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El Mar Que Nos Rodea
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Libro electrónico245 páginas3 horas

El Mar Que Nos Rodea

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Información de este libro electrónico

Transcurre el año 2000 en Puerto Rico. Stevie Pérez y su novia Laura Rosario se han unido a una protesta de estudiantes contra los bombardeos de la Marina de Estados Unidos que han causado enfermedades, daños ambientales y muertes en la pequeña isla de Vieques. La brigada antidisturbios llega al campus para reprimir la protesta y con la consiguiente violencia, Laura recibe un disparo de bala y muere.
Un afligido Stevie promete mantener la memoria de Laura viva, creando una beca con su nombre. Sus intentos de conseguir fondos de la comunidad se ven frustrados y decide convertirse en una mula de drogas para conseguir el dinero para la beca. Luego de varios viajes lucrativos, queda en medio de una trampa. Su vida queda en peligro, y Stevie se ve forzado a escapar de la pandilla que lo persigue de el Bronx hasta San Juan y al pueblo en las montañas de Puerto Rico. En el camino, Stevie aprende duras verdades sobre la vida, el amor y las pérdidas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2014
ISBN9781633398481
El Mar Que Nos Rodea
Autor

Robert Friedman

Robert Friedman fue columnista, redactor de noticias locales y corresponsal en Washington para el San Juan Star de Puerto Rico, y corresponsal especial para el New York Daily News. Es autor de cuatro novelas publicadas sobre Puerto Rico - El mar que nos rodea, Bajo el oscuro sol, La sombra de los antepasados y Sueños caribeños.

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    El Mar Que Nos Rodea - Robert Friedman

    VEINTIOCHO

    THE SURROUNDING

    SEA

    By Robert Friedman

    Floricanto Press

    Copyright © 2014 by Robert Friedman

    Copyright © 2013 de la edición Floricanto and Berkeley Press

    All rights reserved. No part of this publication may be stored in a retrieval system, transmitted or reproduced in any way, including but not limited to photocopy, photograph, magnetic, laser or other type of record, without prior agreement and writ- ten permission of the publisher. Floricanto is a trademark of Floricanto Press. Berkeley Press is an imprint of Inter American Development, Inc.

    Floricanto Press 7177 Walnut Canyon Rd. Moorpark, California 93021

    (415) 793-2662

    www. Floricantopress. com ISBN:13: 978-1495934742

    Por nuestra cultura hablarán nuestros libros. Our books shall speak for our culture.

    Roberto Cabello-Argandoña, Editor

    THE SURROUNDING

    SEA

    PRIMERA PARTE

    UNO

    El vuelo transcurría con tranquilidad. La turbulencia se sentía en mi estómago. La acidez estomacal podría desintegrar el látex, las cápsulas podrían filtrarse, explotar – eso sería el fin.

    Me estaba quemando por dentro, la bilis flotaba en mi pecho y se deslizaba por mi garganta, mi boca sabía a huevos podridos y metal. Podía sentir las pesadas cápsulas moviéndose dentro de mí y quería vomitarlas.

    Caminé tropezando hasta el fondo del avión, donde estaba el baño. Intenté vomitar en el inodoro. No salió nada. Sólo un hilo de baba. Intenté otra vez. El ardor me raspaba el pecho y la garganta, pero sólo escupía saliva. Mi corazón galopaba. Apreté mi cabeza contra el grifo del pequeño lavabo. Me sequé la cara y el cuello con toallas de papel, y regresé tambaleando a mi asiento.

    Intenté convencerme de que eran solo los nervios. ¡Mierda! ¡Cálmate!

    Habitualmente la transportaba en el equipaje – despachas la maleta en el mostrador de la aerolínea en San Juan como cualquier otro pasajero, y los encargados de equipaje, que reciben coimas, se encargan de subirla al avión. Luego, como los demás pasajeros, recoges la maleta en Nueva York en la cinta de equipaje. Cuando arribas a Estados Unidos desde Puerto Rico no hay que pasar por aduana. Solo tomas tu maleta y sales por la salida más próxima, sonriendo a los demás pasajeros y guardias en la puerta; otro muchacho puertorriqueño feliz de regresar a El Barrio de visita. Luego haces la entrega en el lugar previsto. Para mí, era el mismo hotel en el Upper West Side. 

