Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Teatro completo 1
Teatro completo 1
Teatro completo 1
Libro electrónico607 páginas6 horas

Teatro completo 1

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Este volumen recoge las primeras once obras teatrales que el dramaturgo argentino Alberto Adellach (Buenos Aires, 1933-Nueva Jersey, 1996) escribió entre 1958 y 1970, incluyendo una de sus creaciones más difundidas y apreciadas: la trilogía titulada Homo dramáticus, que ubicó al escritor entre las figuras destacadas de la llamada "neovanguardia absurdista" argentina. Con la presente edición, estructurada en tres tomos, se pretende dar continuidad y ampliación al esfuerzo de recuperación y difusión de la dramaturgia de Adellach que ya iniciaron en 2004 el director Rubens Correa y el Instituto Nacional del Teatro de Argentina.
El volumen incluye dos trabajos preliminares. El primero, a cargo de la editora Ana Sánchez Acevedo, es la primera de las tres partes que componen el estudio introductorio a las obras teatrales de Adellach que acompaña a la presente edición (las dos partes restantes pueden consultarse, respectivamente, al comienzo de los tomos II y III). El segundo trabajo, escrito por el investigador argentino Ezequiel Lozano, propone otro acercamiento complementario a la figura de Adellach antes y después del exilio que marcará su periplo vital y teatral.

Contiene las siguientes obras:

HISTORIA DE DESCONOCIDOS
HISTORIA DE UNA NOTICIA
UN SILENCIO DE COLOR GRIS RABIOSO
HOMO DRAMÁTICUS (I.Criaturas / II.Marcha / III.Palabras)
SAINETE
VECINOS Y AMIGOS
LOS CENSORES
EL MOROCHO
ASUNTO CON LAGARTOS
¿PRIMERO, QUÉ?
ESA CANCIÓN ES UN PÁJARO LASTIMADO
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2015
ISBN9788416230303
Teatro completo 1
Autor

Alberto Adellach

Alberto Adellach (Buenos Aires , 1933 - Nueva Jersey, 1996). Nació como Carlos Alberto Creste el 4 de junio de 1933, en el seno de una familia de clase trabajadora del barrio porteño de La Paternal. Sus primeras obras teatrales se estrenaron a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, adquiriendo rápidamente notoriedad en el panorama teatral de la época. La vida de Adellach transcurrió durante un periodo especialmente conflictivo de la historia argentina, que marcó su trayectoria personal y profesional. Con la imposición de la dictadura militar del Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), en la cima de su trayectoria como escritor teatral, el dramaturgo entró en la lista de autores prohibidos y se vio forzado a abandonar el país, condenado a un exilio del que ya no regresará, y que lo llevará primero a España, después a México y, por fin, a Nueva York, la ciudad donde terminará sus días en 1996. Junto a las decenas de obras teatrales que dejó acabadas, quedaron varios proyectos abiertos, tres volúmenes de textos inéditos, e innumerables carpetas con notas, ideas y versiones, que, supervivientes de pérdidas y traslados sucesivos, dan cuenta de una vida dedicada a la palabra.

Relacionado con Teatro completo 1

Títulos en esta serie (1)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Artes escénicas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Teatro completo 1

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Teatro completo 1 - Alberto Adellach

    Portada

    LITERATURA HISPÁNICA

    Directoras del Consejo

    Beatriz Barrera Parrilla

    Universidad de Sevilla

    Ana Sánchez Acevedo

    Universidad de Sevilla

    Consejo editorial

    Elena Barcellós

    Universidad de São Paulo / Instituto Cervantes, Brasil

    Ruth Cubillo

    Universidad de Costa Rica

    Elsa Heufemann-Barría

    Universidade Federal do Amazonas, Brasil

    Eduardo Hopkins

    Pontificia Universidad Católica, Lima

    Pedro Lastra

    Universidad de Nueva York, Stony Brook

    Pilar Garrido

    Universidad de Murcia

    Daniel Nemrava

    Universidad de Olomouc, República Checa

    Ángela Rico Cerezo

    Universidad de Sevilla

    Eduardo San José Vázquez

    Universidad de Oviedo

    Criaturas dramáticas: el teatro de Alberto Adellach (Tomo 1: 1958-1970)¹

    La historia de cerca

    «Yo también vi pasar la historia de cerca y eso no solo me dejó un punto de vista; también me dejó un dolor», sentencia el personaje del Jubilado en la charla de boliche de Sainete, pieza teatral que Alberto Adellach (1933-1996) compuso en la segunda mitad de los años sesenta, pero cuya acción transcurre durante el golpe de estado que derrocó a Perón en septiembre de 1955, un enclave histórico que condicionará toda la historia argentina posterior. En palabras del historiador Luis Alberto Romero, si bien «usualmente, el tema de la violencia en la Argentina toma como centro la represión ilegal y clandestina llevada a cabo por el estado entre 1976 y 1983», con la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional, «ese episodio es inseparable del inmediatamente anterior […] en que el uso de la violencia política se tornó normal y en cierto modo aceptado por buena parte de la sociedad», especialmente «a partir del fin del gobierno peronista» (Romero, p. 3). Con el derrocamiento de Perón y la autodenominada «Revolución Libertadora» (1955-1958) se hacían recurrentes las prolongaciones del «desvío constitucional tomado por el golpe militar de 1930, alejando cada vez más al país de la senda democrática» (Tello, p. 201).

