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La Mansión Bonfante
La Mansión Bonfante
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Libro electrónico391 páginas5 horas

La Mansión Bonfante

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Una enigmática mansión situada en un pueblo de Castilla y el descubrimiento de unas pirámides en Panamá son los dos ejes de la novela que giran alrededor del descubrimiento de una planta de sorprendentes propiedades.

Lo que en principio sólo era una aventura arqueológica. se va transformando en una intriga en la que aparecen traidores, bandas mafiosas, amor, violencia y sorprendentes descubrimientos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2023
ISBN9788411816885

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    La Mansión Bonfante - Jaime Gil de Arana Rial

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jaime Gil de Arana Rial

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-688-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Prólogo

    Jaime Gil de Arana y Rial nació en Santa Cruz de Tenerife (islas Canarias).

    Aunque su vida laboral se desarrolló hasta su jubilación en el ámbito bancario, siempre tuvo un gran interés por el mundo literario. Esta afición, posiblemente, tiene un componente genético, porque en su familia hay varios escritores conocidos.

    Su abuelo, José Rial Vázquez, publicó más de veinte obras entre novela, teatro y ensayos. Entre ellas podemos destacar: Isla de Lobos, Maloficio, Sed (trilogía) y las dos Martas.

    Su tío, José Antonio Rial, ha sido un escritor y autor teatral de éxito y ha recibido, entre otros, el premio nacional de literatura de Venezuela y la medalla de oro de las artes concedida por la comunidad de Canarias.

    Entre sus obras podemos citar: La prisión de Fyffes, Venezuela Imán, Cipango, Los armadores de la goleta Ilusión (primer premio Ateneo de Caracas) entre otras.

    Su primo, Alberto Vázquez Figueroa tiene más de cuarenta libros publicados y traducidos a varios idiomas. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine como: El Perro, Tuareg, Ébano, Manaos, etc. Aparte de estas obras, destacan las sagas de Maradentro y la de Cienfuegos.

    Después de tener dos hijos y de haber plantado varios árboles, el autor ha cerrado el ciclo escribiendo esta novela.

    Capítulo 1: La mansión Bonfante

    Asomado al balcón de su casa, Óscar observaba el insólito trajín de personas que se movían en la casa que tenía enfrente que era conocida en el pueblo como la mansión Bonfante. Un ejército de obreros, pintores, jardineros y demás profesionales, se dedicaban a la rehabilitación de todo el conjunto con un frenesí que delataba la prisa que el propietario tenía por terminar la obra.

    De los miembros de su familia, solo su abuelo recordaba la época en que la casa estaba habitada y, aun así, de forma esporádica. Las únicas personas que Óscar había visto en el interior eran el viejo jardinero que iba de vez en cuando para evitar que el jardín se convirtiera en una selva (sin mucho éxito, todo hay que decirlo) y el administrador de la finca, que una vez al año efectuaba un inventario de las reparaciones más urgentes para evitar que la casa se convirtiera en una ruina.

    Por ello, la curiosidad en el pueblo era inmensa y no había reunión en bar, mercado, peluquería o casino en la que no saliera el tema, con tantas opiniones sobre el mismo como personas estuvieran comentándolo.

    Aparte de que en el pueblo no sucedía casi nunca algo digno de mención, esa casa formaba parte de su historia. Era de las construcciones más antiguas y se decía que había sido edificada sobre las ruinas de un viejo castillo o iglesia, pues sobre el particular no lograban ponerse de acuerdo. don Cosme, maestro jubilado del pueblo, que presumía de ser un erudito sobre la historia del lugar, daba en cierto modo la razón a ambas versiones, ya que sostenía que, en realidad, se trataba de una abadía fortificada.

    Otro de los misterios relacionados con el caserón era el de su propietario actual. Los que la construyeron fueron una familia de origen italiano cuyo apellido le dio el nombre, pero de eso hacía varios siglos y los descendientes habían ido reduciendo su número de forma paulatina, por lo que, en el momento actual, se ignoraba si existía alguno.