    En un par de ocasiones fue más complicado. Como esta última vez, que tuve que viajar primero a República Dominicana debido a  un contratiempo en Puerto Rico – la policía  detuvo varias yolas cargadas con cocaína en el Canal de la Mona. Por lo que ingerí las drogas en Santo Domingo, y de ahí tomé el avión a Nueva York.

    Ingerir drogas no es fácil. Pero como todo, se aprende. Las drogas se envuelven en condones, bien sujetadas con hilo dental. Se remojan las píldoras en aceite vegetal y si lo haces con tranquilidad, puedes tragarlas sin hacer demasiadas arcadas. La primera vez fue un infierno; me llevó horas hacerlo. Esta vez, me rociaron la garganta para adormecer el esófago y me acostumbré a sentir el peso.

    Antes de subirme al avión, tomé Lomotil, así evitaba largarlas antes de llegar a Nueva York. Como siempre, no comí en el vuelo, solo bebí agua y me puse los auriculares. Pero esta vez, estaba muy nervioso, probablemente porque iba a ser mi último viaje. Con este viaje, tendría más de $20.000. Con esa suma estaría listo. ¡Decididamente! Saldría de esto, limpio y sin problemas.

    Pero la acidez estomacal puede aniquilarte. Probablemente, ¡podría morir antes de que el maldito avión aterrizara!

    Por lo tanto, respiraba profundo, convenciéndome a mí mismo de que era mi mente y no lo que tenía en el interior de mi estómago. Incluso, antes del vuelo había tomado medicación para la acidez.

    Estábamos comenzando el descenso y el avión se sacudía de lado a lado y la porquería en mi estómago se revolvía acompañando el movimiento, hasta que, finalmente, atravesamos las nubes en un agitado y brusco aterrizaje.

    Sobreviví. Mi estómago estaba calmo como un lago en verano, gracias a Dios.

    Tomé un taxi hasta el hotel. Antes de subir a la habitación, fui hasta una farmacia y compré un chocolate tipo laxante. La última vez, el laxante no funcionó muy bien y tuve que hacerme un enema. Espero que eso no vuelva a pasar.

    Cuando llegué a la habitación del hotel, estaban esperándome los mismos dos sujetos de los viajes anteriores. Me saludaron con un par de gruñidos. Eran alrededor de las nueve de la noche, yo estaba hecho polvo y les dije que quería acostarme, así estaría en buenas condiciones en la mañana para empezar a expulsar las drogas. Había un catre entre las dos camas de la habitación y tenía que acostarme ahí. Mi estómago comenzó a removerse ligeramente, pero me quedé dormido casi al instante, con la ropa puesta. 

    Alrededor de las seis de la mañana empecé a cagar las cápsulas llenas de cocaína. Lo hice en la bañadera para que ninguna de las cápsulas se fuera por el inodoro. Para las once, ya las había largado todas, las había lavado con pasta de dientes, había fregado la bañadera y contado las cápsulas. Salieron noventa, la misma cantidad de cápsulas que había ingerido en Santo Domingo. Esto les mencionaba a los sujetos mientras juntaba las cápsulas y las guardaba en bolsas Ziploc.

    Lo siento, m’ijo, dijo Junior, un hombre grandote y corpulento con ojos pequeños. Esperábamos que de tu culo o de cualquier otro lado salieran cien. No nos entregaste todas asique tendremos que mantenerte acá hasta que hablemos con Papo.

    Oye, me tragué las noventa que me dieron en Dominicana, dije. Eso es lo que me dieron. Confírmalo con Manny El Bronx, que fue quien organizó el viaje y todo. Conté cada una de las que tragaba y todas las malditas cápsulas están acá.

    La información que nosotros tenemos es que te tragaste cien, dijo Junior.

    ¡Eso es mentira! Mis intestinos, ya sin píldoras, comenzaron a revolverse otra vez.

