El caballo y su muchacho
Por C. S. Lewis
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Narnia… donde los caballos hablan y a los ermitaños les gusta la compañía, donde los hombres malvados se convierten en burros, donde los muchachos van a la batalla… y donde comienza la aventura.
Durante la Edad de Oro de Narnia, cuando Peter es Sumo Monarca, un niño llamado Shasta descubre que no es hijo de Arsheesh, un pescador de Calormen, y decide huir lejos, hacia el norte, a Narnia. Al ser confundido con otro fugitivo, Shasta llega a descubrir quién es en realidad e incluso encuentra a su verdadero padre.
Por primera vez, el lenguaje de los siete libros clásicos ha sido adaptado para el lector latinoamericano y editado para garantizar la coherencia de los nombres, personajes, lugares y acontecimientos dentro del universo de Narnia. Además, presentan las cubiertas e ilustraciones originales de Pauline Barnes.
Aunque forma parte de una saga, este es un libro independiente. Si quieres descubrir más sobre Narnia, puedes leer El príncipe Caspian, el cuarto libro de Las crónicas de Narnia.
The Horse and His Boy
Narnia... where horses talk and hermits like company, where evil men become donkeys, where boys go to battle... and where adventure begins.
During the Golden Age of Narnia, when Peter is High Monarch, a boy named Shasta discovers that he is not the son of Arsheesh, a Calormen fisherman, and decides to run far north to Narnia. Being mistaken for another fugitive, Shasta comes to discover who he really is and even finds his real father.
For the first time, the language of the seven classic books has been adapted for the Latin American reader and edited to ensure consistency of names, characters, places and events within the Narnia universe. In addition, they feature the original covers and illustrations by Pauline Barnes.
Although it is part of a saga, this is a stand-alone book. If you want to discover more about Narnia, you can read Prince Caspian, the fourth book of The Chronicles of Narnia.
C. S. Lewis
Clive Staples Lewis (1898-1963) was one of the intellectual giants of the twentieth century and arguably one of the most influential writers of his day. He was a Fellow and Tutor in English Literature at Oxford University until 1954, when he was unanimously elected to the Chair of Medieval and Renaissance Literature at Cambridge University, a position he held until his retirement. He wrote more than thirty books, allowing him to reach a vast audience, and his works continue to attract thousands of new readers every year. His most distinguished and popular accomplishments include Out of the Silent Planet, The Great Divorce, The Screwtape Letters, and the universally acknowledged classics The Chronicles of Narnia. To date, the Narnia books have sold over 100 million copies and have been transformed into three major motion pictures. Clive Staples Lewis (1898-1963) fue uno de los intelectuales más importantes del siglo veinte y podría decirse que fue el escritor cristiano más influyente de su tiempo. Fue profesor particular de literatura inglesa y miembro de la junta de gobierno en la Universidad Oxford hasta 1954, cuando fue nombrado profesor de literatura medieval y renacentista en la Universidad Cambridge, cargo que desempeñó hasta que se jubiló. Sus contribuciones a la crítica literaria, literatura infantil, literatura fantástica y teología popular le trajeron fama y aclamación a nivel internacional. C. S. Lewis escribió más de treinta libros, lo cual le permitió alcanzar una enorme audiencia, y sus obras aún atraen a miles de nuevos lectores cada año. Sus más distinguidas y populares obras incluyen Las Crónicas de Narnia, Los Cuatro Amores, Cartas del Diablo a Su Sobrino y Mero Cristianismo.
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El caballo y su muchacho - C. S. Lewis
CAPÍTULO UNO
SHASTA EMPRENDE UN VIAJE
Este es el relato de una aventura que sucedió en Narnia y Calormen, y en los territorios situados entre ambos países, durante la Edad de Oro, cuando Peter era Sumo Monarca de Narnia y su hermano y sus dos hermanas eran rey y reinas bajo su gobierno.
En aquellos tiempos, en una pequeña bahía situada casi en el extremo sur de Calormen, vivía un pobre pescador llamado Arsheesh, y con él vivía un muchacho que lo llamaba padre. El nombre del muchacho era Shasta. Casi todos los días Arsheesh salía en su bote a pescar por la mañana, y por la tarde enganchaba su asno a una carreta, la cargaba con pescado y recorría casi dos kilómetros (una milla aprox.) en dirección sur hasta el pueblo para venderlo. Si había conseguido que se lo compraran a buen precio, regresaba a casa más o menos de buen humor y no le decía nada a Shasta, pero si no había obtenido las ganancias esperadas, se dedicaba a reprochar todo lo que el muchacho hacía y a veces incluso lo golpeaba. Siempre había algo que criticar, ya que Shasta tenía trabajo en abundancia: reparar y lavar las redes, preparar la cena y limpiar la cabaña en la que ambos vivían.