    Naturalmente, una casa de estas características había tejido a su alrededor toda una leyenda, cruzándose historias unas verdaderas, otras inventadas y la mayor parte exageradas sobre sucesos acaecidos en su entorno.

    Pensaba Óscar en todo esto cuando, de repente, tuvo la impresión de que era observado. Como si una fuerza le obligara a hacerlo, elevó la mirada hacia una de las ventanas superiores de la casa y le pareció vislumbrar un rostro de mujer enmarcado en una larga melena rubia que le miraba fijamente. La cara desapareció tan rápidamente que Óscar quedó en la duda de si realmente lo había visto o había sido una especie de alucinación. No sabía por qué, pero el hecho le produjo una extraña desazón; no estaba turbado por ser mirado, pues era un hombre joven, muy atractivo y ya estaba acostumbrado a ser blanco de las miradas femeninas cuando entraba en cualquier lugar público. Tampoco era la apariencia de la mujer, pues la visión fue tan rápida que ni siquiera podía precisar su edad, pero aparentemente era hermosa.

    Fue la intensa comunicación telepática que tuvo con ella en ese momento, lo que le había dejado sumamente perplejo. En su mente había aparecido claramente una voz femenina que de manera jovial le decía: «¡Hola, Óscar!». No podía saber por qué, pero intuitivamente sabía que el mensaje provenía de aquella mujer.

    Mientras tanto Elena, que era como se llamaba la joven que Óscar había visto en la ventana de la mansión, estaba cómodamente sentada en una mecedora al lado de la chimenea del gran salón y reflexionaba sobre los recientes acontecimientos que le habían conducido a aquella casa, dando un repaso mental a lo que había sido su vida en los últimos años.

    Su madre, última descendiente de los Bonfantes, había fallecido en un trágico accidente hacía unos siete años. Hasta ese momento, su vida había transcurrido tranquilamente, en nada diferente a la de cualquier otra chica de su edad y posición social.

    Pero tras ese suceso, su padre, que era un respetado historiador, cambió su tranquilo despacho por un 4x4, dedicándose a estudiar in situ, tanto hechos históricos como de leyenda, lo cual le fue creando cierta fama de «profesor chiflado», aunque seguía gozando de un gran prestigio, ya que había logrado importantes descubrimientos en su campo.

    Uno de los que más resonancia había tenido fue el de unas pirámides en la selva de Panamá, más antiguas que las ya descubiertas, y que habían sido construidas por un pueblo que gozaba de un alto nivel cultural para su época y del que, hasta ese momento, no se había tenido noticia.

    En una de ellas, se descubrió una gran biblioteca en la que había volcado sus conocimientos aquella raza, encontrándose entre otras cosas algunos remedios para enfermedades actuales. Y eso era solo la punta del iceberg, porque la traducción de tan ingente material era una labor de años y aún quedaba mucho por desvelar.

    Sin embargo, otras aventuras del profesor no gozaron de tanta estima: su búsqueda del reino de Saba fue tachada de ridícula y poco científica por la comunidad académica. Aquello a Elena le molestaba mucho, pero a su padre le tenía totalmente sin cuidado. Sostenía que tan científica era una búsqueda como otra porque, en su opinión, las leyendas, en cierto modo eran historia alterada.

    Elena estaba acostumbrada a las rarezas de su padre, porque desde la muerte de su madre no se separaba nunca de él y le acompañaba en todas las aventuras que emprendía, incluso en aquellas que podían ser potencialmente peligrosas.

    Afortunadamente para ellos, la administración de su inmensa fortuna la llevaba su tío Alfredo, hermano de su padre, pero totalmente diferente a él. Si su padre era un genio de la investigación, su tío lo era de las finanzas. Con su inseparable portátil controlaba toda la actividad de las diferentes empresas propiedad de la familia y si detectaba que una de ellas tenía problemas, se trasladaba a la misma y, rápidamente, la volvía a colocar en el buen camino, tomando las medidas más convenientes.

    Elena sonrió al pensar en sus tres años de estancia en África. Se imaginaba la cara que pondrían sus amigas del internado suizo en donde había estudiado, si les hubiera presentado algunos de sus amigos de allí. Ahora le costaba un poco adaptarse al mundo occidental, que encontraba superficial en algunas cosas.

