La responsabilidad de las multitudes
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Manuel Azaña Díaz
Manuel Azaña Díaz (Alcalá de Henares, 1880 - Montauban, 1940). Escritor, jurista y político español, miembro de la Generación del 14, Presidente del Gobierno (1931-1933) y Presidente de la República Española (1936-1939), su figura está inseparablemente unida a la del último proyecto republicano español. Hombre de gran talla intelectual y erudición, sus ideas democráticas y sociales, así como el valor que siempre otorgó a la palabra, le elevaron a la más alta magistratura de la República hasta convertirlo en su máximo exponente, desde donde intentaría liderar para España un profundo proyecto de renovación en torno a su fe inquebrantable en el ideal reformista. Las relaciones con la Iglesia, la estructura del Ejército y su adaptación a los nuevos tiempos, la cuestión agraria y la instrucción pública, centraron sus esfuerzos renovadores. El Estado y el Derecho serían para él los grandes cauces a través de los cuales España, a la que tanto cariño guardó siempre, comenzaría una nueva etapa de progreso y Justicia. El estallido de la Guerra Civil y la derrota del gobierno republicano serían correlatos, sin embargo, del hundimiento de su propia esperanza.
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La responsabilidad de las multitudes - Manuel Azaña Díaz
CLÁSICOS E INÉDITOS DEL DERECHO PÚBLICO ESPAÑOL
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Con apenas 20 años, un joven Manuel Azaña alcanzaría el grado de doctor con esta memoria de sugerente título, La responsabilidad de las multitudes, que anticipaba con extraña clarividencia el futuro mismo del gobernante y estadista. Quien desde el poder tendría que hacer frente, en más de una ocasión, al actuar indómito de las multitudes, consagró a éstas su trabajo seminal en el campo del Derecho, disciplina que siempre cultivó hasta el fin trágico de sus días. Al Azaña político y escritor hemos de sumar un Azaña jurista, portador inquebrantable de una fe en la fuerza de la Ley que, desde sus tempranos días en la Universidad a sus últimos esfuerzos en la República, vertió permanentemente sobre su idea de una España renovada.
Su casi inexplicable fascinación por las colectividades humanas y por las reglas que las rigen recorre las páginas de una vibrante tesis doctoral que, con fina pluma y cuidado estilo, se adentra en la psicología de las masas, el derecho penal, la criminología y la sociología para, en contra del positivismo entonces imperante, defender la imputabilidad jurídica de la acción colectiva. Una obra inicial de Azaña que tradicionalmente ha merecido muy poco tratamiento historiográfico, y que aquí se edita, por primera vez, de forma independiente. Y es que no se puede entender al Presidente y su concepción de la política sin conocer la raíz jurídica de su pasión por las multitudes, por esas multitudes ante las que él tantas veces se convertiría en orfebre de la palabra.
Azaña o la fe en el derecho
Un soñador sin ventura
Noviembre de 1940. Unos días antes había sufrido un derrame cerebral. En un estado de nerviosismo e inquietud permanente, pasa las horas con continuos ataques de tos, escupiendo sangre y sufriendo espasmos. Sin sueño, sin dormir. Perdida la cordura, se escapa de sus más allegados y sale de su habitación al pasillo del pequeño hotel del pueblo francés donde malvive. Dice ir a hacer gestiones para salvar gente, para salvar a los españoles de los campos de concentración. Avanza por el pasillo, nervioso, pero pronto se da de bruces con la pared. «Ya me han tapiado para que no llegue a tiempo», exclama como el loco Don Quijote. Angustiado, vuelve a recorrer el pasillo, y vuelve a enfrentarse a la fría pared. No puede salvar ya a nadie. Desde la habitación, su mujer le implora, llorando, que regrese a la habitación y descanse.
