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El pensamiento territorial de la Segunda República española: Estudio y antología de textos
El pensamiento territorial de la Segunda República española: Estudio y antología de textos
El pensamiento territorial de la Segunda República española: Estudio y antología de textos
Libro electrónico603 páginas9 horas

El pensamiento territorial de la Segunda República española: Estudio y antología de textos

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Estudio y selección de textos de algunos dirigentes políticos y juristas que durante la Segunda República se manifestaron más abiertamente sobre la organización nacional de España, especialmente en el período constituyente (1931) y en la discusión de los estatutos catalán (1932), vasco (1936) y gallego (1938), reflejando el pensamiento jurídico-político del momento. Francisco Caamaño, ex ministro de Justicia firma la presentación donde dice: «La antología de textos sobre el pensamiento territorial en la II República incorporada a este volumen desmiente la alentada creencia de que el estado autonómico es una forma adaptada de estado federal y nos advierte sobre lo fácil que resulta tropezar reiteradamente en la misma piedra. A nadie escapa que aquel pasado persiste vivo en nuestro presente como una criatura insatisfecha. Ni nadie duda sobre la ineficacia del estado autonómico para ofrecerle una salida convincente. Warning! Quienes prefieran seguir creyendo que el estado autonómico es, con algún retoque, la versión española de un estado federal, abandonen ahora la lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ene 2016
ISBN9788416230747
El pensamiento territorial de la Segunda República española: Estudio y antología de textos
Autor

Daniel Guerra Sesma

Daniel Guerra Sesma es politólogo, doctor en Ciencias Políticas y de la Administración y máster en Estudios Europeos. Sus líneas principales de investigación son nacionalismo, federalismo e integración europea. Entre otros trabajos y publicaciones podemos destacar sus monografías ­Socialismo español y federalismo, 1873-1976 (2013), Europa: ¿ federal, confederal o posmoderna? El elefante en la habitación que nadie quiere ver (2021) y la serie de estudios y antologías de textos sobre el pensamiento territorial español publicada en Athenaica: El pensamiento territorial de la Segunda República (2016), El pensamiento territorial del siglo XIX español (2018) y El pensamiento territorial de la Restauración (2022).

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    El pensamiento territorial de la Segunda República española - Daniel Guerra Sesma

    Portada

    CLÁSICOS E INÉDITOS DEL DERECHO PÚBLICO ESPAÑOL

    Directores del Consejo

    Sebastián Martín Martín

    Universidad de Sevilla

    Víctor Vázquez Alonso

    Universidad de Sevilla

    Consejo editorial

    Rafael Estraba Michel

    Instituto Nacional de Ciencias Penales, México

    Federico Fernández Crehuet

    Universidad de Granada

    Eloy García

    Universidad Complutense de Madrid

    Luis Gordillo

    Universidad de Deusto

    Augusto Martín de la Vega

    Universidad de Salamanca

    Carlos Petit

    Universidad Universidad de Huelva

    Mª Julia Solla Sastre

    Universidad Autónoma de Madrid

    Jesús Vallejo Fernández de la Reguera

    Universidad de Sevilla

    Presentación

    Este libro debiera llevar en su portada un triángulo amarillo que advirtiese al lector de los riesgos intelectuales aparejados a su lectura. No sólo las personas, también los pueblos necesitan de verdades aparentes y mitos fundadores. Convertir la apariencia en razón para recrear lo que fuimos y convencer sobre lo que seremos, puede ser un socorrido remedio de circunstancias. Sin embargo, es aconsejable no olvidar que en una democracia la verdad se construye día a día en la arena de lo público y que es mejor reconducir a tiempo la simbología, ofreciendo nuevas soluciones, que persistir en el culto a ciertos iconos que han perdido su poder de persuasión.

    La Constitución de 1978 no es ajena a esa realidad. Para justificar el insólito tránsito de la dictadura a la democracia, sin ruptura política e institucional, se dice de ella que es la «constitución de la concordia». Y, para dotar de sentido a la apuesta ciega de su Título VIII, se ha defendido la existencia de un modelo constitucional coherente —llamado estado autonómico—, supuestamente capaz de descentralizar el poder del estado en forma parecida a como acontece en los estados federales, aunque negando, al mismo tiempo, que halla algo que federar.

    La antología de textos sobre el pensamiento territorial en la II República incorporada a este volumen desmiente la alentada creencia de que el estado autonómico es una forma adaptada de estado federal y nos advierte sobre lo fácil que resulta tropezar reiteradamente en la misma piedra. A nadie escapa que aquel pasado persiste vivo en nuestro presente como una criatura insatisfecha. Ni nadie duda sobre la ineficacia del estado autonómico para ofrecerle una salida convincente.

    Warning! Quienes prefieran seguir creyendo que el estado autonómico es, con algún retoque, la versión española de un estado federal, abandonen ahora la lectura.

    Hace algunos años publiqué en el diario El País (5-12-2008) un breve artículo de opinión en el que sostenía que «El constitucionalismo democrático en España —como en otros muchos países— es fruto de una íntima relación entre lo que podemos denominar la variable liberal, es decir, el establecimiento de un sistema de derechos individuales y libertades públicas y la variable federal, esto es, el reconocimiento y la integración en el seno de un proyecto común de espacios políticos —y no meramente administrativos— de autogobierno». A partir de esa premisa examinaba algunas deficiencias de nuestro modelo de organización territorial, especialmente en relación con el Senado, y concluía afirmando que el principal problema del llamado estado autonómico radicaba en el hecho de que los españoles negaban políticamente el estado federal que, sin embargo, habitaban: «los españoles vivimos en un Estado de tipo federal sin cultura federal». Padecemos de «federalismo inconsciente».

    Como otros muchos, creía que la estructura territorial abierta de la Constitución de 1978 había evolucionado hacia la que es propia de un estado federal. Puesto que hay tantas modalidades de federalismo como estados federales, España tenía, de manera imperfecta, la suya. La Constitución no lo decía, pero institucionalmente lo era. Las insatisfacciones existentes acerca del modelo de articulación territorial del poder no radicaban tanto en el diseño jurídico-constitucional finalmente alcanzado, cuanto en la mentalidad y actitud de los actores políticos, movidos mayoritariamente por un eje de confrontación (nacionalismos de estado y contra el estado) que se había mostrado determinante en términos electorales.