    Lo que de verdad la tenía muy intrigada era el interés que había mostrado su padre por ir a vivir a aquella casa. Herencia de su esposa, no se había interesado por ella hasta tres meses atrás, a raíz de algo que había leído sobre la mansión en el transcurso de sus investigaciones, pero en este tema había sido muy reservado, cosa rara en él, pues, normalmente, le comentaba puntualmente todo lo que de interés iba descubriendo en sus pesquisas. Hasta tal punto estaba interesado en la casa, que decidió que ella fuera personalmente a supervisar las reformas, cuando nunca se separaban y además le dio instrucciones muy precisas sobre lo que se podía modificar y lo que no.

    Por otra parte, también la tenía desazonada la extraña sensación que sentía desde que había llegado; parecía como si la casa entera la hubiera tomado bajo su protección, como si todos los espíritus de los Bonfantes que habían habitado anteriormente allí, se regocijaran de ver al último miembro de la familia. Habían ocurrido algunos sucesos menores, pero el que de verdad ocupaba en estos momentos su mente era la comunicación telepática que había tenido con su vecino. ¿Cómo supo que se llamaba Óscar?

    Ahora sabía que se llamaba así porque se lo había confirmado el jardinero, pero ¿por qué estaba ese nombre en su cabeza? Y más extraño aún, ¿cómo podía leer sus pensamientos y dirigirse a su mente como si de una conversación se tratara? ¿Podría él leer los pensamientos de ella?

    Se ruborizó al pensarlo, pues recordaba que le había parecido un chico muy atractivo. Tenía el propósito de hablar con él para comprobar hasta qué punto participaba de la experiencia. De lo que sí estaba segura es que la casa tenía algo que ver, pues fuera de ella perdía todos sus poderes mentales.

    A la mañana siguiente, salió decidida a averiguar todo lo que pudiera sobre la mansión. En primer lugar, se dirigió a la biblioteca municipal del pueblo, donde intentó recabar toda la información posible, con muy escaso resultado. Era una sala pequeña, por lo que en un par de horas pudo revisar todo lo que le interesaba. Encontró referencias sobre la familia Bonfante, su vida social, sus éxitos militares y políticos, pero escasas sobre la casa propiamente dicha.

    Al conocer la bibliotecaria lo que andaba buscando le dijo:

    —Le recomiendo que hable con don Cosme; es un profesor jubilado que tiene la afición el recopilar cualquier noticia sobre la historia del pueblo.

    A Elena le pareció una buena idea, por lo que le preguntó:

    —¿Dónde puedo encontrarlo?

    Tras consultar su reloj, le contestó:

    —A esta hora, lo más probable es que se encuentre tomando algo en el casino.

    Elena le dio las gracias, se dirigió a dicha sociedad y le preguntó al portero si podía entrar para hablar con don Cosme. Quedó gratamente sorprendida cuando este le contestó:

    —Cualquier miembro de la familia Bonfante es socio de honor del casino, pues el edificio de la sociedad fue donado por su familia, por lo que puede usar con toda libertad sus instalaciones. Nos sentimos muy honrados con su visita.

    Tras dar las gracias, entró en el casino y se dirigió a la cafetería, sonriendo divertida al ver la expectación que despertaba su presencia entre los numerosos parroquianos. Le preguntó a un camarero por don Cosme y se dirigió a la mesa que ocupaba este, que no había reparado en su presencia, enfrascado como estaba en la lectura del periódico. Carraspeó para llamar su atención y le preguntó:

    —Perdone, ¿es usted don Cosme?

    El aludido se levantó de la silla con tal rapidez que estuvo a punto de tirar al suelo el aperitivo que tenía sobre la mesa. Visiblemente turbado, separó una silla que estaba cerca de la mesa y se la ofreció galantemente mientras le decía:

    —¡En efecto, señorita! ¿Quiere sentarse?

    Y, mientras decía esto, miraba nerviosamente al resto de los asistentes, que contemplaban divertidos la escena. Una vez se hubo repuesto del sobresalto inicial y usando su gesto más cortés se dirigió a Elena preguntándole:

    —¿En qué puedo servirle, señorita?

