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Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo)
Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo)
Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo)
Libro electrónico239 páginas3 horas

Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo)

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Información de este libro electrónico

Querido lector, lo que vas a encontrar aquí son historias de personas reales, tejidas entre sí en aparente caos, que poco a poco logran poner en orden los abuelos colombianos del autor mediante minuciosos pormenores de la vida familiar y social de la época.
Riendo aquí con situaciones absurdamente reales, lagrimando allá con dramas capaces de estrujar cualquier corazón, recorrí eufórico estas 266 páginas, arrancándolas una a una y tirándolas al fuego para no olvidarlas jamás.
Alfonso no necesitó registrar baúles viejos para componer estas historias, sino solo escuchar atentamente a un tío cuenta cuentos y luego aprovechar su memoria de médico y la pureza de su corazón. Todo esto sin contar sus frecuentes arrebatos poéticos.
Me apunto como espectador de una serie colombiana realizada a partir de estos textos. Sería un éxito.
Kiko Arocha, editor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2019
ISBN9780463119211
Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo)
Autor

Alfonso Gómez Jiménez

El doctor Alfonso Gómez Jiménez nació en Barranquilla, Colombia. Actualmente ejerce como cirujano plástico en la ciudad de Bathurst, New Brunswick, Canadá. Su educación en medicina se realizó en la Universidad de Cartagena, Colombia, de 1977 a 1983 y su internado en el Hospital de la Universidad de Cartagena y el Hospital San Juan de Dios de Monpox, de 1983 a 1984. También cursó estudios de inglés en la Universidad de Toronto y de francés en la Universidad McGill. Realizó su residencia en cirugía plástica en la Universidad de Montreal. Se estrena como autor en esta novela, la primera de una trilogía basada en sus memorias.

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    Nostalgia de amores perdidos (Libro segundo) - Alfonso Gómez Jiménez

    NOSTALGIA DE AMORES PERDIDOS

    LIBRO SEGUNDO

    ALFONSO GÓMEZ JIMÉNEZ

    ALEXANDRIA LIBRARY PUBLISHNG HOUSE

    MIAMI

    © Alfonso Gómez Jiménez, 2018

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, distribuida o transmitida en ninguna forma ni en ningún medio, incluyendo fotocopia, grabación u otros métodos electrónicos o mecánicos, sin la previa autorización por escrito del autor, excepto en el caso de citas breves en comentarios críticos y otros usos no comerciales permitidos por la ley de derechos de autor. Para las solicitudes de permiso, escriba al autor a la siguiente dirección electrónica: drgomezj@yahoo.ca.

    Nota del Editor: Esta es una obra de ficción inspirada en hechos acontecidos en la familia del autor. Los nombres, personajes, lugares e incidentes fuera de la familia del autor son producto de la imaginación del autor. Locales y nombres públicos a veces se usan para proveer la atmósfera. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, o con negocios, empresas, eventos, instituciones o lugares es completamente casual.

    Edición: Kiko Arocha

    www.alexlib.com

    Ecce enim in iniquitatibus conceptus sum:

    et in peccatis concepit me mater mea.

    Psalmus LI.

    Fui engendrado en la depravación,

    y en pecado me concibió mi madre.

    Salmo 51.

    I

    La herencia de mis ancestros

    Inés Aminta Castellón Marrugo había nacido de una familia decente, numerosa y unida por el vínculo indeleble de la miseria. Su padre, Urbano Castellón Orozco, había sido desheredado por su abuelo, Pedro Castellón, el más grande hacendado de la región de Sipacoa en el departamento de Bolívar, por haber desobedecido su voluntad al casarse con la hija de la hermana de su esposa. Urbano había obtenido una dispensa de la arquidiócesis de Cartagena debidamente firmada por los dos italianos: el arzobispo de la cuidad, Pietro Adamo Briochi y el papa Pius X, Giuseppe Melchiorre Sarto. Su padre le dijo: Aunque hayas obtenido el permiso de Dios ¡esto ha de degenerar mi raza y la de mi descendencia! Los ojos de Pedro resplandecieron de ira y decepción al conocer la determinación final inflexible e irrevocable de su orgulloso hijo. Urbano condenó así a la pobreza a su progenie por el amor que siempre profesó a su prima amada, Laurina Marrugo Orozco.