    Era indiscutible que, tras la Constitución de 1978, se había producido un reparto horizontal del poder con fundamento democrático. La España que abandonaba el siglo XX contaba con un gobierno del estado que compartía su poder de regulación y ejecución con diecisiete gobiernos autonómicos. Todos ellos eran gobiernos parlamentarios, aprobaban normas de igual valor en el marco de sus competencias y, además, eran titulares de potestades públicas relevantes y numerosas. Al igual que en los estados federales, los conflictos entre la federación (estado) y los estados (CCAA) se resolvían por un tribunal de justicia (Tribunal Constitucional) y también existía —con las excepciones del País Vasco y Navarra— un sistema común de financiación, negociable cada cinco años, que ordenaba las reglas de distribución y asignación de los ingresos públicos.

    Blanco y en botella. Un estado en el que conviven un gobierno común y diecisiete autogobiernos con importantes poderes de decisión, sólo encaja en la amplia tipología de los estados federales. Habíamos pasado, en menos de veinte años, del férreo centralismo impuesto por la dictadura franquista a un modelo generalizado de descentralización política. En una primera fase (1978-1984) se gestionó el proceso de creación/consolidación de las CCAA y, en una segunda (1984 a 1993) se procedió a una supresión de asimetrías —salvo las económicas— (la diferencia constitucional entre nacionalidades y regiones se diluyó por completo) y a un reforzamiento (sobre todo a golpe de sentencia constitucional) de los limitados títulos de intervención que, en algunas materias, la Constitución atribuía al gobierno del estado (ampliación material de la reserva de ley orgánica; densificación de la legislación básica, se articuló una pretendida potenciación de la igualdad territorial mediante su confusión con la homogeneidad…). Incluso algunas de las técnicas recentralizadoras de la década de los noventa recordaban a las utilizadas por los estados federales en ciertos momentos de su historia.

    Todo apuntaba, pues, a que en el siglo XXI, con algunos ajustes constitucionales, España podría convertirse en un estado federal, no sólo de facto sino también de iure. El estado autonómico sería un remedio transitorio, una forma de hacer camino hacia el natural reconocimiento del carácter federal de la democracia española. Las piezas institucionales básicas ya se habrían forjado durante 30 años de estado autonómico. En ese tiempo el legislador y el Tribunal Constitucional habrían ido cubriendo con notorio éxito los vacíos (para algunos, las aperturas) que caracterizan y dotan de singularidad al modelo de distribución territorial del poder establecido por la Constitución de 1978. Podría decirse que, en este asunto, el constituyente de 1978 sólo tenía claro dos cosas: que no quería un estado fuertemente centralizado y que quería hacerles un «hueco» y concederles un espacio propio de decisión política, cuando menos, a los «territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía» (Disposición Transitoria Segunda, CE). Todo lo demás quedaba, en cierto modo, abierto a los intérpretes constitucionales. Se aplazaba y dejaba en manos de los poderes constituidos la tarea de ir haciendo lo que el constituyente no pudo o no quiso «constituir». Esta, en las exitosas palabras de P. Cruz, desconstitucionalización de la forma de estado supondría que el constituyente de 1978 rompía con el centralismo político y, al tiempo, disponía unas bases mínimas y unos procedimientos para guiar a los poderes constituidos hacia el cierre final de una nueva forma de estado que, más allá de la nomenclatura, podría potencialmente encajar en la que es propia de un estado federal. De la forma de estado unitario se podría llegar a la forma de estado federal pasando, para ello, por esa especie de estado unitario no centralizado al que llamamos estado autonómico que, como se sabe, no es, por sí mismo, una forma estado. Los silencios, los vacíos y las indefiniciones (abeyances) de la Constitución¹ en este asunto de la ordenación territorial del poder permitirían esa sucesión natural de las cosas sin necesidad de acometer un proceso profundo de revisión constitucional. Expresado de otro modo: la desconstitucionalización de la forma de estado haría posible que España pudiese ser, finalmente, un estado de forma federal sin necesidad de una previa federación. La vía para lograr esa prodigiosa mutación se llamaría estado autonómico.

    Confieso que participé de esa creencia. Hoy la considero ingenua y profundamente equivocada. No discuto que el parecido del estado autonómico con el estado federal es, en muchos aspectos, amplio. Pero, a veces, las apariencias engañan. El constituyente de 1978, como en su tiempo el de 1931, no quería una España federal. Ese era el límite, política y jurídicamente impuesto al principio descentralizador que ambas constituciones acogieron.

    Cuando España quiere vivir en democracia siempre se enfrenta a la cuestión de definir el sujeto «pueblo». La expresión política de la identidad catalana es demasiado persistente e intensa como para desvanecerse anónima en un única polis y, en democracia, rotas las ataduras del miedo, el proyecto unitario de España presenta otras debilidades añadidas que cumple no agitar (País Vasco, Galicia…). Descartada la dominación por la fuerza, tan delicado y singular asunto ofrece dos únicas alternativas: o un arreglo con Cataluña para reconocerle un espacio de autogobierno singular, lo que conlleva aceptar un escenario de inevitable tensión bilateral (reinterpretación sucesiva del pacto) y agravio comparativo, o bien repensar España, abandonando su apriorística concepción como polis para configurar una politeia. Dicho con otras palabras: o se opta por un proyecto dual de convivencia compartida o por otro en el que la base legitimadora del estado la constituyan una pluralidad de pueblos que desean vivir conjuntamente bajo una organización política común. Lo que no parece muy inteligente para resolver esa tensión inherente a una España en libertad es acuñar una fórmula que disimule la negación estructural de ambas posibilidades.

    Por paradójico que resulte, esto último es, precisamente, lo que hasta hora hemos hecho. El autonomismo, nacido como concepto político en la Primera República² y ensayado constitucionalmente en los textos de 1931 y 1978 es el modo español de encubrir la impotencia política ante aquella realidad. El autonomismo ni convenció ni convence. No contenta a quienes consideran que España es un solo pueblo y que Cataluña debe integrarse mediante el recurso a la autoridad de la mayoría y una resignada asimilación. Tampoco persuade a aquellos otros que, asumiendo la diferencia, admitirían un estatus particular para Cataluña dentro de España, pues sospechan que la política de agravios comparativos abrirá un inevitable camino hacia la generalización. Ni, por último, satisface a quienes prefieren reconocer la amplia diversidad de los españoles y, a partir de un suelo común de autogobierno y gobierno compartidos, permitir que cada pueblo de España —el catalán como uno más entre todos ellos— vaya construyendo el armazón jurídico que estime más conveniente para acomodar su distinta identidad cultural, participando, a la vez, del proyecto común de España.

