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El Indio Sin Ombligo
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Libro electrónico265 páginas3 horas

El Indio Sin Ombligo

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Un individuo aparece muerto en una plaza de la Ciudad de Panam. Se trata de un indgena annimo que es llevado a la morgue y que, por una casualidad, se descubre que no tiene ombligo. A partir de ese momento, se inicia una investigacin cientfico-policial tan apasionante como absurda. Los tres protagonistas de esta historia que recorre toda la geografa panamea son personas muy especiales: un inspector de la entonces PTJ (hoy DIJ) que no lograba realizar un operativo exitoso, un profesor de biologa expulsado de todos los colegios por tratar de inculcar el funesto vicio de pensar en los estudiantes, y un vendedor de enciclopedias fsicamente incapaz de mentir-
La intencin primordial de la novela es mantener el inters del lector, empleando un lenguaje accesible e irnico, desde la visin de un narrador mltiple (se dice que..., algunos dicen que... mientras otros afirman que...an se comenta que..., los que lo vieron dicen que...), con una crtica cida y como algo cotidiano. Las cosas ms inesperadas suceden en cada pgina, dejando evidente las incongruencias de las situaciones que pueblan nuestra realidad.
Bombazos, balaceras, allanamientos ilegales de oficinas, burocracia, entierros y manejo indiscriminado de la informtica aparecen a cada pgina. El choque cultural se explica desde las vivencias de los protagonistas, quienes indagan el origen y las razones por la que existen indios sin ombligo y esta bsqueda sirve de marco a la aproximacin de la realidad indgena, de un modo casi festivo.
El estilo cinematogrfico, la hilacin de la historia, la profundidad de los personajes y la creatividad en una novela policaca de ciencia ficcin la hizo ganadora del Premio Nacional de Novela Ricardo Mir 2007.

Jos Gabriel Alcobendas
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 sept 2010
ISBN9781617641176
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    Vista previa del libro

    El Indio Sin Ombligo - Moraltes Pernett

    El Indio Sin Ombligo

    Rafael Pernett Y Moraltes

    Copyright © 2010 por Rafael Pernett Y Morales.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2010912945

    ISBN: Tapa Blanda         978-1-6176-4104-6

    ISBN: Libro Electrónico 978-1-6176-4117-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    207029

    Contents

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    SOBRE EL AUTOR

    A Sandra,

    compañera, esposa, amiga y, a veces, conciencia

    Because it can only conceive of your truth and my truth while determinedly rejecting any idea of the truth, it can only conceive of tolerance as indifference to differences

    (George Weigel)

    La alarmante soledad de las muchedumbres solitarias conduce a la violencia, a la angustia y a la evasión por medio de otras drogas que las de diseño: las adicciones a sucedáneos de una vida humana en la que necesitamos sabernos queridos y compartir nuestra búsqueda.

    (JOSÉ CARLOS GARCÍA FAJARDO Seres de encuentro)

    01

    El auto oficial que decía Ministerio Público llegó al lugar donde se encontraba el cadáver boca abajo, enclavado en el suelo, cubierto con una sabanita que dejaba traslucir un agujero de bordes negros en la parte posterior del cráneo. El área estaba rodeada por una cinta amarilla de plástico que prevenía a los transeúntes del contratiempo y les impedía el paso. Los alrededores estaban llenos de curiosos. Alguien tomaba fotografías. Los policías de chalecos azules intentaban repeler con toletes a los espectadores, quienes hablaban en voz alta, gesticulaban, compraban carne en palito y reían de cuentos que difícilmente se escuchaban..

    — Ningún hijo de Dios muere boca abajo— se oyó la voz aguardentosa de un sujeto con barba de tres días, ojos enrojecidos y un palillo de dientes enterrado a medias en el cabello crespo.

    — ¿Y éste?— preguntó otro, un señor gordito con saco desteñido y corbata pasada de moda.

    — Este murió de pie y cayó de cara.