Shasta no sentía el menor interés por lo que pudiera haber al sur del pueblo, porque en una o dos ocasiones había estado en el pueblo con Arsheesh y sabía que allí no había nada interesante. En el pueblo solamente encontraba a otros hombres que eran iguales a su padre: hombres con largas túnicas sucias, zapatos de madera con las puntas vueltas hacia arriba, turbantes en la cabeza y el rostro barbudo, que además hablaban entre sí muy despacio sobre cosas que parecían aburridas. Sin embargo, sí le atraía en gran medida todo lo que se encontraba al norte, porque nadie iba jamás en aquella dirección y a él tampoco le permitían hacerlo. Cuando estaba sentado al aire libre remendando redes, y totalmente solo, a menudo dirigía ansiosas miradas en aquella dirección. No se veía nada, a excepción de una ladera cubierta de hierba que se alzaba hasta una loma allanada y, más allá, el cielo y tal vez unas cuantas aves en él.
En ocasiones, si Arsheesh estaba allí, Shasta decía:
—Padre mío, ¿qué hay al otro lado de la colina?
Y entonces, si estaba de malhumor, el pescador abofeteaba al muchacho y le decía que se ocupara de su trabajo. O, si se hallaba de un humor apacible, respondía:
—Hijo mío, no permitas que tu mente se distraiga con preguntas ociosas. Pues uno de los poetas ha dicho: «La dedicación al trabajo es la base de la prosperidad, pero aquellos que hacen preguntas que no les conciernen están dirigiendo la nave de la necedad hacia la roca de la indigencia». Shasta pensaba que al otro lado de la colina debía de existir algún magnífico secreto que su padre deseaba ocultarle. Pero en realidad el pescador hablaba de aquel modo porque no sabía qué había al norte; ni le importaba. Poseía una mentalidad muy práctica.
Un día llegó del sur un extranjero que no se parecía a ningún hombre que Shasta hubiera visto antes. Montaba un recio caballo tordo de ondulantes crines y cola, y sus estribos y brida estaban adornados con incrustaciones de plata. La púa de un yelmo sobresalía de la parte central de su turbante de seda y llevaba una cota de malla. De su costado pendía una cimitarra; un escudo redondo tachonado con adornos de cobre colgaba de su espalda, y su mano derecha sujetaba una lanza. Su rostro era de piel oscura, pero eso no sorprendió a Shasta porque el de todos los habitantes de Calormen lo era; lo que sí le sorprendió fue la barba del desconocido, que estaba teñida de color carmesí, y era rizada y relucía bañada en aceite perfumado. No obstante, Arsheesh sabía, por el oro que el extranjero lucía en el brazo desnudo, que se trataba de un tarkaan o gran señor y se arrodilló ante él hasta que su barba tocó la tierra, e hizo señas a Shasta para que se arrodillara también.
El desconocido exigió hospitalidad para aquella noche, cosa que, desde luego, el pescador no se atrevió a negar. Todo lo mejor que tenían fue colocado ante el tarkaan para que cenara, aunque a este no le pareció gran cosa, y como sucedía siempre que el pescador tenía compañía, a Shasta le dieron un pedazo de pan y lo echaron de la cabaña. En ocasiones como aquella el muchacho acostumbraba a dormir con el asno en su pequeño establo con techo de paja; pero era aún muy temprano para irse a dormir, y Shasta, al que jamás habían enseñado que estaba mal escuchar detrás de las puertas, se sentó en el suelo con la oreja pegada a una rendija de la pared de madera de la cabaña para escuchar lo que hablaban los adultos. Y esto fue lo que oyó:
—Y ahora, anfitrión mío —dijo el tarkaan—, me gustaría comprar a ese muchacho tuyo.
—Pero mi señor —respondió el pescador; y Shasta adivinó, por el tono zalamero, la expresión codiciosa que probablemente se le dibujaba en el rostro mientras lo decía—, ¿qué precio podría convencer a este siervo suyo, aun en su pobreza, a vender como esclavo a su único hijo y carne de su carne?
¿Acaso no ha dicho uno de los poetas: «El amor natural es mejor que la sopa y los hijos más preciosos que los rubíes»?
—Así es —respondió el invitado con frialdad—, pero otro poeta ha dicho también: «Aquel que intenta engañar al juicioso desnuda al hacerlo la propia espalda para el látigo». No cargues tu anciana boca con falsedades. Está bien claro que este muchacho no es hijo tuyo, pues tus mejillas son tan negras como las mías mientras que el muchacho es rubio y blanco como los odiosos pero hermosos bárbaros que habitan en el lejano norte.
