Yo, Presidente/a: Lecciones de liderazgo de cinco gobernantes
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Yo, Presidente/a - Paula Escobar Chavarría
Agradecimientos
PRÓLOGO
Peso y estatura de la presidencia
En el momento de completarse este libro, conviven en Chile cinco ex presidentes de la República. Ninguno de ellos está bajo persecución por alguno de los otros, ninguno enfrenta una amenaza por la condición que tuvo y no hay entre ellos ninguna otra discrepancia que no sea estrictamente política. Esta situación difiere de la que hubo mientras estuvo vivo el antecesor de todos ellos, el general Augusto Pinochet, y es por seguro un panorama excepcional en la historia del Chile moderno, por no hablar de América Latina.
Esta excepción habla, quizás, de la calidad de la reconstrucción democrática iniciada en 1990, o acaso de la madurez de la sociedad chilena, o tal vez de la vitalidad de unas instituciones capaces de adaptarse al cambio. Pero antes que todo eso habla de la singular eminencia que tiene en este país la Presidencia.
Cuando se dice que Chile es uno de los países más presidencialistas del mundo se suele omitir el hecho, no puramente psicológico, de que quienes acceden a ese cargo sienten sobre sí la responsabilidad de la República. La investidura es lo que une a un providencialista como Patricio Aylwin con un republicano como Ricardo Lagos, a un católico como Sebastián Piñera con una laica como Michelle Bachelet. Eduardo Frei Ruiz-Tagle es quizás el caso donde estas dimensiones son más agudas, porque vivió su juventud como hijo de uno de los presidentes más solemnes de la historia, Eduardo Frei Montalva.
De eso trata este libro.
Su propósito declarado es explorar en las distintas formas de liderazgo que estos cinco presidentes representan, aunque lo que muestra es la manera fascinante en que esos estilos, sustentados en experiencias y convicciones personales, debieron adaptarse a las condiciones históricas. Si hay una tesis implícita, es que el liderazgo no existe fuera de la historia, la principal de las fuerzas que lo modelan y determinan.
Aun así, llama la atención la repetición de ciertos valores (¿o sería mejor decir «intuiciones»?) que aparecen en todas las entrevistas. La primera es la noción de responsabilidad, según la cual, asumida la investidura, es preciso ejercerla con cuidado por toda la sociedad, y no solo por el partido, la coalición o el programa con que ella fue conseguida.
Esta es, probablemente, una lección aprendida de la segunda mitad del siglo XX, cuando Chile fue herido —social y políticamente— por gobiernos y gobernantes que se sintieron obligados a cumplir con las convicciones de sus partidarios, aceptando como mal menor el daño que podrían inferir a sus contradictores. Las limitaciones que reconocen todos los entrevistados, desde Aylwin a Bachelet, no derivan solo de las amenazas—más visibles en el caso de Aylwin—, sino de que el juego entre mayorías y minorías no podría librarse a costa de estresar a la sociedad.
Desde Aylwin, la responsabilidad ha sido entendida no solo como un compromiso con la estabilidad institucional, sino sobre todo como un esfuerzo inclusivo apuntado a reforzar la unidad republicana. Cuánto logró cada uno en ese propósito es materia polémica. Pero se necesitaría una mala fe personal, más que ideológica, para desconocer esas intenciones.
El segundo rasgo común es la moderación, una palabra dudosa que suele aparecer asociada a los disvalores político-estéticos de la tibieza o la concesión. Ninguno de estos entrevistados cree haber tropezado en esas trampas, aunque todos reconocen que sus deseos debieron ajustarse a las condiciones presentes. El juicio desde el futuro requiere, como dice Lagos, de una mínima conciencia del contexto.