    Siempre que abrazamos la democracia los españoles nos comportamos de forma muy parecida: pasamos del coqueteo federal a su negación. Incluso, como nos cuenta Daniel Guerra Sesma en el excelente «Estudio preliminar» que abre este libro, hemos llegado a ser, por un instante, una República federal, gracias a una enmienda del galleguista Otero Pedrayo y al malestar político de los diputados del partido radical.

    La historia es recurrente. Para afianzar un proyecto democrático para España se requiere del apoyo de los partidos nacionalistas que cuentan con fuerte implantación en Cataluña, País Vasco y, en menor medida, en Galicia. En el proceso previo de preparación política para el cambio las fuerzas políticas catalanistas y vascas son interlocutores necesarios, piezas claves para alcanzar el objetivo común de establecer un régimen democrático en España. El Pacto de San Sebastián, de agosto de 1930, y el «ja sóc aquí» de Tarradellas (1977) expresan esa necesidad de encuentro entre muy distintas visiones políticas de España. La prioridad compartida de la democracia fuerza el diálogo y las promesas recíprocas de comprensión y entendimiento. Pero cuando llega el momento de debatir la Constitución, los pueblos, con cuyos representantes políticos se negoció para hacer posible el momento constituyente, son jurídicamente negados. Quienes eran aliados imprescindibles para implantar la democracia son finalmente excluidos del fundamento legitimador de la Constitución: una sola nación, un solo pueblo. Sin el apoyo —expreso o tácito— de las fuerzas políticas catalanas y vascas probablemente no habría Constitución de 1931, ni Constitución de 1978. Si la democracia implica resquebrajar España, entonces, serán muchos más los que se opongan a su llegada.

    Había que acomodar a Cataluña sin que en ello se viera la concesión de una posición de privilegio. Para ello la Constitución de 1931, asumiendo las tesis de Ortega, autorizará una descentralización potencialmente generalizable a otros pueblos de España. La contraprestación a esa fuerza centrífuga consistirá en reafirmar la unidad del estado, negando con insistencia cualquier atisbo federal, como si existiese cierta incapacidad para explicar políticamente que un estado federal siempre es un único estado (vid. la intervención del Diputado Sr. José Franchy Roca), aunque la fuente de legitimación de su unidad sea distinta (pacto federal), en el sentido de que son diversos pueblos (que no, necesariamente, estados) los que forman parte del poder constituyente. El estado que nacía de la Constitución de 1931 no era, pues, una derivada del estado federal, sino, matemáticamente hablando, una antiderivada o, si se prefiere, una «integral». Y así, precisamente, se denominaría aquel estado.

    En la década de los setenta las cosas no fueron muy distintas. Ante la llegada de un nuevo escenario de libertad, dos sujetos políticos —Cataluña y España— aparecían y volvían a reconocerse mutuamente como sujetos imprescindibles. El acuerdo Suárez-Tarradellas marcaba una única senda, la de la Transición, que debían caminar juntos Cataluña y el resto de España. A cambio, ante la singularidad de un proceso constituyente sin ruptura formal con el pasado, antes serían las preautonomías y después la Constitución. Primero la devolution a Cataluña (también al País Vasco y ya se vería en qué medida a Galicia) y después, para evitar territorios de segunda, a todas aquellas provincias limítrofes que sintiesen la necesidad de contar con una institución preautonómica. El mismo esquema funcional de 1931, agravio comparativo incluido, solo que sin garrulidad y con la incorporación del concepto de «nacionalidades» como entidades políticas distintas de las «regiones»³.

    El Gobierno Suárez (5 de julio de 1977) era plenamente consciente de que para lograr una constitución democrática para España era necesario desbloquear políticamente la cuestión catalana. Restablecer la Generalitat significaba recuperar a Cataluña y avanzar en el camino de la democracia. Evidentemente, se barajó la posibilidad de aprobar primero la Constitución y después acometer la descentralización política. Pero ni el orden lógico, ni la racionalidad del Derecho ofrecen siempre la mejor de las soluciones posibles. Un ente preautonómico no puede existir jurídicamente antes de la norma que reconoce el derecho a la autonomía⁴. Cierto. Pero no lo es menos, que en momentos de grandes cambios, la visión de gobierno, el liderazgo político y la articulación acompasada de los tiempos y los procedimientos puede aportar más beneficios que una aplicación canónica de la lógica jurídica. De hecho, la proclamación anticipada de la Generalitat de Cataluña (abril de 1931) había puesto en serias dificultades a la II República y mejor era no tentar, de nuevo, a la suerte. Además, adelantar el debate parlamentario sobre el título relativo a la constitución territorial del Estado no parecía una buena solución, pues se era consciente de que su discusión ab initio podía poner en peligro el consenso sobre la viabilidad de la constitución en su conjunto.

    Se articuló, así, una insólita vía de base parlamentaria y consensual (negociación del Gobierno con los parlamentarios procedentes de una misma región que aspira a la autonomía), que se formalizaba mediante Real Decreto-ley y que, facilitaba la generalización voluntaria del modelo (el retorno al principio dispositivo ideado en la Primera República). Primero hubo preautonomías y después Constitución.

    También en 1978 la idea federal tuvo una breve e incipiente oportunidad. La filtración del contenido del Anteproyecto de constitución a la revista Cuadernos para el Diálogo fue suficiente para cercenarla. La reacción política de la clase entonces dominante fue lo bastante explícita e intensa como para que, sin solución de continuidad, se procediese a elaborar reservadamente una nueva propuesta territorial en la que se aclarase, sin margen a la ambigüedad, que el proyecto de constitución era inequívocamente antifederal. En España solo cabe un pueblo constituyente. La duda ofende.

    Ese era el mensaje. Si se quiere alcanzar una Constitución sin ruptura procedimental y social, las tesis federales sostenidas, entre otros, por socialistas y comunistas debían ser desechadas. La izquierda política debía olvidarse de veleidades plurinacionales y adornos identitarios, útiles para alimentar y mantener complicidades políticas con los nacionalismos catalán y vasco en la lucha política común contra la Dictadura, pero que constituían un factor de grave desacuerdo con otros sectores relevantes de población que veían en la llegada de la democracia un riesgo para la idea tradicional de España como estado-nación.

