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El mar interior
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El mar interior
Libro electrónico149 páginas3 horas

El mar interior

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Información de este libro electrónico

El mar interior comienza con una bicicleta chocando contra un tranvía. El ciclista es Milton, un joven periodista
argentino. «Con una buena indemnización, desempleado, una profesión en vías de extinción y un pasaporte
europeo», Milton acaba de instalarse en Ámsterdam con su pareja, una música becada en un prestigioso
conservatorio. Mientras ella pasa los días afuera, él sostiene una rutina solitaria: se ocupa obsesivamente de las
tareas domésticas, cuida la planta monstruosa con la que están obligados a convivir, practica natación varias
veces por semana y pedalea por la ciudad mientras observa el nuevo mundo que los rodea.
Arrojado a una tierra extraña en la que todavía no logra echar raíz, Milton no solo tiene que lidiar con sus
prejuicios hacia el país que mal o bien lo ha recibido, con las dificultades idiomáticas y la necesidad de conocer
gente y hacerse amigos. También necesita, con urgencia, conseguir un trabajo, ahora que los medios argentinos
se muestran cada vez más renuentes a publicar sus artículos.
Matías Capelli combina sus grandes dotes de narrador y de cronista para proponer una reflexión sobre la
intimidad y los registros de lo íntimo, una de las tantas máscaras que puede adoptar la literatura. Como un
etnógrafo alucinado, en su segunda novela cuenta con humor e inteligencia la historia de un personaje que
encuentra, en el corazón de la extranjería, una inesperada forma de liberación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 may 2022
ISBN9789874063960
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    El mar interior - Matías Capelli

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    Primera parte

    Nuestro clima

    1

    Milton pedaleaba por la plaza Waterloo una tarde de noviembre con los auriculares y la capucha de la campera puestos y no vio venir el tranvía. Fue su cuerpo lo que impactó contra la mole de metal detenida un segundo antes. El conductor abrió la puerta asustado. Le preguntó a Milton si estaba bien y respiró con alivio al comprobar que sí. Miró hacia atrás para asegurarse de que ningún pasajero se hubiera lesionado con la clavada de frenos. Al parecer, nadie. Entonces increpó a Milton, le pidió los datos, documento y dirección. Anotaba en un papel a punto de perder el control, en parte por la incapacidad de transmitir plenamente su ira con palabras precisas. Verse obligado a hablar en inglés le neutralizaba la lengua, era un dique defectuoso a punto de ceder. Milton mostraba con gestos un arrepentimiento absoluto. El conductor cerró la puerta, no sin antes reprobarlo por última vez, y siguió con el recorrido de la línea.

    Una mujer ayudó a Milton a enderezar la rueda delantera de la bicicleta Sparta. En inglés yanqui le dijo: Tuviste suerte, hermano. Cuando el tranvía empezó a chillar y te vi venir, me dije: Dios mío, el tipo de la bicicleta no lo va a ver. Al hablar gesticulaba agitando rítmicamente las pulseras que llevaba en las muñecas. ¡Cómo clavó los frenos!, dijo mientras batía la pulsera derecha. ¡Un milagro!, y batió la izquierda. ¡Un verdadero milagro, sí, señor! Que tengas un buen día; dale gracias al señor, hermano, que estás vivo, dijo, y después se fundió en la muchedumbre.

    Milton subió a la Sparta con un temblor que empezó a aplacarse una vez que retomó el andar. No porque se hubiera calmado, sino porque todo el cuerpo iba comprometido con el movimiento: las rodillas subiendo y bajando, los pies presionando contra los pedales de plástico negro, las manos agarrando firmes el manubrio. El cuerpo iba tenso pero el latido en el párpado derecho y el girar ligeramente fuera de eje de la rueda delantera materializaban la conmoción que percutía sus nervios.

    Pedaleaba y agradecía al cielo por la buena suerte, por los reflejos y la prudencia del maquinista. Él había evitado lo peor. La sensación que lo invadía no tenía que ver con la euforia, con el vértigo que propiciaba la fortuna al manifestarse a favor de uno; para nada esa alegría ingrávida de ay qué suerte. Era más bien perplejidad, como si lo hubiera rozado una bala, como si desde un balcón un piano hubiera caído a medio metro de él.

