Canto Carmesí, De los Nueve Reinos (Parte 2)
Por R. Merino
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Un Carmín Inmaduro arando el manto esmeralda con su piquito. Sus alitas y patitas en desproporción con su diminuto y gordinflón cuerpo. A su alrededor, los Carmines Maduros con sus alargadas patas, cuerpos esbeltos y erguidos presumen su reluciente plumaje cobrizo. Uno de ellos se acerca atraído por los cómicos movimientos del pequeño. Sus cristalinos ojos reflejan la tranquilidad del Valle Carmín, tierra de enigmas y leyendas. Mi nombre es Balán Léguil, y tú... ¿nuevamente por aquí? Pues, la idílica aventura de Ephesto continúa...
R. Merino
I'm just a normal guy with many tales to tell.
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Canto Carmesí, De los Nueve Reinos (Parte 2) - R. Merino
Canto Carmesí
De los Nueve Reinos
Parte II
R. Merino
ISBN: 9781310994104
Publicado: Abril 10, 2015
Una crisálida que resguardaba una figura humanoide se retorcía con sutileza; produciendo sonidos de los movimientos acuosos desde su interior.
El maestro tomó el cuchillo y lo clavó, sin vacilar, a la altura de la cabeza. Penetrando e hiriendo la superficie, desgarró con un movimiento vertical. El espeso líquido marrón brotó hacia los costados de la herida, humedeciendo la tierra.
«Acércate, ayúdale para que respire», indicó el maestro.
El discípulo obedeció. Introdujo sus manos empapándose de la sustancia viscosa hasta los brazos. Substrajo a un ser humedecido, que apenas podía respirar por la cantidad de viscosidad que salía de sus orificios nasales, y de su boca. Cayó en la tierra y, con movimientos desesperados, se comenzó a arrastrar; poco a poco se tranquilizó al sentir la calidez de ésta.
Se levantó con torpeza, apenas se equilibraba.
Ambos lo analizaban en silencio.
Permaneció así durante un lapso corto de tiempo. Caminó, solo dos pasos; tambaleó pero se sostuvo. Continuó. Sin rumbo fijo, dejando huellas viscosas, y alejándose de ambos.
«Solo es otro más…», comentó el maestro suspirando decepcionado.
***
II
El alba rayaba. Era la primera hora de bronce del día siguiente. Poco a poco despertaba. Al abrir sus ojos lo primero que observó fue el cielo, que durante unos segundos imaginó de color azulado plomizo, pero en realidad se trataba de uno de piedra, recordándole que se encontraba dentro de la prisión.
Ephesto estaba tendido, sobre la dureza que ofrecía el suelo, en un rincón cerca de la entrada. Logró recordar todo lo sucedido al día anterior. Ya no sentía el cuerpo maltratado, a pesar de la dureza del piso había podido descansar. Tras despabilarse, sintió que una sombra lo estaba observando desde la esquina vecina. Estaba consciente de que se trataba de la mujer, así que preparó una sonrisa amigable para presentarse. Viró su atención hacia la dirección indicada, pero no había nadie. Se encontraba solo en el cuarto, aparentemente, pero podía sentir una presencia, oculta, y a la vez respirable, pues despedía un aroma singular y cálido. Se incorporó, sentándose y acomodando su espalda en la pared que tenía detrás; sin mostrarse sorprendido.
—Puedo sentir tu presencia…—dijo Ephesto esbozando una sonrisa hacia la esquina pues sospechaba que ese era el lugar donde se ubicaba y no estaba del todo equivocado porque ahí se podía distinguir, casi imperceptible, una figura traslucida marcada en el aire.
»Me pregunto, ¿cuánto tiempo puedes permanecer escondida, utilizando tu arte?
Esperó la respuesta, pero no obtuvo contestación. Se levantó, y escuchó un ruido; se había movido. Observó por la ventana protegida por barrotes metálicos, del mismo brillo que la vestimenta de Luca el venita. Supuso que estaban hechos con el mismo material. En el fondo, la arena coloreada de marrón. Inspeccionó el techo con un movimiento disimulado.
»Primera vez que descanso en un lugar cerrado. Se siente extraño…
Retornó la mirada, y fue sorprendido por un par de ojos de pupilas violáceas que flotaban en el aire, y que lo observaban fijamente. Se trataba de una mirada indiferente y a la vez cautivadora. Sintió que se estaba perdiendo dentro de la densidad de esos ojazos.
— ¿Has dicho que te llamas Ephesto?—se escuchó la voz de la mujer que le habló con acento seductor, dentro de su cabeza.
—Sí…—contestó Ephesto como en trance.
— ¿El juez te ha enviado?
—Sí...
— ¿Para qué te ha enviado?
—Desea ayudarte… ¡Es decir—logró apartar al mirada sintiéndose ahogado—, yo fui quien decidió ayudarte!
Durante el efecto cautivador de la mujer, Ephesto había sentido como las palabras le salían en contra de su voluntad. «Domina el Arte de Cautivar… Puede hacerte ver cosas que no son, engañar a tus sentidos, claro está, si se lo permites o tu voluntad es doblegada. Podría utilizarte para escapar si ella así lo deseara, pero como te mencioné, no lo hará. Tienes que hacer que cambie de opinión. Ese será tu objetivo…», recordó la información dada por el juez Aquilha.
» ¿No lo recuerdas?—continuó Ephesto con vacilación—. Yo fui quien asustó a tus captores. El que lanzó la flama en la plaza. Pensé que aprovecharías la distracción para escapar…
Los ojos desaparecieron.
»Entiendo… No me tienes confianza ya que no te he dado razones para hacerlo—suspiró en desahogo—. Parece que estaremos aquí durante un tiempo…—volvió la mirada hacia la ventana—. Por lo menos—cambió a tono sugerente—, deberíamos intercambiar información para conocernos…
***
En el barrio mercante, algunos mercaderes comenzaban su jornada laboral; otros, ni tarde ni perezosos, levantaban los puestos, y otros tantos apenas rondaban por las avenidas. Entre todos ellos se encontraba el viejo Veledén quien parecía irritado a causa no por la limitada competencia de su ayudante ni la desfachatez de su joven guía, sino de una resaca, producto de la pasada juerga nocturna. Gustaba de aliviar sus preocupaciones con fermentos de dudosa calidad en las tabernas de poca reputación. Las consecuencias siempre eran las mismas, y su ayudante, Reso, siempre se encargaba de levantar solo el puesto, lo que generaba contratiempos.
—Jefe, hoy no se ve con humor—dijo Reso preocupado mientras utilizaba un harapo para pulir un par de jarras— ¿No desea descansar un poco más? Zoria y yo podemos encargarnos del negocio.
—Yo… No…—decía el viejo Veledén mientras se tambaleaba por el malestar—. Esa jovencita… solo se la pasa vagando por la ciudad—soltó un quejido, está vez si fue a causa