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La travesía del Viajero del Alba
La travesía del Viajero del Alba
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Libro electrónico234 páginas3 horas

La travesía del Viajero del Alba

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Narnia… donde todo puede ocurrir, y casi siempre ocurre… donde comienza la aventura.

El Viajero del Alba es el primer barco que Narnia ha visto en siglos. El rey Caspian lo ha construido para su viaje en busca de los siete lores, hombres buenos a los que su malvado tío Miraz desterró cuando usurpó el trono. El viaje lleva a Edmund, Lucy, su primo Eustace y Caspian a las islas del este, más allá del Mar de Plata, hacia el país de Aslan en el Fin del Mundo.

Por primera vez, el lenguaje de los siete libros clásicos ha sido adaptado para el lector latinoamericano y editado para garantizar la coherencia de los nombres, personajes, lugares y acontecimientos dentro del universo de Narnia. Además, presentan las cubiertas e ilustraciones originales de Pauline Barnes.

Aunque forma parte de una saga, este es un libro independiente. Si quieres descubrir más sobre Narnia, puedes leer La silla de plata, el sexto libro de Las crónicas de Narnia.

The Voyage of The Dawn Treader

Narnia... where anything can happen, and almost always does... where adventure begins.

The Dawn Treader is the first ship Narnia has seen in centuries. King Caspian has built it for his voyage in search of the seven lords, good men whom his evil uncle Miraz banished when he usurped the throne. The journey takes Edmund, Lucy, their cousin Eustace and Caspian to the eastern islands beyond the Silver Sea, towards the country of Aslan at the End of the World.

For the first time, the language of the seven classic books has been adapted for the Latin American reader and edited to ensure consistency of names, characters, places and events within the Narnia universe. In addition, they feature the original covers and illustrations by Pauline Barnes.

Although it is part of a saga, this is a stand-alone book. If you want to discover more about Narnia, you can read The Silver Chair, the sixth book of The Chronicles of Narnia.

IdiomaEspañol
EditorialThomas Nelson
Fecha de lanzamiento16 may 2023
ISBN9781400334698
Autor

C. S. Lewis

Clive Staples Lewis (1898-1963) was one of the intellectual giants of the twentieth century and arguably one of the most influential writers of his day. He was a Fellow and Tutor in English Literature at Oxford University until 1954, when he was unanimously elected to the Chair of Medieval and Renaissance Literature at Cambridge University, a position he held until his retirement. He wrote more than thirty books, allowing him to reach a vast audience, and his works continue to attract thousands of new readers every year. His most distinguished and popular accomplishments include Out of the Silent Planet, The Great Divorce, The Screwtape Letters, and the universally acknowledged classics The Chronicles of Narnia. To date, the Narnia books have sold over 100 million copies and have been transformed into three major motion pictures. Clive Staples Lewis (1898-1963) fue uno de los intelectuales más importantes del siglo veinte y podría decirse que fue el escritor cristiano más influyente de su tiempo. Fue profesor particular de literatura inglesa y miembro de la junta de gobierno en la Universidad Oxford hasta 1954, cuando fue nombrado profesor de literatura medieval y renacentista en la Universidad Cambridge, cargo que desempeñó hasta que se jubiló. Sus contribuciones a la crítica literaria, literatura infantil, literatura fantástica y teología popular le trajeron fama y aclamación a nivel internacional. C. S. Lewis escribió más de treinta libros, lo cual le permitió alcanzar una enorme audiencia, y sus obras aún atraen a miles de nuevos lectores cada año. Sus más distinguidas y populares obras incluyen Las Crónicas de Narnia, Los Cuatro Amores, Cartas del Diablo a Su Sobrino y Mero Cristianismo.

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    La travesía del Viajero del Alba - C. S. Lewis

    CAPÍTULO UNO

    EL CUADRO DEL DORMITORIO

    Había una vez un niño llamado Eustace Clarence Scrubb, y casi se merecía tal nombre. Sus padres lo llamaban Eustace Clarence y los profesores, Scrubb. No puedo decirte cómo se dirigían a él sus amigos porque no tenía. Él, por su parte, no llamaba a su padre y a su madre «papá» y «mamá», sino Harold y Alberta. Eran una familia muy progresista y moderna, y, además, eran vegetarianos, no fumaban ni bebían alcohol y llevaban ropa interior especial. En su casa había muy pocos muebles y muy poca ropa de cama; además, las ventanas estaban siempre abiertas.