    Cuando se lo contó a Rut esa misma noche, estuvo a punto de llorar. Tal vez si ella se hubiese emocionado, si hubiera entrado en pánico, Milton habría sido capaz de sentir un poco más. Eso sí, se le aflojaron las rodillas y tuvo que apoyarse contra la mesada de la cocina.

    No tenía daños que mostrar, más allá de unos cuantos moretones; en el relato lo trágico se articulaba en modo potencial. No había pasado gran cosa, y era entendible que al día siguiente su amigo Horacio le dijera por teléfono «qué suerte» y cambiara de tema como si nada.

    No solo no había visto venir el tranvía, sino que tampoco lo había escuchado, así como no había escuchado la campana que el conductor debió de tocar, primero enojado y después, desesperado. En qué momento el conductor se había dado cuenta de que Milton no iba a reaccionar y había apretado el freno justo a tiempo para detener la trayectoria de una mole de toneladas de acero ferroviario propulsado por cables de alta tensión.

    Electricidad generada con los desechos de la planta de basura, aunque eso ahora no venía al caso. Lo importante era en qué momento el conductor había decidido apretar el freno. En ese instante Milton había vuelto a nacer.

    2

    En el departamento de la calle Zaandijk el colchón era una placa delgada de gomaespuma y la cama, un catre plegable de plaza y media; era más parecido a un modelo portátil para una casa de fin de semana. Milton padecía los fierros de la cama incrustándose en su cuerpo desde la primera noche. Rut enseguida había sido de la idea de comprar un colchón bueno, pero él dudaba.

    Trató de solucionarlo poniéndolo directamente sobre el piso. En vez de los fierros del catre se sentía la dureza de los cerámicos. Entonces entendieron la advertencia que Esther, la mujer que les había alquilado el departamento, les había hecho por correo antes de que se conocieran: Soy una persona pequeña. En su momento les pareció una aclaración rarísima; una vez que estuvieron instalados comprendieron que siendo ella minúscula un colchón delgado de gomaespuma era suficiente.

    Además de conseguir quien cubriera los gastos de su vivienda social mientras ella estaba en Alemania durante un año con opción a dos, Esther necesitaba que se comprometieran a cuidarle el árbol que tenía en la sala de estar. Ella lo llamaba tree, aunque fuera una planta. El malentendido tenía que ver, suponía Milton, con la tosquedad típica de comunicarse en un inglés básico.

    La planta crecía en una maceta mediana; bajo su cobijo había un sillón de lectura y una lámpara de pie. Tenía la complexión de un árbol, pero más que ramas eran tallos que se mantenían erguidos por un sistema de tanzas transparentes. Las hojas eran peludas y rugosas, y crecían con facilidad. Como un yuyo, pensó Milton al principio. Después de convivir semanas con ella empezó a tomarle cariño y a preguntarse si no era despectivo llamarla así.

    Usaban el equipamiento y los objetos de Esther; usaban sus condimentos e iban rellenando los frascos cuando se acababan; cosechaban las hortalizas que brotaban en la huerta de la terraza. Al principio había acelga, cebollas, puerro, coliflor y aromáticas. A duras penas sabían mantenerla. Con el paso de las semanas y el cambio de estación la cosecha fue raleando. A poco de llegar, sabía ahora Milton, deberían haber plantado semillas de aquello que crecía en invierno; ahora era tarde, a lo sumo podían aspirar, si hacían lo indicado, a lograr cierta prosperidad en primavera.

    Mientras tanto tendría que resignarse a seguir comprando en el supermercado, adonde solía pasar que el descuento anunciado en las bateas no se aplicara en la caja. Tal vez fuera un error de sistema, pero que pasara tan seguido llevaba a desconfiar. También le daba desconfianza que a veces pusieran el cartel de descuento adelante de un producto, cuando en realidad el descuento aplicaba a otro similar, o justo a uno que no era de ese tamaño o variedad. Y muchas veces el descuento era el motivo principal por el que uno decidía comprarlo. La empresa debía de tener, contablemente, un nombre para esa política de engaño a sus clientes que le permitiera facturar millones de euros extra, un nombre neutro, aséptico, algo tipo «promoción colateral».

