Llega el monstruo: COVID-19, gripe aviar y las plagas del capitalismo
Por Mike Davis
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Con un lenguaje accesible y riguroso, Davis reconstruye la historia científica y política de un apocalipsis viral en desarrollo, exponiendo los roles centrales de los agronegocios y las industrias de comida rápida, apoyados por Gobiernos corruptos, en la creación de las condiciones ecológicas para el surgimiento de esta nueva plaga.
Mike Davis
R. Michael Davis is Professor of Plant Pathology at University of California, Davis. Robert Sommer is Distinguished Professor of Psychology Emeritus at University of California, Davis, and the author of Personal Space and Tight Spaces, among other books. John A. Menge is Professor Emeritus of Plant Pathology at University of California, Riverside.
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Llega el monstruo - Mike Davis
INTRODUCCIÓN
El monstruo
llama a la
puerta
Estoy escribiendo este capítulo en la primera semana del mes de abril de 2020, en el ojo del huracán, como quien dice, refugiado en mi garaje con abundantes latas de pasta, unas cuantas pintas de Guinness y varios manuales de virología. Hace unas semanas compré por internet un ejemplar de El monstruo llama a nuestra puerta, porque hace ya mucho tiempo que regalé todas mis copias. Supongo que inconscientemente no quería tenerlo en mis estanterías para así liberarme de la ansiedad que me había provocado escribirlo. Pero la amenaza de una pandemia mundial —muy probablemente alguna gripe aviar— seguía estando muy presente en mi melancólica mente celta, junto con el fantasma del hermano pequeño de mi madre, cuya muerte en 1918 a consecuencia de la gripe española ella aún lamentaba décadas después.
Sin embargo, como los pobres habitantes de Londres en la novela de Daniel Defoe Diario del año de la peste, hoy estamos encerrados en nuestros hogares, nerviosos, gracias a un misterioso virus que escapó de un murciélago y se presentó en una de las megaciudades del mundo. La aparición del SARS-CoV-2 (coronavirus tipo 2 del síndrome respiratorio agudo grave), que causa la COVID-19 (acrónimo de coronavirus disease, «enfermedad del coronavirus»), no fue del todo inesperada. En el año 2003, su hermano mayor, el SARS-CoV (coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave) había dado un buen susto al mundo, y otra iteración mortal, el MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio), apareció en Arabia Saudita en 2012 y ha matado a casi un millar de personas. Pero, según la mayoría de los científicos, los coronavirus no eran más que un equipo que se encontraba en la parte más baja de la clasificación en la incipiente liga viral, eclipsados por grandes goleadores como el H5N1 (gripe aviar), el ébola e incluso el virus del Zika.
Según mis editores actuales, la pandemia ha otorgado nueva relevancia a mi viejo Monstruo de la gripe, la mayor parte del cual aparece de nuevo reproducido aquí. En cualquier caso, debería insistir en que la amenaza de un estallido de la gripe aviar y su propagación mundial continúa siendo «inminente». El monstruo de la gripe original, la cepa H5N1, cuenta en estos momentos con unos hermanos aviares aún más letales —H7N9 y H9N2— y, tal como advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS), los virus de la gripe disponen de un «vasto reservorio silencioso en las aves acuáticas», y «su erradicación es imposible».[1]
Además, como ha señalado Rob Wallace en un libro excelente, la cría industrial de aves de corral para las empresas de comida rápida se ha convertido en una diabólica incubadora y distribuidora de nuevos tipos de gripe.[2] Dada la inevitabilidad de las pandemias de la gripe, el desarrollo de una vacuna universal de la gripe que proporcione varios años de inmunidad contra todos los subtipos de gripe A ha de ser la máxima prioridad, pese al desinterés de quienes solo buscan réditos en la industria farmacéutica.[3]
El SARS-CoV-2, mientras tanto, se extiende por todo el mundo agitando unas inesperadas alas parecidas a las de la gripe: un alto nivel de transmisión que se ve potenciado aún más por el número de portadores invisibles, es decir, de personas contagiosas que carecen de síntomas fácilmente identificables. También mata por neumonía bacteriana y viral, igual que la gripe. Debido a estas semejanzas, el desarrollo de trabajos dedicados a modelar las probables dinámicas y la geografía de una pandemia de la gripe aviar es hoy en día un recurso inestimable en la batalla contra la COVID-19. Pero el virus actual y su género materno, Coronaviridae (coronavíridos), presentan diferencias radicales respecto a las gripes y, de hecho, al resto de los virus ARN. Vamos a analizar más detenidamente el SARS-CoV-2.