    Alberto Adellach nació como Carlos Alberto Creste el 4 de junio de 1933, en el seno de una familia de clase trabajadora del barrio porteño de La Paternal y en el contexto histórico-político de la «Década Infame» (1930-1943), inaugurada por la ruptura del orden constitucional que, en septiembre de 1930, forzó a abandonar el gobierno al entonces presidente Hipólito Yrigoyen. El padre de Carlos Alberto, Enrique Creste, era hijo de una inmigrante francesa, Marie Adellach, de la que el nieto tomó el apellido con el que se lo conocerá como dramaturgo a partir de los años sesenta. Marie había llegado a Buenos Aires a principios del siglo XX, cuando, tras sucesivos aluviones migratorios, la población procedente de Europa superaba en más del doble a la nativa, y la capital del granero del mundo se vanagloriaba de ser «la París de Sudamérica». Para comienzos de los años treinta, sin embargo, la prosperidad económica del país, ligada al modelo agroexportador, había sucumbido a raíz de las consecuencias del Crack del 29. Los efectos de la Gran Depresión y el éxodo rural propiciaron por entonces la aparición de las primeras villas miseria² (Blaustein; Forcadell, pp. 13-18). La crisis en el plano económico terminó desembocando en crisis institucional e intervención militar.

    El golpe encabezado por José Félix Uriburu abrió una sucesión que cercenó cualquier posibilidad de un desarrollo democrático hasta 1983: durante ese periodo, ningún gobierno electo podrá finalizar con normalidad su mandato y más de diez dictadores serán nombrados presidentes de la República. Uriburu disolvió el congreso y declaró el estado de sitio. En busca de un maquillaje electoral para la situación de ilegitimidad, autorizó la celebración de elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires, en abril de 1931. La victoria de un radical fue contestada con la anulación de los comicios y la proscripción del radicalismo (Tello, pp. 140-141). El régimen de Uriburu introdujo el empleo sistemático de la tortura como mecanismo de lucha contra los opositores políticos a través de la creación de la Sección Especial de la Policía Federal. «En 1934 se elevó un memorial a la Cámara de Diputados informando que 10.000 presos políticos habían pasado por la Especial y que 500 trabajadores fueron salvajemente torturados» (cit. Rodríguez Molas, p. 193). Paralelamente, la simulación de una restauración democrática se jugó mediante el recurso generalizado y flagrante del fraude electoral, justificado cínicamente como «fraude patriótico» por sus perpetradores. El general Agustín P. Justo fue el primero en beneficiarse de la farsa, ganando la presidencia nacional a fines de 1931. A Justo le sucedió en 1938, de nuevo vía fraude, Roberto M. Ortiz, que, incapacitado por una enfermedad, fue pronto sustituido por el vicepresidente Ramón Castillo. Con Castillo al mando el autoritarismo estatal se radicalizó, a la vez que crecían las discrepancias entre los distintos sectores del Ejército.

    La inestabilidad institucional derivó en otra intervención golpista de las Fuerzas Armadas, que depusieron a Castillo en junio de 1943. El general Arturo Rawson, al mando del levantamiento, comenzó a conformar su proyecto de gobierno, pero el intento de inclusión de representantes del régimen derrocado hizo que se le exigiese la renuncia poco después del golpe, siendo reemplazado por Pedro Pablo Ramírez. Durante el breve mandato de Ramírez empezó a despuntar la figura de un coronel que por entonces ocupaba un cargo menor, como Secretario del Ministro de Guerra, pero que pronto será elevado a la categoría de líder providencial del país: Juan Domingo Perón. En octubre de 1943 Perón fue designado jefe del Departamento Nacional del Trabajo, nombramiento intrascendente en apariencia, pero que tendrá importantísimas repercusiones: desde ahí ejecutará su política de acercamiento al movimiento sindical, respondiendo a las reivindicaciones de la clase obrera, promoviendo la rápida promulgación de leyes a favor de los derechos de los trabajadores y ganándose así el apoyo de una fuerza social hasta ese momento excluida de la vida pública.

