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Enochiana: Más Allá del Presente
Enochiana: Más Allá del Presente
Enochiana: Más Allá del Presente
Libro electrónico145 páginas2 horas

Enochiana: Más Allá del Presente

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Información de este libro electrónico

Tras una tragedia familiar, un hombre se adentra en un mundo de conspiraciones y peligros mientras desentraña secretos oscuros dentro de la empresa de su hermano. Con una determinación inquebrantable y un compromiso inquebrantable con la verdad, se enfrenta a desafíos letales en su búsqueda para revelar el entramado misterioso que lo envuelve. Un thriller apasionante de ficción que explora la intriga y la redención en medio de la oscuridad. Dedicado a los teóricos de los antiguos astronautas

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2024
ISBN9798224409563
Enochiana: Más Allá del Presente
Autor

Miguel Ángel Hermida Izquierdo

Pertenezco a la generación «baby boom» natural de un pueblo ubicado en una maravillosa isla mediterránea que disfruta de un cielo azul, al menos diez meses al año. Soy autodidacta en la faena de escribir. La afición vino de la idea de transliterar aquel manuscrito del siglo XIX que recogía del mercadillo en un lamentable aspecto y con suerte a desaparecer, más por ser un título poco conocido en nuestros días que por lo deteriorado en que se hallaba. Así que, he conseguí rescatar diez, de los cuales siete se encuentran publicados. Decidí transformarlos en libros digitales, en el «Marketplace» con más visibilidad en la actualidad. Tenía y tengo la creencia que jamás pasarán al olvido, porque siempre habrá un sitio donde podrán ser recordados. He llegado a la convicción que la Tierra, más tarde que temprano, se convertirá en una minúscula partícula cósmica. Sin embargo, los servidores de almacenamiento, donde ahora se alojan estos libros, serán replicados en otros lugares de nuestro sistema solar o viajarán por el espacio hasta encontrar el exoplaneta a colonizar. En el 2019 hice el salto a escribir mi primera obra de ficción, «El Becario de Satán».

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    Enochiana - Miguel Ángel Hermida Izquierdo

    PRÓLOGO

    ––––––––

    Robert Graves —Robert von Ranke Graves—, conocido como escritor y novelista de mitos de la antigüedad. Impulsado a la fama tras la adaptación a la pequeña pantalla, en 1976, de su novela «Yo, Claudio», escrita en 1934. Cosechó una veintena de libros de géneros distintos y dos poemarios. A pesar de la desahogada economía familiar, dejó instrucciones de cómo quería la lápida mortuoria —humilde y sencilla—. Enterrado a 150 m de altura, lejos de la tierra natal, en el cementerio de un pequeño pueblo mediterráneo en el que pasó la mayor parte de sus años —de 1929 a 1985.

    Una cubierta de cemento rodeada de guijarros todavía hace de laude. El epitafio, de tres sílabas, dice: «Poeta». Escrita con el dedo de algún ser querido antes de que el mortero secara. De esta manera se dio por cumplida su expresa y última voluntad. Con ello, el maestro quiso dejar la pista, en mi opinión, de que en el camposanto de Deià se halla un hombre distinto al que la popularidad arropó. En resumen, R. Graves, fue sin lugar a dudas, uno de los grandes escritores narrativos del siglo XX con alma de rapsoda.

    Conviven en nosotros dos cosmos interiores; atesoramos y protegemos, el que no queremos que destruyan, y mostramos a la sociedad el que esperan devorar. ¿Cuántas veces se ha sincerado contigo una persona en profundidad, desde el lado más íntimo? ¿Cuántas de esas veces no le has dado importancia ni prestada atención a sus palabras? A menudo, esto ocurre porque lo que transmiten no corresponde a la realidad que compartes con esas vidas. Un ejemplo es el argumento del terrorífico film American Psycho.

    Las malas noticias han de anticiparse al amanecer o darlas al anochecer. Si no es así, pierden vigor. Al tratarse de una muerte, su anuncio, nos afecta de manera distinta según la estación del año.