    La futura Constitución únicamente podría admitir un sistema de descentralización política que no pusiese en cuestión la indiscutible unidad nacional. Esa premisa condicionaba cualquier otra negociación ulterior. De ese modo, sin mediar explicación alguna, tras la filtración, se sustituyó la clásica fórmula de «la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce de acuerdo con la Constitución» (art. 2 del borrador de anteproyecto) por la defectuosa, en términos jurídicos, de «La soberanía nacional reside en el pueblo español» (art. 1.2 CE), alocución que se vería reforzada con la «introducción compensatoria» al reconocimiento del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…» (art. 2 CE).

    A partir de ese momento, la «unidad» se convierte en un imperativo jurídico-constitucional que desplaza a la «unión», entendida como procedimiento legitimador de un nuevo proyecto en común, basado en un pacto entre ciudadanos y territorios. La diversidad de una España indivisible ocupa el lugar que por poco tiempo había correspondido al reconocimiento constitucional de una España diversa. Mientras que en el federalismo, primero es la unión y después, cuando resulta «políticamente trabajada» se alcanza la unidad, en la Constitución de 1978 no es necesario trabajar por la unidad porque es concebida como un presupuesto incuestionable, a partir del cual se habilita un proceso de apertura que consiente cierto grado de descentralización política para todos aquellos territorios (nacionalidades y regiones) que voluntariamente se acojan a él. En la federación los ciudadanos y los pueblos son sujetos constituyentes mientras que en nuestra Constitución sólo hay un único pueblo constituyente que autoriza la existencia limitada de pueblos funcionalmente constituidos.

    Recientemente el profesor Javier Pérez Royo⁵ ha explicado con detenimiento los instrumentos utilizados por el constituyente de 1978 para asegurar una constitución antifederal. No es necesario reiterar aquí sus argumentos que, en buena medida, hago míos. Sí conviene, sin embargo, insistir en las razones que explican nuestra huida del federalismo que, en cierto modo, se mantienen inalteradas a pesar del paso del tiempo. Sabemos que el federalismo es el único modo de convivir juntos en una España democrática y, sin embargo, nos empeñamos en aprobar constituciones antifederales. ¿Por qué?

    Dos, son a mi juicio, las causas que motivan ese recurrente empeño. En primer lugar, la arraigada idea de que federar es unir y de que solo se puede unir lo que está separado. Es claro que el federalismo es unionista y que, por tanto, incorpora una cultura política contraria a la secesión. El federalismo, en efecto, nace para unir lo que está separado. Ahora bien, «separado» no significa que hayan de existir estados independientes previos al momento de constituir la federación. El desencuentro, la separación, también puede darse entre comunidades identitariamente diferenciadas que formen parte de un mismo estado, siendo el federalismo una solución y una oportunidad para seguir viviendo juntos. Lo que el federalismo exige, como premisa irrenunciable, es que esas comunidades diferenciadas sean consideradas y reconocidas como sujetos constituyentes, pues sólo así serán oídas y existirá un verdadero «pacto federal» —constitución— que legitime la unidad y al que todos los actores (ciudadanos y territorios) deban lealtad permanente. Pues bien, lejos de aceptarse la premisa, en España todavía hoy, abundan quienes se empeñan en sostener la posibilidad de un federalismo sin «pacto federal», esto es, una forma de descentralización política con instituciones como las de una federación, pero sin cultura política federal. Olvidan que lo importante del federalismo no es el cuerpo —por eso, institucionalmente, los estados federales son muy distintos— sino el alma.

    El segundo motivo tiene que ver con la socialización política de los españoles desde la revolución gaditana hasta nuestros días. La necesidad de afirmar una sola nación y un único orden jurídico es una de las constantes del liberalismo político en su lucha contra la España fragmentada del Antiguo Régimen. Nación y soberanía son conceptos que se apoderan del discurso político y que tienen un enorme poder de persuasión e impacto, lo que explica que el nacionalismo (de uno y otro signo) sea muy rentable en términos electorales. Mueve pasiones y con ellas los votos. En España la intensidad del debate político sobre las naciones y el titular de la soberanía no deja prácticamente espacio a quienes consideran que corresponde a cada ciudadano administrar libremente sus preferencias indentitarias dentro de un espacio común de distribución territorial del poder y reconocimiento mutuo. El principio federal representa, sobre todo, una alternativa a la idea moderna de soberanía⁶. Pero, en España, muy pocos están dispuestos a oírlo.

    Miquel Caminal escribió: «el nacionalismo y el federalismo pueden ser compatibles si y solo si el federalismo se somete al nacionalismo. Cuando el nacionalismo se somete al federalismo aquél tiende a desaparecer. Cuando el federalismo se somete a los nacionalismos se transforma en otra cosa: es una técnica jurídica y política de organización territorial del estado nacional. Se diluye como ideología territorial alternativa al nacionalismo».

    Suscribo plenamente sus palabras. Tanto en la España de 1931, como en la de 1978, el federalismo fue sometido al nacionalismo. Los textos recogidos en este libro nos muestran esa realidad en relación con la constitución republicana. Son la lección de un pasado reciente del que poco hemos aprendido. De ahí el enorme interés de su lectura. Dicen que ha llegado el momento de reformar la Constitución de 1978. No sé si será posible. Pero si hay reforma, pensemos en someter el nacionalismo al federalismo. Hasta ahora no lo hemos hecho.

    Francisco Caamaño

    Estudio preliminar

    Junto al religioso, el agrario, el militar y el social, el territorial fue el gran asunto que tuvo que resolver la Segunda República. Y, de un modo más concreto, el de Cataluña, que se había heredado de la Restauración. El nacionalismo catalán se había desarrollado políticamente desde finales del siglo XIX y ya en 1918 planteó una iniciativa estatutaria en las Cortes. En diciembre de 1919 se redactó un proyecto de Estatuto en la Diputación de Barcelona (actual Palau de la Generalitat), que no se concretó.

