La muerte de Ivan Ilich
Por Leon Tolstoi
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La muerte de Ivan Ilich - Leon Tolstoi
COLECCIÓN CLÁSICOS DE LA LITERATURA
La muerte de Iván Ilich
León Tolstoi
INSTITUTO POLITÉCNICO NACIONAL
La muerte de Iván Ilich
Leon Tolstoi
Primera edición, 2011
Primera reimpresión, 2012
D. R. © 2011
Instituto Politécnico Nacional
Luis Enrique Erro s/n
Unidad Profesional Adolfo López Mateos
Zacatenco, 07739, México, DF
Dirección de Publicaciones
Tresguerras 27, Centro Histórico
06040, México, DF
ISBN 978-607-414-268-6
ISBN Colección 978-607-414-260-0
Impreso en México / Printed in Mexico
http://www.publicaciones.ipn.mx
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
I
La muerte de Iván Ilich
Durante un intervalo entre las sesiones dedicadas al asunto de los Melvinski que se realizaban en el Palacio de Justicia, los jueces y el fiscal se reunieron en la oficina de Iván Egorovich Shebek y empezó la conversación sobre el famoso proceso Krasov. Fedor Vasilievich, excitado y nervioso, trataba de demostrar con agitación la incompetencia del tribunal; en cambio, Iván Egorovich sostenía lo contrario, mientras que Piotr Ivánovich, ajeno a la discusión, hojeaba los diarios recientemente recibidos.
—Señores —dijo—, ha muerto Iván Ilich.
—¿Es posible?
—Aquí está el aviso fúnebre —dijo Piotr Ivánovich tendiendo a Fedor Vasilievich un ejemplar del diario que aún olía a tinta fresca.
El aviso fúnebre rezaba: "Prascovia Fedorovna Golovin comunica con profundo dolor a sus parientes y amigos el deceso de su amado esposo, miembro de la Cámara de Justicia, acaecido el 4 de febrero de 1882. El sepelio se efectuará el viernes a la una de la tarde˝.
Iván Ilich había sido compañero de los miembros de la reunión y todos le querían. Hacía ya varias semanas que estaba enfermo; decían que su enfermedad era incurable. Había conservado su puesto, pero se decía que en caso de morir sería reemplazado por Alexeiv y éste por Vinnicov o por Stabel. Por eso, al tener el convencimiento de la muerte de Iván Ilich, cada uno de los presentes pensó enseguida qué podría significar ello en el porvenir de los miembros del tribunal o en sus relaciones.
Ahora seguramente tendré el puesto de Stabel o de Vinnicov —pensó Fedor Vasilievich—. Este puesto me fue prometido hace ya mucho tiempo; el ascenso significaría para mí ochocientos rublos más, aparte de la cancillería…
Habrá que pedir ahora el traslado de mi cuñado de Kaluga —pensó Piotr Ivánovich—. Mi mujer estará muy contenta; ya no podrá decir que nunca hago nada por sus parientes.
—Ya me parecía que no volvería a levantarse —dijo en voz alta Piotr Ivánovich—. ¡Qué lástima!
—Pero ¿qué es lo que tenía?
—Los médicos no pudieron diagnosticar. Es decir, sus diagnósticos no coincidían. Cuando lo vi la última vez me pareció que mejoraría.
—Yo no le vi desde las fiestas de Navidad. Siempre estuve por ir a verlo.
—¿Cómo quedaron? ¿Tenía algunos bienes?
—Parece que la mujer tiene algunos, pero de poco valor.
—Sí, habrá que ir allá. ¿Siguen viviendo tan lejos?
—Es decir, lejos de usted. Usted vive lejos de todos.
—No puede perdonarme que viva del otro lado del río —dijo sonriendo Piotr Ivánovich.
Y la conversación versó sobre barrios y medios de locomoción, y de nuevo volvieron a la sala. Además de los posibles cambios y ascensos a que daba lugar, el hecho en sí de la muerte del amigo provocaba en todos, como ocurre siempre, un sentimiento de alegría de que fuera otro el muerto y no ellos.
¡Pues bien! Ha sido él quien ha muerto y no yo
, pensó o sintió cada uno.
Los amigos más íntimos de Iván Ilich pensaban más que ahora les tocaría cumplir una obligación aburrida: asistir a la misa de cuerpo presente y hacer visitas de pésame a la viuda.
Los más cercanos al difunto eran Fedor Vasilievich y Piotr Ivánovich.
Éste había sido su compañero de estudios en la escuela de jurisprudencia y se consideraba con ciertas obligaciones hacia él.
Durante el almuerzo, Piotr Ivánovich habló a su esposa de la muerte de Iván Ilich y de las posibilidades de traslado de su cuñado y, al terminar la comida, sin hacer la acostumbrada siesta, se puso el frac y se fue a la casa mortuoria.
Frente al umbral se hallaban estacionados un cupé y dos coches de punto. Abajo, en el vestíbulo, junto al perchero, estaba apoyada contra la pared la tapa del ataúd con borlas y galones limpiados con polvo blanco. Dos señoras vestidas de luto se quitaban los abrigos. A una de ellas Piotr Ivánovich ya la conocía: era la hermana de Iván Ilich; la otra le era desconocida. Schwartz, un colega de Piotr Ivánovich, bajaba la escalera; al verlo se detuvo y le dirigió una mirada como diciéndole: Fue un tonto Iván Ilich, nosotros somos más inteligentes
.
La cara de Schwartz, con largas patillas a la inglesa, toda su delgada figura enfundada en un frac, tenía como siempre una elegante solemnidad y esta solemnidad que siempre contradecía su carácter jovial resultaba ahora más divertida que nunca. Así lo pensó Piotr Ivánovich.
Dejando pasar delante a las señoras, subió lentamente la escalera. Al verlo Schwartz no bajó a su encuentro, sino que lo esperó arriba. Piotr Ivánovich en seguida comprendió la razón: seguramente quiso ponerse de acuerdo para decidir dónde se reunirían esa noche para jugar al whist. Las señoras pasaron a la habitación de la viuda, mientras que Schwartz, con los labios cerrados y la mirada alegre, señaló a Piotr Ivánovich, con un movimiento de cejas, la pieza mortuoria situada a la derecha.
Piotr Ivánovich, perplejo, como siempre le sucedía en casos análogos, se preguntaba qué era lo que correspondía hacer ahora. Sabía que nunca estaba de más persignarse. No estaba seguro de si debía inclinarse también, y por eso resolvió hacerlo a medias; al entrar en la habitación empezó a persignarse y bajó la cabeza como si se inclinara. Tanto cuanto se lo permitía el movimiento de la mano y de la cabeza, examinó la habitación. Dos jóvenes, uno de los cuales, un colegial, parecía ser sobrino del muerto, salían de la pieza persignándose. A su lado estaba una anciana inmóvil a la que una señora, de cejas muy levantadas, decía algo en voz baja. El sacristán, de capote de poco vuelo, resuelta y animosamente, leía en voz alta con expresión que no admitía réplica; el