    Su hija Inés Aminta creció en la penuria de su hogar en Sipacoa, pero a los doce años fue acogida por una de sus tías maternales para que concluyera sus estudios de bachiller en Cartagena. Su tía Lorenza Orozco, quien la acogió como una hija, trabajaba como benevolente en el hospital de caridad Santa Clara. A ella se le encomendó la misión restringida y exclusiva de limpiar la oficina del director del hospital. Esto fue bebido a que muchas empleadas encargadas de hacer la limpieza en la oficina del director habían sido destituidas de su cargo no obstante que sus labores se habían efectuado correctamente. Las diversas amas de llaves, al ordenar todo con meticulosa limpieza y pulcritud absoluta, ocasionaban un desastre en el caos en que el director estaba inmerso y al cual se hallaba acostumbrado.

    Esa mezcolanza anárquica era esencial para el espíritu multifacético y ecléctico del director Gabriel Dionisio Jiménez Molinares, quien había hecho de su oficina el santuario irreal de su obra intelectual. Gabriel acumulaba en su despacho infinidad de libros antiguos de historia, periódicos procedentes de varios países del mundo, anales inéditos del tiempo de la reconquista de Nueva Granada, escritos y apuntes de datos personales de los mártires fusilados frente a la ciénaga de la Matuna, mapas originales de las murallas y baluartes de la cuidad, una lista completa de los jóvenes de Cartagena que habían hecho con él la excursión fallida del Urabá para la toma y reposición de Panamá 1910, con sus respectivos árboles genealógicos y una infinita colección de correspondencia sin archivar que solía utilizar a menudo como referencia en sus variados escritos. Había comenzado a componer diversos manuscritos simultáneamente y estaban en el proceso de ser redactados, sin acabar o en expectativa de ser terminados, cuando los argumentos en los que se basaban fuesen sólidamente constatados por el autor. Todos sus apuntes se encontraban por ahora en el limbo, pero formarían en el futuro libros de historia de erudición absoluta, descritos con precisión en el ámbito de la época en la cual fueron vividos.

    A su oficina que podíamos llamar el laboratorio intelectual de su obra literaria, se añadían todos los papeles referentes a la administración hospitalaria que estaban dispuesto con un orden estricto en la parte derecha de su escritorio. Allí se acumulaban facturas, proyectos, solicitaciones de equipos alemanes quirúrgicos, presupuesto de las máquinas francesas de lavandería, planes detallados de restauración del hospital Santa Clara, agendas de reuniones de la gobernación y las disposiciones adoptadas por el alcalde y él en la última asamblea jurídica referente a los estatutos de salud que deberían ser modificados para mejorar la eficacia de los servicios.

    También redactaba en su despacho los diversos artículos que publicaba en los periódicos locales, consumiendo no sólo su tiempo, sino también sus vigilias.

    Si bien todo estaba en una vorágine indescriptible que pudiese parece una gran confusión caótica, no lo era para él, que poesía una memoria fotográfica, siendo toda su oficina como una pantalla de un ordenador gigante donde él podía entrar, no virtual sino realmente, a leer, escribir procesar, crear, comparar, corregir, anexar, eliminar y finalmente archivar todo lo referente a la literatura y a su labor de periodista y de director del hospital.