Si la política contemporánea se sigue dividiendo entre jacobinos y girondinos, en el Chile post 90 han prevalecido los girondinos, y en nombre de esa intuición temprana Aylwin recuerda que en la Revolución francesa se definían así quienes justamente querían república, derechos humanos y progreso. Para estos presidentes, la moderación no ha sido renuncia, sino gradualidad, construcción de acuerdos, consensos sociales. «Las cosas en que nos ha ido bien como país son aquellas donde avanzamos gradualmente», dice Michelle Bachelet, como corolario de esa noción de que la impaciencia no se lleva bien con la convivencia.
Hay un tercer rasgo en común, derivado del anterior: el espíritu de negociación sin el cual la política en general y la Presidencia en particular se convierten en actos de puro testimonio, que a menudo es impotencia. Tal espíritu, dice Aylwin, reúne la «generosidad» con «alguna habilidad intelectual», una manera muy delicada de entender la inteligencia política.
Lagos, que no tuvo un gobierno fácil y fue el único en verse sacudido por amenazas judiciales contra su eminencia, define con claridad los límites del espíritu de negociación: ni obsesionarse con ganar, por un lado, porque ello conduce a la polarización y la inmovilidad, ni enamorarse del acto mismo de negociar, que lleva a un intercambio tan interminable como ineficaz.
La negociación ha sido vilipendiada, descalificada y desautorizada en nombre de diversos integrismos, a pesar de que en política no sea sino un camino indispensable en la construcción de acuerdos. En Chile se ha puesto de moda la pregunta acerca de si por estos días se ha terminado la «política de los consensos». Nadie proclamó tal política en los cinco gobiernos pasados; nunca fue una definición oficial; solo fue un acto creativo de la coalición de derecha en el gobierno de Aylwin. Pero hay muchos que siguen acudiendo a esa frase como una de las condenas de la transición chilena; y sin embargo, consenso no es lo mismo que negociación, aunque se parezcan.
Los presidentes de la transición defienden su decisión de negociar no solo como una expresión de conciencia frente a la correlación de fuerzas en que cada uno debió desempeñarse, sino sobre todo como la manera adecuada de conseguir un avance sostenido en la construcción de la democracia. Lo que dicen, con distintas palabras, es que todo se puede hacer más rápido y con otros instrumentos, pero entonces es la idea de la democracia la que entra en peligro.
Llama la atención que todos ellos muestren cierto dolor (¿habría que llamarlo nostalgia?) por lo que no pudieron hacer o por aquello que, visto en retrospectiva, se muestra como un error, pero que al mismo tiempo esta nostalgia no entrañe arrepentimiento ni culpa, sino solo una certeza de que lo que no se hizo en un momento histórico se hará en otro más propicio. Esto es lo que, más allá de la posición ideológica de cada uno, cabe llamar en propiedad progresismo: confianza en el progreso. Desde 1990 en adelante, no ha habido ningún mandatario que escape de este espíritu.
La necesidad de la decisión cierra el círculo de las similitudes. No hay responsabilidad sin decisiones. No hay moderación ni espíritu de negociación que puedan ser eficaces sin que, al final, se tomen las decisiones, más buenas o más malas. Frei prefiere equivocarse a paralizarse, igual que Piñera. Pero Piñera, que derrotó a Frei, prefiere compararse con Lagos, con su sentido francés del Estado. Y las ideas de Bachelet sobre la contención podrían estar en boca de Aylwin, que de tanto insistir en dar confianza a sus ministros, solo removió a uno durante todo su mandato.
Desde acatar un fallo limítrofe adverso (Aylwin, Piñera) hasta aceptar un fracaso administrativo (el Transantiago de Bachelet, el censo de Piñera) o afrontar crisis institucionales (Punta Peuco con Frei, el caso MOP-Gate con Lagos), todos estos presidentes pasaron momentos difíciles en los que tuvieron que tomar decisiones a solas. La eminencia del Presidente expresa aquí su último sentido de la responsabilidad. Se puede discutir, dudar, negociar, temer, vacilar, pero hay que decidir. Ese momento divide las aguas y produce las condenas y los elogios que en el futuro marcarán la gestión de un gobierno. Y quien sentencia ese momento es, en la singular cultura política de Chile, el Presidente.