—¡Oh, qué bien decían —respondió el pescador— que las espadas pueden mantenerse alejadas mediante escudos, pero que el ojo de la sabiduría atraviesa todas las defensas! Debe saber entonces, mi formidable invitado, que debido a mi extrema pobreza no me he casado jamás y no tengo hijos. Pero en aquel mismo año en que el Tisroc, que viva eternamente, inició su augusto y benéfico reinado, en una noche de luna llena, complació a los dioses privarme de mi sueño. Por consiguiente, me levanté de mi lecho en esta casucha y fui a la playa para refrescarme contemplando el agua y la luna y respirando el aire fresco. Al poco tiempo escuché un ruido como de remos que se acercaban hacia mí por el agua y luego un débil grito, por así decirlo. Y poco después, la marea llevó a tierra un pequeño bote en el que no había más que un hombre flaco por el hambre y la sed extremas que parecía recién fallecido, pues aún estaba caliente, y junto a él, un odre vacío y un niño todavía vivo. Sin duda —me dije—, estos desdichados han escapado del naufragio de un gran barco, pero por los admirables designios de los dioses, el mayor se ha dejado morir de hambre para mantener al niño con vida y ha perecido al avistar tierra. En consecuencia, recordando que los dioses nunca dejan de recompensar a aquellos que ayudan a los menesterosos, e impulsado por la compasión, pues su siervo es un hombre de corazón tierno . . .
—Omite todas estas palabras inútiles en tu propia alabanza —interrumpió el tarkaan—. Ya es suficiente con saber que te llevaste al niño y que con su trabajo has ganado diez veces el valor del pan que consume cada día, como cualquiera puede ver. Y ahora dime inmediatamente qué precio le pones, pues estoy cansado de tu palabrería.
—Usted mismo ha dicho muy sabiamente —respondió Arsheesh— que el trabajo del muchacho me ha sido de un valor incalculable. Esto debe tomarse en cuenta en el momento de fijar el precio; pues si vendo al muchacho tendré sin duda que comprar o alquilar a otro para que realice su trabajo.
—Te daré quince medialunas por él —dijo el tarkaan.
—¡Quince! —exclamó Arsheesh con una voz entre quejumbrosa y chillona—. ¡Quince!
¡Para el sustento de mi vejez y el deleite de mis ojos! No se burle de mi barba gris, por muy tarkaan que sea. Mi precio es setenta.
En ese momento, Shasta se puso en pie y se fue de puntillas. Había oído todo lo que deseaba, pues a menudo había escuchado cuando los hombres regateaban en el pueblo y sabía cómo se llevaba a cabo. Estaba seguro de que Arsheesh lo vendería finalmente por una cantidad mucho mayor que quince medialunas y mucho menor que setenta, pero que él y el tarkaan tardarían horas en llegar a un acuerdo.
No debes imaginar que Shasta se sentía en absoluto como tú o yo nos sentiríamos si acabáramos de oír por casualidad a nuestros padres hablando de vendernos como esclavos. En primer lugar, su vida no era mucho mejor que la de un esclavo; por lo que él sabía, el noble extranjero que montaba aquel magnífico caballo bien podría ser más bondadoso con él que Arsheesh. Por otra parte, el relato sobre cómo había sido encontrado en el bote lo había llenado de emoción y le había proporcionado una sensación de alivio. Siempre se había sentido inquieto porque, por mucho que lo intentara, jamás había podido amar al pescador, y sabía que un muchacho debía amar a su padre. Y ahora, al parecer, resultaba que no estaba en absoluto emparentado con Arsheesh, lo que le quitó un gran peso de encima.
¡Vaya, yo podría ser cualquiera! —pensó—. ¡Podría ser el hijo de un tarkaan . . . o el hijo del Tisroc, que viva eternamente . . . o de un dios! Mientras pensaba en todo aquello permanecía de pie, inmóvil, en la zona cubierta de hierba situada frente a la cabaña. El anochecer aparecía rápidamente y una estrella o dos brillaban ya, pero los restos de la puesta de sol aún podían contemplarse en el oeste. No muy lejos, el caballo del forastero pastaba atado holgadamente a una argolla de hierro sujeta a la pared del establo del asno. Shasta fue hasta él y le palmeó el cuello. El animal siguió arrancando hierba sin prestarle ninguna atención.
Entonces otra idea pasó por la mente del muchacho.
—Me pregunto qué clase de hombre es ese tarkaan —dijo en voz alta—. Sería espléndido si fuera amable. Algunos de los esclavos de la casa de un gran señor no tienen prácticamente nada que hacer, y visten con ropas preciosas y comen carne a diario. Tal vez me llevaría a la guerra y yo le salvaría la vida en una batalla. Entonces él me concedería la libertad, me adoptaría como hijo suyo y me daría un palacio, una cuadriga y una armadura. Claro que también podría ser un hombre horriblemente cruel. Podría enviarme a trabajar a los campos encadenado. Ojalá lo supiera. ¿Cómo puedo saberlo? Seguro que el caballo lo sabe, si al menos pudiera decírmelo.