    Un vehículo con el logo de un noticiario de televisión se estacionó cerca, y una teleperiodista como de veintiún años, peli teñida, lentes de contacto verdes, con siliconas hasta en el micrófono, se acomodó detrás del vehículo y se arregló a medias, presionando los labios para balancear el color, parpadeando para insertarle brillo a los ojos. Se alisó la falda, suspiró, ajustó mentalmente los hombros y a la señal del camarógrafo empezó a hablar.

    — El ciudadano encontrado en el parque esta mañana carece de documentos que lo identifiquen. Las fuerzas de seguridad, como puede verse, han acordonado la zona— un silencio breve, para permitir la visión panorámica de las siliconas—. Se especula con la posibilidad de que sean sicarios conectados con el crimen organizado los que hayan perturbado la habitual y segura tranquilidad cotidiana de la ciudad capital con este horrible asesinato.

    El personero, un tipo pequeño, casi insignificante, con lentes, chaqueta gris, camisa mamey, corbata roja y gafete en el bolsillo, se bajó del auto oficial que decía Ministerio Público con la aparente intención de proceder al levantamiento del cadáver. Sin embargo, los periodistas que rodeaban la escena del crimen se le acercaron tanto que casi lo atropellan con micrófonos multidireccionales, teléfonos satelitales y cámaras imponentes.

    — ¿Puede adelantarnos la causa de la muerte?

    El personero miró directamente a la cámara, adoptando una pose de artista de cine rechazando un Oscar.

    —Debemos primero realizar estudios periciales para identificar cómo ocurrió.

    — Pero— insistió un periodista, clavándole materialmente el micrófono entre los dientes— . . . ¿no puede adelantarnos algo?

    El personero, con aires de suficiencia, intentaba quitárselos de encima. Ahora dicen que, en realidad, no es que no podía. Es que no quería.

    — Primero tenemos que asegurarnos que hubo violencia. El que el susodicho ciudadano tenga una herida de bala en la cabeza no es evidencia de que le hayan disparado.

    La teleperiodista, llena de siliconas hasta en las pestañas, se acercó felinamente, como contando los pasos, y llegó hasta él a pesar de los empujones de sus colegas.

    — ¿Se habrá intoxicado con el desayuno, tal vez?— casi ronroneaba, entornando los ojos y acariciando impúdicamente el micrófono.

    — Es una buena hipótesis de trabajo.— manifestó el personero, parpadeando dubitativo.

    — ¿Algún ajuste de cuentas, acaso?— intervino otro periodista, de aspecto dinámico y entusiasta.

    — No lo sé. La investigación lo revelará.

    Los empleados de la personería agarraron el cuerpo y lo echaron con gran dificultad en el vagón posterior de un pick-up abierto color blanco con una franja amarilla que tenía escrito PARA USO OFICIAL, con la acotación AB en lápiz labial entre las palabras PARA y USO.

    — ¡Aya la máquina! Este tipo sí que pesa.

    — Pesa como un muerto, tú.

    — El auto funerario de la medicatura forense está en el taller en estos momentos.— dijo la teleperiodista sonriendo satisfecha hacia la cámara como si las siliconas fueran hechas a mano por su propio hermano discapacitado—. Por eso es que se llevan el cuerpo en ese vehículo abierto. Con cámara de Tenebrio Molitor, para Clave Ocho, reportó su teleperiodista estrella. Adelante, estudios.

    La teleperiodista guardó el micrófono en un maletín y de un salto se trepó en el asiento delantero del vehículo. Respondió al teléfono, que sonaba con una salsita de moda, e indicó al conductor la dirección que debería seguir para la siguiente noticia, sin recabar en Llanero Cool, aquel negro vestido de negro, de edad indefinida, lentes oscuros, sombrero de paja, pitillo de plástico con un puro delgado, impasible junto a un teléfono público del parque, que observaba la acción, sin bostezar siquiera. Llanero Cool miró pasar el vehículo de la televisora sin mover un músculo, sólo con la vista, y cuando lo vio girar por una esquina, se acercó al teléfono, con esa parsimonia que unos admiraban, otros criticaban y todos temían. Marcó un número.