Esta hiperconcentración del poder decisorio produce sus propios valores y sus propios claroscuros. Los presidentes se ven rodeados de halagos y de zalamería (la que se puede extender a su esposa, como recuerda Lagos sobre una divertida Luisa Durán). El jefe del Estado deja de ser «tú» y se convierte en «usted», el título de «Presidente» llega mucho más allá del período, acaso hasta la muerte, y su ubicación en el espacio simbólico está por sobre toda la clase política. Siempre se puede ser insolente y despreciar estos protocolos, pero ese tipo de insolencia es más aburrida que innovadora, más ordinaria que ácrata, más ensuciadora que sincera. Después de Aylwin, todos se llevaron insultos, pero entre las grandes mayorías humildes y orgullosas recogieron más besos que escupitajos.
Ninguno de estos presidentes se arrepiente, ninguno lo pasó mal. Todos volverían al cargo. Aylwin fue tentado a quedarse, Frei repostuló diez años después de dejarlo, Lagos puso condiciones para intentarlo y al fin Bachelet logró su reelección, primera en la historia del Chile democrático. No hay forma de sostener que La Moneda es «la casa donde tanto se sufre», como dijo Arturo Alessandri Palma, que también quiso volver a ella no una, sino varias veces.
Lo que Paula Escobar ha logrado en este libro es poner en evidencia que, si es cierto que la vocación de liderazgo resulta esencial para llegar al poder en Chile, tanto o más cierto es que la institución de la Presidencia determina por sí misma varios de los rasgos esenciales que tendrá ese liderazgo. Sus entrevistas, frescas y vivaces, tienen la excelencia del mejor periodismo, de aquel que muestra lo implícito con el mismo vigor de lo explícito.
No hay que perderse una línea.
Ascanio Cavallo
NOTA DE LA AUTORA
LIDERAZGO DESDE LO MÁS ALTO
¿Cuánto y cómo cambia un hombre o una mujer después de pasar por La Moneda? ¿Cómo aprende el arte de tomar decisiones que afectan a millones de personas? ¿Cuáles fueron los momentos más duros y cómo los vivieron? ¿En quién confiaron y cómo aprendieron a distinguir futuras lealtades y traiciones?
La curiosidad por buscar respuesta a estas preguntas según sus protagonistas me impulsó, a través de varios años (entre noviembre de 2011 y marzo de 2014, para ser precisos), a realizar una serie de entrevistas a quienes ejercieron el máximo poder desde el retorno a la democracia en Chile. La primera conversación la sostuve con Patricio Aylwin y la última con Michelle Bachelet, quien a una semana de asumir el mando por segunda vez se refirió en este libro a su primera administración.
Se pudo concretar gracias a una situación excepcional: muy pocas veces antes en nuestra historia habían coexistido en democracia cinco ex presidentes. Todos ellos, con sus personalidades y orígenes políticos diversos, antagónicos a veces, cumplieron una tarea común: guiar al país en la ruta de la plena recuperación democrática tras el golpe de Estado de 1973.
«Nunca imaginé lo difícil que es ejercer el poder», confesó alguna vez el ex Presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso. Saber decir que no, muchas veces incluso a sus propios proyectos o anhelos, es una de las tareas más difíciles e inesperadas del poder. «Gobernar es decidir», resume Ricardo Lagos en este libro. Y a veces esas decisiones son extremadamente duras, como cuando toca despedir a colaboradores fieles. Además, los presidentes experimentan la llamada soledad del poder. No hay nadie más arriba de ellos que comparta la responsabilidad. Lo recuerdan en este libro todos los entrevistados.