    A principios de 1944 una nueva crisis interna provocó la caída del general Ramírez, a quien sucedió Edelmiro Farrell. Perón continuó acumulando poder, haciéndose responsable primero del Ministerio de Guerra y poco después de la Vicepresidencia. Pero el éxito de su política sindical no fue suficiente para contrarrestar el malestar social generado por el autoritarismo del régimen, al tiempo que la oligarquía industrial y ganadera acumulaba resentimientos por las reformas laborales. La tensión y la oposición se acrecentaron hasta que los militares antiperonistas decidieron actuar, logrando la destitución y detención de Perón, el 9 de octubre de 1945. El 17 de octubre tuvo lugar lo que luego será interpretado como mito fundacional del movimiento peronista: «cientos de miles de obreros comenzaron a recorrer a pie los muchos kilómetros que llevaban desde las fábricas, las plantas frigoríficas productoras de carne y los barrios de clase trabajadora situados en las afueras de Buenos Aires hasta la Plaza de Mayo» (Robben, p. 17) para exigir la liberación de Perón, que volvió triunfalmente a la Casa de Gobierno y ganó las elecciones a la presidencia el 24 de febrero de 1946.

    Los tres primeros años de mandato peronista fueron acompañados de una bonanza económica que permitió desarrollar amplias políticas de bienestar social, asegurando el respaldo de la clase trabajadora. A través de la Fundación Eva Perón se vehiculó una importante red de asistencia, que sirvió a su vez como inmejorable mecanismo propagandístico. Evita fue una figura fundamental en este sentido, convertida en la madre espiritual del justicialismo, en paralelo con el paternalismo estatal personalizado en Perón (Tello, p. 182). Durante estos años, el peronismo contó además con el apoyo de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia. A partir de 1949 la situación económica fue empeorando y el contexto de crisis obligó a Perón a realizar ajustes en sus políticas, incluyendo recortes del gasto público y concesiones a las inversiones extranjeras. Comenzaron a darse muestras de descontento en las bases obreras, coincidiendo con la intensificación de las inquietudes entre los militares reticentes al peronismo. En septiembre de 1951 llegó a producirse una intentona golpista frustrada. Todo ello redundó en el endurecimiento del autoritarismo: aumentó la intervención en los sindicatos y la supresión de libertades, se ahondó en la censura sobre la prensa y se reforzó el control policial. No obstante los signos de tensión, Perón volvió a presentar su candidatura al gobierno a finales de 1951 y fue reelegido presidente con una amplia mayoría.

    Por la época en que arrancaba la segunda presidencia de Perón, Alberto Adellach, con apenas 19 años, había contraído matrimonio con su primera esposa y era padre de una niña, Alicia. Luego vendrán otros dos hijos, Alejandro y Enrique. En la década de los cincuenta, junto con las primeras incursiones teatrales, Adellach se ganaba la vida ejerciendo distintos oficios vinculados, en mayor o menor grado, con la escritura, como seguirá haciendo a lo largo de todo su periplo, antes y después del exilio. Fue periodista, trabajando por entonces como redactor de información tanto para la prensa escrita como para el medio televisivo; este conocimiento directo dejará su impronta en uno de sus textos dramáticos de comienzos de los sesenta, Historia de una noticia, que se desarrolla íntegramente en la redacción de un periódico. Entre 1956 y 1960 escribió guiones de historietas para la editorial porteña Abril, y biografías y adaptaciones de cuentos para la televisión argentina. Otra de sus ocupaciones laborales fue la publicidad, ámbito en el que conocerá, a finales de los cincuenta, a la que será su segunda esposa, Rebeca.

    El 26 de julio de 1952 falleció Evita, dejando al régimen peronista sin su principal soporte afectivo. Durante el segundo mandato de Perón el malestar social continuó creciendo y las relaciones con la Iglesia se fueron complicando, alcanzando momentos críticos a mediados de 1955. Las manifestaciones religiosas y contra-manifestaciones anticlericales se sucedieron hasta que el 16 de junio una movilización peronista fue bombardeada en la Plaza de Mayo por aviones de la Marina de Guerra, que aprovecharon la ocasión para atacar al gobierno y a sus adeptos. Murieron más de 300 civiles. Esa misma noche, grupos de choque peronistas saquearon e incendiaron varias iglesias de la ciudad. Las circunstancias se hacían insostenibles y el gobierno no conseguía articular una respuesta que frenase la crispación social. Tres meses después del bombardeo, las Fuerzas Armadas tomaron un nuevo impulso y consiguieron derrocar a Perón, imponiendo su «Revolución Libertadora» (1955-1958).

    El general Eduardo Lonardi ocupó inicialmente la presidencia. Según la proclama revolucionaria, los militares se habían apropiado del poder provisionalmente y con la intención de restablecer el orden constitucional lo antes posible. Pero, menos de dos meses tras la investidura de Lonardi, se apoderó del gobierno, mediante un golpe interno, la facción más inflexible y antiperonista de las Fuerzas Armadas, liderada por el general Pedro Eugenio Aramburu, nuevo presidente de facto. El peronismo fue proscrito, se desarticuló el Partido Justicialista y se prohibió cualquier tipo de símbolo que lo evocase; los sindicatos fueron intervenidos y se encarceló a varios cientos de sus dirigentes. El cadáver embalsamado de Evita fue robado en secreto por orden de Aramburu y permanecerá secuestrado y escondido hasta 1971. Este conocido y truculento episodio dará lugar al excelente relato «Esa mujer» (Los oficios terrestres, 1965), del escritor y periodista Rodolfo Walsh, que Alberto Adellach convertirá en pieza teatral algunos años más tarde³.