    A Eustace Clarence le gustaban los animales, en especial los escarabajos si estaban muertos y clavados con un alfiler en una cartulina; también le gustaban los libros si eran de divulgación y tenían fotografías de elevadores de grano o de niños extranjeros gordos que hacían ejercicio en escuelas modelo.

    A Eustace Clarence no le agradaban sus primos, los cuatro Pevensie: Peter, Susan, Edmund y Lucy; pero se alegró bastante al enterarse de que Edmund y Lucy irían a pasar con él una temporada. En lo más profundo de su ser sentía una gran atracción por mangonear e intimidar a la gente y, si bien era una personita enclenque e insignificante que no habría podido enfrentarse ni siquiera a Lucy, y mucho menos a Edmund en una pelea, sabía que existían docenas de maneras de dar a la gente un mal momento si están en tu casa y solo son visitantes.

    Ni Edmund ni Lucy querían ir a pasar una temporada con el tío Harold y la tía Alberta, pero no había otro remedio. Su padre había conseguido un trabajo como conferenciante en Estados Unidos durante dieciséis semanas aquel verano, y su madre iba a ir con él porque la pobre no había disfrutado de unas auténticas vacaciones desde hacía diez años. Peter estaba estudiando mucho para aprobar un examen y pasaría las vacaciones dando clases con el anciano profesor Kirke, en cuya casa los cuatro niños habían disfrutado de maravillosas aventuras tiempo atrás, en los años de la guerra. Si el profesor hubiera seguido en su antigua vivienda los habría invitado a todos a quedarse con él; pero su situación económica había empeorado bastante desde entonces y vivía en una casa pequeña con una única habitación de invitados. Como habría costado demasiado dinero llevar a los tres niños restantes a Estados Unidos, solo había podido ir Susan con ellos.

    Susan era la más bonita de la familia, en opinión de las personas mayores, y no demasiado buena en los estudios —aunque por lo demás muy madura para su edad— y su madre dijo que «obtendría mucho más del viaje a Estados Unidos que los más pequeños». Edmund y Lucy intentaron no tomarse a mal la suerte de su hermana, pero resultaba espantoso tener que pasar las vacaciones de verano en la casa de su tía.

    —Pero es mucho peor para mí —dijo Edmund—, porque tú, al menos, tendrás tu propia habitación, y yo tendré que compartir el dormitorio con ese odioso Eustace.

    El relato se inicia una tarde en que Edmund y Lucy habían conseguido pasar unos minutos preciosos los dos juntos. Y, como es natural, hablaban de Narnia, que era el nombre de su mundo particular y secreto. Supongo que casi todos nosotros poseemos una región secreta, pero para la mayoría no es más que un lugar imaginario. Edmund y Lucy tenían más suerte que otras personas en ese sentido, pues su mundo secreto era real y lo habían visitado ya en dos ocasiones; no jugando o en sueños, sino en la realidad. Desde luego, habían llegado allí mediante la magia, que es el único modo de acceder a Narnia. Y en la misma Narnia se les había hecho la promesa, o algo muy parecido a una promesa, de que regresarían algún día. Puedes imaginar, por tanto, que hablaban largo y tendido sobre ello cada vez que tenían la oportunidad.

    Estaban en la habitación de Lucy, sentados en el borde de la cama y contemplando un cuadro situado en la pared opuesta. Era el único cuadro de la casa que les gustaba. A la tía Alberta no le gustaba nada —motivo por el que había ido a parar a una pequeña habitación trasera del piso superior de la casa—, pero no podía deshacerse de él, ya que había sido un regalo de boda de una persona a la que no quería ofender.

