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Anarquía y perros viejos
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Libro electrónico297 páginas4 horas

Anarquía y perros viejos

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Laos, 1977.
Han pasado dos años desde la gloriosa victoria revolucionaria que ha instaurado el paraíso comunista tras años de conflicto.
A sus setenta y tres años, el doctor Siri, reticente forense nacional de la República Democrática Popular Lao, debe descubrir la identidad de un dentista jubilado e invidente que ha sido atropellado… ¿accidentalmente?
Una carta escrita con tinta invisible, y en clave, encontrada en las pertenencias del fallecido, lanza a Siri a una delicada investigación.
Con la ayuda de su mejor amigo —alto cargo del politburó—, una intrépida enfermera, un impasible inspector de policía y una adivina travesti, el doctor Siri viajará en esta ocasión al sur de Laos con el fin de desmantelar un supuesto complot que pretende derrocar al Gobierno de Laos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 may 2024
ISBN9788419211422
Anarquía y perros viejos

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    Anarquía y perros viejos - Colin Cotterill

    Carta a un dentista ciego

    El apartado de correos medía cuarenta y cinco centímetros de ancho por treinta de alto, y tenía un hilo de lana atado a la puerta para que el doctor Buagaew lo identificase fácilmente. El doctor palpó el ojo de la cerradura con la mano izquierda e introdujo la llave con la derecha. Desde el interior de la casilla de madera le llegó el aroma a correspondencia antigua: a paquetes de papel de estraza y a pegamento, a viejos pergaminos y a secretos. Posó la mano sobre un delgado sobre. Sabía que estaría allí y sabía lo que contenía porque solo otra persona conocía la dirección de aquel apartado de correos.

    Cerró la puerta, dobló el sobre y, tras guardarlo en el bolsillo interior de la chaqueta, dio media vuelta en dirección a la salida. La oficina de correos estaba abarrotada. Siempre parecía estarlo. Oyó el revuelo de aldeanos ignorantes tratando de llegar a los mostradores. Oyó el sonido de lápices escribiendo mensajes urgentes en postales y oyó los crujidos provenientes del servicio de embalaje por treinta kips. En el otro extremo de la sala estaban los teléfonos, donde la gente realizaba llamadas de larga distancia y compartía a voz en grito toda suerte de intimidades con medio Vientián.

    Todo formaba parte del bullicio de la ciudad que tanto disgustaba al doctor Buagaew. De no ser por las cartas, no habría ido allí ni por asomo. Tenía por costumbre bajarse del autobús en la parada del mercado, cruzar la avenida Khu Vieng, recoger la correspondencia y regresar en el mismo autobús. No tenía nada más que hacer allí. En la capital de la República Democrática Popular Lao, en agosto de 1977, «tráfico» no era la palabra más adecuada para describir el infrecuente paso de vehículos motorizados. Solo quienes tenían contactos familiares o profesionales con el Gobierno socialista podían permitirse el lujo de llenar los depósitos de gasolina. Dos coches circulando al mismo tiempo se consideraban un atasco. Incluso a media mañana, los conductores podían esquivar sin problema a los perros que se estiraban a sus anchas sobre el ardiente asfalto.

    Tal vez fuese esta la razón por la que el doctor Buagaew jamás había percibido la carretera como un peligro potencial. Tal vez por eso no se detuvo al llegar al deteriorado bordillo de piedra ni prestó mucha atención al ruido del motor. Ya había esquivado las grietas y los baches del pavimento con ayuda del bastón; solo le faltaba cruzar, encontrar la valla de alambre situada al otro lado y seguirla hasta la parada del autobús. Más tarde, los testigos coincidirían en sus relatos de los hechos. Nunca habían presenciado ningún atropello; era algo tan improbable que, para que ocurriese, sería necesario arrojarse bajo las ruedas delanteras del vehículo en cuestión. Incluso en ese caso, lo más probable es que este circulase tan despacio que podría frenar de golpe y evitar cualquier infortunio.

