Constitucionalismo más allá del estado
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Luigi Ferrajoli
Nacido en Florencia en 1940, obtiene en 1969 la habilitación en Filosofía del derecho con el trabajo titulado Teoría axiomatizada del derecho. Parte general. Entre 1970 y 2003 es profesor en la Università degli Studi di Camerino, impartiendo Filosofía del derecho y Teoría general del derecho, y donde, entre otros cargos, es director del Instituto de estudios histórico-jurídicos, filosóficos y políticos. A partir de 2003 enseña en la Università Roma Tre, de la que actualmente es profesor emérito de Filosofía del derecho.
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Constitucionalismo más allá del estado - Luigi Ferrajoli
PRIMERA PARTE
1
NACIMIENTO Y CRISIS DEL PARADIGMA CONSTITUCIONAL
1.1. Sombras y luces del siglo XX. Una herencia: el paradigma constitucional
El siglo que hemos dejado atrás fue un siglo terrible, el siglo de los totalitarismos y de los imperialismos, marcado por ese mal absoluto, sin precedentes en la experiencia histórica, que fue el holocausto debido a los nazis; el siglo de dos guerras mundiales desencadenadas en el corazón de la civilización occidental, que costaron millones de vidas humanas; el siglo de la amenaza nuclear a la supervivencia del género humano y de las agresiones al medio ambiente que gravan nuestro futuro, cada vez de forma más espantosa.
Pero el siglo XX fue también el del nacimiento de la democracia política y de la afirmación en el sentido común de los valores de la paz, la igualdad y los derechos humanos: valores, no hay que olvidarlo, que no eran en absoluto tales en su primera mitad. Fue también el siglo de la refundación de la democracia bajo las formas de la democracia constitucional, en Italia, Alemania y después en Portugal y en España, merced a las garantías de los derechos y de la propia democracia introducidas por las nuevas constituciones rígidas tras la caída de regímenes totalitarios o autoritarios. Fue, en fin, el siglo de la refundación del derecho internacional, con el nacimiento de la ONU y las diversas declaraciones y convenciones internacionales y regionales sobre los derechos humanos.
Tras las tragedias de la primera mitad del siglo, la humanidad fue capaz de detenerse a reflexionar sobre su propio futuro. En efecto, hay un nexo que conecta entre sí las sombras y las luces, los horrores y las conquistas de este nuestro pasado reciente. Las luces y las conquistas se afirmaron por negación y rechazo de las sombras y de los horrores: como conquistas alcanzadas al precio de los terribles sufrimientos que con ellas se ha querido condenar y expulsar del futuro. Estas conquistas han sido esencialmente dos: la refundación del derecho a escala internacional y de la democracia en el plano estatal, generadas por las duras lecciones impartidas por las tragedias de las guerras mundiales y los totalitarismos.
En el plano jurídico, esta refundación afectó tanto a las formas de las relaciones ente estados como a las estructuras democráticas de los estados nacionales. Así fue por la prohibición de la guerra y por el respeto de los derechos humanos proclamados por la Carta de la ONU: «Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas», es el íncipit de la Carta, «resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre [...] hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios». Pero también fue así por la refundación de la democracia en Europa: la construcción del estado constitucional de derecho como sistema rígido de principios y derechos fundamentales vinculantes para todos los poderes públicos, en los países liberados de los totalitarismos, y, por otra parte, el proceso de integración promovido con la construcción de la Unión Europea, luego de siglos de guerras y nacionalismos agresivos.
Hay, pues, un elemento común a estos grandes legados del siglo, conquistados al precio de tantos terribles sufrimientos. Estas conquistas fueron el fruto de una misma operación: la constitucionalización del proyecto jurídico de la paz y de los derechos humanos, incluidos esos derechos a la supervivencia que son los derechos sociales. De este modo, el derecho expresado por los principios constitucionales ha llegado a configurarse como un proyecto normativo consistente en un sistema de límites y vínculos a todos los poderes, a los que veta la producción de leyes que los contradigan e impone la producción de sus leyes de actuación y de sus técnicas de garantía. Esto equivale a un «nunca más» con respecto a los horrores del pasado, es decir, a una limitación de los poderes que de otro modo serían absolutos y salvajes. En relación con las perspectivas de futuro, equivale a un «deber ser» impuesto al ejercicio de cualquier poder como fuente y condición de su legitimidad jurídica y política.