«Antes de manejar el mundo, un líder debe lograr auto-manejarse», dice David Gergen en su libro Eyewitness to Power, the Essence of Leadership from Nixon to Clinton, en que cuenta sus experiencias trabajando con los presidentes norteamericanos por más de treinta años. La dimensión a la que alude Gergen es esencial: también en este libro conversamos con ellos acerca de sus rasgos de carácter, de sus historias personales, de la importancia de la «inteligencia emocional» o de los momentos de miedos, dudas y decepción. En La Moneda también hay emociones. Y muchas.
El estilo propio de liderazgo y la manera en que cada uno enfrentó los distintos desafíos que le tocó puede enseñarnos mucho de un momento intenso e irrepetible de nuestra historia republicana.
Ser Presidente de Chile es un honor y una responsabilidad que, desde 1990 en adelante, tiene complejidades adicionales a las de otras naciones.
El retorno pacífico a la democracia después de un plebiscito, con el general Augusto Pinochet todavía al mando del Ejército y sin estar subordinado al poder civil, marcó todo el período con un tinte a la vez inédito y épico. Se trataba ni más ni menos que de definir entre todos las nuevas reglas del juego democrático, al mismo tiempo que se abordaba una impostergable necesidad ética: buscar verdad y justicia en los abusos contra los derechos humanos ocurridos durante la dictadura militar. La tarea no solo implicó al primero de los presidentes, Patricio Aylwin, sino que se prolongó en diversas formas hasta la actualidad.
Junto a esta tarea, que provocó no pocos momentos tensos que se relatan en estas páginas, los líderes que encabezaron el país en estos veinticuatro años trabajaron por lograr una dramática disminución de la pobreza, un crecimiento económico sostenido y ejemplar en la región, solucionar conflictos limítrofes con países vecinos, enfrentar severas crisis económicas mundiales, reformar la salud y las pensiones, mejorar el acceso a la educación, intentar combatir una alta desigualdad, hasta, en los últimos años —con pleno empleo y la mayor prosperidad de la historia de Chile—, enfrentar movimientos ciudadanos empoderados y recelosos del modelo de desarrollo, con jóvenes criticando y desafiando directamente el camino chileno a la democracia, como nunca antes.
Jóvenes para quienes el Chile de hoy —que es uno democrático y con un PIB per cápita de 20 mil dólares, muy cerca del de los países llamados desarrollados— es tan natural como el aire que respiran. Es el aire que permite que hoy no pidan, sino exijan, ir más allá de «la medida de lo posible», la frase del Presidente Aylwin que marcó no solo su gobierno, sino a la generación de la transición. Aquella que no fue plenamente adulta —o sea, protagónica— ni para el Golpe ni para el plebiscito, la de aquellos que mientras pensaban en cómo disputarle espacios de poder en sus partidos a sus mayores —siendo considerados «jóvenes promesas» a una edad en que los otros ya habían sido varias veces ministros— fueron «madrugados» por unos veinteañeros en jeans y sin corbata, que pasaron de la calle al Parlamento sin escalas. Jóvenes sin arrugas y sin miedo, más interesados en el siglo XXI que en el XX, pero para quienes es relevante tender puentes con ese pasado: para cuestionarlo, para cambiarlo, pero desde el conocimiento de los contextos en los que se operó, muy distintos de los actuales.
En los diálogos francos y sin preguntas vedadas de este libro, los cinco mandatarios que protagonizaron la transición explican cómo ven este nuevo Chile y cómo se ve el mundo desde aquel sillón: sus decisiones más complejas, sus momentos de duda y también de satisfacción. Un ejercicio similar se hizo en el libro que me inspiró a darle forma a este proyecto: Conversations with Power, de Brian Michael Till, en que entrevistó a líderes mundiales como Gorbachov, Vaclav Havel y el propio Ricardo Lagos. El objetivo fue contar y decantar, especialmente para las generaciones que vienen, las reflexiones de los presidentes, sus huellas y lecciones en La Moneda, esa «casa donde