    Se llegó, por tanto, a la convicción de que el anciano invidente debía de tener una gran deuda kármica para que un camión lo atropellase. ¿Cuáles eran las probabilidades? Un gran vehículo chino con el pedal del acelerador atascado conducido por un joven que se dejó llevar por el pánico unos veinte metros antes. El camión había pasado a toda velocidad por delante de la oficina de correos y había atropellado al doctor Buagaew antes de estrellarse contra el poste de madera del sistema de megafonía de la esquina de la avenida Lan Xang. El poste se mantuvo en pie, desafiante, durante varios segundos antes de balancearse y desplomarse sobre la calle vacía.

    La tragedia dio mucho que hablar aquella tarde, pero fueron muy pocas las lágrimas que se derramaron por el ciego anónimo. La gente de la capital no tenía espacio en sus almas para desgracias ajenas. Últimamente Vientián andaba de mal humor. El Gobierno empezaba a parecerse a un molesto familiar que viene de visita un fin de semana y decide quedarse dos años. Eran tiempos incómodos en un país acostumbrado a la incomodidad. La sequía había exprimido hasta la última lágrima de humedad de la triste tierra. Los monzones estacionales se habían resistido a hacer acto de presencia, y los breves y escasos aguaceros —las llamadas «lluvias de las flores de mango»— fueron rápidamente absorbidos por la tierra y olvidados. El Banco Mundial donaba arroz de vez en cuando, pero debido a la insuficiencia de camiones y de gasolina, la mayor parte no salía de las ciudades.

    Sería un buen momento, cabría imaginar, para que un Gobierno socialista novato aflojase las riendas y diese a la oprimida población un respiro. El Pathet Lao había llegado al poder en 1975 y hasta el primer ministro había admitido que los logros conseguidos desde entonces no habían sido gran cosa. Pero la Administración, entrenada en la selva, adoptó la política de disimular su incapacidad imponiendo a la población apabullantes trámites burocráticos. Se necesitaban seis firmas para obtener la autorización que permitía ir en bicicleta de una prefectura a otra. La muerte del ganado (incluso por causas naturales) debía justificarse por escrito. Y que los cielos asistiesen a la familia que tuviera la ocurrencia de ampliar su casa. Se requería un bosquecillo de árboles y la tinta de un pulpo para cumplimentar todo el papeleo necesario.

    En la actualidad, unos cincuenta mil exfuncionarios monárquicos estaban en campos de reeducación; por consiguiente, sus puestos habían quedado desiertos o habían sido ocupados por militantes del Partido que no estaban cualificados para desempeñar sus funciones. Todos hacían lo que podían, pero «lo que podían» no siempre era sinónimo de «trabajo competente».

    Una adivina muy divina

    El doctor Siri Paiboun, el único forense del país, estaba en la morgue palpando un testículo con los dedos pulgar e índice. Era una sensación peculiar. Lo expuso a la luz para comprobar su opacidad y lo fotografió. A continuación lo colocó en la mesa junto a su compañero de fatigas y tomó una instantánea de ambos.

    —¿Sabe? Son una maravilla, una auténtica maravilla —afirmó.

    —¿Por qué?

    La enfermera Dtui se apresuró a buscar en el cajón una bolsa adecuada donde introducir los testículos. Era una chica guapa de veintitantos años con una sonrisa que desarmaba a todo el mundo. El uniforme blanco se ceñía a su sólida y corpulenta figura confiriéndole el aspecto de una gran nevera, pero ella era muy feliz.

    —No parecen gran cosa —explicó Siri—, pero son el motor de todos los acontecimientos sexuales que tienen lugar en el cuerpo del hombre. Producen testosterona, necesaria para proyectar virilidad y atraer a las mujeres; son responsables de las erecciones y producen el esperma encargado de fecundar el óvulo. Y con todas esas responsabilidades, ni siquiera tienen un sitio asignado para ellos dentro del cuerpo. Están ahí colgando de cualquier manera como si fuesen algo secundario. En mi opinión, una terrible falta de consideración por parte del Creador.

    —Dudo que estos en concreto contribuyan más a la procreación de la especie en el estado en el que están —sonrió Dtui levantando un sobre de papel que hacía poco contenía buñuelos de plátano—. Esto servirá.