Ciertamente, la proclamación de los derechos humanos en las cartas constitucionales se remonta a mucho antes: a las Declaraciones revolucionarias del siglo XVIII y luego a las Constituciones y a los Estatutos decimonónicos. Sin embargo, antes de 1948 no existía una Carta internacional de los derechos humanos. Sobre todo, el derecho internacional diseñado tres siglos antes de la paz de Westfalia, hasta la prohibición de la guerra estipulada en la Carta de la ONU, había sido un sistema de relaciones entre estados soberanos, fundado en tratados y por eso, de hecho, en la ley del más fuerte. En cuanto a los ordenamientos del viejo estado legislativo de derecho, también en ellos existía un residuo de soberanía interna: el poder absoluto del legislador. En efecto, pues la ley, cualquiera que fuese su contenido, era la fuente suprema del derecho, no subordinada, al menos formalmente, ni siquiera a las constituciones y a los derechos establecidos en ellas. Es por lo que existencia y validez de las leyes eran términos equivalentes. El Estatuto Albertino del Reino de Italia, por ejemplo, era considerado por todos una simple ley, por más que dotada de una solemnidad particular, y, por eso, pudo ser desgarrado en 1925 por las leyes fascistas de Mussolini sin necesidad de un formal golpe de estado. Esto porque ni en el imaginario de los juristas ni en el sentido común existía la idea de una ley sobre las leyes, al ser la ley —tal era el modelo positivista de la modernidad y el político de la democracia— la única fuente, por eso omnipotente, de derecho. Con la consecuencia de que la política, de la que la ley es producto, era a su vez omnipotente. Fue esta omnipotencia de la política, dentro y fuera de los ordenamientos estatales —en síntesis, la ausencia de límites a la soberanía, tanto interna como externa— la que, en Italia y en Alemania, produjo el suicidio de las democracias y la catástrofe de las guerras mundiales.
1.2. Las novedades estructurales del paradigma constitucional
Todo esto experimentó un cambio radical, cuando menos en el plano normativo, en esa extraordinaria etapa constituyente que fue el quinquenio 1945-1949, cuando se elaboraron las nuevas cartas constitucionales e internacionales: la Carta de la ONU de 1945, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Constitución japonesa de 1946, la Constitución italiana de 1948 y la Ley Fundamental de la República Federal Alemana de 1949. En el clima cultural y político de la Liberación, se hizo patente que el consenso de masas mayoritario, que había dado apoyo a las dictaduras fascistas, no podía ser la única fuente de legitimación de los sistemas políticos, sino que al mismo debían añadirse los límites y vínculos dictados por los derechos fundamentales y por la separación de poderes, identificados por el célebre artículo 16 de la Declaración de 1789 como constitutivos de la idea misma de constitución. Es por lo que muy bien puede decirse que el antifascismo es un rasgo genético del paradigma constitucional: porque la garantía de los derechos y la separación de poderes, junto con el principio de la paz, que el fascismo había negado, son, precisamente, la negación de este.
Fue con la estipulación de estos principios como las constituciones rígidas de la segunda posguerra diseñaron el paradigma de la democracia constitucional: mediante su positivización en normas constitucionales rígidamente supraordenadas a cualquier poder, incluido el legislativo, como límites normativos equivalentes a un solemne «nunca más» a los horrores de la guerra y de los fascismos1. Se trató de un cambio profundo, que afectó tanto a la soberanía interna como a la soberanía externa de los estados y que cambió tanto la naturaleza del derecho como la de la democracia.
Sobre todo, gracias a la rigidez de las nuevas constituciones, garantizada por el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes, se ha disuelto la soberanía estatal interna. En la democracia constitucional ya no existen poderes soberanos absolutos, legibus soluti, en cuanto no sometidos al derecho. Incluso el último residuo de gobierno de los hombres que era la omnipotencia de las mayorías parlamentarias desaparece con la sujeción de la legislación a la constitución. La soberanía pertenece al pueblo, afirman las modernas constituciones. Pero este principio equivale a una garantía: en negativo quiere decir que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más y ningún poder constituido puede usurparla; en positivo quiere decir que, al ser el pueblo el conjunto de los ciudadanos, la soberanía equivale a la suma de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales constitucionalmente atribuidos a todos y cada uno.
Por otra parte, con la subordinación de los estados a la prohibición de la guerra contenida en la Carta de la ONU y a los derechos fundamentales establecidos en las diversas cartas supranacionales, también ha decaído su absoluta soberanía externa. De hecho, esta subordinación se ha mantenido largo tiempo inefectiva. Los estados han seguido reivindicando y practicando, en las relaciones internacionales, su soberanía absoluta, a la que, con la globalización de la economía y del capital financiero, se ha sumado la soberanía ilimitada, anónima e irresponsable de los mercados.