    Aquello era compresible solo para él y no para otros, que desafortunadamente no poseían la disposición de su memoria tal, que cuando un objeto era cambiado de lugar, un archivo era ordenado de otra manera o una ínfima nota por su mano escrita era dispuesta en una posición diferente, le ocasionaba una decepción y frustración profunda que lo llevaba casi a la locura. Ello comportaba para Gabriel un ataque cibernético, como la implantación de un virus que podía destruir el disco duro de su computadora antediluviana.

    Para evitar toda intromisión, Gabriel adoptó cerrar el acceso a su oficina con una cerradura Yale enorme, importada desde New York, que se abría con dos llaves que debían ser accionadas al unísono, y un reloj de combinación central como las que había visto en su infancia en las cajas de los cofres de seguridad de las bóvedas del banco Dugand, en Barranquilla, ciudad caribeña donde había nacido muchos años antes, el 8 de abril de 1884.

    Si bien había logrado de esta forma eliminar a todo intruso humano de su oficina, con los meses el polvo se acumulaba por doquier.

    En este abandono era para él un motivo de asombro ver enormes telarañas sostenidas del techo que llegaban hasta el piso del recinto. Si bien Gabriel podía tolerar los arácnidos presentes en todos los ángulos de las paredes, no fue así cuando la reproducción exponencial de ellos trajo consigo la explosión demográfica de los roedores a los cuales detestaba de forma superlativa. Esta aversión era debida no solo a los estragos que ocasionarían a sus archivos históricos y a sus notas manuscritas, sino por el pánico incoercible que sentía hacia ellos. ¡No pudo sufrirlo en absoluto!

    Frente a esta encrucijada, por el peligro de infestación de ratones y ratas gigantescas, tuvo que acceder a que la limpieza de su guarida fuese hecha de forma meticulosa dos veces por semanas mientras él supervisaba, durante cuatro horas, que nada fuese cambiado de su puesto original. Cada archivo, cada libro, cada objeto, podía ser momentáneamente levantado mientras el polvo era erradicado, para volver a ser colocado en el mismo lugar. Esto le consumía horas preciosas que no podía de forma alguna prodigar a la supervisión de tales actividades insustanciales, y afligía profundamente su espíritu, extinguiendo su creatividad con esta malversación de tiempo.

    Debía buscar otra alternativa práctica al dilema. Pensó en la posibilidad de anexar un gato cazador a las ineficaces trampas de roedores que había puesto y al exterminio arsenical que pululaba sobre el piso, pero llegó a la conclusión que un felino doméstico implicaba otros problemas inesperados que no podía predecir como tampoco prever. Mientras estaba inmerso en estas disyuntivas la señora Lorenza Orozco le mencionó con voz persuasiva que ella, de forma exclusiva podía, sin cambiar nada de su sitio, realizar la labor de limpieza sin supervisión alguna.

    El director del hospital Santa Clara accedió, no porque tuviese fe en la proposición, sino porque no tenía alternativa y le era indispensable creer para no perder su tranquilidad, la cual ya se encontraba en un lamentable estado de zozobra. Fue así como Lorenza Orozco comenzó sin supervisión a limpiar el recinto cibernético del escritor autodidacta.

    En un principio, al abrir su bureau [1. Oficina, gabinete], Gabriel se sorprendió percatándose que todo estaba en su sitio original. Llegó a la conclusión de que la señora Orozco no había podido venir a hacer la limpieza, pero con el transcurso de las semanas y los meses ante la pulcritud reinante por doquier, se persuadió de lo contrario. Efectivamente, todo estaba en su sitio, pero había un aseo impresionante y todos los arácnidos, como también los roedores, se habían esfumado. Llegó incluso a dudar de la realidad y en repetidas circunstancias cambio a propósito un archivo del lugar original poniéndolo en un lugar inadecuado, para después de algunos días ver con incredulidad que el archivo había regresado a su puesto primitivo como por arte de magia.