    —Parece que tiene prisa, enfermera Dtui.

    —Es miércoles. No quiero perderme mi cita con la adivina.

    —¿No tiene que cuidar el huerto para la república o realizar alguna tarea extra de enfermería?

    —Puedo hacerlo después de la cita. No me llevará ni media hora.

    —Me decepciona, de verdad. ¿No se creerá todas esas sandeces adivinatorias?

    —Qué curioso que sea usted quien me lo diga.

    —¿Qué quiere decir?

    —A ver si lo he entendido bien. Un hombre que alberga el espíritu de un chamán hmong milenario al que persiguen los espíritus malévolos de la selva, un hombre que recibe regularmente la visita de fantasmas que han sido víctimas de asesinato…

    —Menudo regalo de hombre debe de ser.

    —Un hombre que tiene nada más y nada menos que treinta y tres dientes en la boca, lo que evidencia sus conexiones con el mundo espiritual, ¿cree que la adivinación es una sandez?

    —Absolutamente. Es una tomadura de pelo. El futuro es como un grano en la nariz, da igual lo rápido que uno corra, nunca se le puede dar alcance. Ni se debería intentar siquiera.

    —Eso suena sospechosamente a una de las consignas comunistas del juez Haeng.

    —En absoluto. Es mío. Nadie puede asegurar que conoce el futuro. Esos charlatanes se ganan la vida diciéndole a la gente crédula lo que quiere oír.

    —¿Ah, sí? Pues yo no quería oír que se iba a cancelar mi viaje a la Unión Soviética.

    —¿Le ha dicho eso la adivina? ¿Ve lo que quiero decir? ¡Una tomadura de pelo! Nada puede impedir que vaya a Moscú a continuar sus estudios. Ese viaje está ya más que cerrado. Por eso los adivinos son tan peligrosos, Dtui. Siembran en la cabeza malas hierbas que echan raíces y lo enredan todo. Acabas confundiéndote y actúas de manera que las predicciones se hacen realidad. Crees que ven el futuro, pero lo que en realidad hacen es alterar la trayectoria del vuelo. Indicarte el camino que conduce a su predicción, convirtiéndote de este modo en parte de su fantasía.

    —¡Y un mojón!

    —¿Y un mojón? Vaya, cuánta delicadeza. Parece que eso de respetar a los mayores se ha ido por el retrete junto con el resto de las normas de urbanidad de este planeta.

    —Lo siento. Pero si algo es un mojón lo es, da igual la edad de quien lo diga. La señora Bpoo es de fiar. Me apuesto los zapatos de los domingos.

    —¿Bpoo? Pero ¿qué clase de nombre es ese? ¿Y dónde tiene la consulta?

    —Bueno…

    —¿Bueno?

    —En la acera, frente a la agencia de viajes Aeroflot.

    —Ay, Dtui. ¿No se referirá a la travesti?

    —Sí.

    —Pues no me diga más. La cosa es más triste de lo que había imaginado. En fin, a la vista está el éxito de su negocio con esa ubicación tan privilegiada. Si el hombre pudiera ver de verdad el futuro, ¿no cree que estaría en otra parte? ¿No cree que no tendría que maquillarse de esa manera y sentarse en una estera de paja? Dios mío, si yo fuera vidente, estaría en Bangkok tomando café y coñac todas las mañanas con otros respetables jubilados.

    —La señora no puede usar sus dones para beneficio personal.

    —¿Me está diciendo que el…, que la señora no cobra?

    —Ni un solo kip.

    Siri se quedó descolocado, pero solo un instante.

    —Ah, ya veo. Tiene un código ético. En ese caso, en virtud de ese mismo código, no debería dar predicciones irresponsables y decirle que no va a ir al bloque soviético. Creo que a la señora Bpoo le vendría bien que le leyesen la cartilla.

    —Adelante.

    —¿Qué?

    —Que vaya a hablar con ella.

    —Normalmente intentaría disuadirme de hacer algo así.

    —No, creo que el viejo zorro podría aprender algo.