    En junio de 1956, una sublevación comandada por los generales Juan José Valle y Raúl Tranco dio pie a la escenificación de un castigo ejemplar que sirviese de escarmiento disuasorio contra cualquier intento de insurrección. Semanas antes del levantamiento, el servicio de inteligencia del Ejército había descubierto el plan, pero se decidió no abortar la intentona para usar las represalias como resorte aleccionador. La rebelión se desplegó la noche del 9 de junio, tardó apenas doce horas en sofocarse y se saldó con más de treinta muertos, la gran mayoría asesinados en ejecuciones sumarias a las que se les dio mucha difusión con objeto de intimidar a los alzados (Robben, p. 114). De entre estas muertes, son especialmente conocidas las de los fusilamientos clandestinos del basural de José León Suárez, cuya trama desveló y divulgó Rodolfo Walsh en la novela de no-ficción Operación Masacre (1957), que Adellach tomará después como base para la adaptación teatral «Giunta», sobre la historia de Miguel Ángel Salvador Giunta, uno de los supervivientes.

    Pese a las proscripciones, persecuciones y represalias, el régimen militar no logró extirpar el enorme influjo de Perón y del peronismo sobre el panorama político, plasmado en un movimiento de resistencia cada vez más potente. En febrero de 1958 el incremento de la tensión social impulsaba la convocatoria de elecciones y Arturo Frondizi, de la Unión Cívica Radical, alcanzaba la presidencia gracias a un préstamo de votos pactado en secreto con Perón. La presidencia de Frondizi arrancó en mayo de 1958, cargando ya con la amenaza de las Fuerzas Armadas. A cambio del apoyo electoral, Frondizi se comprometió a decretar una amnistía para los presos políticos y derogar las leyes antiperonistas. La presión de los militares impidió que cumpliera con lo convenido. Acosado por el Ejército, Frondizi fue condescendiendo con muchas medidas que acrecentaron el malestar y la oposición popular. Las movilizaciones obreras contra el gobierno fueron violentamente sometidas mediante la aplicación del Plan de Conmoción Interna del Estado, que amparaba las acciones represivas de las fuerzas estatales. Paralelamente, la victoria de la Revolución Cubana se dejaba sentir por todo el continente, marcando decisivamente el posicionamiento de las izquierdas y los vínculos entre los países latinoamericanos y Estados Unidos, que demandaba adhesiones para la causa anticomunista. En agosto de 1961 Frondizi provocó la ira de las Fuerzas Armadas cuando salió a la luz una reunión que había mantenido en secreto con Ernesto Che Guevara. Las tensiones continuaron hasta que esta historia de coacciones e imposiciones acabó con la caída de Frondizi, a merced de un nuevo golpe de estado, en marzo de 1962.

    Tras el breve gobierno títere del civil José María Guido, los militares volvieron a permitir un proceso electoral. Los comicios de 1963 fueron objeto de polémica entre las facciones del Ejército, enfrentando a «colorados» o «gorilas», antiperonistas radicales, y «azules» o «legalistas», a favor de permitir una reintegración muy limitada del peronismo, de manera que la máscara de una normalización institucional calmase a las masas populares. Estos últimos terminaron por imponerse, si bien el clima de crispación los condujo a posturas menos conciliadoras y las elecciones se realizaron con el peronismo aún proscrito. Ganó Arturo Umberto Illia, de la Unión Cívica Radical del Pueblo, pero con un enorme porcentaje de votos en blanco dirigidos por Perón desde el exilio, y por tanto con un poder débil e inestable, resistido desde varios flancos.

    A principios de la década del sesenta Adellach se encontraba fuera del país. Se había trasladado a Montevideo junto con su nueva pareja, Rebeca, y los tres hijos del matrimonio anterior. Allí residió cinco años, hasta 1965, cuando su producción dramática fue creciendo en importancia y visibilidad y la familia decidió volver a Buenos Aires con objeto de favorecer la carrera teatral del autor, que tendrá su periodo de mayor desarrollo durante los once años que mediaron entre el regreso a Argentina y el exilio forzado (1965-1976). En Montevideo, Adellach continuó trabajando en la prensa y en el negocio publicitario y colaboró durante algún tiempo en un programa radiofónico, como luego volverá a hacer en Buenos Aires, Madrid, México y Nueva York. Esteban, fruto de la nueva relación y último hijo del dramaturgo, nacerá en Uruguay en estos años, que recuerda como los más felices en la vida de sus padres⁴.