    Buena cuenta de que la cuestión regional española era básicamente la catalana, fue el Pacto de San Sebastián de agosto de 1930. Un pacto entre partidos republicanos españoles y catalanes que acordaron colaborar en un único proceso constituyente siempre que se reconociera la autonomía de Cataluña. Ahora bien —y en esto hubo después interpretaciones distintas—, el Estatuto se tenía que aprobar en las Cortes Constituyentes después de aprobarse la Constitución. Además, las Cortes no sólo certificarían su constitucionalidad, sino que podrían modificar su contenido. Esto último no fue tan explícito en San Sebastián, sino que se fue imponiendo sobre la marcha cuando se pospuso la discusión del Estatuto de Nuria a la aprobación del texto constitucional, a pesar de haberse registrado antes en las Cortes. Conforme avanzaba el debate constituyente quedó claro, frente a las pretensiones de los diputados catalanistas, que se analizaría su contenido para reformarlo en lo que se estimara oportuno. Esta prerrogativa fue defendida por Azaña en su discurso del 27 de mayo de 1932, y su criterio cerró la discusión sobre la legitimidad de las Cortes y la supremacía de la Constitución¹. Así se cerraba la posibilidad de que los futuros estatutos se pudieran entender como constituciones que expresaran la soberanía de unos territorios que se federaban con el Estado español y que, como tales, debían ser aprobadas en un pacto de igual a igual. La República contestó que el pacto estatutario era un pacto entre un poder constituyente y otro constituido, no inter pares.

    Los nacionalistas catalanes, en cambio, defendían la intangibilidad del proyecto estatutario no sólo por su registro anterior al borrador constitucional en Cortes, sino porque estaban convencidos de que la nueva República iba a ser federal en un sentido pactista, y que eso significaba que el Estatuto iba a ser entendido como la expresión del derecho de autodeterminación interna de Cataluña, un derecho que, en la interpretación que hizo circular Carrasco y Formiguera, se había acordado en San Sebastián. Sin embargo, una voz tan autorizada como la de Alejandro Lerroux (10), dijo en el discurso que aquí reproducimos que el resumen de la reunión expresado ya en su día por el propio Carrasco se amoldaba a lo recogido en la nota publicada en El Sol, el único testimonio escrito de la misma ante el vano intento de Prieto y de él mismo de redactar un acta de la misma. España vivía aún en una dictadura militar y toda precaución era poca.

    1. El rechazo al federalismo

    En el debate constituyente de 1931 se vislumbró, ya desde el primer día, que la tentación federalista de algunos partidos republicanos —especialmente el Radical— iba a quedar también en un segundo lugar ante el objetivo mayoritario de preservar la unidad del proceso constituyente. Que la República no iba a ser federal lo tuvo claro Francesc Macià (3) el 19 de abril, cuando recibió la visita de Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos y Nicolau D’Olwer. Los tres ministros del Gobierno Provisional le dijeron que no podía proclamar ningún Estado catalán porque el único Estado posible era la República Española, y que ésta, en contra también de lo que proclamó el día 14 desde el balcón de la Generalitat, no era «federal». Todo lo más, iba a reconocer y regular, gradualmente, la autonomía de las regiones. Dos meses después, durante su discurso ante la asamblea de parlamentarios catalanes, Macià justificó su adaptación a la realidad autonómica en la salvación de la nueva República y en que, después de cincuenta años de Restauración, más valía eso que nada.

    El posible federalismo de la nueva República lo enterró Luis Jiménez de Asúa (4) en la presentación del proyecto constitucional el 27 de agosto de 1931. Y no sólo porque lo dijera así de claro, sino porque los argumentos teóricos utilizados, que daban cuenta del pensamiento jurídico-político de entonces, no eran baladíes. El proyecto anterior de la Comisión Jurídica Asesora² obviaba el federalismo y se apuntaba a un moderado autonomismo, y el análisis del nuevo texto constitucional redactado por Adolfo Posada (1)³ en la edición francesa de 1931, refleja la llegada del mismo a un Estado regionalizable desde el centro, nunca a su constitución federal sobre la base de los pactos sinalagmáticos que había ideado Pi y Margall.

    Jiménez de Asúa advirtió nada más empezar que hablaba como presidente de la Comisión redactora del proyecto constitucional⁴ pero también como socialista, y en ambas condiciones rechazó explícitamente el federalismo por tres motivos fundamentales: primero, porque sólo se podía federar lo que estaba desunido, y España ya era un estado constituido; segundo, porque el federalismo exigía un equilibrio territorial que en España no se daba —lo que les llevó también a rechazar el regionalismo general de Ortega, que sí se admitió en 1978—; y tercero, porque los principales Estados federales conocidos (Alemania, Austria, Suiza y EE.UU.) se estaban centralizando al asumir, sobre todo, nuevas competencias implícitas en materia económico-social. Su apoyo teórico en Hugo Preuss, y sus reiteradas apelaciones al concepto de soberanía en Gierke, Jellinek o Smend, sugerían el asesoramiento del pensamiento iuspublicista de la época, de base germánica y ligado al krausismo español, que podríamos personalizar en Posada, Nicolás Pérez Serrano y Francisco Ayala⁵.

    En una palabra: el pensamiento político de entonces se apoyó en el jurídico, que era muy prudente. Después de los devaneos federalistas de los últimos años de la dictadura, que afectaron al Partido Radical y en menor medida al PSOE, ninguna fuerza de ámbito nacional defendió con ahínco la constitución federal de la nueva República, excepto el ya residual y atomizado Partido Republicano Federal y, de manera testimonial, el Radical-Socialista de Marcelino Domingo. Ni siquiera Acción Republicana, el partido de Azaña que compartió alianza con el radicalismo de Lerroux, mantuvo lo escrito en el momento de la verdad. En efecto, el programa máximo de la Alianza Republicana defendía un proceso federalizable para España⁶, término que el propio Azaña consideró, años más tarde, absurdo y sin sentido. En eso, y quizá sólo en eso, coincidía con Ortega⁷.

