza misma de las cosas. No vemos cómo podría ser de otro modo. Ahora me referiré a dos importantes verdades que parecen seguirse de lo que he dicho.

    1. Si un cierto modo de ser y un determinado estado del corazón y los afectos son necesarios para entrar en el cielo, nuestras acciones serán fructíferas en orden a nuestra salvación principalmente en cuanto tienden a producir y expresar ese modo de ser. Eso que llamamos buenas obras se requiere no como si encerraran mérito en sí mismas, ni porque sean capaces de alejar la ira de Dios por nuestros pecados, o porque nos permitan comprar el cielo, sino porque son el medio, con la gracia de Dios, de fortificar y manifestar ese santo principio que Dios implanta en el corazón, sin el que no podríamos verle. Cuanto más numerosos sean, desde luego, nuestros actos de caridad, abnegación y paciencia tanto más crecerán nuestras almas en un modo de ser caritativo, abnegado y paciente. Cuanto más frecuentes sean nuestras oraciones, y más humildes, pacientes y religiosas sean nuestras obras de cada día, esta comunión con Dios y estas acciones santas serán el medio para hacer santos nuestros corazones, y prepararnos para la futura presencia de Dios. Los actos externos, hechos con sentido espiritual, crean hábitos interiores. Repito que los actos aislados de obediencia a la voluntad de Dios —«buenas obras» se las llama—, nos ayudan en la medida en que nos apartan gradualmente del mundo de los sentidos e imprimen en nuestros corazones un carácter propio de las cosas del cielo.

    Es evidente entonces qué obras no sirven para nuestra salvación: las que no operan sobre el corazón para cambiarlo, o las que producen un efecto malo. ¿Qué diremos, pues, de quienes consideran asunto fácil el agradar a Dios, se recomiendan a sí mismos ante Él, realizan algunas obras de servicio, pocas y flojas, que llaman camino de fe, y quedan muy satisfechos de ellas? Es patente que estas personas, en vez de beneficiarse de tales actos de benevolencia, honestidad o justicia, pueden verse perjudicados por ellos. Porque esos actos, aun siendo buenos en sí mismos, en la práctica fomentan en esas personas un mal espíritu y un estado corrompido del corazón; es decir, nutren el egoísmo, la vanidad y la autocomplacencia, en vez de apartarles de este mundo y acercarles al Padre de las almas. De igual modo, los simples actos externos de acudir a la iglesia y recitar oraciones (que son, desde luego, deberes imperativos para todos nosotros) sólo son realmente provechosos a quienes los hacen con espíritu sobrenatural. Porque estos realizan esas buenas obras solamente para mejorar su corazón, mientras que la más exigente devoción exterior aprovecha poco a una persona si no lo mejora por

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