    Así, poco a poco, otorgó credibilidad absoluta a la labor de limpieza clandestina de su oficina. Podía juzgarlo así porque en el transcurso de todo un año nunca pudo apercibirse a qué hora se efectuaba la limpieza, aunque entrara en cualquier momento de improviso a su recinto privado con la esperanza y curiosidad de encontrar a la persona responsable de este encanto. Era, sin razón alguna, un enigma inextricable para él, pero tan necesario que al cabo de cinco meses escribió en una pequeña esquela perfumada.

    Lorenza:

    Le agradezco encarecidamente su absoluta disposición en ayudarme y no tengo forma de reconocer sus esfuerzos otra que confesarle cual esencial es usted en mi trabajo literario.

    Gabriel

    Él recibió también una respuesta escrita.

    Señor director:

    Gracias por su reconocimiento, pero no es necesario yo solo hago mi trabajo. Agradecería que cuando cambie un objeto de lugar porque así lo desee, ponga por favor un asterisco rojo sobre él, así yo podré saber que no debo colocarlo de nuevo en su sitio original..

    Lorenza.

    Esta respuesta causó en él una profunda admiración y se puso a reflexionar cómo de esencial pueden ser las cosas insignificantes en la vida de una persona de talento.

    Al final se dijo: ¡Es increíble que nadie pueda ver la razón de lo esencial quedando oculta insustancialmente en la conciencia, solo en el corazón se ha reconocer su significado!

    Fue así como se resolvió en su oficina, en su laboratorio de creación intelectual, el problema de desorden anárquico aparente, realmente era la disposición trascendental de su memoria visual encarnada en la realidad y no virtual como en las computadoras actuales.

    II

    Un sábado del mes de abril de 1926, antes del despunte de la aurora, Gabriel deambulaba en la obscuridad sobre las calzadas de la ciudad amurallada después de haber pasado una noche tumultuosa al lado de su esposa preñada de siete meses. No pudo conciliar el sueño debido a que su espíritu estaba atribulado y embargado en ansiedad después de haber leído la tarde anterior una narrativa histórica inédita, de las confesiones de uno de los mártires de Cartagena antes de ser enviados al cadalso el 24 de febrero de 1816, que distaba mucho de la versión original que él conocía.

    Se dirigió pensativo de su casa al hospital a través de las calles coloniales del centro de la cuidad que a esas horas de la madrugada estaban desoladas y solo iluminadas a la tenue luz de los candiles. Gabriel se sorprendió al ver su sombra delgada como un esqueleto ambulante que se proyectaba oscilante a la luz de farol al compás de sus pasos. Cuando llegó al barrio de San Diego sobre la calle de Curato visualizó la cúpula superior de la capilla clausurada del claustro antiguo de las Clarisas. Después de marchar por la calle del Curato, al llegar a la esquina de la calle Stuart, decidió sentarse en los escalones de piedra del portal de la capilla a reflexionar sobre el relato de la confesión que realizó la noche de 23 de febrero de 1816 el mártir Momposino Pantaleón Germán Ribón y Segura antes su ejecución.

    El claustro de Santa Clara había sido usurpado en 1861, durante la guerra civil, por el gobierno nacional dirigido por el general Cipriano de Mosquera en la promulgación del decreto absurdo de desamortización de bienes de manos muertas, con el cual ansiosos de dinero, expoliaron y expropiaron a las Clarisas de su hogar ancestral donde había morado por más de 240 años.

    El recinto de las Clarisas fue construido en el siglo XVII, solo 88 años después de haber sido fundada la ciudad de Cartagena de Indias por Don Pedro de Heredia en 1533. Su estilo andaluz romano era similar a otras edificaciones que la congregación de monjas Clarisas había erigido no solo en España, sino en toda las Américas, especialmente en Cuba.