    DE UN ESCLAVO A OTRO

    Capítulo 1

    ––––––––

    Nunca conseguimos la libertad en la pureza de su significado. Vivimos dependientes de la madre en el útero. Al nacer, de la lactancia. Mientras crecemos, del dinero. Y, cuando esperamos la muerte dependemos de la incertidumbre de si vendrá hoy o lo dejará para mañana.

    —o—

    La fatalidad compareció escoltada del tardío. Aarón, se presentó para comunicarme que mi único sobrino, Miquel, fue hallado sin signos vitales en el asiento trasero de su berlina. Sucedió en...

    ––––––––

    Barna, el 27 de octubre de 1997, 19:50 h

    ––––––––

    El mensaje que portaba del joven científico correó la rudeza de mi carácter.

    En ese atardecer; la perfecta sincronía del café y la onza de chocolate, con la que solía recrearme en el balcón, fue cuarteada por su presencia. Nos separaba un lustro de la traición a la que le sometió su cónyuge, y desde entonces me odiaba hasta las entrañas. La desazón por cornamenta depende de quién la suscita. Si el felón es del mismo padre y madre, nace una polilla roedora en el cerebro del cornudo que transforma cada penetrante bocado en semillas irreverentes a todo y de animadversión extrema hacia los traidores amantes. Surge la neurosis y te posee, a menos que consigas resetearte.

    Hace poco saboreaba con Miquel unas copas de whisky, y ahora está de crucero por el más allá. Me gustaba su perfil aventurero, sobre todo cuando vacilaba con practicar senderismo en Marte y conocer a una marciana. Nos teníamos un cuidado aprecio pese al dispar de la edad. De tanto en tanto quedábamos para golfear, esas juergas nos unieron bastante. Confío que si nos cruzamos en una alucinación esté con la mujer de sus sueños, la buscaba. Se ponía muy serio al afirmar que la encontraría en otro mundo, ya que en este asumía nulas esperanzas.

    Una madrugada compartiendo un «peta», y solo por animarle, situé el acento en que perseverase; que tuviese en cuenta que la música se compone de siete notas básicas y se combinan creando inagotables melodías. El compositor finalmente se casa con su mejor canción, y que él tendría la suya. Después de escucharme guardo unos segundos de silencio, y luego manifestó con las comisuras alzadas: «padrino, quizás tengas razón, fluye un acorde en mi cabeza que requiere de la letra». Todavía no sé qué pretendía aseverar con esas palabras, sin embargo, cuando estoy sobrio, esporádicamente se repiten en mi mente.

    Por aquel entonces anidaba en un primer piso. Lo vi aparcar por encima del filo de la taza y él a mí al cerrar el deportivo. Por su andar ligero, supe que era el portador de un mal augurio. ¿Qué impulso le espoleó a cortejar a la oveja descarriada? Esperé a que llegase al portal del edificio, sin saludarle, conté hasta cuarenta antes de pulsar el botón del interfono que abre la puerta. Lo hice por putear al engreído y ricachón de 40 tacos que afloró de repente desde el pasado sin avisar. En ese lapso, recordé la figura y hombría de su hijo; predominaba en Miquel la herencia genética recibida de su madre, que desplazaba con creces a la del progenitor. Maica, esposa del impresentable, rompía cualquier corazón que se le aproximara sin levantar un dedo. No requería de cosmética para iluminar su belleza, ni de un gimnasio para perfilar su silueta; elegante, de finos rasgos, rebosante de inteligencia, audacia y esplendor. Así relucía la infiel, que amé, amo y amaré en la eternidad. En un amanecer invernal una despiadada leucemia arrebató el fulgor de sus ojos —1994— con apenas treinta y una primaveras. La llevo tan adentro que aún percibo su frescura.

    Al sonar el timbre, puse la mano en el picaporte con la intención de abrir y arrearle un puñetazo. A punto de cumplir con mis ganas, me detuvo ese milisegundo en que la mirada enfila el objetivo, fue más que suficiente, vi su rostro desencajado. Tras la pauta en la que el silencio exigía del por qué estaba aquí; erguido, apagado y con escaso volumen, soltó la bomba: «nuestro joven y amado ángel ha partido hace dos días para no regresar». La compasión difuminó el deseo de zumbarle. No hubiese sabido qué le empujó a visitarme sin la oportunidad que le regalé en esa templada noche otoñal.