    Elena le respondió:

    —Verá, don Cosme, como sabrá, resido en la mansión Bonfante y estoy interesada en conocer la historia de esa casa. En la biblioteca, a la que fui a recabar datos sin demasiado éxito, me indicaron que la persona más adecuada para recibir información al respecto era usted.

    Visiblemente halagado, don Cosme sonrió satisfecho y le dijo:

    —¡Por supuesto! No es por presumir, pero tengo una importante colección de documentos, algunos muy antiguos, que hacen referencia no solo a esa casa, sino a las construcciones anteriores que se edificaron en ese solar. —Bajando la voz, continuó—: Incluso tengo información sobre las ruinas antiguas que están enterradas en el jardín…

    Elena, sorprendida, contestó:

    —¿Ruinas antiguas? No tenía ni idea de que las hubiera.

    Don Cosme, con sonrisa de niño travieso, le contestó:

    —En el pueblo no lo sabe nadie. Hace muchos años, contrataron a mi abuelo para construir una pequeña balsa para distribuir el agua por el jardín y, cuando estaba haciendo la excavación, las encontró. Paró las obras y se lo comentó al dueño de la casa (que debía ser su bisabuelo) y este les ordenó que las taparan y que hicieran la cisterna en otro lugar. Los peones no se enteraron de nada, ya que estaban en su hora del almuerzo cuando las descubrió mi abuelo y cuando regresaron ya las había tapado. Nunca lo comentó ni siquiera a su familia. Pero era un hombre un poco desmemoriado, por lo que tenía la costumbre de anotar diariamente las cosas que le sucedían en una agenda que siempre llevaba consigo. Cuando murió, todas esas libretas quedaron en casa y, un día, se me ocurrió repasarlas por si veía algún comentario que sirviera a mis investigaciones sobre el pasado del pueblo y ahí fue cuando me enteré…

    »Nunca lo he dicho a nadie, pero creo que usted tenía que saberlo. Incluso he estado tentado de visitarla cuando vi que iniciaba obras en la casa para advertirle del hallazgo, pero, la verdad, no me atrevía.

    Ella contestó:

    —Pues le estoy muy agradecida por la información, ¿decía usted que tiene documentos que mencionan la casa?

    —No solo eso, sino planos de construcciones más antiguas —dijo él visiblemente satisfecho.

    Era la primera vez que alguien de categoría se interesaba en sus estudios y rebosaba de felicidad. Y continuó:

    —Por supuesto, los pongo a su disposición para la investigación y puede hacer copia de ellos si lo desea.

    En ese momento se interrumpió y le dijo:

    —¿Tiene fotocopiadora? Porque aquí solo hay una en el ayuntamiento y, la verdad, no me gustaría que mis papeles pasaran por las manos de la secretaria, que es muy cotilla.

    Elena, sonriendo, le contestó:

    —No se preocupe por el material, pues tengo todo lo necesario: fotocopiadora, escáner, microscopio electrónico y hasta un espectrómetro de masas que viene muy bien para determinar la antigüedad de los documentos. Además, cuento con programas para ordenador adecuados al estudio de estos, como traductores de lenguas muertas y analizadores de texturas.

    Él no pudo reprimir un silbido de admiración. Se quedó pensando y le dijo:

    —Yo quería invitarla a visitar mi biblioteca, pero quizás sería más práctico que fuera llevando los documentos a su casa para que los examine allí.

    Elena, advirtiendo en él un deje de desencanto, pues posiblemente quería presumir con ella de su biblioteca, le dijo:

    —Si le parece, haremos lo siguiente: iré a su casa y llevaré un ordenador portátil y un escáner, así solo tendremos que llevar a la mía lo que necesite un tratamiento de mayor profundidad.

    A don Cosme se le iluminó el rostro y le dijo:

    —¿Cuándo empezamos?

    A lo que ella contestó:

    —¿Le parece bien mañana a las ocho o es demasiado temprano?

    —No, a las ocho estará bien —le contestó—. Aprovecharé esta tarde para ir seleccionando parte del material.