    Por su parte, el Partido Socialista se debatía sobre el alcance de un término aún no bien asimilado por un partido obrerista⁸. El PSOE nació jacobino y en 1879 asumió la cosmovisión nacional propia del liberalismo progresista: España era una nación injusta, pero era la nación existente, el marco político al que había que adaptar la lucha obrera. Ya en 1873, el grupo marxista embrionario de Madrid, de la mano de José Mesa, envió un mensaje a la oficina de Marx y Engels en Nueva York en el que rechazaban el confederalismo cantonal que proponía la anarquía de los «municipios libres e independientes». En la medida en que el PSOE, mucho más lentamente que otros partidos socialistas europeos, se fue institucionalizando y aproximando al movimiento republicano, asimiló la realidad de un organicismo regional que se debía reconocer en forma de autonomía dentro de la unidad nacional, tal como preconizaba Giner de los Ríos. La entrada de una nueva hornada de intelectuales procedentes del campo krausista y de la Institución Libre de Enseñanza, sobre todo a partir del X Congreso de 1915, facilitó la comprensión del regionalismo como una realidad que iba más allá del municipalismo, bandera de los primeros socialistas al ser los Ayuntamientos las primeras instituciones en acceder.

    Más aún: Pablo Iglesias proclamó su esperanza en la capacidad de la burguesía catalana para regenerar España, en lugar de las ociosas y represivas élites madrileñas a las que llamaba «patriotas de doublé»⁹. El poder industrial y la actitud más liberal de aquéllas podrían favorecer el desarrollo capitalista de España y su renovación democrática, proceso en el que el PSOE no tendría inconveniente en ejercer su papel de oposición obrera. De ahí su participación en la Asamblea de Parlamentarios convocada por Cambó en 1917. Es en ese contexto de acercamiento al catalanismo en el que el PSOE aprobó en el XI Congreso de 1918 una moción que proponía la conversión de España en una Confederación republicana de nacionalidades ibéricas, por iniciativa de los socialistas catalanes, con el apoyo personal de Julián Besteiro y también con un escaso bagaje teórico. Besteiro, que ingresó en el partido en 1915 procedente del republicanismo, se convirtió en poco tiempo en Vicepresidente del mismo y en hombre de confianza de Pablo Iglesias, por entonces ya enfermo. Su talla académica legitimaba su autoridad intelectual entre los afiliados socialistas, de extracción obrera y campesina. Sostuvo la moción de la agrupación de Reus, ya de madrugada, en una comisión del Congreso en la que había veintiséis personas, frente al criterio de Verdes Montenegro, que insistió en la interpretación clásica del marxismo, reacia a los nacionalismos. Besteiro defendía, ya entonces, la plurinacionalidad de España, distinguiendo entre el Estado como construcción política artificial y elitista, y las nacionalidades naturales y populares. El contundente resultado de la votación, veintiún votos favorables a la moción frente a cinco contrarios, permitió que la misma no pasara al pleno. Así, la mayoría de delegados no supieron lo que en esa comisión se había aprobado.

    Por aquellos mismos días —diciembre de 1918— Besteiro había apoyado en las Cortes una iniciativa estatutaria de los diputados catalanistas, que se retiraron del hemiciclo ante el rechazo a la misma por el gobierno del liberal García Prieto. El dirigente socialista subió a la tribuna para mostrar su apoyo al catalanismo y exponer su teoría plurinacional¹⁰. Y el PSOE, de la mano de Largo Caballero —diputado por Barcelona— llegó a participar en la elaboración del Estatuto autonómico en enero de 1919. Pero en el Congreso Extraordinario de ese mismo año —el primero que el PSOE celebró para discutir su apoyo a la Revolución Rusa y su ingreso en la III Internacional—, los delegados madrileños presentaron una moción de censura contra él por ese apoyo a los catalanistas. Prieto advirtió que el discurso de Besteiro fue personal y que el resto de parlamentarios socialistas lo desconocían, lo que llegó a denunciar por carta al secretario de la minoría. Sin embargo, recomendó a los delegados madrileños la retirada de la moción, pero la censura constó en acta y en la transcripción de las sesiones de El Socialista. La moción confederal del año anterior fue sustituida por otra moderadamente autonomista, inspirada por Prieto y apoyada por Largo Caballero, tan reacio como el bilbaíno a los nacionalismos periféricos. Una nueva moción que se fue renovando en cada congreso y que sirvió de guía para la actuación del grupo parlamentario socialista de las Cortes Constituyentes de 1931.

    El contexto había cambiado: en febrero de 1919 estalló la huelga de «La Canadiense» y se recrudeció la lucha de clases en Barcelona. La burguesía catalana, aquélla en quien Pablo Iglesias había depositado sus esperanzas renovadoras, imploraba la ayuda del Ejército para reprimir a los huelguistas. El resultado fue el repliegue de los socialistas y del conjunto de las izquierdas respecto de la opción catalanista. Y fue negativo para el desarrollo teórico del PSOE: Besteiro, incansable investigador, abandonó el tema regional como objeto de estudio. En un momento de consolidación del PSOE durante los años 20 y 30, así como de ampliación de sus temas de análisis, hubiera sido de agradecer un debate interno sobre la materia provocado por las ideas plurinacionales de Besteiro frente a las jacobinas de la mayoría del partido. Sin embargo, resulta curioso que ni él ni Fernando de los Ríos, dos dirigentes con una capacidad intelectual innegable, mencionaran a los austromarxistas en sus escritos. Sí lo hacían, y con profusión, socialistas catalanes como Andreu Nin (15) y Rafael Campalans, promotores de la mencionada moción federalista. Pero Besteiro y De los Ríos, que habían estudiado en profundidad la filosofía y el derecho políticos de raíz germánica, ignoraron, al tratar la cuestión nacional, las ideas plurinacionales de los austromarxistas. Incluso a pesar de que Besteiro defendió en España lo mismo que en el Imperio Dual defendieron Bauer, Renner, Adler o Hilferding. Realmente es muy curioso ese desconocimiento.

    El PSOE llegó a las postrimerías de 1931 con un deslavazado debate interno sobre las posibilidades federales de la nueva República sin referentes coherentes y dentro del debate general que al respecto se movía en el campo republicano, igualmente falto de sostén intelectual riguroso. Si bien algunos dirigentes se proclamaban abiertamente federalistas —el catalán Fabra Ribas o los vascos Xanti de Meabe y José Madinabeitia— o partidarios del principio de subsidiariedad —Juan Sánchez Rivera—, fue Luis Araquistáin (2) —como años más tarde Anselmo Carretero— quien elaboró un programa federal para España en El ocaso de un régimen (1930), reedición de su España en el crisol de nueve años antes. Fue, no obstante, una propuesta aislada que no tuvo continuidad, y sí más bien rechazo del propio Araquistáin unos años después, cuando escribió: «El juego imprudente de las nacionalidades es siempre peligroso en un país como España, perennemente socavado por la anarquía racial y pudiera muy bien conducirnos a otra atomización cantonalista como la de 1873, que destruyó la Primera República»¹¹.