    Con aquella dolorosa frase recibí con creces el mazazo que no le di a esa ondulada y torcida nariz. Sin pronunciarme, denigré a todos los santos y dioses, si es que existía alguno en ese instante.

    Descarté pelear con él. Aunque sacudir su cara a hostias, tal hizo con ella en el caluroso enero del 92, me apetecía enormemente. Tuvo la valentía de abrazarme, soltar unas lágrimas y notificarme la fatalidad, sin que le espantase la pestilente pica, el tufillo que desprendía a tabaco y el mal olor a ginebra que aspiraba al rozar su barbilla en mi mostacho.

    Su aguante significaba la imposibilidad de negarle lo que vino a mendigar.

    Tuve claro que llegó a mí en condición de pedigüeño, otra cosa es que se atreviese a pedirme algo. El trago amargo por el que estaba pasando le daba cierto derecho a recurrir al familiar que le quedaba vivo.

    Mediado el obligado y falso afecto de los apretones, lo trinqué de la solapa de la americana y lo senté en la tortuosa silla de invitados —asiento extremadamente incómodo, al ser de una única tabla de madera de olivo, sin acolchonar—. Es un tipo, uno más, de esos heraldos que han ido arrancándome la cordura que exige el sentido común a base de malas noticias. La misma polilla roedora que mordió sus astas, mordisqueaba el epicentro de mi alma, ¡nuevamente!

    El aborrecido personaje inició el tradicional baile de yemas con los dedos de las manos; se tocaban entre sí con cierto nerviosismo. Una actitud particular de los impacientes y cobardes, que aguardan a que trunque la frialdad que implica estar donde no son queridos. Deseaba arrojarlo por el balcón de una patada.

    Ya que evitó disertar, opté por servirme una copa y relegar de él. Ante la falta de disponibilidad de un vaso limpio tomé los sorbos de la botella, una acción que avivó su congoja.

    De reojo vi cómo se le formaban rojizas gotas de sudor en la calva. Las notaría por la nuca a medida que el miedo se escurriera por su piel. Se sentía expuesto y vulnerable —el sudor sanguinolento o hematidrosis, se desencadena por un estrés agudo—. Incluso podría estar pensando en provocar una bronca y, así, escapar de la ira que parecía acumular.

    El ambiente negativo que respiraba el autoinvitado, y su percepción a las ganas que tenía de apalearle, indujeron un tic en su mandíbula. Por mi experiencia con delincuentes, intuí que algo iba a torcerse. Es un signo evocado en el inconsciente, y es el preaviso a una reacción agresiva. Suspiraba, deseaba que le preguntase del por qué no se piraba, de hacerlo abriría el camino a una réplica que ya conocía; me necesitaba, la fatalidad de Miquel lo sumergió en la desolación.

    En realidad no me sorprendió su conducta, ya que se comportó de igual modo días posteriores al entierro de Maica. Para estas cuestiones no le importaba mi infame y deprimente cronología.

    Pronto la depresión mellaría su juicio, si es que no lo estaba haciendo ya.

    Aarón, detestaba la pugna que llevaba con mi existencia. El literal vocablo para definir lo que sentía al verme era: «Alipori», vergüenza ajena. Además de no soportar, jamás, la magnífica relación que abrigué con su hijo. Su repetida indiferencia en todo este tiempo ratificaba esa intolerancia. Se sumó un progresivo desprecio hacia mí que creció en él, minuto a minuto, desde la tarde que descubrió que el amante de su mujer se llamaba Adriel. Puñalada descrita al detalle en el informe del detective que contrató para averiguar por qué su mujer no lo deseaba. Un reporte que Maica pagó con una desangrada paliza.

    Pese a la presión a la que le sometí, persistía con las posaderas en el recio sitial; mudo y sin dejar de menear las molestas falanges.

    »» La existencia, tenga o no una definición empírica, nos ha dotado de una consciencia, para un fin superior al que nos planteamos

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