Un gesto simple
Por Karla Marrufo
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Los personajes que habitan estas historias encarnan las mismas interrogantes y una circunstancia que los hace particulares: un hombre que escucha hablar a los gatos, una mujer que va perdiendo la memoria al mismo tiempo que imagina estarse convirtiendo en un pollo, un escritor suicida empeñado en escribir cartas que no envía, una mujer casada con un hombre que se metamorfosea en lágrima en momentos de crisis, un hombre que cada viernes se deja un obsequio a la puerta como un signo de comunión con una vecina a la que solo ha presentido; entre otros varios sujetos cuyas vidas se encuentran en un momento crucial.
Las historias aquí reunidas se distinguen también por representar los matices de la enfermedad, la vejez o la desmemoria, y transformarlos en esperanza o desencuentro, en olvido insistente o en manía, en el gesto simple de quien, en medio de la más absoluta soledad, no ha dejado de creer que ahí afuera queda todavía alguien a quien llamar y de quien recibir una respuesta o las claves de su destino.
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Un gesto simple - Karla Marrufo
La elocuencia de los gatos
Para Silvia y su felina elocuencia
El primero en recibirme en la cuadra fue un gato negro regordete, de patas cortas y que, sin embargo, llevaba un gesto de distinción en el caminar. Sus palabras fueron precisas, como pronunciadas con la punta fina de una garra recién afilada. Su tono de voz repercutió en mí de una manera inquietante que me hizo recordar en un segundo mis años tortuosos de infancia, de burlas al por mayor y horas inclementes de terapia en las que terminé por admitir que no, que no escuchaba hablar a los gatos y que todo había sido un artilugio para llamar la atención de mis padres, un intento desesperado por evitar que se divorciaran. Caso típico, habrán dicho, y qué más da. Yo seguí escuchando la elocuencia de los gatos como en una sesión de hipnosis donde la verdad se revelaba lúcida, refinada y llena de sentido.
Los empecé a buscar a escondidas, pues su compañía me infundía una seguridad imposible de hallar en otras partes. Con el tiempo me acostumbré a sus voces, a sus susurros, a su sintaxis a veces cautivadoramente enrevesada y a sus bromas, a ese sentido del humor que nunca he intuido siquiera en un ser humano. Me acostumbré a sus voces, sí, pero también a la forzada soledad a la que esta condición me orillaba. He llegado a creer que lo hice para no ceder ante esas miradas incrédulas que cada vez me cercaban más y más; o quizá solo para obligarme a acallar esa voz interna que, desde que tengo memoria, me ha reprochado no haber sido más firme en mis creencias, no haber tenido más determinación en mis convicciones, no haberme sabido agenciar un lugar en este mundo.
La voz de Óscar, pues así lo llamé desde ese primer día, me vino a recordar por qué estaba aquí, en esta casa nueva y con el firme propósito de empezar de cero. Su mirada se hizo indulgente en un instante muy breve y, antes de que yo atinara a sugerir la leve inclinación de mi cuerpo para que mi mano se posara en su lomo, Óscar ya se encontraba en el muro que delimita las casas y luego en el techo y luego en ninguna parte visible. Volví la mirada al interior y me sedujo la forma en que la luz de la tarde caía, filtrándose por entre la fina gasa de la cortina y se posaba sobre las cosas de la estancia. Entonces solo había un sinfín de cajas de cartón desperdigadas sin ninguna disposición de orden por los sujetos de la mudanza, pero aun así, la luz se asentaba sobre ellas con la serenidad de un silencio muy claro que antecede la revelación de una verdad trascendental. La visita inesperada de Óscar y sus palabras, que yo interpreté como de bienvenida, me hicieron reafirmarme en el propósito que me había llevado a mudarme una vez más y a pensar que tal vez ese escenario, esa luz sobre las cajas, eran la señal indiscutible de que iba a lograr el objetivo que me había traído a este sitio: hacerme de un espacio propio y definir de una vez por todas quién era yo, más allá de un ser triste y solitario que escucha hablar a los gatos.