El caballo alzó la cabeza, y Shasta le acarició su hocico suave como la seda mientras decía:
—Ojalá pudieras hablar, amigo.
Y entonces, por un segundo, le pareció estar soñando, pues con toda claridad, aunque en voz baja, el animal respondió:
—¡Claro que puedo!
Shasta clavó la mirada en los enormes ojos del animal y los suyos se abrieron hasta volverse casi igual de grandes, debido a la sorpresa.
—¿Cómo aprendiste a hablar?
—¡Silencio! No tan fuerte —respondió el caballo—. En el lugar del que yo vengo, casi todos los animales hablan.
—¿Dónde está eso? —inquirió Shasta.
—En Narnia —respondió él—. La feliz tierra de Narnia; Narnia, la de las montañas cubiertas de brezos y las colinas llenas de tomillo; Narnia, la de los muchos ríos, las cañadas cenagosas, las cavernas llenas de musgo y los espesos bosques en los que resuenan los martillos de los enanos. ¡Ay, la dulce brisa de Narnia! Una hora de vida allí es mucho mejor que mil años en Calormen.
Finalizó su declaración con un relincho que sonó muy parecido a un suspiro.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Fui secuestrado —respondió el caballo—, o robado o capturado, como prefieras llamarlo. Cuando ocurrió solo era un potro. Mi madre me advirtió que no vagara por las laderas meridionales, que conducen al interior de Archenland y más allá, pero no le hice caso. Y por la melena del león que he pagado por mi insensatez. Durante todos estos años he sido esclavo de los humanos, ocultando mi auténtica naturaleza y fingiendo ser mudo y bobo como sus caballos.
—¿Por qué no les dijiste quién eras?
—No soy tonto, ese es el motivo. Si hubieran descubierto en algún momento que sabía hablar me habrían exhibido en ferias y custodiado con más cuidado que nunca. Mi última esperanza de huir habría desaparecido.
—¿Y por qué . . .? —empezó Shasta, pero el caballo lo interrumpió.
—Mira —dijo—, no debemos malgastar tiempo en preguntas ociosas. Quieres averiguar cosas sobre mi amo el tarkaan Anradin. Bueno, pues es malo. No muy malo conmigo, pues un caballo de guerra cuesta demasiado para que lo traten muy mal. No obstante, sería mucho mejor para ti morir esta noche que partir mañana para convertirte en un esclavo humano en su casa.
—En ese caso será mejor que huya —declaró Shasta, palideciendo por el terror.
—Sí, será lo mejor —indicó el caballo—; pero ¿por qué no huyes conmigo?
—¿Vas a huir también?
—Sí, si vienes conmigo —respondió el corcel—. ¡Es nuestra oportunidad! Verás, si huyo sin un jinete, todos los que me vean dirán «un caballo perdido» y saldrán en mi persecución a toda velocidad. Con un jinete tengo posibilidades de lograrlo. Ahí es donde puedes ayudarme. Por otra parte, tú no puedes llegar muy lejos con esas dos absurdas piernas tuyas, pues ¡hay que ver qué patas tan absurdas tienen los humanos!, sin que te alcancen. Sin embargo, montado en mí puedes dejar atrás a cualquier otro caballo de este país. Ahí es donde puedo ayudarte yo. A propósito, ¿supongo que sabes montar?
—Sí, desde luego —respondió él—. Al menos he montado en el asno.
—¿Montado en qué? —replicó el caballo con sumo desdén.
Eso fue, al menos, lo que intentó transmitir, aunque en realidad surgió en forma de una especie de relincho: «¿Montado en quiiii, quiiii, quiiii?», pues los caballos parlantes siempre adquieren un acento más «caballuno» cuando se enojan.
—En otras palabras —prosiguió—: no sabes montar. Eso es un inconveniente. Tendré que enseñarte mientras nos movemos. Si no sabes montar, ¿sabes caer por lo menos?
—Supongo que cualquiera sabe caer.
—Me refiero a si sabes caer y levantarte sin llorar y volver a montar y volver a caer, pero no tener miedo a caerte de nuevo.
—Lo . . . lo intentaré —respondió Shasta.
—Pobre chiquillo —dijo el caballo en un tono más afable—. Olvido que no eres más que un potro. Con el tiempo llegaremos a convertirte en un magnífico jinete. Y ahora, no debemos ponernos en marcha hasta que esos dos de la cabaña se duerman. Entretanto podemos hacer nuestros planes. Mi tarkaan va de camino al norte, hacia la gran ciudad, hacia la misma Tashbaan y la corte del Tisroc . . . —Vaya —intervino Shasta en un tono de voz más bien