    Illia asumió como presidente en octubre de 1963. En noviembre canceló contratos de concesión de la explotación petrolera a empresas estadounidenses firmados por Frondizi, por considerarlos contrarios a los derechos e intereses nacionales. Al año siguiente se enfrentó con las multinacionales farmacéuticas, aprobando una ley de medicamentos reguladora de precios (Seoane, p. 100). Estas y otras medidas perjudicaron la relación con Estados Unidos, que prestará su apoyo a los opositores. La prensa liberal interior y exterior sostenía asimismo una agresiva campaña propagandística de desprestigio contra Illia (Tello, p. 228; Gabetta, p. 31), mientras huelgas y manifestaciones populares se multiplicaban. Para completar el adverso panorama, en 1965 Illia anunció una convocatoria de elecciones legislativas que permitía presentarse a los peronistas, desatando la cólera del Ejército. Por entonces, en el contexto de la Guerra Fría y amparado por la Doctrina de Seguridad Nacional, el intervencionismo estadounidense impulsaba el establecimiento de dictaduras militares en los países de América Latina. En 1964 el presidente brasileño João Goulart había sido derrocado por el Ejército. Cuando le tocó turno a la República Dominicana, invadida por tropas norteamericanas en 1965, Illia denegó el envío de soldados que se le solicitaba, lo que agravó aún más las presiones de las Fuerzas Armadas.

    El golpe militar de junio de 1966 no fue inesperado. «Ni siquiera sonaron protestas populares porque se acababa el mandato constitucional. En verdad, el golpe de estado fue tomado por las asociaciones de empresarios y por los sindicatos como un efecto regenerador» (Azcona, p. 54). Se inauguraba la autoproclamada «Revolución Argentina» (1966-1973), que ya no fue presentada como una toma de poder provisional. El general Juan Carlos Onganía instauró un régimen tiránico, caracterizado por la represión indiscriminada. La Constitución fue sustituida por el «Estatuto de la Revolución Argentina», los partidos políticos fueron prohibidos, se intervino la Universidad y se estableció la aplicación de los métodos contrainsurgentes derivados de la Doctrina de Seguridad Nacional. Las consecuencias del proceso dictatorial se sintieron también muy duramente en el plano económico. «Las restricciones económicas impuestas eran tan fuertes, que la población sentía que eran ellas el principal motivo de que su libertad estuviera coartada y sus derechos seccionados y que, por ello, se viera excluida de la vida nacional» (Proaño-Gómez, p. 18). La población villera del país comenzó a crecer a ritmo descomunal. Hacia 1968 eran más de 100.000 habitantes «de emergencia» en la capital y cerca de medio millón en el Gran Buenos Aires. Para 1976 solo la ciudad de Buenos Aires contaba ya con más de 220.000 villeros (Blaustein).

    El primer gran hito de los ataques «anti-subversivos» del Onganiato llegó el 29 de julio de 1966 con la Noche de los Bastones Largos, cuando la policía irrumpió en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires apaleando a profesores y alumnos, como represalia ante las protestas por la intervención de las Universidades. Lo sucedido entonces, y el asesinato de un estudiante cordobés militante de la UCR poco después, empujó a numerosos docentes e investigadores a abandonar el país. La radicalización de la violencia estatal corrió paralela a la progresiva convulsión popular. «A partir de 1968 se produce un vasto movimiento de contestación social, que desborda las instituciones que regularmente habían actuado como mediadoras; […] la violencia se instala como una de las alternativas políticas» (Romero, p. 30). La intensidad de las muestras de rebeldía fue aumentando hasta estallar en la insurrección del «Cordobazo», durante el 29 y 30 de mayo de 1969. Esta revuelta obrera y estudiantil mantuvo la ciudad de Córdoba fuera del dominio de las autoridades durante dos días y fue acompañada de otras sublevaciones en capitales urbanas.

    Alberto Adellach remitirá a este contexto convulso a través de una reescritura agresivamente paródica de las figuras principales del Rey Lear de Shakespeare en una de sus obras teatrales más interesantes y conocidas, Cordelia de pueblo en pueblo, ganadora del prestigioso Premio Casa de las Américas en 1981. El Gloster adellachiano es un profesor de filosofía que quedó ciego durante la Noche de los Bastones Largos:

    Me contestaron con un chumbazo: gases lacrimógenos, disparados con trabuco. La cosa me pegó en la cara. Me estalló en la cara. Bazofia dice que el humo y la sangre salían de mis ojos, como en el cuadro de un loco, o en el sueño de un dopado. Y no: era simple realidad. La fe spinoziana, la duda cartesiana, la razón pura y la fenomenología rodaban, hechas jugo, por mi cara, al terminar la Noche de los Bastones Largos. Desde entonces busco un lugar para morir. ¿Cree que lo encontraré aquí?

    La escena final de la pieza lleva el desenlace trágico al entorno de la lucha urbana. Se recrean el asesinato de Cordelia y la muerte de Lear, con el cuerpo de la hija leal en los brazos, entre obreros sublevados, explosiones y disparos, con gritos y consignas como coro de fondo, en medio de las rebeliones populares de mayo de 1969.