    El patio español morisco con jardines cruzados que acababan en el centro en una plazoleta de bancos de piedra en torno a una fuente clásica con surtidor central, era circundado por columnas de piedra caliza macizas, que formaban las arcadas romanas del pasillo de la planta principal, las cuales soportaban con sus vigas de guayacán y ceibas el piso superior. Desde el patio podía observarse el pasillo superior con una balaustrada de piedras talladas a la perfección, rematadas por otras columnas romanas que soportaban a su vez el techo de tejas españolas con tablones macizos de caoba obscura. En torno a los pasillos solariegos se abrían paso los recintos construidos de muros de ladrillos rojos y piedras blancas de caliza, que ocultaban las columnas de soporte interior. Todo el conjunto era enlucido con yeso y pintado con lechada de cal para conformar las paredes blancas de austeridad monacal impecables solo interrumpidas por las celosías que permitía tamizar la luz hacia las celdas de reposo y oración de las novicias. En la parte Norte del claustro de las Clarisas se hallaba la escalera de piedra tallada central que daba el acceso principal al piso superior donde se encontraban las celdas más aislada y secretas.

    El portal principal estaba situado en la parte Este del recinto frente a la calle del torno y la plaza de San Diego. En el dintel de la entrada había una inscripción de marfil indescifrable, en español antiguo del Siglo XVI, que encastrada, resaltaba en la oscuridad de la viga de ébano.

    El hospital de Santa Clara formaba un cuadrado cuya base estaba al Norte, frente a la muralla y culminaba en la parte Sur por una capilla enorme donde se congregaban para rezar todas las monjas de forma consuetudinaria, no solo al amanecer sino también a la caída de la noche. Una vez por semana, todos los sábados a las 5 de la tarde, permitían a los feligreses provenientes de las familias pudientes que hacían donaciones sustanciales a su congregación ingresar y ser partícipe, del misterio de la oración con ellas, bajo la guía espiritual y episcopal del obispo.

    El altar colonial de la iglesia era simple. En una pared austera de yeso blanco impecable que cerraba la nave del lado Este de la capilla, reposaba un crucifijo tallado enorme procedente de un tronco único de ceiba. Incrustados en toda la superficie de la madera del Cristo había diminutos espejos, la cruz estaba circunscrita a su derredor con una corona de hojas de laurel de oro macizo que brillaban con fulgor al reflejo de los espejos cuando los rayos del sol en el ocaso de las 5 de la tarde penetraban a borbotones por la claraboya de la cornisa del techo en el lado Oeste, dando así una ilusión óptica celestial que encandilaba la conciencia de los pecadores penitentes anhelantes de la remisión de sus transgresiones celestiales.

    En el piso de mármol de Carrara usado por siglos, se podían notar aún las sepulturas de los miembros de las familias más acaudaladas de la ciudad colonial alrededor de los nichos de las monjas más humildes y abnegadas de la hermandad de las Clarisas. Las lápidas estaban antecedidas o no por el símbolo de una menorah con las inscripciones latinas que rezaban:

    Ic Requiescunt in pace bene memori [2. Aquí descansa en Paz, recordado por bueno].

    El claustro fue incorporado a la vida de la ciudad en silencio, en el misterio de la liturgia y el aislamiento voluntario de las novicias, que dedicaban sus vidas a la oración, y a la penitencia desde el momento que hacían sus votos de castidad hasta su muerte, cuando eran sacadas en atavíos mortuorios de seda blancos inmaculados para ser sepultadas en el cementerio de la Manga.

    Durante dos siglos y medio fue ese monasterio testigo de los acontecimientos de la historia de Cartagena prevaleciendo impertérrito a los embates de las tormentas y los huracanes del Caribe; a la toma y saqueo de la cuidad en 1697 por Jean Bernard Pointis y Jean Batista Ducasse; al sitio y asaltos de las tropas inglesas de invasión comandadas por Eduard Vernon; al sitio y bloqueo naval de 106 días por Pablo Morillo, que diezmó a un tercio la población patriota de la cuidad y continuó con atrocidades donde los sobrevivientes fueron ejecutados sin razón ni compasión; y al asedio terrestre

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