    Ahora nos está jodiendo, dijo el otro hombre, Chucho, que parecía apenas unos años mayor que yo. "¿Qué hay de esas dos dominicanas sexis que íbamos a ver más tarde? le preguntó a Junior. Ahora tenemos que esperar a Papo, ¡Maldita sea!" Seguía resoplando.

    Nos dijeron que tragaste cien, dijo Junior. Nos jodiste, y no va a estar bueno, te lo garantizo.

    Levanté mis manos con las palmas hacia arriba. Lo juro...

    Si, todos dicen lo mismo, dijo Junior, mirándome con pena.

    Chucho, que era quince centímetros más bajo que mi metro setenta y siete y alrededor de dieciocho kilos más liviano que yo, parecía que estaba listo para hacerme pedazos. Cambió el peso de una pierna a la otra y se frotó las manos, como si estuviera anticipando – algo. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón, extrajo una navaja y la abrió. Abrámoslo para ver si el resto todavía está ahí adentro, dijo. 

    Junior, que tenía su celular en la oreja, ignoró a Chucho, que me miró con odio  mientras cerraba la navaja.

    Pasamos la siguiente hora esperando. Me tiré en la cama, con los brazos detrás de mi cabeza. Junior y Chucho estaban mirando a Jerry Springer con su desfile de extraños en televisión. Un tipo vestido de mujer dijo dos semanas atrás que fingía ser una prostituta para poder tener relaciones con su hermano mayor, de quien estaba enamorado. Su hermano mayor, un hombre bajo y fornido, saltó de su silla, tirándola al piso, para embestir al travesti alto y lánguido de su hermano menor. Los forzudos hombres de Springer tuvieron que sacárselo de encima. Yo intentaba parecer aburrido. Pero mi estómago seguía retorciéndose y me tuve que levantar dos o tres veces más al baño.

    ¿Cagaste las que faltan? Junior preguntaba cada vez.

    "Ya te dije, hombre..."

    Tiene que haber habido un malentendido en la entrega de la droga. No hubo problemas en los viajes anteriores. Tal vez, si llamara a Manny... Pero no tenía su número de teléfono. Suponía que estos sujetos lo tendrían.

    ¿Por qué no llaman . . . ?

    ¿Por qué mierda no te callas?, dijo Chucho. Estamos esperando novedades de Papo.

    Luego de un par de minutos, sonó el teléfono de la habitación. Junior levantó el auricular, escuchó, dijo Si un par de veces, y luego colgó. Está abajo. Vamos.

    Cuando llegamos abajo, un hombre de mediana edad, que parecía estar quedándose calvo, y que tenía un gran pecho y un bigote curvo, nos esperaba en la puerta del elevador. Aunque era un lindo día de primavera, llevaba una campera de cuero. Sus ojos estaban cubiertos por lentes de sol de modelo aviador.

    Ya me encargué de la cuenta del hotel, dijo. Vámonos, todavía tengo muchas cosas que hacer. Y estoy en un lugar donde no se puede estacionar.

    Salimos del hotel. El auto, un Mercedes verde oscuro, estaba estacionado en la avenida Broadway. Una mujer policía con un trasero muy grande estaba haciendo una multa.

    "¡Maldición!" dijo Papo, que como traficante en la Gran Manzana y parte de Jersey seguramente podría pagar varios boletos de estacionamiento por día. Les dijo a Chucho y Junior que agarraran mis brazos como si estuvieran sosteniéndome para que no me desmaye y que esperásemos en la acera. Chucho sacó su navaja del bolsillo, y mientras sostenía mi brazo con una mano, inclinaba la navaja abierta en mi espalda. Papo se acercó a la mujer policía con los brazos extendidos. Su cabeza se movía de un lado para otro, como si fuese un judío rezando.

    La mujer policía frunció el ceño y movió con desaprobación su cabeza. Papo continuó hablando, moviendo su cabeza también. La mujer miró hacia nosotros. Papo me señaló. Su sonrisa desapareció y su cara se volvió triste. Tomó un pañuelo del bolsillo del costado de su campera y se sonó la nariz. La mujer policía dejó de escribir. Papo sacudió su cabeza para que nos acercáramos al auto.