    —Ya llevan al hombre. Resultó fácil.

    Los que lo vieron subir al auto negro con vidrios ahumados tragaron fuerte cuando arrancó despacio y siguió imperturbable el vehículo oficial del ministerio público, con esa íntima percepción de que todo estaba consumado y el telón bajaba bruscamente sobre este primer acto del drama.

    02

    Tono sentía que la situación era absurda y no lograba sacudirse ese malestar. La verdad es que solamente a él le pasaban estas cosas, todo porque su salud era primero que nada y porque sus reacciones fisiológicas eran aparatosas y conflictivas. Así que mejor seguía la corriente y hacía que fueran lo menos traumáticas posible.

    Desde lejos se notaba que no era repartidor de pizzas. La orientación de los hombros, la prestancia del pulgar, la mirada consecuente, lo descalificaba para este oficio. Él estaba claro, su vocación era vender enciclopedias, no repartir pastas. Y esto hacía más inverosímil la escena de un tipo encorbatado con camisa de manga larga a rayas azules montado en una motocicleta diminuta con la cajita plana en el asiento posterior tratando de estacionarse en la entrada de la morgue judicial, con un aura tímida, y un casco que hasta podría tener piojos y todo.

    En realidad, la razón que lo tenía sentado sobre esta ridícula moto y tratando de estacionarse con cuidado era un poco más compleja de lo que pudo referirle a Euro cuando se lo contó o más surrealista que cuando se lo contó a Elkin. Porque Autóctono Desiderio Martínez Lerchundi, como se deducía de su vestimenta, amaba su oficio, era capaz de convencer al cliente más refractario con argumentos ciertos y fáciles, y era vox populi que Tono jamás había engañado a un comprador, jamás había dicho más de lo que ofrecía la enciclopedia que pretendía vender, nunca prometió actualizaciones anuales en el producto que compraras y en ningún momento se le vio tratando de casar la enciclopedia que vendía con historias edificantes y libros que te conducirían al paraíso terrenal sólo con ver la portada. Es por eso que dicen las malas lenguas que tenía más clientes que ningún otro vendedor, y que por eso también era odiado, envidiado y vilipendiado por sus colegas y competidores. Por su honradez a carta cabal y sobre todo por su veracidad a prueba de bombas. También se dice que las comisiones que percibía le permitían vivir decentemente y comprarse sus zapatos y demás herramientas de trabajo sin mayores problemas. A veces, sin embargo, como sucedió el día que se narra, el pasado se confundía con el presente y esas coincidencias desorganizadas traían como consecuencia estos escenarios inauditos.

    Tono sentía que la situación era absurda y no lograba sacudirse ese malestar. Y es que hacía catorce minutos, no más, porque sería desastroso para su economía, había encontrado a un cliente evasivo llamado Lucio después de varios años de resignación por su pérdida. Resultó que este cliente anteriormente había sido empleado público y había contratado una enciclopedia de tecnología y esoterismos afines pagadera por descuento directo del salario. Al cambiar el gobierno, despidieron a Lucio y, como no hubo más pagos, tampoco hubo más comisiones. Tono comprendió entonces lo ingrato que es confiar en los empleados al servicio del Estado porque éstos saben que su puesto es transitorio, sólo mientras dure la gestión del partido de turno en el poder y, sin embargo, acuerdan términos de pago superiores al tiempo que van a laborar. Así que desde entonces su prioridad era la empresa privada, reservaba a los empleados del gobierno para el segundo trimestre de iniciado el periodo presidencial y nunca contrataba más allá de cuatro años, porque había que tener pendiente la forma, siempre sui generis, en que pagaría la Contraloría, aparte de la incertidumbre sobre si el gobierno entrante haría honor a los compromisos adquiridos por el saliente o si, simplemente, se iban a negar a pagar sin más explicaciones. Era demasiado para un hombre solo.