    De hecho, el debate interno del PSOE sobre el federalismo lo cerró el propio Fernando de los Ríos con una frase tajante en el Congreso Extraordinario de 1931, en respuesta a la moción federalista presentada por Pla Armengol en representación de la delegación barcelonesa: «El federalismo ya no es cosa del día». La propuesta, así despechada, ni siquiera se votó. La posterior intervención de Asúa en la presentación del proyecto constitucional, la de De los Ríos en la discusión del Título Preliminar, la de Manuel Cordero en la del Título I, y las de otros dirigentes republicanos a lo largo del debate, mostraban que el pensamiento jurídico y político de la época entendían el federalismo sólo como una fórmula de pacto entre territorios soberanos para constituir un nuevo Estado, y no como la descentralización política de un Estado ya constituido. Es decir, para el republicanismo y el socialismo de entonces sólo había federación de territorios, pero no federalización de un territorio. A Kelsen, que ya había entendido el Estado federal como la culminación de un proceso de descentralización política, lo habían citado poco.

    Ciertamente, esta cuestión la dejó sin resolver Pi y Margall. En Las nacionalidades (1876) y Las luchas de nuestros días (1890), Pi se plantea a sí mismo la posibilidad del federalismo en un Estado ya constituido, y no se acaba de responder de manera clara¹². Su defensa teórica del pacto sinalagmático le llevaba a contradecirse con su actuación práctica al frente de la presidencia del Consejo y del Ministerio de la Gobernación durante la Primera República, cargos desde los que reprimió con dureza el levantamiento cantonalista que, mal que bien, defendía su propia teoría. No obstante, el maestro federal dejó claro que la soberanía de los territorios para pactar un nuevo Estado finalizaba en el pacto y no se mantenía una vez constituido el nuevo Estado, que tendría un carácter federal pero unido y con una única soberanía popular. De acuerdo con ello, defendió el uso de la fuerza estatal para impedir la disgregación del territorio, con lo que eliminó la posibilidad de la secesión federal, sí defendida en Cataluña por su antiguo correligionario Valentí Almirall¹³.

    A pesar de eso, los republicanos y los socialistas de 1931 veían el federalismo no ya como una opción inviable para la España de entonces sino también disgregadora. Sobre todo los segundos temían que, frente a la visión positiva de Ortega, una excesiva regionalización provocara la proliferación de nuevas élites políticas sometidas a los caciquismos regionales en detrimento del potencial transformador del proletariado español, cuya unidad había que preservar a toda costa. De ahí el empeño de Largo Caballero por mantener las competencias sociales y laborales del gobierno central frente a las pretensiones de Esquerra Republicana de Catalunya, a la que los socialistas acusaban de estar sometida a la CNT, el rival de la UGT en el campo sindical.

    Sin embargo, un incidente parlamentario estuvo a punto de dar al traste con la estrategia antifederal. Durante la discusión del Título Preliminar, el socialista Araquistáin presentó una enmienda a la definición de la República del artículo Primero, añadiendo, a la de «República democrática», la de «y de trabajadores»¹⁴. Esto, que no estaba en el proyecto, provocó la inmediata reacción del Partido Radical, que contestó apoyando una enmienda del galleguista Otero Pedrayo en favor de la «República Democrática y Federal», que en condiciones normales iba a pasar desapercibida. Comoquiera que el PSOE mantuvo su enmienda, se llegó a la votación de la de Pedrayo, que inopinadamente, y gracias al apoyo radical, fue aprobada, por lo que la República fue, momentáneamente, también federal. Ante la situación creada, el avezado abogado García Valdecasas reaccionó y sugirió a Besteiro, que era el presidente de las Cortes, que la enmienda, a pesar de haber sido aprobada, se ratificara al final del debate constituyente porque predeterminaba una forma de Estado que en realidad debía cerrarse en la discusión de los artículos 8 y siguientes del Título Primero. Besteiro, agradecido por los reflejos de Valdecasas, y con la anuencia de un tan sorprendido como resignado Otero Pedrayo, aplazó la incorporación de la enmienda al texto, que finalmente fue olvidada.

    Podemos decir, pues, que las nuevas tendencias autonomistas del PSOE y de los republicanos, inspiró la fórmula gradualista del Estado integral para la nueva República, que combinaba la autonomía regional con la vinculación de las provincias al poder central y la reconocía de forma gradual en función del desarrollo económico, político y social de la región, tal como señalaba la ya citada resolución socialista de 1919. Una fórmula —a la que se atribuyen diversas paternidades—¹⁵ que apunta a una descentralización regional de tipo especial más que a un federalismo general.

    Quienes sí defendieron explícitamente el federalismo en las Constituyentes fueron, como no podía ser de otra manera, los miembros del Partido Republicano Federal. Sin embargo, se trataba de un residuo del antiguo partido de Pi y Margall, Figueras, Castelar o Salmerón. La división entre los herederos de tales personalidades había debilitado, sin duda, la fuerza del federalismo, que aparecía con más ímpetu en los discursos de los diputados catalanes y de los gallegos¹⁶.

    Las diferencias entre los discursos de Franchy Roca, Valle, Ayuso o Pi y Arsuaga (hijo de Pi y Margall) no eran baladíes. Reflejaban una doble concepción del federalismo que ya se planteó en la Asamblea de Zaragoza de 1873 entre el pactismo sinalagmático de Pi y Margall y el organicismo de Salmerón y Eduardo Chao. La diferencia no era de objetivo —la constitución de la Nación Española—, sino de trayecto: de abajo arriba sobre la base de pactos territoriales en Pi, de arriba abajo mediante la descentralización de un estado ya constituido, en Salmerón y Chao. El federalismo orgánico reserva fuertes poderes para el Estado central, tanto implícitos como atribuidos, y es el modelo más común en el constitucionalismo actual en su forma cooperativa¹⁷.