En los últimos momentos de su exilio y de su vida, en Montauban, rodeado y acosado por tropas nazis y esbirros franquistas, Manuel Azaña enferma, enloquece, llora y, finalmente, muere. Como Cervantes o su trasunto, Alonso Quijano, la invención que más admiró en su vida¹, el Presidente es consciente en su última lucidez del pretendido fracaso de aquello a lo que había dedicado tanto esfuerzo, tanto sufrimiento y tiempo. Ambos, Cervantes y Azaña, habían nacido en la misma calle de Alcalá de Henares, uno enfrente de otro a pesar de los siglos. Ambos habían entrado en la Historia en su vejez, en su decadencia vital, cuando ya pensaban que sus existencias no habían valido la pena. Y ambos, el Cervantes de Don Quijote o el Don Quijote de Cervantes, y el Presidente de la República Española, terminaron muriendo en la soledad de la extraña lucidez de la locura.
Quizá sea éste el amargo destino reservado a los grandes hombres y mujeres de nuestra peculiar historia patria. Vilipendiados o, peor aún, olvidados, reposan en los anaqueles polvorientos de los pocos fastos oficiales que en su honor se realizan. No dio tiempo a preparar como se merecía el aniversario de Cervantes, dijeron los prebostes que nos intentan gobernar, a pesar de que llevábamos una antelación de cuatrocientos años conociendo la fecha exacta. Y si eso ocurría con quien, para bien o para mal, recibe elogios de cierto nacionalismo español poco dado a ejercicios de memoria, no es de extrañar la política continua de desprecio (porque el olvido lo es) a la que la figura de Azaña han decidido sumir. En su ciudad natal muy pocos conocen que el Presidente nació y vivió allí, si es que son conscientes de quién fue, y prácticamente nadie sabe que su casa permanece intacta al lado de la de Cervantes, siempre concurrida. Apenas una placa, llena de pegatinas y casi ilegible, recuerda el natalicio del insigne político. Y eso que Azaña, como nos recuerda José Esteban en su edición de Tierras de España², posiblemente haya sido el político español que más claves ha ofrecido sobre su persona. Diarios, discursos, novelas con tintes autobiográficos, cartas y ensayos se entremezclan con las impresiones que el propio autor tenía sobre su propia vida y la de que quienes le rodeaban. Pero todo el esfuerzo de Azaña por arrojar luz sobre su misma figura se ha enfrentado siempre a la complejidad tanto del pensamiento y la obra del Presidente, como del difícil e intrincado contexto que le tocó lidiar. A ello hemos de sumarle el esfuerzo propagandístico, prácticamente sin precedentes, de los vencedores de la Guerra por tergiversar, cuando no eliminar, su trayectoria. Aún hoy, después de casi ochenta años de su muerte, el pueblo de Castilla la Mancha que durante siglos se llamó Azaña mantiene la ficticia denominación de Numancia de la Sagra: el franquismo, simplemente, no podía soportar ni tolerar que el nombre de un municipio español coincidiera con el del Presidente de la República. Pero el ataque a su persona, llevado al paroxismo durante la dictadura, ya había comenzado tiempo atrás. Y es que Azaña siempre tuvo el inconveniente de un excesivo personalismo, paradójicamente, no pretendido³. No poseyó un partido de masas ni tuvo nunca un apoyo parlamentario propio lo suficientemente sólido como para sostenerse en él, pero al tiempo se convirtió en cabeza visible de la República y punto donde convergían los diferentes intereses contrapuestos. Su prestigio y el poder de su palabra, de la que era un verdadero orfebre⁴, garantizaban más la permanencia y estabilidad de su mandato que la política de pasillos y de facciones, por él tan aborrecida. Al estar en el centro del fragor republicano y ser tachado a ambos lados del mismo como moderado, y más en medio de las graves situaciones y circunstancias por las que tuvo que atravesar el nuevo régimen constitucional, las descalificaciones, las mentiras y los insultos se sucedieron sin cesar. Atacado por los anarquistas y la derecha tras el trágico suceso de Casas Viejas, por los elementos más reaccionarios de la España de la época tras los hechos de Barcelona en el treinta y cuatro, y por parte de la propia izquierda durante la Guerra, el perfil de Azaña se terminó desfigurando hasta para sus propios partidarios⁵. No es de extrañar que cuando Cipriano de Rivas Cherif, cuñado y mejor amigo del Presidente, terminara de escribir la primera biografía del gobernante, la titulara Retrato de un desconocido⁶. De un desconocido para casi todos, de un enigma por descubrir. «Pocas figuras hay en la Europa contemporánea tan originales y tan