    —Muchas gracias, le estoy muy agradecida —contestó Elena. Dicho lo cual, se despidió cortésmente y salió.

    Capítulo 2: Javier y Alfredo

    Javier, el padre de Elena, era un hombre delgado, de elevada estatura, con las sienes ligeramente plateadas y los ojos tan claros que era difícil averiguar de qué color eran en realidad. La vida al aire libre que había llevado en los últimos años le había dotado de una agilidad y resistencia que transcendían a simple vista.

    Dejó de leer un momento los documentos que estaba analizando y levantándose las gafas, se frotó el puente de la nariz dejando que sus pensamientos vagaran lejos del contenido de los papeles que estaba estudiando, concretamente, hacia su hija Elena.

    Tenía algo de remordimiento por haber arrastrado a su hija en sus investigaciones por todo el mundo, apartándola de lo que debía ser la vida de una chica de su edad.

    Ese era uno de los motivos, aunque no el más importante, de haberla mandado a la mansión Bonfante. Confiaba que, al estar sola unos meses, podría aprovechar para hacer amigos de su edad. Reconocía que aquel pequeño pueblo no era el lugar más adecuado para que se relacionara, aunque mejor que los lugares donde había estado últimamente.

    Cuando murió su esposa de forma tan inesperada creyó que todo había acabado para él. Solo la solicitud de su hija y el apoyo de su hermano le pudieron apartar de su desesperación, aunque no hasta el punto de hacerle cambiar de idea cuando decidió dedicarse en cuerpo y alma al trabajo de investigación de campo.

    Cuando Elena comprendió que a su padre no le era posible seguir viviendo en el lugar que le recordaba constantemente a su esposa, cedió, pero no sin antes hacerle prometer de que la llevaría en todos los viajes que efectuara, por arriesgados que estos fueran.

    Con esta petición cumplía dos objetivos: primero, acompañar a su padre cuando más lo necesitaba y, segundo, que no tomara excesivo riesgo al estar ella presente.

    Javier, tras argumentar todo lo que se le ocurrió, cedió finalmente, pues sabía que era una batalla perdida, sobre todo, porque su hija contó desde el primer momento con el apoyo de su tío Alfredo. Realmente, no presentó demasiada pelea, pues, en el fondo, no deseaba separarse de su hija.

    Su investigación actual se había producido tras el estudio de unos documentos del conquistador rebelde a la Corona de España, López de Aguirre, en los que se mencionaba la posible localización del mítico El Dorado en un lugar de Panamá y no en el Perú, como se creía hasta entonces.

    La búsqueda culminó con el descubrimiento de unas pirámides sin igual con las encontradas hasta la fecha en el territorio americano. Eran dos construcciones gemelas cuyo interior era una sucesión interminable de cámaras, pasadizos, pasillos, etc., que convertían aquellos edificios en una pequeña ciudad con todos los servicios necesarios. No servían estas gigantescas construcciones como pedestal de un gran templo, como era costumbre en las pirámides precolombinas, sino que eran más bien la fachada de un palacio-ciudad, en el que, al igual que los icebergs, la parte subterránea era mayor que la que daba al exterior.

    A pesar de la humedad que las rodeaba, el estado de conservación era muy bueno. El ensamblado de los enormes bloques de piedra era tan perfecto que no permitía que se criaran plantas entre las juntas, una de las causas principales del deterioro de las edificaciones que se encuentran en una selva tropical.

    Aunque estaban cubiertas por completo por las plantas trepadoras, estas no habían conseguido penetrar en su estructura. El interior de los monumentos estaba aún mejor conservado. Era como viajar en el tiempo, pues hasta el grano que había en los silos interiores estaba como si hubiera sido recogido ese año.

    Las riquezas atesoradas en su interior eran inmensas, tanto por su valor material (abundaban las piezas de plata y oro ornadas con enormes piedras preciosas), como por su valor artístico y arqueológico.

