El Señalado II: La Espada del Caído
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"El Señalado II La espada del Caído", es una novela gótica escrita por Jorge de Córdoba, en donde nos relata la vida de Miguel Spada, hombre que, dedicado al servicio de la Iglesia Católica, se encuentra ante una disyuntiva entre el bien y el mal, al verse tentado por sus demonios internos.
¿Cuál será el camino que deberá tomar? Su existencia cambiará para siempre una vez que se atreva a vivir de verdad.
Jorge de Córdoba nacido en Monterrey, NL. en algún momento del siglo pasado. Autor de Musas de Fuego; Perversión, la Historia; Perversión, el Crecimiento; El Señalado, y ahora nos presenta su última novela "El Señalado II La Espada del Caído"
Aprende a temer en la medida justa y proporción adecuada. De ahí en fuera —no puedes— no tienes derecho a temer nada.
Jorge de Córdoba
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El Señalado II - Jorge de Córdoba
PROLOGO
Hilvanados poco a poco a través de los tiempos se describen algunos de los enfrentamientos llevados a cabo entre legendarios demonios y los llamados hombres de fe representados por miembros de la Iglesia Católica.
En un acto de libre albedrío la balanza se puede inclinar entre el perdón y la condena, el arrepentimiento o la obstinación, lo cierto es que entre el bien y el mal existe una necesidad que todo individuo busca satisfacer y que se ve influenciada por el entorno en que se desarrolla, sin que esto tenga que separarse, pues es justo la unión de ello lo que hace consciente al ser humano de cuáles son sus actos y las consecuencias que de ellos se pueden generar.
Teniendo como principal escenario las calles adoquinadas de la bellìssima città di Roma, El Señalado II. La Espada del Caído
escrito por la magistral pluma de Jorge de Córdoba, nos lleva a descubrir la historia de Miguel Spada, quien, respondiendo al llamado prescrito por el destino, desde adolescente mostraría interés por entrar al Seminario siendo adoctrinado por el Padre Caduto, quien sin imaginarlo al verlo sentiría cierta familiaridad, respondiendo quizá al llamado de la propia sangre.
Miguel deberá confrontarse con sus propios demonios para poder encontrar una verdad que cambiará el sentido de su vida... una vida que nunca le ha pertenecido del todo.
Quizá era algo que presentía desde siempre aun cuando le resultaba difícil comprenderlo y aceptarlo, pero el momento de encararlo había llegado, el sentimiento que Susana Adarga despertó en él y el fruto que de ello resultaría podrían ser sus más grandes aliados o tal vez su perdición.
No tienes un alma... eres un alma que tiene cuerpo.
Clive Staples Lewis
En la Ciudad de México
El Padre Alberto Caduto salió de su parroquia rumbo a la escuela secundaria en donde esporádicamente impartía clases, tal y como lo hacía cada viernes primero de mes.
Como siempre, estaba a la carrera, haciendo malabares con su agenda e itinerarios.
Le gustaba manejar su viejo y conservado Volkswagen 1600 sedán modelo 1971 color azul marino y, particularmente, disfrutaba ver la confusión de los trabajadores de las gasolineras cuando buscaban dónde estaba el tapón del combustible, ya que lo tenía dentro del cofre.
Era un verdadero desafío charlar con nadie dentro de ese vehículo, puesto que el motor ocupaba todos los decibeles posibles, pero ello le permitía perderse en pensamientos, cálculos y cifras propias de la Bolsa de valores. Precisamente el último mes había hecho una compraventa muy fructífera con ideas que llegaron a él en uno de los trayectos hechos en el auto.
En alguna visita pasada a la secundaria charló, por un momento, con un muchacho peculiar y vivaracho de tez color aceituna y cabello quebrado. Lo hacía pensar en los niños beduinos que aparecían en el noticiero ECO conducido por Jacobo Zabludovsky Kraveski y la inolvidable Lolita Ayala.
Algo en el joven le llamó la atención lo suficiente como para investigar su nombre, pero nada más allá. Parecía que tenía la respuesta exacta a cualquier pregunta que se le hiciera. Era amable y tajante a la vez. Presto a ser cabecilla de las travesuras propias de su edad, pero, a lo largo de los tres años de educación secundaria, había llamado la atención de sus maestros al mostrar pinceladas de madurez y empatía.
Aparcó su auto en el estacionamiento interno de la escuela y pasó por un momento a la dirección para reportarse y posteriormente ir al salón de clase que tenía asignado.
—Padre Caduto, buenos días.
—Hermana, buenos días.
—Tenemos la lista de quienes solicitan ingresar al seminario.
—¿Cuatro nombres solamente?
—Así es, Padre. Tristemente, cada año son menos.
—Bueno. ¿Qué le vamos a hacer?
¿La clase está completa?
—Si, Padre. Esta vez juntamos dos clases y tendrá dos grupos en cada sesión.
—¿O sea...?
—Cuarenta alumnos por hora.
—Perfecto.