    —Lo dudo mucho.

    —Entonces lo reto a que vaya a verla. Pero sea amable. Intente ver más allá de su extraña indumentaria y seguro que lo conquistará. Se lo garantizo.

    —Parece que su especialidad son las predicciones negativas.

    —No siempre. A veces le gusta dar ánimos. Dijo que me casaría a finales de este mes.

    Siri se rio.

    —¿Quién es el afortunado?

    —No me dio ningún nombre.

    —Pues como no elija varón pronto… Estamos a día quince.

    Dtui embolsó y etiquetó los testículos para guardarlos en el almacén de muestras.

    —Escroto seccionado. Señor Tawon. Agosto de 1977.

    Los testículos no se unirían al resto del cuerpo en su viaje a la pira. El señor Tawon había traicionado la santidad del matrimonio en diversas ocasiones. Tras dos décadas de infidelidades, su leal y paciente esposa ya no aguantaba más y decidió poner fin a la perfidia de su marido. Al otro lado del río, en Tailandia, tras un período de rehabilitación, el señor Tawon habría podido continuar sus tropelías amorosas. Las esposas tailandesas eran más dadas a cortar la zanahoria que las cebollas. Si el picaflor hubiese sido capaz de hallar el miembro extirpado y de encontrar a un cirujano competente, habría tenido un treinta por ciento de probabilidades de que el órgano fuese reimplantado con éxito.

    Pero la esposa del señor Tawon había hecho los deberes. Mientras su marido dormía la mona, con el olor a perfume barato aún en la piel, ella le seccionó el escroto con una cuchilla. Para asegurarse de que no tuviera la tentación de reincidir en la otra vida, puso a freír las glándulas ovoides en aceite de sésamo. El señor Tawon murió desangrado mientras intentaba rescatarlas. Tal y como comentó el doctor Siri, se trataba de una historia capaz de hacer llorar hasta al más insensible de los hombres.

    —Una lección para todos nosotros —concluyó.

    El doctor Siri Paiboun nunca dejaba de aprender de los difuntos. Incluso a sus setenta y tres años, y a pesar de su experiencia en los campos de la medicina, la guerra, la política y el amor, admitía que le quedaban muchos conocimientos por adquirir. Numerosos laosianos a los que el forense doblaba la edad presumían de ser unos expertos. Solo con una pizca de la humildad de Siri se habrían dado cuenta de que un verdadero experto era aquel que admitía que no siempre había respuestas para todo. Es cierto que igual no tenían tan mal genio como el anciano médico, pero él se había ganado el derecho a ser terco y respondón por el mero hecho de seguir vivo tanto tiempo. Casi nunca montaba en cólera ni insultaba a nadie que no se lo mereciese. Y, desde luego, era paciente. En cierta ocasión lo habían comparado con la planta vietnamita de los mil años, que se pasa toda la vida esperando a que algún ciervo roce su única espora y se la lleve a terrenos más fértiles.

    Y al igual que la planta de los mil años, el buen médico no se conservaba nada mal para la edad que tenía. Su cabello era espeso y blanco como las plumas de un polluelo. Sus peculiares ojos verdes seguían brillando como las esmeraldas de un rajá. Era bajito pero fornido, y su mente exhibía la agudeza de siempre. Es cierto que también tenía sus achaques; le costaba respirar desde la noche que explotó su casa y los pulmones se le llenaron de polvo. Y tenía que admitir que en los últimos meses había empezado a perder los sentidos. No el juicio ni la razón que evitan que un hombre apueste en una pelea de gallos o se acueste con la mujer de su mejor amigo. No, los sentidos que Siri estaba perdiendo eran los que dan color, sabor y olor al mundo. Podría culpar a la sequía de que las flores se volvieran mustias o de que sus fragancias se apagasen, pero no podía culpar a la naturaleza de la insulsez de las especias que una vez dieron sabor a sus platos preferidos. Cuanto más intimaba el doctor Siri Paiboun con lo sobrenatural, más plano se volvía el mundo natural que lo rodeaba.