    Ahora, Lucio era uno de los repartidores de pizzas de un restaurante en el área bancaria y Tono lo vio por casualidad cuando pasaba por la puerta del establecimiento. Lucio estaba sacando la moto ésta ridícula, el casco éste que parecía tener piojos y la caja de pizzas. Tono lo detuvo y le cobró, primero como con toques de decencia pero ya luego empleando gestos amenazadores y amagando con darle con el maletín, hasta que Lucio aceptó pagar, pero con la condición de que Tono esperara que volviera de llevar la pizza o, si quería, que aguardara mientras Lucio iba al cajero automático más cercano a buscar el importe del pago. Tono prefirió esta última opción, así que Lucio le dejó la moto, el casco y la pizza cuando fue a hacer su diligencia, y mientras Tono esperaba llegó el dueño del local, un mediterráneo soez que le gritaba cosas en una lengua para él incomprensible pero que dedujo tenían que ver con la entrega de la pizza antes de quince minutos si no al cliente le salía gratis. En vano intentó explicarle que él estaba esperando al repartidor, que había ido al cajero, que era cosa de un minuto, pero el mediterráneo se apropió de su maletín moviendo la moto y aprovechando que Tono se descuidó creyendo que ésta le caería encima. Así que Tono aceptó hacer la entrega en la morgue antes de quince minutos para rescatar su maletín con sus documentos y un par de contratos que yacían en su interior.

    Tono sentía que la situación era absurda y no lograba sacudirse ese malestar. Porque, mientras quitaba la correa que sujetaba la cajita, dicen que llegó un pick-up abierto color blanco con una franja amarilla que tenía escrito PARA USO OFICIAL, con la acotación AB en lápiz labial junto a la palabra USO y que entró de recula. Tono aún no puede explicar la razón por la cual permaneció de pie, mirando el auto, sin terminar de desamarrar la cajeta. Era como una especie de magnetismo, le dijo a Elkin cuando se lo contó. La puerta del tanatorio, que estaba abierta, dejaba ver una camilla roja. Había dos hombres de pie evidenciando un aspecto adusto y formal, como de médicos herzegovinos, con una pose de ciencia inescrutable esperando lo que traían en el vagón del pick up y que no podía ser otra cosa que un muerto. Estaba en la morgue, ¿no? ¿Entonces? Incluso mientras le contaba el evento a Euro y a Yastamara, algo más tarde en la noche, le pareció lo más normal y lo más lógico. Pero algo le llamaba la atención, así que terminó de desabrochar la pizza y empezó a caminar hacia los sujetos que parecían médicos, con esa imagen singular de un repartidor de pastas con manga larga en pleno trópico.

    Entonces vio al indio sin ombligo.

    Yastamara y Euro se miraron extrañados cuando se lo contó. Y si no fuera porque estaban conscientes de que Tono era incapaz de mentir porque el cuerpo lo delataba, hubieran pensado que se había fumado algo. No los sorprendía tanto la revelación como la vehemencia con la que se refirió al cadáver que, por si fuera poco, bajaron del pick up con demasiada prisa y que dejaba al descubierto no sólo el casi cotidiano y rutinario agujero en la cabeza, sino algo más sorprendente, el abdomen sin ninguna marca o cicatriz. Totalmente liso. Claro, uno sabe que el muerto no se iba a desesperar y tampoco había ningún motivo para tanta prisa, pero al parecer era imperioso colocarlo en la camilla roja y meterlo sin demora. Tono, en principio, no les mencionó lo del ombligo, sino que era un muerto, y luego añadió que era un indio.

    — ¿Y acaso los indios no se mueren, pues?— preguntó Euro.

    — Sobre todo con un balazo en la cabeza— agregó Yastamara.

    Era cierto que Tono no podía mentir, pero no tenía impedimento alguno en ocultar la verdad. Por eso miró a Yastamara Ríos con dureza y ella captó el significado de la mirada. Le había prometido que no le diría a Euro que la había visto besándose con el mismo forense en su auto, hacía como cinco minutos, un par de esquinas más allá. Pero si ella insistía en joderle la vida, a lo mejor olvidaba la promesa y hasta ahí. La mirada había sido algo fugaz, como las lluvias de meteoros, y parece que el mensaje llegó claro a su destino. Al menos, eso afirman algunos, mientras otros consideran que, a esas alturas del partido, a Yastamara simplemente le valía sebo lo que sucediera.