    Un par de veces lo había dejado pasar, hasta que una tarde Milton se acercó al mostrador e hizo el reclamo en inglés. El empleado fue al fondo del local a corroborar y al volver pidió disculpas y le reembolsó dos euros. Justo en ese momento Milton vio salir a los tumbos por entre la línea de cajas a dos policías que llevaban arrestada a una mujer flaca hasta los huesos, los ojos hundidos, la piel ajada, la ropa sucia. Todo en ella desentonaba con el habitante promedio de la ciudad tan bien vestido y alimentado. En el momento exacto en que las dos monedas de un euro caían en su mano, Milton la vio salir esposada. Tal vez la habían agarrado metiéndose algo abajo de la campera de cuero o directamente comiendo en el local.

    Tuvo el rapto de ir a hablarles y se acercó a los oficiales como si nada. Le preguntó a uno, el que parecía menos áspero, como quien quiere sacarse una duda o saber dónde queda la calle o el parque tal, por qué se la estaban llevando. Lo dijo en inglés, y el policía, aunque entendía, no contestó. La sangre le bombeaba rapidísimo a Milton. Desde la tarde del accidente tenía un comportamiento más voluble, impredecible incluso para él. El otro policía, el que tenía modales más rudos, se le acercó y le preguntó, también en inglés, qué pasaba, si había algo en que pudiera ayudarlo. Y entonces Milton le dijo que en efecto sí había, que hacía tiempo iba a ese supermercado y le solía pasar que lo engañaran con la promoción, que no se acreditaba en el ticket y que eso era claramente un robo, una estafa, ante la cual lo que él tenía que hacer era ir a reclamar de una forma civilizada, pero en cambio esa mujer que claramente estaba cometiendo un robo por necesidad, necesidad tal vez de unos euros, los mismos euros que esa sucursal les sacaba a sus clientes en pocos minutos, esa pobre mujer estaba siendo llevada a la vista de todos. Definitivamente no le parecía muy justo.

    A medida que Milton hablaba, la cara del policía fue mutando. Pasó de la curiosidad a la perplejidad para terminar en lisa y llana cólera. Ya eran varias las personas que se habían congregado para ser testigos de la escena. El policía dijo si quería acompañarlos. No sonó a pregunta. Milton se dio cuenta de que estaba completamente desvalido; no era todavía un ciudadano en condiciones de reclamarle a las autoridades. Su estatuto asemejaba al de un turista que había decidido prolongar su estadía unos meses, no mucho más. Los policías no estaban dispuestos a perder más tiempo; le dieron la espalda y salieron con la mujer por la puerta de emergencia.

    Entonces Milton se descargó con el empleado del supermercado que acababa de darle las monedas. Le dijo que era una vergüenza que a ella se la llevaran arrestada por robarse o comer algo cuando la empresa continuamente les robaba a sus clientes con publicidades engañosas. Definitivamente no parece muy justo, volvió a decir, siempre en inglés. El muchacho contestó afable, como si no hubiera mal en el mundo, como si él no fuera el último o penúltimo eslabón de una compañía gigante, que se quedara tranquilo porque esa mujer no iba a ir a la cárcel, que a lo sumo iba a pasar unas horas en la comisaría, le harían controles médicos y psicológicos, tal vez la obligarían a hacer un curso de integración, la visitarían trabajadores sociales, indagarían en los motivos que la habían llevado a robar, reforzarían la idea de que robar estaba mal; si llegara a necesitarlo, le darían un subsidio que le permitiría alimentarse y no gastar toda su plata en drogas, o al menos no tener que elegir entre una de dos; y si tuviera un problema de drogas la harían hacer un tratamiento, en fin, que no se preocupara por ella, y que nuevamente lo sentía mucho por el inconveniente de la promoción, que iban a trabajar para que no volviera a

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