Coronavirus: eclipses mortales
Los virus, que probablemente son los responsables del 90 por ciento de las enfermedades infecciosas, son básicamente genes parásitos que secuestran la maquinaria genética de las células que invaden para hacer infinidad de copias de sí mismos. El pequeño grupo de virus basados en ADN cuentan con un mecanismo de revisión incorporado para asegurar una réplica exacta, pero los virus regulados por ARN, como las gripes y los coronavirus, carecen de él. Como resultado, algunas especies se comportan como extravagantes fotocopiadoras funcionando a altísima velocidad que constantemente escupen copias plagadas de errores. Como señala un reciente artículo publicado en The New England Journal of Medicine: «El genoma humano ha necesitado ocho millones de años en evolucionar un 1 por ciento. Muchos virus ARN de origen animal pueden evolucionar en más de un 1 por ciento en cuestión de días».[4] Al producir tal cantidad de versiones inexactas de sus genomas, estos virus tienen una enorme ventaja para resistir al sistema inmunitario humano porque inevitablemente aparecerán copias que como mínimo ofrecerán una resistencia parcial a los anticuerpos producidos en infecciones anteriores o generados mediante la vacunación.
Durante décadas, los virus —partículas más pequeñas que las bacterias que atraviesan fácilmente los filtros de porcelana— fueron el gran enigma de la microbiología moderna. Pudieron visualizarse por vez primera a finales de los años treinta, poco después de la invención del microscopio electrónico. Los científicos quedaron muy sorprendidos ante el impresionante despliegue de estructuras y formas diferentes. Por ejemplo, la gripe A —un género viral más peligroso que las influenzas B o C, que son las que causan los resfriados comunes y las gripes de invierno— parece una mina naval: una esfera recubierta con pinchos. Los virus que infectan bacterias se parecen a pequeños módulos de descenso espaciales y el ébola a un gusano. Los Coronaviridae, descubiertos en 1937, son como diminutos eclipses solares. En una micrografía, sus prominentes «salientes» —proteínas S, que permiten que el virus se agarre a la superficie de una célula— sin duda le confieren la apariencia de una corona solar durante un eclipse total. De ahí el nombre de la familia.[5]
Los coronavirus son inusuales en varios aspectos: en primer lugar porque su genoma, una única hélice retorcida dentro de una cápsula de proteína, es la molécula de ARN más larga en la naturaleza. Los «nucleótidos» son los componentes estructurales de los genomas del ADN y del ARN. Los virus de gripe A tienen catorce mil agrupados en ocho segmentos separados, que codifican entre diez y catorce proteínas. Los coronavirus, en cambio, tienen treinta mil nucleótidos. Al igual que la gripe A, tienen dos modos de evolución principales. La acumulación de pequeñas mutaciones inevitablemente da lugar a nuevas cepas o subtipos. Este proceso se conoce como deriva antigénica.[6]
Mucho más dramático —presentando la misma relación con la deriva que la revolución con la reforma— es el cambio antigénico. Si una célula animal o humana es infectada de forma simultánea por dos virus de gripe distintos (por ejemplo, uno de un ave silvestre y otro de una cepa de transmisión humana), la réplica puede reorganizar la plataforma genómica. Los segmentos letales del virus de la gripe de las aves silvestres pueden terminar agrupados con los segmentos de una gripe que previamente haya circulado entre la gente y que tenga la llave para desbloquear las células humanas. Para seguir el resto del libro es importante saber que las moléculas que a menudo se intercambian en estas recombinaciones son hemaglutininas (HA) específicas de cada especie, las llaves únicas que utilizan los virus para abrir las células huésped, y neuraminidasas (NA), las maestras de la fuga que ayudan a que los nuevos virus se desprendan de la membrana de la célula infectada para lograr una mayor propagación (de ahí la fórmula del subtipo de gripe, HxNy). Como ya indicaba en el Monstruo original, «por favor, recordad esto. Evitará posteriores confusiones cuando os encontréis con una serie de personajes malvados llamados H3N2, H9N1, H5N1, etcétera». Los virólogos suponen que estos tipos «recombinados» que aúnan virulencia con facilidad de infección fueron los responsables de las pandemias de gripe que estallaron en 1890, 1918, 1957, 1968 y 2009. Sin embargo, la mortalidad de la «gripe española», que infectó completamente a la mitad de la raza humana, era dos órdenes de magnitud superior que las otras: un 2 por ciento de mortalidad frente a un 0,02 por ciento.