    Era la pintura de un barco; un barco que navegaba directo hacia el espectador. La proa era dorada y tenía la forma de la cabeza de un dragón con las fauces totalmente abiertas. Poseía un único mástil y una vela cuadrada enorme de un intenso color púrpura, y los costados de la nave —lo que uno podía ver de ellos donde terminaban las alas doradas del dragón— eran verdes. El navío acababa de ascender a lo alto de una soberbia ola azul, cuya pendiente frontal descendía vertiginosamente hacia el observador, cubierta de espuma y burbujas. Era evidente que el barco navegaba a toda vela con el viento a favor, y ligeramente escorado a babor. (A propósito, para poder leer este relato, y si aún no lo sabes, será mejor que recuerdes que el lado izquierdo de un barco cuando miras hacia adelante se llama babor y el lado derecho, estribor). Toda la luz del sol caía sobre la nave desde babor y allí el agua estaba llena de tonos verdes y morados, mientras que en el otro lado era de un azul más oscuro debido a la sombra que proyectaba la embarcación.

    —La cuestión es, si no empeora las cosas, contemplar un barco narniano cuando uno no puede ir a Narnia —dijo Edmund.

    —Pero mirar es mejor que nada —repuso su hermana—. Y es una nave tan narniana…

    —¿Todavía siguen con esa cantaleta? —inquirió Eustace Clarence, que había estado escuchando al otro lado de la puerta y entraba entonces con una sonrisa de oreja a oreja.

    El año anterior, mientras pasaba unos días con los Pevensie, se las había arreglado para escucharlos mientras hablaban sobre Narnia y le encantaba mencionarlo en tono burlón. Desde luego, él pensaba que todo eran invenciones de sus primos y, puesto que él era demasiado tonto para inventar algo, no le parecía nada bien.

    —¡Largo!, no queremos verte —dijo Edmund en tono cortante.

    —Intentaba pensar en un poema humorístico —respondió él—. Algo parecido a esto:

    Unos niños que cosas sobre Narnia se inventaron, la sesera perdieron poco a poco…

    —Vaya, pues, para empezar, inventaron y poco no riman —dijo Lucy.

    —Es una asonancia —indicó Eustace.

    —No le preguntes qué es una aso… lo que sea —advirtió Edmund—. Está deseando que lo hagamos. No digas nada y a lo mejor se vaya.

    Muchos niños, ante un recibimiento parecido, o bien se habrían ido o se habrían enfurecido. Eustace no hizo ninguna de las dos cosas, sino que se limitó a permanecer allí con una sonrisa tonta en el rostro y, al cabo de un rato, volvió a hablar.

    —¿Les gusta ese cuadro? —preguntó.

    —Por todos los cielos, que no empiece ahora con el tema del arte —se apresuró a decir Edmund, pero Lucy, que era muy sincera, ya había respondido.

    —Sí, me gusta mucho.

    —Es una pintura asquerosa —dijo Eustace.

    —Pues no tendrás que verla si sales de la habitación —replicó Edmund.

    —¿Por qué te gusta? —preguntó Eustace a Lucy.

    —Bueno, pues para empezar —contestó ella— porque parece que el barco se mueve de verdad. Y el agua parece realmente líquida. Y las olas dan la impresión de subir y bajar como si fueran reales.

    Desde luego, Eustace conocía gran cantidad de respuestas para aquello, pero no dijo nada, y el motivo fue que en aquel momento miró las olas y vio que sí daban la impresión de ascender y descender. Había estado en un barco solo en una ocasión (aunque no había ido más allá de la isla de Wight) y se había mareado muchísimo, y, ahora, el aspecto de las olas del cuadro volvía a provocarle náuseas. Su rostro adquirió una tonalidad verdosa, pero intentó mirar de nuevo el cuadro. Y entonces, los tres niños se quedaron boquiabiertos.