    A partir del «Cordobazo», el desarrollo de la incipiente guerrilla urbana recibió un empuje decisivo⁵. En respuesta a las acciones de los grupos guerrilleros, la dictadura militar recrudeció las medidas contrainsurgentes, pero la agitación social seguía en aumento. Onganía terminó por caer, sustituido por el general Roberto Marcelo Levingston. La situación no se modificó y Levingston fue a su vez reemplazado en marzo de 1971 por el general Alejandro Lanusse, que tratará de encontrar una vía de salida electoral a los conflictos, mediante el pacto con los representantes de los partidos políticos y con Perón, quien volvió brevemente al país en noviembre de 1972 para participar en las negociaciones. En marzo de 1973 se convocaron elecciones y el candidato peronista Héctor Cámpora resultó victorioso. Perón regresó a la Argentina definitivamente el 20 de junio ante la expectación popular. Su llegada al aeropuerto de Ezeiza estuvo marcada por nuevos hechos violentos, sucedidos en este caso dentro del seno mismo del peronismo: la conocida como «Masacre de Ezeiza», resultado de las tensiones entre el ala derecha y el ala izquierda del movimiento (cfr. Robben, pp. 90-92; Tello, pp. 290-291; Servetto, pp. 441-442)⁶. Cercado por un clima cada vez más inestable, Perón asumió el poder en septiembre de 1973 con su esposa María Estela Martínez, «Isabelita», como vicepresidenta. Por entonces iniciaba sus acometidas la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), grupo parapolicial de ultraderecha que, bajo el mando secreto del siniestro Ministro de Bienestar Social José López Rega, secuestró, torturó y asesinó a cientos de personas.

    Cuando Perón y María Estela aún se encontraban en el exilio y López Rega ejercía como secretario privado del matrimonio (cfr. Martínez 1975b), el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, después amenazado de muerte por la Triple A y forzado a abandonar su país, tuvo la ocasión de entrevistarlo en Madrid. Entre las notas recuperadas de esos diálogos que, ya en 1975, publicó el diario La Opinión, Martínez recoge el siguiente testimonio de López Rega: «Yo a veces voy y le digo a la gente que el sol es verde. Y primero me repito muchas veces: es verde, verde, verde. Me convenzo tanto que puedo convencer a los demás. Así, el único que queda sabiendo que el sol no es verde soy yo». De esta afirmación, terrible a la luz de los acontecimientos históricos, se deriva el título, El sol es verde, de la última parte de la trilogía de Adellach Por amor a Julia (1973-1980), donde un trasunto de López Rega, bajo el transparente apellido Vázquez Vega, queda ubicado en un entorno empresarial que remite metafóricamente al contexto político.

    En 1974, la situación en la Argentina se seguía agravando. Se acumulaban los asesinatos, secuestros y atentados ocasionados de las distintas fuerzas en conflicto. La economía se desmoronaba. Tras la muerte de Perón por un paro cardíaco el 1 de julio, «Isabelita» quedó a cargo de la presidencia. La violencia y la incertidumbre se intensificaron descontroladamente en los siguientes meses, sirviendo de pretexto a las Fuerzas Armadas para perpetrar el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, instaurador del sangriento Proceso de Reorganización Nacional, «la dictadura más siniestra de la historia argentina del siglo XX y a la vez una de las más feroces de la América Latina» (Tello, p. 311). Al legado de dolor y de muerte se sumará en larga herencia una criminal e ingente estafa económica, que dejará al país endeudado y en la miseria.

    Con la llegada de la dictadura militar, Alberto Adellach, en la cumbre de su trayectoria como autor teatral, entró en la lista de autores prohibidos y pronto se vio forzado a abandonar el país. Se marchó el 17 de octubre de 1976, condenado a un exilio del que ya no regresará. Rebeca, su esposa, y sus hijos Alejandro y Esteban lo seguirán un mes más tarde hasta España, donde estaba establecida la hermana del dramaturgo, Luisa. Los otros dos hijos, Alicia y Enrique, decidieron permanecer en Buenos Aires y padecieron en carne propia los horrores del terrorismo estatal: secuestrados en la casa familiar el 11 de enero de 1977, fueron retenidos y torturados durante varios días en uno de los centros clandestinos de detención usados por los represores. El hecho está recogido en un texto que ha quedado inédito, «El relato de Enrique»⁷, primero de toda una serie de testimonios de víctimas que Adellach irá reuniendo desde Madrid⁸.