Una segunda característica inusual de los coronavirus es que tienen una mayor capacidad para cambiar de forma que los Orthomyxoviridae, como la gripe A. Dado que su genoma es una hebra única no segmentada, no pueden reorganizar la plataforma como lo hace la influenza mediante la agrupación de segmentos separados de diferentes cepas. Pero lo que ellos logran es todavía más asombroso: una recombinación, es decir, «el empalme de diferentes partes de los genes (que codifican la misma proteína) de distintas especies».[7] Citando un manual de virología estándar:
El genoma de ARN del coronavirus experimenta una alta frecuencia de recombinación, hasta un 25 por ciento para todo el genoma del coronavirus. Esto resulta significativo porque los genomas no segmentados de la mayoría de los virus ARN exhiben niveles de recombinación que van de bajos a indetectables.
Esta capacidad de los coronavirus para recombinarse a alta frecuencia, junto con su elevada tasa de mutación (que es una propiedad de todos los virus ARN), también puede permitirles adaptarse a nuevos huéspedes y nichos ecológicos con más facilidad que otros virus ARN. La recombinación también puede ocurrir entre diferentes cepas de coronavirus, proporcionando oportunidades adicionales para que estos virus se adapten a nuevos nichos.[8]
Antes de la aparición del SARS en 2002-2003 (este será el tema del capítulo 4), los coronavirus eran sobre todo de interés para la ciencia veterinaria. Aunque se creía que dos cepas humanas identificadas causaban entre el 10 y el 20 por ciento de los resfriados (los rinovirus humanos son los principales culpables), la mayor parte de la investigación se centraba en brotes mortales en cerdos, ganado bovino, pavos y otros animales domésticos, especialmente en las crías.[9] El virus de la diarrea epidémica porcina, que fue identificado por primera vez en China en 1971, mató a millones de lechones y dejó una sombra de duda permanente sobre la producción porcina. En los años noventa se demostró que otro coronavirus, el coronavirus bovino, había sido la causa de varias enfermedades letales que afectaban al ganado bovino, incluida la misteriosa «fiebre del transporte». En tales casos, la presión del confinamiento extremo en los corrales de engorde industriales y en la ganadería porcina intensiva destrozan el sistema inmunitario de los animales y sin duda aceleran la aparición de nuevos tipos de coronavirus, así como su creciente capacidad de transmisión entre especies.[10]
El SARS coincidió con un resurgimiento de la gripe aviar (el primer brote importante se había producido en Hong Kong en 1997), con la que se le confundió inicialmente. Nadie sospechó que fuera causado por un coronavirus, y esto provocó una avalancha de desinformación desde los principales centros de investigación. Finalmente, un equipo de expertos de la Universidad de Hong Kong aisló y cultivó un agente patógeno nuevo que resultó ser un coronavirus desconocido hasta ese momento, el SARS-CoV. (De manera nada elegante, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades —CDC por sus siglas en inglés— de Estados Unidos trataron de reclamar el mérito por este descubrimiento, pero fueron desacreditados por la comunidad científica internacional).[11]
A diferencia de los coronavirus animales, y también de la gripe española, por lo general el SARS no afectaba tanto a los jóvenes mientras que mataba a la mitad de los pacientes ancianos infectados. El periodo de incubación era variable, de cuatro días a dos semanas, pero solo se volvía transmisible cuando la gente presentaba síntomas. Por este motivo, la epidemia fue contenida mediante la adopción de pruebas exhaustivas, el rastreo de los contactos y el aislamiento de los casos. Mientras el VIH (un retrovirus) continúa matando a centenares de miles de africanos en un segundo plano, el SARS activó las alarmas de que una nueva pandemia vírica era inminente, una que nos amenazaba a todos, con independencia de las costumbres sexuales o del uso de agujas. Como escribió Estair Van Wagner en una colección de ensayos sobre el SARS, redes globales y ciudades del mundo:
El SARS ha imposibilitado garantizar que el territorio sin fronteras de hoteles, bloques de apartamentos, e interminables edificios de oficinas y centros de convención que facilitan la movilidad de la élite trasnacional esté libre de enfermedades. Ante un posible brote de gripe aviar […] la presunción de que nuestra infraestructura sanitaria y de gestión tiene el conocimiento o el poder para controlar enfermedades infecciosas ya no se sostiene y resulta peligrosamente arrogante.[12]
A medida que aumentaban los casos de gripe aviar en 2004-2005, el H5N1 saltó a la palestra y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC) de la Casa Blanca se apresuró a elaborar una Estrategia Nacional para la Gripe Pandémica que se vio complementada con un informe de implementación de medidas publicado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos (DHHS). Otros informes y actualizaciones (el último, de 2017) especificaban con mayor detalle las inversiones que debían hacerse de forma urgente en la detección, los ensayos, el desarrollo de vacunas, la protección de la infraestructuras críticas, etc.[13] Del mismo modo, en 2005 la OMS creó el Comité de Emergencia, que actualizaba sus directrices para los Estados miembros y definía sus responsabilidades en caso de que se produjera un brote de este tipo. El SARS fue degradado, a pesar de que había alcanzado la categoría de pandemia, porque carecía de la capacidad mortal de la gripe de ser propagado por individuos asintomáticos y presintomáticos. Mientras tanto, los virus del Ébola (hay cuatro en los seres humanos) auguraban un apocalipsis biológico alternativo. La enfermedad del ébola se disemina rápidamente y tiene una tasa de mortalidad temprana del 90 por ciento en algunas zonas. Los investigadores de las pandemias no tardaron en configurar escenarios para su propagación fuera de África.
Entonces, en 2012, la «maldición de Tutankamón» golpeó a Arabia Saudita: una nueva enfermedad parecida al SARS causada por un coronavirus propio de los murciélagos de las tumbas egipcias y que se transmitía a los seres humanos a través de dromedarios infectados y, tal vez, cabras. El síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), como se lo llamó, fue posteriormente contraído por un visitante coreano y dio lugar a un pequeño brote en Corea del Sur.[14] En 2017, se había informado de cerca de dos mil casos con una tasa de mortalidad —del 36 por ciento— que avanzaba lentamente hacia los niveles del ébola. La gran mayoría de los pacientes habían estado en contacto con animales infectados y en los pocos casos en que se había transmitido entre humanos, implicaba un contacto íntimo con personas que presentaban los síntomas. Según los científicos, esto indica que el MERS ha sido incapaz de adaptarse por completo a la transmisión humana. Por otro lado, les alarmó su inesperado talento para cruzar fácilmente la barrera entre las especies.[15]
En Texas, un grupo de científicos hicieron rápidos avances en la investigación de la vacuna del MERS, pero el interés que esto generó fue mínimo. Previamente habían desarrollado con éxito una vacuna del SARS, pero no lograron encontrar un patrocinio corporativo o gubernamental interesado en ensayarla y fabricarla. A principios de marzo, el investigador principal, el doctor Peter Hotez, decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en la Universidad de Baylor, afirmó ante la Comisión de Ciencia que creía que la vacuna —que lleva años guardada en un congelador— podría haber proporcionado una protección cruzada contra la COVID en caso de que hubiera estado disponible en cantidades suficientes y de que hubiera sido probada sobre el terreno durante los primeros meses del estallido. «Hay un problema inherente al ecosistema en el desarrollo de la vacuna, y tenemos que arreglarlo».[16]
No obstante, el MERS sí estimuló la exitosa investigación de coronavirus en los murciélagos. En 2003, investigadores del SARS identificaron rápidamente a las civetas —pequeños mamíferos carnívoros de aspecto felino que se consumen, irónicamente, porque los curanderos tradicionales creen que cura la gripe— como portadoras directas de la enfermedad;