Se encaminó hacia el auditorio que tenía las butacas suficientes como para atender a cuarenta muchachos a la vez.
Al momento que ingresó se hizo un silencio respetuoso.
Dejó sobre el pequeño escritorio de utilería el legajo con la lista de alumnos y el sobre con los exámenes que posiblemente se aplicarían.
—¡Buenos días!
—¡Buenos días, Padre!
—¿Terminaron de leer a Rudyard Kipling?
Como la mayoría de los estudiantes ante él intercambiaron miradas de complicidad, obtuvo la respuesta que esperaba. Recorrió con la mirada el mar de rostros expectantes y ubicó sin mayor escuerzo a los cuatro solicitantes para ingresar al seminario.
—Díganme, ¿Qué les llamó la atención?
—¿De todo el libro...?
Preguntó una voz fingidamente indignada. El Padre Caduto sonrió para contestar:
—Solamente la parte de Los Hermanos de Mowgli
Varios suspiros de auténtico alivio se escucharon al tiempo que algunas manos se levantaron. Escuchó las explicaciones que los alumnos dieron y contestó a una que otra observación.
—¡Miguel!
—¿Cuál Miguel...?
El Padre sonrió con malicia, recriminándose, ya que debió anticipar esa clásica pregunta, puesto que entre los dos grupos había tres jóvenes con ese nombre.
—Miguel Spada. Dime: ¿Qué llamó tu atención?
El joven, se puso en pie, a lo que el Padre Caduto le indicó que tomara asiento y comentó
—La parte que llamó mi atención fue una reiterada frase.
—¿Y cuál es...?
—Tú y yo somos de la misma sangre
Se escucharon murmullos entre los alumnos, susurros que delataban que no entendían nada ante lo que parecía ser una intrascendencia. Sin embargo, les llamó poderosamente la atención el chispazo de palidez que apareció en el rostro del Padre Caduto y la fuerza del eco que resonó en las paredes del auditorio.
El Sacerdote sintió una desconocida familiaridad con el joven quien lo miraba a los ojos con un gesto de profundo respeto. Una vez repuesto e intentando recuperar el hilo de sus pensamientos, continuó interrogando a diferentes alumnos.
Cuando terminó la clase, dedicó un momento a releer los nombres de quienes solicitaban ingresar al seminario. Miguel Spada estaba entre ellos.
En Roma
El Obispo Cajal llegó resollando a la plazuela frente al Wine Bar De' Penitenzieri
(Bar de las Penitenciarías), se acomodó la gabardina y respiró profundamente para controlarse los nervios.
Ingresó con paso calmo y una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra se dio cuenta de que solo había un comensal atendido por un sonriente Eliezer Caupo, el recio barman con diversos tatuajes y arracada en la oreja derecha.
Se aproximó a la barra, pero incluso antes de llegar a sentarse escuchó su propia voz llena de anhelo, emoción y premura:
—¿Miguel Spada?
—¿Sí...?
Contestó la voz amena y recia de un Sacerdote joven quien miró al fornido barman para luego sonreír contento antes de volverse para ver al recién llegado.
—... Soy yo.
—Mi nombre es Xavier Cajal... Obispo Xavier Cajal
Comentó levantando los ojos y abochornado, como recordando que recién había sido embestido con ese grado con una ceremonia de Recibimiento por todo lo alto.
El joven Sacerdote lo miró con curiosidad mientras escapaban de sus labios las palabras:
—Te esperaba, m´ijo.
El asombrado Obispo sonrió contento aproximándose para recibir un afectuoso abrazo del joven Sacerdote, antes de sentarse ante la barra en donde ya esperaba un aromático caffè corretto, su predilecto.
—Tengo tantas preguntas...
En ese momento Eliezer levantó una mano, pidiendo silencio. Un segundo más tarde dos comensales ingresaron al bar charlando de diferentes temas.
—Estoy seguro, Obispo Cajal, que tiene tantas preguntas como yo mismo.
—¿Qué ha pasado...?, ¿Cómo es posible...?, ¿Qué está ocurriendo...?
—Tendremos que charlar largamente y... seguir preparándonos.
¿Susana Adarga sigue con ustedes?
—La Hermana Adarga... (retomó los Votos) ... continúa con nosotros, efectivamente.
Estoy seguro de que le dará un inmenso gusto al verle.
—Creo, Obispo, que la deferencia debe ser de mi hacia usted.
—No me acostumbraré a ello.
—Ya verá que sí. Aunque sospecho que La Hermana Susana intuirá de inmediato la verdad. Será preciso que me trate como a un aprendiz.
Después de charlar por un par de horas, el Obispo Xavier Cajal extrajo un sobre de su Cabás 1 (especie de cartera en forma de caja o pequeño baúl, con asa, usada para llevar al colegio libros y útiles de trabajo) y lo puso en manos del Padre Miguel Spada.
—Tus órdenes:
Deberás presentarte en las instalaciones del equipo Giancarlo Gramolazzo.
—Así lo haré, Obispo Cajal.