    Por las dos viviendas madrileñas en que residió la familia entre 1976 y 1981 pasaron multitud de exiliados. Adellach pudo seguir trabajando como asesor y coordinador editorial y como redactor y columnista para varias publicaciones periódicas, entre ellas el diario Denuncia de Nueva York⁹, la ciudad en la que terminará viviendo de modo definitivo a partir de 1984. En 1979 hubo un primer viaje importante en este sentido, del que saldría la pieza Gimme five. Un grupo de actores puertorriqueños afincados en La Gran Manzana contactó a Adellach por mediación de un actor argentino para que viajase allí y participase en la creación de una obra sobre las condiciones de vida de la comunidad de origen boricua en el Lower East Side (Kovadloff, p. 6). Como el grupo carecía de recursos suficientes para pagar dignamente al dramaturgo, le ayudó a conseguir una serie de charlas remuneradas que impartió en distintos colleges y universidades. Así recordaba la experiencia Adellach:

    [Las charlas] rendían cien dólares aquí, ciento cincuenta allá, y no dejaban de provocar pintorescas alternativas. «Me gustó bas… tan… te…», dijo un profesor de historia latinoamericana, queriendo significar que no le había gustado nada mi interpretación de numerosas cuestiones. «Yo pregunto por preguntar, ¿no?», apuntaba cierto jovencito, de acento argentino y pelo bien recortado, «pero, el exilio… ¿ante todo se ocupa de criticar a la dictadura?». «Yo vine para hablar de teatro», le respondí. «Sí, pero la dictadura aparece». «Si aparece es porque está, yo no la puse» […]. No sé cuántos kilómetros recorrí, a veces solo o con mi esposa, a veces con un cantor y un guitarrero, hablando de Flores y Payró, de Manzi y Roberto Arlt (1984, pp. 10).

    De regreso en España, el autor empezó a resentirse de algo que se repitió en otros casos de dramaturgos exiliados: el desarraigo con respecto al público teatral ajeno, la falta de un espectador afín al que dirigirse, arrebatado el contexto que se sentía como propio, y, con él, el espacio para crear. Esta y otras circunstancias motivaron el traslado a México desde 1981 y hasta 1984. Allí Adellach continuó ejerciendo distintas profesiones ligadas a la cultura, la escritura y los medios, incluyendo actividades en prensa escrita, radio y televisión. En 1982 fundó, junto con David Viñas, Pedro Orgambide, Jorge Boccanera, Humberto Constantini y José María Iglesias, la editorial Tierra de Fuego. Sin embargo, la crisis económica hizo cada vez más complicadas las opciones laborales en México, lo que, unido a la experiencia positiva previa, llevó a Adellach y su familia a buscar suerte en Nueva York, de donde el escritor ya no se marchará. Según ha explicado Esteban, el hijo menor, no mucho antes de esta última mudanza,

    justo tras la elección de Alfonsín, un artista pasó por nuestra casa en México incitándolo a que volviera al país. Recuerdo que mi viejo le contestó: «El 10 de diciembre asume Alfonsín. Si el 11 de diciembre le declara un juicio político a las Fuerzas Armadas y mete en cana a los milicos, el 12 me meto en un avión y voy para allá. Demostraría que la cosa va en serio» (Adellach 2004a, p. 5).

    Las condiciones no se cumplieron y el regreso nunca se produjo. El argumento volvía a aparecer en otros términos en una entrevista, fechada en enero de 1988, en Radio Wado, la estación radiofónica neoyorkina en la que Adellach trabajó al llegar a los Estados Unidos. A la pregunta sobre el exilio él respondía con las palabras que siguen:

    Como esperanza fundamental, que el país reencuentre su cauce, su línea, su modo propio de ser feliz o de acumular riquezas o desarrollar cosas. Que vuelva a ser el país al que otros, de otros lugares del mundo, van a encontrar soluciones y encontrar futuro, y al que yo volvería, en ese caso, desesperadamente […]. Así, ansiosamente, velozmente. Mientras no vea ese panorama, no, porque ya uno se ha desangrado bastante.

    En esa misma entrevista el dramaturgo era interrogado acerca de su vocación literaria y mencionaba alguna anécdota, no demasiado trascendente, sobre las posibles dificultades aparejadas, según el caso, a la decisión de asumir esa vocación artística. Afirmaba finalmente con toda rotundidad: «el arte es un ejercicio de la libertad, no tiene escapatoria eso». Esto a pesar de los problemas, las cargas, los dolores; a pesar del exilio y sus repercusiones.

    Alberto Adellach falleció a causa de un cáncer el 26 de septiembre de 1996. No paró nunca de escribir, reescribir, crear. Sus dedicaciones laborales fueron también prolongaciones escriturarias de su quehacer literario. Junto a las decenas de obras teatrales acabadas, dejó varios proyectos abiertos, sugerentes propuestas que quedaron inconclusas, tres volúmenes corregidos de textos inéditos, innumerables carpetas con notas, ideas, versiones, bocetos, que, supervivientes de pérdidas y traslados sucesivos, dan cuenta de una vida dedicada a la palabra. Ejercida hasta el final en esa forma elegida de libertad.