    Lo que veían puede resultar difícil de creer cuando se lea en letra impresa, pero resultaba casi igual de difícil de creer cuando ellos lo vieron con sus propios ojos. Los objetos del cuadro se movían. Ni siquiera se parecía a una película; los colores eran demasiado reales, nítidos y naturales para eso. La proa del barco descendió al interior de una ola lanzando al aire una cortina de agua. Y la ola ascendió detrás de este, y la popa y la cubierta resultaron visibles por vez primera, y a continuación desaparecieron cuando la siguiente ola fue a su encuentro y la proa volvió a ascender. Al mismo tiempo un cuaderno que había junto a Edmund, sobre la cama, se agitó, se alzó y salió volando por los aires hasta la pared detrás de él, y Lucy sintió que sus cabellos se arremolinaban con fuerza sobre su cara como sucede en un día ventoso. ¡Y lo cierto es que era un día ventoso!, pero el viento soplaba sobre ellos desde el cuadro. Y, de repente, junto con el viento llegaron los sonidos; el rumor de las olas y el chapoteo del agua contra los costados del navío y los crujidos y el dominante rugido general del aire y el agua. Pero fue el olor, el profundo olor salino, lo que realmente convenció a Lucy de que no soñaba.

    —¡Basta! —oyeron decir a Eustace, con un grito de terror y mal genio—. No es más que algún absurdo truco de su parte. Basta ya. Se lo diré a Alberta… ¡Ay!

    Los otros dos estaban mucho más acostumbrados a las aventuras; sin embargo, justo en el mismo instante en que Eustace Clarence gritaba: «¡Ay!», también ellos dos exclamaron «¡Ay!». El motivo era que una gran salpicadura de fría agua salada había surgido del marco y el violento impacto los había dejado sin aliento, además de empapados de pies a cabeza.

    —¡Voy a destrozar esa cosa repugnante! —gritó Eustace.

    En aquel momento sucedieron varias cosas a la vez. Eustace se abalanzó sobre la pintura. Edmund, que sabía algo sobre magia, saltó tras él, advirtiéndole que tuviera cuidado y no fuera idiota. Lucy intentó sujetar a su primo desde el otro lado y se vio arrastrada al frente. Y para entonces o bien ellos se habían vuelto muy pequeños o bien el cuadro había crecido, pues Eustace saltó para intentar arrancarlo de la pared y se encontró de pie sobre el marco; frente a él no había un cristal, sino un mar auténtico, y el viento y las olas se abalanzaban hacia el marco como lo harían hacia una roca. El pánico se apoderó del niño, que se aferró a los otros dos, que habían saltado al marco detrás de él. Se produjo un instante de forcejeos y gritos, y justo cuando pensaban que habían recuperado el equilibrio, una enorme ola azul se alzó a su alrededor, los derribó y los arrastró al agua. El grito de desesperación de Eustace se ahogó bruscamente al llenársele de agua la boca.

    Lucy dio gracias al cielo por haberse esforzado tanto por mejorar su nado durante el trimestre de verano. Es cierto que le habría ido mucho mejor si hubiera empleado una brazada más lenta, pero es que además el agua resultaba bastante más fría de lo que parecía en la pintura. Aun así, mantuvo la serenidad y se quitó los zapatos con una sacudida de los pies, como debe hacer todo aquel que cae vestido a aguas profundas. Incluso mantuvo la boca cerrada y los ojos abiertos. Se encontraban todavía bastante cerca del barco; ella vio cómo el costado verde de la nave se alzaba sobre sus cabezas, y a gente que miraba desde la cubierta. Entonces, como era de esperar, Eustace se aferró a Lucy, presa del pánico, y los dos se hundieron.

    Cuando volvieron a salir a la superficie, la niña vio una figura blanca que se zambullía desde el costado del navío. Edmund ya estaba cerca de ella, pataleando en el agua, y había sujetado los brazos del vociferante Eustace. Luego otra persona, cuyo rostro resultaba vagamente familiar, le pasó a Lucy un brazo por debajo desde el otro lado. En el barco la gente gritaba, las cabezas se agolpaban en la borda y arrojaban al mar gran cantidad de cuerdas. Edmund y el desconocido le sujetaron cuerdas a la cintura. Después de aquello siguió lo que pareció una larga espera, en la que su rostro se tornó azulado y los dientes empezaron a rechinarle. En realidad, la demora no fue muy larga; lo que hacían era esperar el momento en que pudieran subirla a bordo del navío sin que se estrellara contra el costado del barco. A pesar de todos los esfuerzos, Lucy descubrió que tenía una rodilla magullada cuando por fin se encontró de pie en la cubierta, empapada y temblando de frío. Después de ella subieron a Edmund y, por último, al desconsolado Eustace. El último en subir fue el desconocido: un muchacho de melena dorada unos cuantos años mayor que Lucy.