Al Obispo le costaba trabajo verse como un superior de Miguel Spada.
En ese momento Eliezer puso ante el Sacerdote y el Obispo vasos con absenta mientras él sostenía otro para sí.
—Liberté, égalité, fraternité.
—Libertad, igualdad, fraternidad.
Contestaron, al unísono, los clérigos.
Después de apurar el néctar color esmeralda, el Obispo comentó.
—Y... Padre Spada...
—¿Si, Obispo Cajal?
—¡Compre un par de zapatos!
Parece que heredó, también, el amor a desplazarse de un lado a otro a pie.
La franca carcajada del joven Sacerdote se escuchó por todo lo alto, al tiempo que se sonrojaba.
—Por otro lado, Sr. Obispo...
—Encontraste a uno de ellos, ¿Verdad?
—Así es.
—¿De quién se trata esta vez...?
—Uza 2 ...
—¿El conductor del carro...?
—... que transportó el Arca de la Alianza, sí.
—¡Un momento! ¿Quién lo maldijo a él...?
Eliezer Caupo y Miguel Spada intercambiaron miradas de resignación ante lo que el Obispo Xavier Cajal comprendió perfectamente la dimensión del castigo de Uza.
Buscando recomponerse, carraspeó e irguiéndose comentó:
—Primero; confío en que ya estarás instalado en la Posada La Mangiatoia 3
—Así es.
—Perfecto. Lo veré mañana...
—... en las instalaciones del equipo Giancarlo Gramolazzo
—Exacto.
Una vez que el Obispo Xavier se retiró, Eliezer lo reconvino.
—Veo, Miguel, que también heredaste la pronta lengua irónica.
El Sacerdote levantó las cejas y tensó los labios.
—Recuerda: Fuiste blanco de Non Sum...
—Lo recuerdo perfectamente.
—Entonces, no des oportunidad a que te pongan una diana en la espalda tan pronto.
—Entiendo.
—Y otra cosa... Xavier Cajal es, como puedes verlo, muy vulnerable.
—Lo sé, lo sé. Creí que, tras diez años, habría robustecido su fe.
—¡No es su fe en la iglesia lo que flaquea!
—Nop... La fe en sí mismo es la que parece frágil.
Una vez fuera del Bar, caminó sin prisas a la zapatería que alguna vez le recomendara Sophia Dimenticati. Fue necesario cambiar los primeros zapatos que pidió ya que eventualmente seguía pensando en las medidas que tuviese el Obispo Caduto.
Ahora, el cuerpo de Miguel Spada era mucho más alto y, obviamente, usaba zapatos más grandes.
Poco antes de llegar a la Posada notó que sus sentidos se achispaban, se fortalecían. Podía escuchar conversaciones de personas que no estaban cerca de él, con solo concentrarse en ello.
Precisó de un largo rato para acallar las voces y sosegarse lo suficiente. Tendría que poner mucha atención en no tratar con familiaridad a las personas que convivieron con el Obispo Alberto. Debería ganarse su propio lugar.
Al llegar frente a la Posada se detuvo por un momento ya que su mente se sacudía entre frases, aforismos y consignas de otras vidas.
Y seréis como los Elohim 4, conocedores del bien y del mal; no así conocedores o discernidores de lo verdadero y lo falso
Se cubrió los ojos cerrados y bajó las manos hasta tenerlas unidas frente a la boca.
No supo cuánto tiempo pasó, ni en qué momento había empezado a orar, pero escuchó unos pasos muy ligeros poco antes de sentir una pequeña mano sobre su brazo.
—Buenas noches, Padre Spada.
—Buenas noches, Hermana.
A su vera estaba una Hermana Clarisa que conocía muy bien. Alguna vez la había visto. Era una Hermana que parecía la bondad hecha manzana, rubicunda... aunque esta vez sin rastros de harina en cara y manos.
—¿Se encuentra usted bien...?
—¡Claro, Claro! Gracias. Solo me detuve un momento para agradecer a Dios.
—Ya veo. En un momento más se cerrará la posada.
—Exacto. Vamos dentro.
Un dibujo con letras Descripción generada automáticamente con confianza mediaA la mañana siguiente, lo despertó el aroma de café y panino michetta. Eso hizo que el estómago le rugiera por antojo más que por hambre.
Miró su reloj de pulsera y se dijo, por enésima vez, que le cambiaría la ya muy rayada carátula en cuanto tuviera oportunidad.
Se levantó e ingresó a la ducha helada en busca de despejarse por completo. Una vez atildado y con los zapatos nuevos, revisó ante el espejo que el clériman estuviese bien acomodado y la bragueta arriba. No quería repetir antiguas miradas de escándalo entre las Hermanas.
Lo habían citado a la hora tercia (09:00 hrs) y no pensaba llegar a deshoras. Había aprendido que llegar temprano no es ser puntual. Recordaba una frase, aunque no sabía de dónde:
"La puntualidad, en Roma, no es cosa merecedora de