    El hallazgo más importante era la biblioteca. Esta era una cámara enorme de ciento cincuenta metros de largo por cincuenta de ancho cubierta hasta el techo (que se encontraba a quince metros de altura) de estanterías en las que se encontraban colocadas en perfecto orden, tablillas de arcilla, papiros, piedras labradas e incluso gran cantidad de legajos de un material desconocido, parecido al papel, aunque más grueso.

    Todo el techo se encontraba decorado con escenas diversas, como si fuera un antepasado de la capilla Sixtina. Aún no habían conseguido determinar con exactitud la antigüedad de las pirámides, aunque, posiblemente, fueran las más antiguas de las descubiertas hasta ahora en el continente americano.

    Javier había conseguido del gobierno de Panamá que fuera su equipo en exclusiva el que efectuara la investigación de los documentos de la biblioteca.

    Los panameños estaban felices por el descubrimiento y por la riqueza que aportaba, por lo que Javier era una especie de héroe nacional y le concedían cuanto pedía. Tanto le estimaban que le habían dado su nombre a una céntrica plaza y a una moderna autopista aún en construcción. Javier pensaba divertido que una autopista no era lo más adecuado para simbolizar su actividad, pero agradeció el detalle, pues sabía que era bien intencionado.

    Aunque él no lo sabía, su hermano Alfredo sí supo aprovechar esta buena disposición gubernamental para establecer importantes contactos que le permitieron efectuar suculentos negocios para las empresas de la familia. De todas formas, el que Javier lo supiera o no era totalmente irrelevante, pues él sabía de gestión empresarial lo que su hermano de arqueología. Bueno, posiblemente bastante menos.

    -oOo-

    Mientras, sentado en una cómoda butaca de cuero en su elegante despacho de estilo inglés, su hermano Alfredo repasaba el dosier que le había pasado uno de sus colaboradores.

    La primera impresión que producía este era la de encontrarnos ante una persona dotada de una tremenda personalidad. Su mirada era serena, pero muy penetrante. Cuando miraba fijamente a un interlocutor, este tenía una sensación casi física de ser explorado interiormente. Era una persona muy amiga de sus amigos, pero un adversario formidable para sus contrincantes. Poseía una inteligencia rápida; captaba de un primer golpe de vista lo esencial de un problema.

    En el físico, era parecido a su hermano, pero con algunas sustanciales diferencias. Sus ojos eran profundamente negros y, aunque era un poco más bajo que este, su constitución era más atlética.

    A pesar de que llevaba un buen rato con la mirada fija en los últimos informes sobre la marcha de los negocios de la compañía, ningún dato contenido en los documentos se abría paso hasta su cerebro, porque sus pensamientos estaban en ese momento muy lejos de allí.

    Estaba preocupado por su hermano. Aunque ya daba por superada la depresión que le produjo la muerte inesperada de su esposa, su comportamiento en los dos últimos meses le resultaba un poco extraño. No entendía por qué se había separado de su hija mandándola a vivir a aquel caserón familiar que solo había visitado una vez y que estaba situado en un pueblo pequeño y no demasiado bien comunicado. Teniendo en cuenta que contaban con excelentes casas en diversas ciudades del mundo, no encontraba muy lógico que eligiera esa para su residencia habitual.

    Por otra parte, le había comunicado que iba a convertir la casa en su centro de operaciones, si bien le contestó con evasivas sobre sus razones para ello. Esto le tenía doblemente intrigado, pues, habitualmente, su hermano solía ser muy comunicativo, teniéndolo siempre puntualmente informado de todos sus asuntos e investigaciones, a pesar de que, en algunos de ellos, era como si le hablara en chino, al tratarse de información muy académica. Esto, en parte, había cambiado. Le seguía hablando de sus trabajos, sin embargo, lo notaba como ausente. Le daba la impresión de que, realmente, le quería hablar de otra cosa que le estaba carcomiendo, pero que, por alguna razón, consideraba que aún no había llegado el momento de informarle de ello.

    Había comentado sus impresiones con Elena y ella le confirmó su opinión. Le había tomado totalmente por sorpresa su insistencia en que se fuera a vivir a la casa, con el pretexto de que quería que supervisara que las obras se realizaban exactamente como había planeado. Para eso, cualquiera de los profesionales que tenían en nómina podía servir.