    Después que se acercó a los médicos en la puerta del establecimiento, uno de ellos, aparentemente el de mayor jerarquía, el que luego se besaría con Yastamara como con hambre de meses, se apresuró a cortarle el paso, cuestión fácil porque Tono estaba absorto en el abdomen cobrizo echado sobre la camilla roja, sin parpadear, como contando gladiolos. El forense lo encaró, señalando la cajeta que llevaba en la mano.

    — Me sale gratis, compay.

    Tono miró su reloj, sudoroso de pronto. Ahora sí, pues. Encima de que Lucio no le había pagado le iban a cobrar la pizza porque llegó tarde. Sin embargo, prefirió echarse un farol y levantó los ojos, triunfante.

    — ¡Qué va, pariente!— le mostró el reloj—, son catorce minutos.

    El forense no contestó. Aparentemente tenía prisa. Así que firmó, pagó, agarró el paquete y dio instrucciones para que metieran el cuerpo con mayor celeridad aún. Entonces Tono se regresó a la moto y se montó, saliendo con cuidado y satisfecho porque el albur le había resultado. No estaba seguro de si realmente hubiesen pasado sólo catorce minutos pero, aparentemente, no había mentido. Y, por estar satisfecho con su viveza, no percibió la señal que el forense le hizo a Llanero Cool, quien estaba estacionado frente a la morgue sin que nadie lo hubiera visto llegar. Es lo que se dice. No hay nada concreto en eso. Llanero Cool asintió con la cabeza, inexpresiva como siempre, y siguió la moto hacia el restaurante del mediterráneo soez. Por eso Tono reconoció al forense cuando estaba como a dos cuadras de la casa de Euro y vio a la esposa de su amigo bajarse del auto del médico y darle un beso de despedida, bien comprometedor y bien jugoso, nada parecido a un beso fraternal. Y es que había demorado un rato largo en el tráfico, luego esperando a Lucio, que había ido a hacer otra entrega y, finalmente, cuando estuvieron como en una tregua, Lucio le salió con el cuento peregrino de que se había ido la luz, Justo en el momento en que metí la tarjeta, fren, y el cajero automático se chupó el dinero y apareció en la pantalla que se había sobrepasado en la cantidad que podía retirar, que volviera mañana y que muchas gracias por usar el servicio.

    Tono sentía que la situación era absurda y no lograba sacudirse ese malestar. Vagó por la ciudad como un porfiado, se compró un raspao para refrescar la frustración, se detuvo frente a un semáforo para admirar un trasero, esquivó vendedores de flores, casi se quema con las brasas de la barbacoa en un expendio de pollos asados, le dijo que no a un limpiabotas y cuando pasaba junto a una tabla bendita de lotería se le ocurrió que podía consultar la imagen del indio sin ombligo con Euro, quien no en balde era profesor de biología aunque ahora estuviera desempleado. Se montó en un bus y se dirigió hacia allá, seguido por Llanero Cool.

    Aparentemente, en ese mismo lapso, el forense salió de la morgue, fue a buscar a Yastamara al ministerio donde trabajaba y la llevó a su casa. Dicen las malas lenguas que ella no quiso ir a un motel en esta ocasión, para el clásico y tórrido intercambio de piel, sino simplemente recabar en su domicilio y que fue por eso que coincidieron en la acera, cuando Tono se apeó del bus y ella del auto del médico, cada uno en una esquina y quedaron frente a frente, como en un duelo del lejano oeste. Pero la caballerosidad imperaba a pesar de la equidad de género y él la dejó que llegara primero. Sin embargo, al entrar, ella quiso saber si él le diría algo al esposo.

    — No es asunto mío— había contestado Tono ante el alivio de Yastamara—. Aunque eso no quiere decir que si me pregunta directamente voy

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