    Mientras los hermanos del eunuco post mortem —también conocido como el señor Tawon— lo llevaban al templo, pasaron junto al maltrecho cuerpo de una víctima de accidente de tráfico. Dos jóvenes policías lo transportaban en una vieja valla publicitaria de Halls Mentol Extra Fuerte. La valla también había sido víctima del camión. Cada agente llevaba un uniforme distinto, y ninguno era de la talla correcta. Mientras entraban, Siri observó los rostros infantiles de los policías y reparó en lo estrecha que se estaba volviendo la distancia entre la pubertad y la autoridad.

    —Eh, tío —dijo uno de ellos apoyando el extremo de la valla en la rodilla—. ¿Dónde ponemos esto?

    Siri se acercó a él y lo miró fijamente a sus ojillos de becerro.

    —Teniendo en cuenta que soy hijo único —dijo— y que no he tenido ninguna actividad sexual en los últimos quince años, es bastante improbable que usted y yo seamos parientes. En ese caso, creo que sería más adecuado que me llamase «señor», ¿no le parece?

    —¿Cómo?

    —Lo siento, doctor —interrumpió el otro policía—. Es nuevo. Acaba de llegar del pueblo. ¿Podemos dejar esto en algún sitio? Es que pesa bastante.

    Siri los condujo a la sala de disecciones y abrió la puerta de la cámara frigorífica.

    —Si no les importa meterlo aquí —dijo Siri—. ¿Qué ha pasado?

    —Le atropelló un camión justo frente a la oficina central de correos.

    —Qué raro. Supongo que no lo vio venir.

    —No vio nada, camarada. Es ciego. Bueno, era ciego.

    Siri levantó uno de los párpados del cadáver para revelar las cataratas que habían dilatado las pupilas del hombre hasta convertirlas en turbios ópalos.

    —Muy bien. ¿Alguna idea de quién es?

    —Ni idea… —indicó el primer agente—, señor. Creía que eso nos lo diría usted.

    —Bueno, muchacho, a menos que tenga el nombre tatuado en el trasero, sus suposiciones son tan buenas como las mías. Soy forense, no adivino.

    Un poli de andar por casa

    La señora Bpoo no era una de esas travestis que de lejos podrían engañar al ojo humano. Ni en la más oscura de las noches habría duda de que se trataba de un hombre de mediana edad vestido de mujer. A la luz del día, vista desde la esquina opuesta de la calle Samsenthai, era como un faro luminoso, como una boya en mitad del mar. Sus anchos hombros sostenían los finos tirantes de un corpiño rosa chillón. Su vientre blanco colgaba sobre la cintura elástica de unos leggins de piel de leopardo cual témpano de hielo que sobresale de un congelador barato. El rojo de sus mejillas y el púrpura de sus párpados no tenían nada que envidiarle a un ave del paraíso. Sobre su cabello, negro y rapado al estilo militar, resaltaba una flor de hibisco de color crema que tenía remetida tras la oreja.

    Siri se detuvo junto al puesto de café de enfrente, que estaba cerrado, y fingió que ponía en su sitio un adoquín suelto con el pie. Pero, salvo la estupa negra que se erigía sobre su isla de césped crecido, nadie se fijó en él. Incluso tras el velo de polvo que enturbiaba la calle principal de la ciudad, la señora Bpoo era un insulto a la vista. Siri dio media vuelta y fue en busca de su motocicleta. ¿En qué estaría pensando? ¿Qué diantres se le había metido en la cabeza? Debería haberse ido directamente a casa, tal y como tenía planeado. Pero no. Aquí estaba contemplando una escena absurda. Tal vez solo quería ver con sus propios ojos qué podía haber poseído a una enfermera (por lo demás racional) para caer en un truco tan obvio. ¿Y quién estaba alimentando a esta duquesa de carretera? No aceptaba ningún pago, pero era evidente que de hambre no se moría. Fue su detective interior quien obligó a Siri a dar media vuelta y enfilar la calle más concurrida de Vientián. En circunstancias normales se habría lanzado sin más a la carretera pero, dados los acontecimientos del día, decidió detenerse en el bordillo y mirar a ambos lados antes de

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