    El mono dramático

    El modelo de periodización de la dramaturgia argentina que cuenta hasta ahora con una mayor proyección se debe a la labor crítica y el trabajo de coordinación de Osvaldo Pellettieri (1946-2011), materializado en los volúmenes de su Historia del Teatro Argentino. Según ese modelo, el «subsistema teatral moderno» iniciaría su desarrollo a partir de 1930. Ya a principios del siglo XX, dramaturgos como Florencio Sánchez, Roberto J. Payró o Gregorio de Laferrère habrían logrado afianzar una línea de emancipación estética, pero sería en los años treinta cuando tendría lugar la primera modernización de la escena del país, de la mano del Teatro Independiente, que se abría paso gracias a la fundación del Teatro del Pueblo, dirigido por Leónidas Barletta. Surgieron nuevos modelos dramáticos y espectaculares y una nueva ideología estética, original y crítica con el pasado, representada por autores como Roberto Arlt¹⁰. El Teatro Independiente se prolongaría después en una segunda fase, cuyo comienzo se situaría en 1949, con el estreno de El puente, de Carlos Gorostiza¹¹.

    El auge cultural de los sesenta propiciaría —de nuevo siguiendo a Pellettieri— el nacimiento y consolidación de una segunda modernización teatral, más intensa y prolífica, protagonizada por una serie de corrientes renovadoras que quedarían englobadas bajo los marbetes de la neovanguardia y el realismo reflexivo, que se presentarían inicialmente como tendencias opuestas¹². Soledad para cuatro (1961) de Ricardo Halac está considerada obra inaugural del realismo reflexivo, cuyos componentes más destacados serían, junto con Halac, Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Germán Rozenmacher y Ricardo Talesnik. Estos autores habrían incorporado y reinterpretado en sus piezas elementos de la estética realista de las décadas precedentes, reelaborándolos a través del manejo de nuevos recursos procedentes del neorrealismo norteamericano, sobre todo de la producción de Arthur Miller, cuyos textos tuvieron una gran difusión en Buenos Aires desde los años cincuenta. Esta dramaturgia tendió a reflejar los avatares conflictivos cotidianos del argentino medio. Los protagonistas predilectos eran personajes mediocres, incomprendidos, inadaptados y fracasados, ligados a dramas familiares y personales y enfrentados a un entorno social hostil. Si bien el realismo reflexivo suponía ya un avance con respecto al didactismo directo y algo ingenuo de la tradición realista anterior, seguiría subyaciendo a sus textos una concepción didáctica y testimonial de la función del teatro, materializada más o menos visiblemente en el «mensaje» o «tesis» de la obra (Pellettieri 2003, pp. 244-306).

    Por su parte, la más heterogénea neovanguardia¹³ argentina incluiría, a juicio de Pellettieri, tres grandes tipos de manifestaciones de naturaleza diversa: la creación colectiva a la manera del Living Theatre y las técnicas de Grotowski; el happening; y la neovanguardia absurdista (Pellettieri 2003, pp. 306-307), que el crítico privilegiaba con respecto al resto, destacando las propuestas textuales de dos autores en particular: Eduardo Pavlovsky y, especialmente, Griselda Gambaro. Los principales puntos de contacto entre estas corrientes dispares consistirían en su carácter fuertemente rupturista con respecto a las convenciones de la tradición dramática realista y mimética y, desde un punto de vista contextual, su vinculación, al menos inicial, con el Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto Torcuato Di Tella.

    Planteado muy a grandes rasgos y desde la perspectiva señalada, este sería el contexto teatral en el que Alberto Adellach empezó a desempeñarse como dramaturgo. El primero de sus textos dramáticos que se llevó a escena fue el breve monólogo Historia de desconocidos, de 1958, que, poco después de escrito, dirigió y protagonizó Julio Castronuovo (1932-2013), actor y director conocido por su actividad en el campo del mimo y la pantomima¹⁴. La pieza formó después parte, junto con la también breve Palabras, de una primera versión, estrenada en 1963, del espectáculo Homo dramáticus, uno de los trabajos más valorados y difundidos de Adellach.

    Aunque en un sentido estricto Historia de desconocidos es, en efecto, un monólogo, todo lo que dice el personaje único está dirigido, aparentemente, a una interlocutora que permanece muda y que no es representada físicamente sobre el escenario, pero cuyas marcas percibimos en el discurso del hablante y en la silla vacía que, de acuerdo con la indicación de la acotación inicial, estaría ubicada junto a la del protagonista. El resultado es un proyecto de diálogo malogrado, inoperativo, disfuncional, que en última instancia parece revelarse como abortado de inicio. Así dejó sintetizado el autor el argumento: «un hombre intenta sucesivas veces la conquista de una muchacha, usando distintos recursos […]. Fracasa siempre. Luego descubrimos algo más grave: todo eso no había sucedido; él lo había pensado, solamente. Es así: se fracasa hasta en el íntimo recodo de una fantasía» (Adellach 1971a, p. 25). Esta figura puede considerarse como la primera de una larga lista de criaturas dramáticas, en el doble sentido, que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1