Había decidido llevarme las cosas con calma y aprovechar las dos semanas de vacaciones de las que aún disponía para desempacar, pintar un par de paredes, conocer el barrio de a poco y quizá, si lograba dominar la ansiedad, entablar conversación con algún vecino. Me hacían ilusión ese aire de libertad que otorga el ser un perfecto desconocido en un sitio nuevo, así como la posibilidad de ofrecer un rostro distinto al de ese otro yo que no había hecho sino arruinar sus relaciones y su vida. Desperté del encanto al escuchar un violento revoloteo que hizo crujir unas ramas del naranjo del patio trasero, aunado a un trinar de dolor o de venganza, no lo sé, y a un maullido desgarrador. Miré con azoro el final de la escena desde la ventana del cuarto: un gato amarillo, demasiado grande para ser solo un gato, terminaba de triturar entre sus dientes el cuerpo de un ave irreconocible ya. De su hocico goteaba una sangre muy roja que fue trazando un caminito certero a la orilla de mi jardín. El gato se desplazó por encima del muro llevando su presa con orgullo y, justo a punto de desaparecer, giró la cabeza hacia la ventana, aplastando sobre mí una mirada llena de malicia. No dijo nada.
Aquel episodio del gato amarillo me dejó una sensación de desasosiego que tardó varios días en diluirse. Me obligué a no llamarle al doctor Fajardo, a respetar mi propio plan de independizarme paulatinamente de la terapia y los medicamentos. Me concentré en la casa, en la disposición de los espacios, en observar a lo largo del día cómo se mueve la luz en cada resquicio y en hacer de esa contemplación un mapa para situarme en mi nuevo hogar y en mí mismo. Por las tardes salía a recorrer las calles del barrio, procurando reconocer comercios y servicios cercanos, parques, cafés, y mirando de reojo la vida de mi propia calle con la esperanza de encontrar algún patrón en las dinámicas de convivio, algún rostro más o menos amigable con quien intercambiar un primer saludo. Sin embargo, solo lograba percibir un cierto aire de hostilidad en las casas contiguas a la mía, miradas de suspicacia, murmullos, llantos sofocados detrás las persianas, muros muy altos custodiando los jardines, protectores de hierro, candados, cadenas. Asimilé la idea, a costa de mucho esfuerzo, de que no se trataba de algo personal y así me lo repetía cada tarde antes de salir de casa para la caminata habitual.
Si bien no solía haber vecinos en las calles, lo que sí encontraba a montones eran gatos, de todos tipos y tamaños, algunos con la pinta de ser caseros y otros en franca condición de desamparo. Entre ellos se paseaba Óscar con su andar distinguido, como si esa distinción estuviera asumida y legitimada por todos, no porque hicieran comentarios particulares respecto a él, sino por ese modo de cederle un espacio al caminar, de situarlo en un sitio implícitamente privilegiado. La ausencia del contacto con los vecinos pronto fue compensada por las voces de los gatos y por esa forma en que me permitían, a una cierta distancia, escuchar sus disertaciones y sus bromas, sus impresiones más desdeñosas sobre los habitantes de la calle.
Las dos semanas de vacaciones se me fueron con la velocidad de un tiempo de fiesta. Y es que esa disposición mía para empezar de nuevo me llegaba llena de un impulso de renovación que no había conocido antes. Pronto tuve que hacerme de horarios fijos de trabajo por las mañanas y de una rutina que me permitiera liberarme alrededor de las 5 de la tarde para salir a caminar. Coloqué el escritorio y el área de trabajo en el dormitorio, atendiendo a mi manía de mirar por la ventana y hallar un paisaje pequeño e ingenuo de plantas que me ayudara a reposar la vista y la mente. A veces, en los breves lapsos de descanso, con la mirada perdida en el naranjo, el gato amarillo se me aparecía como la visión de un fruto desmesurado y amargo dispuesto a clavar en mí su mirada cítrica. Me di cuenta de que era el único gato con el que coincidía que se guardaba para mí un silencio de piedra y una mirada tal vez demasiado amenazante. Óscar insinuaba que no debía darle importancia, que no era nada personal; así que lo dejaba estar en el naranjo, bajar a beber agua del cuenco que había dispuesto en el patio e incluso, a veces, le dejaba un puñado de croquetas dispersas en el muro que solo se comía cuando yo no estaba mirando.
Aunque el periodo de lluvias prometía desatarse cualquier día, continué con mi plan de caminatas diarias y con mi afán de contactar con algún vecino. Cuando ese día por fin llegó, no solo se precipitaron las aguas de un cielo inclemente que se ha contenido por demasiado tiempo, sino también una especie de nefasto encantamiento que a partir de entonces vino a oscurecer los días de la calle y, desde luego, mis días interiores. Era un sábado de mayo y el bochorno de la canícula se negaba a dar tregua aun al atardecer. Salí con una camisa ligera y zapatos deportivos, me encaminé hacia la avenida con la esperanza de llegar al parque de los laureles y volver trotando un