    Otra cosa que le tenía preocupado era lo que su sobrina le había comentado sobre la casa. Sabía que era una chica con los pies en el suelo y que no se dejaba impresionar fácilmente. En sus viajes con su padre se había encontrado con algunas situaciones poco habituales que había sabido resolver con temple y sangre fría. Por otra parte, sabía que no era nada aficionada a lo esotérico y que solo creía en aquellas cosas que podía ver y tocar, por lo que sus comentarios resultaban muy sorprendentes. Estaba claro que tenía que hacer un hueco en su apretada agenda para hacer una visita a la mansión.

    Capítulo 3: En casa de don Cosme

    Tal como habían acordado el día anterior, Elena se dirigió a la dirección que don Cosme le había dado de su domicilio. Se sorprendió al encontrarse con un caserón antiguo de notables proporciones. Sabía que él era viudo y había supuesto que viviría en una casa adecuada para habitarla una sola persona. Levantó el pesado aldabón de bronce y lo dejó caer sobre su grueso soporte. El sonido grave del llamador resonó en el interior como si se hubiera tocado una campana dentro de una iglesia. Por una ventana del piso superior apareció la cabeza de don Cosme, que le dijo:

    —¡Aguarde un momento, señorita, que en seguida le abro!

    A pesar de que solo transcurrieron un par de minutos, le había parecido que había pasado mucho tiempo cuando oyó descorrer el cerrojo; la enorme puerta se entreabrió y apareció la cara sonriente de don Cosme diciéndole:

    —La puntualidad es una virtud que siempre he admirado y, en una mujer, aún más. No sé si es un mal general del sexo femenino o que yo he tenido la mala suerte de conocer a muchas mujeres para las que llegar puntual a algún sitio era algo irrelevante. Celebro comprobar que usted no es una de ellas. —De repente, dándose cuenta de que había sido algo descortés, se apresuró a explicar—: Le ruego me disculpe si, a menudo, soy sentencioso, pero en algo se tienen que notar mis largos años dedicado a la enseñanza. A menudo, trato a los demás como si fueran mis alumnos. No obstante, reitero que su puntualidad hace que para mí sea una rara avis entre las damas.

    Elena se rio divertida por la expresión seria de él y le dijo:

    —He de confesarle que mi «vicio» de la puntualidad no es de nacimiento, sino adquirido en el trato con mi padre. Es tan puntual como el protagonista de La vuelta al mundo en 80 días, y trabajando con él a la fuerza he tenido que adquirir la costumbre. Por otra parte, he comprobado que tiene más ventajas que inconvenientes.

    A continuación, penetró Elena en la casa, quedando tan sorprendida de su interior como lo había estado del exterior. El recibidor era tan amplio que en él cabía perfectamente una carroza con cuatro caballos, cosa que, posiblemente, en el pasado había sucedido en más de una ocasión. Al recibidor le seguía un patio ajardinado con una hermosa fuente de tres pisos en el centro y en una esquina del patio había un pequeño estanque en el que una pata con cuatro patitos nadaban plácidamente. Alrededor del patio, un pasillo porticado llevaba a distintas habitaciones. Al otro lado, una hermosa escalera de piedra obscura facilitaba el acceso a la parte alta de la casa. En el segundo piso, otra galería lo rodeaba.

    —¿Quiere que le enseñe la casa o prefiere pasar directamente al asunto que nos ocupa? —le preguntó él.

    —Bueno, por lo que he visto desde fuera más lo que imagino una vez dentro, creo que perderíamos mucho tiempo en verla bien. Prefiero que me enseñe ahora lo que salga al paso y en la próxima visita la veré con más detenimiento —contestó ella.

    —Celebro que diga eso, señorita, pues estoy muy orgulloso de mi casa y me complace enseñarla a las personas que entienden de estas cosas, pero le confieso que prefiero hacerlo poco a poco, recreándome en los detalles.

    Con una sonrisa irónica, le dijo Elena:

    —La verdad es que nunca imaginé que los profesores estuvieran tan bien pagados en España como para poder obtener y sostener una

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