    Nos sentamos en el asiento de atrás, yo en el medio. Papo se sentó detrás del volante. Vamos a llevar al chico directamente al hospital, para una desintoxicación, dijo. No sé qué voy a decirle a mi mamá. Oficial, es usted un ángel. Quisiera agradecerle. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo una gruesa billetera. 

    La mujer policía levantó una mano, como si fuese a parar el tráfico. Solo váyanse de acá.

    Gracias, oficial, dijo Papo, moviendo rápidamente el Mercedes hacia el tráfico.

    ¿Por qué diablos no son todos así? preguntó, moviendo su cabeza, enojado porque no lo eran.

    Papo iba solo adelante y nosotros tres íbamos apretados atrás. Nos dirigimos hacia la parte sur, atravesando Times Square, y continuando por la Avenida de las Américas cruzando el Village. Papo fue maldiciendo todo el camino, como si los otros autos y los semáforos estuvieran ahí solo para molestarlo. Giramos en la calle Canal, avanzando con lentitud, nos movimos hacia el Túnel Holland y luego pasamos al peaje de Turnpike. Nos dirigíamos hacia Nueva Jersey. ¡Genial! Probablemente fueran a arrojarme a un costado del camino. ¿Me irían a disparar o a apuñalar? Traté de no llorar.

    Déjame decirte como es la cosa, dijo Papo, mirando hacia el frente. "Primero, quiero que sepas, que soy un hombre muy ocupado, y tú me estas  causando enormes inconvenientes. Tienes suerte de que pueda encargarme de algunos negocios en el lugar al que vamos, porque habrías terminado tirado en una zanja cerca del Turnpike.  Pero creo en darle a un joven muchacho como tú una segunda oportunidad, porque todos fuimos jóvenes alguna vez, y tengo un hijo de tu edad, ¿tú sabes? Por eso voy a salirme de este camino y vamos a llevarte a una casa, donde, si es necesario, podemos hacer lo que queramos contigo sin que nadie pregunte. Lo que tú has hecho en una falta seria. Diez cápsulas, de diez gramos cada una, tienen un valor en la calle de $10.000, por las diez. Lo que significa, por supuesto, que no te quedas con $5.000 por el viaje. Además de toda la angustia que nos hiciste pasar, significa que nos debes $10.000 por el perico y, digamos, otros $5.000 por los inconvenientes. Es decir, nos debes $15.000. Si no los consigues, bueno, creo que tienes una idea de lo que puede pasar. Tengo a los colombianos pisándome los talones para que les pague lo que trajiste y siempre mantengo mis cuentas prolijas y nunca – y en verdad digo nunca -  dejo que una maldita mula ¡me joda ni en un centavo! ¿Entiendes?"

    Les entregué todas las que me dieron a mí, dije. Tragué noventa y  tienen noventa cápsulas. Pueden llamar a...

    Cierra tu maldita boca y piensa como vas a conseguir diez cápsulas o $15.000, ordenó Papo.

    ¿Cómo demonios iba a conseguir alguna de las dos cosas? Tenía que retener los que mis intestinos estaban aflojando, era como si mi cuerpo quisiera mostrarle a Papo que estaba cooperando, pero no quedaban cápsulas ahí adentro.

    No pronuncié ni una palabra. Salimos del Turnpike, pasamos varias ciudades y eternos centros comerciales, luego finalmente llegamos a la ruta que va a Pine Barrens. La espesa área de bosques cubre casi un cuarto de Nueva Jersey, el estado más poblado de la parte continental de Estados Unidos. Eso lo aprendí en el colegio, cuando vivimos un año en Bayonne, después de habernos mudado del Bronx, al que volvimos al año siguiente.

