Las pruebas que nunca existieron
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El Coronavirus también fue un arma de corrupción.
Luis Jarabo, anticuario de Valladolid, se contagió de Coronavirus durante la pandemia de 2020. Cuatro años más tarde necesita una copia de las pruebas hospitalarias de entonces, pero estas han desaparecido.
A lo largo de la obra, Luis perseguirá esas pruebas y las razones de su pérdida, entre los silencios de unos y la corrupción y peligros de otros.
César González Zamora
César González Zamora nace en Madrid, en 1940. Es investigador de Arte y Arqueología, poeta e ingeniero de caminos. Tiene publicados los siguientes libros: Fíbulas en la Carpetania (1999), Talaveras (2005), Talaveras Dos (2017) y, en imprenta, Plata y bronces en la Colección Bordonaro (2020). Es autor de numerosos trabajos sobre numismática hispana, arqueología, ceramología y arte de la plata, en diferentes revistas especializadas. Colabora asiduamente en Estudios de Platería: San Eloy, revista con carácter anual de la Universidad de Murcia.
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Las pruebas que nunca existieron - César González Zamora
Las pruebas que
nunca existieron
César González Zamora
Las pruebas que nunca existieron
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418369735
ISBN eBook: 9788418369308
© del texto:
César González Zamora
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Capítulo I
La sospecha
Bebió a sorbitos cortos el zumo de naranja que acababa de exprimir, mientras cavilaba, preocupado, a propósito de la reunión que iba a tener dentro de media hora. Luis Jarabo se había levantado esa mañana más temprano, dándole aún tiempo de ver a su marido, antes de que este cerrara la puerta para ir al hospital. Como todos los días del año, Luis se había preparado el desayuno con la precisión que le adornaba; era ordenado como archivo y limpio como patena. A sus sesenta años, mantenía la cara sin una sola arruga y su pequeña figura no había echado barriga todavía.
A las diez había quedado con su agente social en las oficinas de la Consejería de Igualdad que, por lo menos, estaba muy cerca de su tienda. Luis era anticuario y abría el local puntualmente, una hora más tarde; se acomodaba entre los jarrones chinos y los muebles art déco, como una reliquia más, inmóvil, como si estuviera disecado, y sin dar los buenos días más de un par de veces en toda la mañana, porque en esa vieja capital castellana no estaba la gente para comprar pijadas. Luis había heredado el negocio de su padre y ya no quería acordarse de cuando recibían la visita de poderosos clientes con coches de matrícula extranjera; parecían tiempos que no volverían jamás. Corría el año 2024 y la pobreza pasaba por delante de las casas, entrando en muchas de ellas. El turismo no se había recuperado según lo previsto y los paraguas estaban abiertos permanentemente a ver si escampaba.
Se abrigó con su viejo loden, se puso una mascarilla y llamó al ascensor. Vivía en la planta quinta de un edificio moderno, a las afueras de la ciudad, el cual formaba parte de una urbanización con sus jardines, su piscina y sus canchas de tenis: unos servicios que no utilizó jamás y que le llevaban a preguntarse cómo podía haberse metido en aquella colmena, supuestamente de lujo y, realmente, hortera y ruidosa. Como era día par, al igual que el último dígito de la matrícula de su coche, bajó directamente al garaje para dirigirse a la plaza que tenía alquilada en un aparcamiento cerca de la catedral. En el garaje de casa le estaba esperando Amparito Cabañas, vecina solterona con una tienda de ropa de niños, también en el centro y, sobre todo, con un vehículo de matrícula impar. Amparito estaba aún de buen ver y el acuerdo de bajar juntos todos los días en un coche o en el otro daba, como resultado, una apariencia de pareja estable, que no engañaba a casi nadie y menos en la urbanización, donde todo el mundo conocía a David, el novio de Luis, con quien vivía desde hacía cuatro años y con quien se acababa de casar.
—Hola, ¿por qué me has hecho bajar hoy antes? —protestó Amparito, dulcemente, a modo de saludo.
—Anoche no te lo expliqué por teléfono. He quedado con Unai a las diez, que me está buscando unos papeles. —El rostro de Luis expresaba más desagrado que preocupación, pero la procesión la llevaba por dentro.
—Ya, menuda ficha. —Ella no arriesgaba nada con este comentario, ya que sabía perfectamente el escaso aprecio que sentían por Unai los vecinos del bloque.
Apenas hubo más palabras en el corto viaje. A Amparo, la tela sobre la boca le quitaba las ganas de conversación y, a él, poco hablador de natura, le bullía la cabeza por otras latitudes. Según aparcaba, comenzaron a sonar las campanas de Santa María; instintivamente, Luis miró su reloj de pulsera para comprobar que iba a llegar a la cita unos minutos tarde, gesto que acompañó con un chasquido de la lengua expresando su incomodidad.
La Consejería de Igualdad ocupaba un antiguo edificio franquista que había sido construido en los años cincuenta del siglo pasado para albergar la Delegación Provincial del Trabajo. Setenta años más tarde, el ruido de las máquinas de escribir había sido reemplazado por el silencio de los ordenadores, y los inquilinos ya no eran enchufados de Falange, sino populistas paniaguados. Luis, después de pasar el arco de control, subió a la segunda planta, donde tenían sus despachos los agentes sociales. Esta era una figura político-administrativa de reciente creación, cuya misión era «acercar la Administración a la ciudadanía». Cada agente tenía asignada una barriada; pronto, conocía las inclinaciones, recursos y modos de vida de cada vecino, lo que se hubiera llamado antiguamente un comisario político; era un viejo invento, también utilizado durante la dictadura, cuando se nombraba jefe de casa al vecino más adepto al régimen de todo el inmueble.
Los agentes, en cada comunidad, dependían de su correspondiente Dirección General de Bienestar Social y estaban pendientes de llevar al día las listas de las familias más vulnerables, de los ancianos que vivían solos, de los emigrantes y refugiados en sus distintas situaciones administrativas, de las mujeres maltratadas y de los menores en estado de pobreza infantil. Su papel resultaba decisivo a la hora de las concesiones de viviendas a bajo coste o alquiler, de becas, de ayudas de comedor, material escolar, vacaciones o del simple reparto de alimentos. La tremenda crisis del 2020 estaba amortiguada, pero seguían sus efectos. El volumen de necesitados y de gente al pie de los caballos había crecido enormemente. En el 2022, el Estado decidió establecer la semana de 24 horas laborables para varios sectores estratégicos, consiguiendo así disminuir