    José Franchy Roca (5), a diferencia de algunos de sus compañeros, mantenía sobre el papel la libertad de pacto de los territorios pero, en el contexto constituyente, todo lo más para intentar admitir la federación de regiones, que finalmente sería rechazada. Su doctrina se adaptó a la realidad del momento y la presentó como un avance en la descentralización de un Estado ya constituido, con lo que contestaba las tesis de Jiménez de Asúa. Fue, entre los diputados federales, el que presentó un discurso más elaborado y el que alcanzó un mayor relieve político, llegando a ser ministro de Industria en el segundo gobierno Azaña.

    Y quienes también defendieron el federalismo fueron los anarquistas, aunque más para su propio movimiento que para la organización de un Estado en el que no creían. El principio federativo de Pierre-Joseph Proudhon era el plan de organización de un movimiento desde la base, mediante la cooperación entre comunidades que van asumiendo mayores competencias de gestión en lo económico y social, hasta llegar a una organización política horizontal de autoridad compartida y nunca por encima de aquéllas. En el anarquismo la libertad no se delega en un Estado superior, sino que se comparte con los demás miembros de la comunidad. El acento federal en la propia organización y en su modelo de gestión alejó al anarquismo español de una propuesta concreta de organización territorial del Estado. Todo lo más, y en el contexto revolucionario de la guerra civil, la CNT se manifestaba partidaria de reorganizar la estructura política a través de una Federación Ibérica de Repúblicas Socialistas¹⁸. Sin embargo, a su innato federalismo sinalagmático hay que añadir el rechazo histórico a los nacionalismos periféricos de carácter burgués que, en su opinión, pretenden construir en sus territorios la misma estructura opresora contra el proletariado. Juan García Oliver (20) inspira, si es que no redacta, el Manifiesto del Comité de la CNT en el exilio que reproducimos en estas páginas. El documento reitera el recuerdo al maestro federal Pi y Margall pero opone su obrerismo a la recreación de pequeños estados burgueses en manos de los que llama «autonomistas de ayer, separatistas de hoy». A pesar de su publicación después de la guerra, resume bien los postulados del anarcosindicalismo español durante la Segunda República.

    2. Cataluña

    Sin duda, chocaban las ansias de la voluntad catalana con las prudencias de la voluntad española. Ello no sólo se vio claro en la discusión, ya explicada, en torno la preeminencia de la Constitución sobre el Estatuto, sino en la discusión de otros temas capitales como el marco competencial, la Hacienda regional, la enseñanza y el orden público. Sobre la primera, hay que decir que Niceto Alcalá Zamora (7), que estaba detrás de la enmienda presentada por el diputado César Juarros, pergeñó un sistema de reparto de competencias más afilado que el de la Constitución de 1978, un galimatías que no ha hecho sino generar confusión y una reiterada litigiosidad en el Tribunal Constitucional, derivada sobre todo por la colisión entre la legislación básica del Estado y el desarrollo legislativo de las Comunidades Autonómicas. Alcalá Zamora planteó, con matices, el reparto típico de las constituciones federales, proponiendo un artículo de competencias exclusivas del Estado (artículo 14), otro de competencias legislativas del Estado y ejecutivas de las regiones autónomas (art. 15), y otro de competencias regionales (art. 16), dejando la cláusula residual en favor del Estado central. Las resistencias de dos ministros socialistas, Largo Caballero y Prieto, a ceder las competencias de legislación laboral y de regulación bursátil, dejaron abierto el artículo 16. Las renuencias de los nacionalistas a que el artículo 16 quedara sin definir fue contestada por el socialista Cordero en el sentido de que eso, en realidad, les favorecía, pues al no predeterminar su límite competencial podría ampliarse en el futuro.

    Alcalá Zamora, dentro de su organicismo regional prudente¹⁹, demostró con esta enmienda una comprensión de las pretensiones nacionalistas que no teorizaba sino que, como buen iusprivatista, llevaba a lo concreto. En ese momento de la discusión entendió que lo importante era definir bien las competencias más que elucubrar sobre la competencia de las competencias, es decir, sobre cuestiones de soberanía. Zamora formaba parte de un grupo de diputados que no se unieron orgánicamente pero que, al margen del Partido Radical, representaban una línea liberal de comprensión del problema catalán sin miedo a la descentralización política pero dejando clara la soberanía del Estado. A ella se sumaron diputados de una reconocida formación jurídica como Felipe Sánchez Román (8) y Ángel Ossorio y Gallardo (11), quienes, podemos decir, seguían los criterios de Adolfo Posada, que representan un nacionalismo español liberal (del que tampoco eran ajenos la izquierda de Azaña y de buena parte del socialismo). En esa línea central estaba también Ortega, desde fuera de la cultura jurídica. Era una línea que no formaba estrictamente parte de la mayoría republicano-socialista (aunque Sánchez Román se acercó posteriormente a ella), pero cuyos planteamientos autonomistas eran compatibles con ella. No se podía decir lo mismo de Antonio Royo Villanova (6), que aun siendo catedrático de Derecho Administrativo, defendía una línea más derechista y claramente reacia a las concesiones autonómicas, sobre todo si iban a parar a Cataluña. Tozudez y nobleza, sufrida la primera pero reconocida la segunda, se reunían en el incansable diputado aragonés. Su obstruccionismo, sin embargo, no le evitó una seria admonición del socialista Andrés Saborit: «me parece perfectamente lícito el derecho de S.S. a defender un voto particular o una enmienda; a lo que S.S. no tiene derecho es a injuriar a toda una región y a maltratarla con un exceso de lenguaje que yo no me explico cómo el Parlamento y la Presidencia han tolerado»²⁰.

    Siguiendo la estela inicial de Royo, las formaciones derechistas que cobrarían protagonismo más tarde, como la Renovación Española de Goicoechea, el Partido Nacionalista Español de Albiñana, la Comunión Tradicionalista de los carlistas y finalmente el Bloque Nacional de Calvo Sotelo, mantendrían un discurso claramente alérgico a cualquier descentralización, sobre todo a Cataluña. Toda cesión de poder político implicaba para ellos la entrega de una parte de la soberanía nacional, la disgregación del Estado y, en consecuencia, la pérdida de la Nación española como unidad de destino. No se trataba, como en el caso de las izquierdas, de ciertas reticencias ante una excesiva delegación de poder en nombre de la igualdad, sino de una antinomia de nacionalismos: el español frente al catalán y al vasco. La apelación a la monarquía católica y a la lengua castellana (Dios, Patria, Rey en los carlistas, Religión, Patria y monarquía en los nacionalistas de Albiñana) como rasgos tradicionales

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