    —¡Cas… Cas… Caspian! —dijo la niña con voz entrecortada en cuanto tuvo aliento suficiente para ello.

    Verdaderamente se trataba de Caspian; Caspian, el niño rey de Narnia al que habían ayudado a ocupar el trono durante su última visita. Inmediatamente Edmund también lo reconoció y los tres se estrecharon las manos y se palmearon la espalda mutuamente con gran alegría.

    —Y ¿quién es su amigo? —dijo Caspian casi al momento, volviéndose hacia Eustace con su jovial sonrisa.

    Sin embargo, Eustace lloraba más fuerte de lo que corresponde a un muchacho de su edad al que no le ha sucedido nada peor que haberse mojado hasta los huesos, y se limitó a chillar a voz en cuello:

    —¡Suéltenme! ¡Déjenme regresar! ¡Esto no me gusta!

    Corrió hacia el costado del navío, como si esperara ver el marco del cuadro colgando por encima del mar, o tal vez una fugaz visión del dormitorio de Lucy. Lo que vio fueron olas azules salpicadas de espuma y un cielo de un azul más pálido, ambos extendiéndose sin interrupción hasta la línea del horizonte. Tal vez no debamos culparlo si sintió que se le caía el alma a los pies. No tardó ni un minuto en vomitar.

    —¡Oye! Rynelf —gritó Caspian a uno de los marineros—. Trae vino aromático a sus majestades. Necesitarán algo que los ayude a entrar en calor después de ese chapuzón.

    Llamaba majestades a Edmund y a Lucy porque ellos, junto con Peter y Susan, habían sido reyes y reinas de Narnia mucho antes que él. El tiempo en Narnia discurre de un modo muy distinto al nuestro, y aunque uno pase cien años en Narnia, regresará a su propio mundo a la misma hora del mismo día en que se fue. Y luego, si uno regresa a Narnia al cabo de una semana, descubrirá que pueden haber transcurrido mil años de tiempo narniano, o solo un día o ni un minuto. Nunca se sabe hasta que se llega allí. Por consiguiente, cuando los niños Pevensie regresaron a Narnia la última vez para su segunda visita a aquel mundo, fue —para los narnianos— como si el rey Arturo hubiera regresado a Gran Bretaña, como algunas personas dicen que hará. Y yo diría que, cuanto antes lo haga, será lo mejor.

    Rynelf regresó con el vino aromático humeante en una jarra, y cuatro copas de plata. Era justo lo que les hacía falta, y mientras lo tomaban a sorbos, Lucy y Edmund sintieron cómo el calor les llegaba hasta la punta misma de los dedos de los pies. Eustace, por su parte, hizo unas cuantas muecas, resopló y lo escupió, y volvió a vomitar y a llorar y preguntó si no tenían alimento vitaminado para los nervios de la marca Arbolote y si se lo podían preparar con agua destilada y, de todos modos, insistió en que lo desembarcaran en la siguiente parada.

    —Vaya, es un alegre camarada de a bordo el que nos has traído, hermano —murmuró Caspian al oído de Edmund con una risita; pero antes de que pudiera decir nada más, Eustace volvió a exclamar:

    —¡Cielos! ¡Guácala! ¿Qué caracoles es eso? ¡Llévate esa cosa horrenda!

    En realidad tenía motivos para sentirse un tanto sorprendido. Algo realmente curioso había salido del camarote de la popa y se aproximaba lentamente a ellos. Podríamos llamarlo —y en realidad lo era— un ratón. Pero era un ratón que andaba sobre sus patas traseras y medía unos sesenta centímetros. Una

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