    Nos mudamos a Jersey porque mamá consideraba que había conseguido un mejor empleo en la parte de atención al cliente de una empresa de transporte. En verdad,  ella aceptó el trabajo porque el hombre que dirigía la empresa, Murray Feinstein, era su pareja. Eso me fastidiaba muchísimo.  Supongo que estaba celoso. Ella quería a alguien más aparte de mí.  De todas maneras, se separaron y volvimos a mudarnos al Bronx. Soy un puertorriqueño más que fue criado en Nueva York, en el Bronx. Stickball,  hockey sobre patines, Orchid Beach en el verano, besuqueos en los pasillos, entrega de provisiones para Don Felipe, fumar marihuana en los techos, ver a tus amigos joderse su vida y la de otros con cosas más pesadas, (como Jimmy Sanabria, que tocaba muy bien la trompeta, hasta una noche fue a ver a Tito Puente, tomaba pastillas, aspiraba cocaína, después empezó a inyectarse heroína, y una noche en la que estaba drogado, el auto en el que iba con su novia Zaida y su bebé en el vientre, se salió del puente de la avenida Willis). Por suerte para mí, yo estaba fascinado jugando al béisbol y solo abría mis libros la noche anterior a un examen. Mi mente se despertó, al menos en lo que se refiere a lectura y política, cuando regresamos a Puerto Rico. El primo de mi mamá la ayudó a conseguir un empleo allá, y yo empecé la universidad. Mis sentimientos, los reales, más profundos y tiernos, se despertaron cuando conocí a Laura.

    Esos ojos mirándome, como si ella quisiera compartir conmigo lo que sentía en ese momento, como  si quisiera convencerme de quien soy en verdad.

    Llegamos a la ciudad de Toms River en el sur de Jersey.  Yo seguía muy asustado, pero estaba empezando a despreocuparme también. Lo que vaya a pasar, va a pasar. ¡Al diablo!

    Descendimos por una autopista bordeada por los típicos centros comerciales y mercados Wawa y tomamos una ruta para salir de Toms River que llevaba a la costa. Nos detuvimos enfrente de una linda casa blanca de dos pisos con escalones al piso superior. En la misma cuadra hacia abajo había una rambla y más allá el reluciente mar.

    Ésta es una casa de vacaciones, dijo Papo. Tus vacaciones van a consistir en estar encadenado a una cama.

    Nadie se reía.

    No me encadenaron. Pero estuve encerrado en la habitación de arriba. Después de palparme y revisar mi mochila al salir de la habitación del hotel, esta vez me revisaron con mayor detenimiento. Traía una muda de ropa, como siempre hago en estos viajes, aunque siempre regreso en la misma noche o en la mañana del día siguiente. También tenía una copia del libro que estaba leyendo, Los Condenados de la Tierra. Me dejaron quedarme con la ropa y el libro, pero se llevaron mi teléfono celular, mi boleto de regreso a Puerto Rico y la tarjeta de crédito American Express. Como en las entregas anteriores me pagaban en efectivo, no había traído mi tarjeta para el cajero automático. Generalmente, guardaba los billetes en mi pantalón, en los bolsillos de mi camisa, en mi equipaje de mano, o incluso a veces, en mis medias y zapatos y hacía el depósito cuando volvía a la isla.

    La habitación tenía una cama de dos plazas, un televisor y un baño. Había rejas en la ventana. Supuse que no era la primera vez que la habitación se usaba como una celda. Desde la ventana podía ver el mar en sus tonos azules, violetas y rosas que variaban según la hora del día. Fue más que una estadía de una noche.

    Mi historia  era que había puesto el dinero de mis viajes anteriores, $15.000, en lo que se llaman bonos de renta fija, manejados por una compañía de inversión y no sabía con seguridad cuanto tardaría en sacar el dinero de ahí. (El dinero para la beca estaba en mi cuenta de ahorros. No lo tocaría aunque me atornillaran los testículos.) Me llevaron abajo y me dejaron hacer un par de llamadas para que ponga manos a la obra. Esos sujetos sabían menos del mercado financiero que yo, y aunque llamé a la compañía de inversión, fingí la conversación. (Me gustaría vender cincuenta acciones de la participación preferente de Amalgamated Communications ...). Los tipos del otro lado de la línea se estarían preguntando de qué diablos estaba hablando.

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